Fabulosas narraciones por historias (50 page)

—Vía.

—¿Cómo?

—¡Vía!

—¡Ah!, vida. ¿Y si historia?

—Literatura.

—Y si agua.

—Sanjre.

—¿Y si dejan de decir mamarrachadas? —preguntó Amadéus, que ahora se hacía llamar por el apellido, Leguazal, y que desde sus posiciones futuristas había ido evolucionando hacia presupuestos más cercanos a la poesía política. Había perdido pelo y se había deshecho del anillo en el meñique, pero seguía fumando como un carretero. Amargado por la falta de reconocimiento, a Leguazal se le había ido avinagrando el carácter, y había ido adquiriendo modos de resentido. Además estaba harto de Juan Ramón Jiménez, de don José Moreno, de Carlos Hernando, y aquella tarde tenía ganas de pelea:

—Estamos en una crisis económica sin precedentes, con desigualdades sociales cada vez mayores, con disturbios en media España, y usted sigue con su cantinela de la poesía pura. ¿Por qué no se moja un poco, maestro? ¿Por qué no se compromete con su tiempo, maestro? ¿Por qué no se mancha, don Poeta Puro, con palabras como solidaridad o revolución proletaria?

—Pocque tó loh políticoh sson unoh sinverjüensa. Loh de deresha y loh díicquierda. Y ademah, níottán preparao. ¿Utté pondría ssuh ssapatoh en manoh de arjuien que no fuera ssapatero? ¿Y ssu pelo en lah de arjuien que no fuera maettro barbero? ¿Uttéh deharía ssu assuntoh legaleh ar cuidao de arjuien que no fuera abogao professionah? No, ¿verdá? Pué mire utté: ette paíh no tiene inconveniente en depossitá la reh pública en manoh de arjuien quíapenah tiene ettudioh, como sson los ssindicalittah y demáh hentussa anacquitta y populá.

—¡Habla usted como si el Rey, los curas y los militares fueran unos especialistas en Fenomenología del Espíritu —le reprochó Ventura Tunidor—. ¿Qué propone usted? ¿Que les hagan un examen para dedicarse a la política?

—Efettivamente. Nada de elesiones. Un buen esamen en el que demuettren si tienen o no una sólida formación técnica y humaníttica.

—Y usted sería el examinador, ¿verdad? Usted se cree muy puro y muy perfecto, pero usted es tan humano, o más que los presentes. Su poesía es inservible, absolutamente inútil. El mundo sería igual, o mejor, si usted no hubiera escrito un solo verso —le gritó Leguazal.

—¡Por favor! ¡Una cosa es libertad y otra muy distinta libertinaje! —advirtió don Carlos Hernando—. Vamos a tener libertad de opinión, pero vamos a tenerla siempre dentro de unos límites, ¿eh? Y vamos a tener un poco de respeto por nuestro invitado —exigió don Carlos Hernando.

—Juan Ramón Jiménez no es invitado mío, sino suyo y de los carlistas, como todos los que han venido por aquí en los últimos tres años. He callado durante este tiempo porque soy afecto a los míos, pero después de cinco años de injusticia y abusos, ya no aguanto más. ¡Estoy hasta las pelotas de que sus amigos nos roben, Hernando! —estalló Leguazal.

A don Carlos Hernando le pareció que aquel infeliz iba demasiado lejos, que ya estaba bien y que no iba a morderse más la lengua:

—Por su boca habla el resentimiento, Amadéus; y no me extraña porque con una biografía como la suya es para estar amargado: tiene usted cincuenta y tantos años y no ha hecho nada en la vida excepto fumar con mucho boato por esa boquilla de nácar. Por eso me sorprende que, siendo como es un don nadie, se atreva a hablar con ese tono de infante terrible. Tenga usted un poco más de decencia, haga el favor.

—¡Y usted haga el favor de cerrar la boca! Porque si usted la abre, la abrimos todos; y si la abrimos todos, hasta las farolas se van a enterar de quién es usted y a quién sirve. Porque todos ustedes son unos delincuentes, y la dichosa Junta para el Apoyo de las Artes y las Letras es un sindicato del crimen que sólo busca el beneficio económico de sus miembros, aunque para ello tenga que matar a diestro y siniestro. ¡Tienen ustedes las manos manchadas de sangre!

—Y usted la camisa manchada de café. ¡Ande, Leguazal, que es usted el personaje más ridículo que he visto en mi vida! —respondió Moreno saliendo al quite. Don Maximiliano le cortó:

—No se comprometa, Moreno, no se comprometa, que es usted nuevo, como quien dice, y no sabe de la misa la media. Usted a lo suyo, a atusarse el fino bigotillo, a enderezarse el canotier y a lustrarse sus zapatos italianos de dos colores. Que no tiene usted inteligencia ni sensibilidad para más.

Moreno le miró furibundo:

—¿Me he metido yo con usted, don Maximiliano? No. He respetado que es usted un viejo chocho y le he dejado en paz.

Don Andrés Bonato salió en defensa de su leader:

—¿Quiere usted, Moreno, que hablemos de quién está chocho y quién no? Pues, venga, vamos a hablar de chochos —propuso agresivo.

—¡Hay que ver, don Andrés! A sus años y todavía con ganas de hablar de chochos. ¿Es que no le basta con mirarlos todas las semanas en
La Pasión?
—le preguntó don Carlos Hernando, dispuesto a ser maligno con todos hasta el final. Él también estaba harto de tertuliantes propios y ajenos. Don Andrés Bonato le miró al principio confundido y un poco mareado: él pensaba que nadie estaba al tanto de sus perversiones. Don Carlos Hernando, como si le leyera el pensamiento, le asestó otro golpe aprovechando su desconcierto:

—¿Se creía que no sabíamos que usted compra pornografía? Lo que no sabemos (y esto sí que es una pregunta con miga) es para qué. Nos extraña porque usted ya debe de tener el paranganillo muerto. Pero no se preocupe, no vaya a ningún médico, que eso es normal; se llama impotencia senil.

Casi se volvió loco don Andrés Bonato. Quiso agredirle, pero le sujetaron; lo que no pudieron, ni quisieron, fue taparle la boca:

—¡Tú sí que lo tienes anestesiado, polvoriento y sin estrenar, como los libros que publicas! ¡Ya quisieras tú tener la mitad de la sangre que yo tengo, maricón; que te gustan más los culitos de poeta que las pesetas! ¡Y mira que te gustan las pesetas! Yo no soy el único que compra
La Pasión;
pregúntaselo a Eleazar Pulido, vuestro poeta incomprendido, que se va a morir sin que le reconozca la crítica.

—¡A ti sí que no te va a reconocer ni la madre que te parió como te dé con el bastón! —le gritó Eleazar Pulido, levantando amenazador su muleta. Y la hubiera descargado sobre la cabeza de don Andrés si don Gerardo Buche, el anciano zapatero, lector de enciclopedias, no le hubiera detenido el brazo. Don Carlos salió en ayuda del poeta Pulido:

—Por lo menos, don Eleazar publica de vez en cuando; no como ese poeta vuestro, íntimo ficticio de Ortega, a quien, por cierto, don José no conoce de nada. Bernabé, se va a arruinar usted de pagarse los libros que publica.

—¡Independencia! Independencia se llama eso. Soy uno de los escritores más perseguidos de España, más vigilados por los servicios secretos de la República. ¿Sabe por qué? Porque me niego a bailar al ritmo que me tocan —se defendió Bernabé Hieza.

—En este país de genios, el que no se consuela es porque no quiere. ¿Independencia llama usted a sus ripios infectos? —preguntó don Carlos con cejas indolentes.

—¡Maricón, que eres un maricón! —seguía gritando Bonato, sujeto por los más jóvenes—. ¡Asesino! ¡Proxeneta!

En medio de este fragor, al que también contribuían los extraordinarios ronquidos del señor Iglesias, que continuaba fuera del mundo, el maestro Juan Ramón Jiménez había guardado todos sus poemas en una carpeta y se había escabullido silencioso sin que nadie lo advirtiera. Los contertulios más jóvenes contemplaban boquiabiertos la pelea de los ancianos. Por fin, Almudeno Heras se puso en pie, y dijo:

—Por favor, señores, ¿es que no les da vergüenza? ¡A su edad peleándose como chiquillos! Aprendan de la juventud.

—¡Me cago en la juventud! —exclamó Ventura Tunidor, que había perdido todas las esperanzas de que don Carlos Hernando publicara su
Don Juan y la luna,
y cuyo resentimiento contra la adolescencia había aumentado con el tiempo.

—No voy a caer en la provocación —aseguró Almudeno—. Sólo le pido, don Ventura, que recuerde,
per ístam,
los años en los que usted fue joven e ingenuo como tal vez lo soy yo ahora —dijo con los ojos entornados, convencido de que su discurso iba a mover los corazones.

—Almudeno, además de ser un necio y un cursi, es usted un inculto:
per ístam
no significa «por ejemplo», sino «en ayunas» soltó Tunidor, que le tenía muchas ganas.

—¡Oh! Habló el oráculo, el intelectual, el amigo de todos los filósofos alemanes, vivos y muertos, a quienes escribe, relatando sus reflexiones, después de quitar el polvo a las estatuas del Museo de Antropología, Etnografía y Prehistoria de Madrid —ironizó, muy molesto por la corrección, el Almudeno—. ¿Quiénes son ustedes, atajo de ignorantes, para corregirme a mí, que soy perito industrial? ¿Quién me mandará a mí mezclarme con esta pandilla de ordenanzas de museo, zapateros, viejos parleros obsesionados con las autopistas y peluqueros cotillas?

Don Obrero, que no quería problemas tal y como estaban las cosas en España, no sufrió sin embargo que le llamara cotilla, y fue a soltarle un mamporro al Almudeno, pero don Marcelino Valtueña, que también había intentado mantenerse neutral, al oír los calificativos del Almudeno se adelantó a don Obrero y descargó sobre la cabeza del nuevo valor un soberbio garrotazo que le dejó sin sentido sobre la mesa.

Y ya no hubo más palabras. El Jute se convirtió en un campo de batalla en el que todos, incluido el público de paso, lucharon contra todos. Volaron las sillas y las vajillas, las fichas de dominó, los carajillos y los solisombras. Domingo, el camarero, y Luisito, el aprendiz, que al principio habían corrido a separarlos, recibieron tantas patadas y puñetazos que terminaron por entrar en liza. Luisito se ensañó con don Críspulo Pinar: habían sido muchos años de bromas cuarteleras y aprovechó la ocasión para vengarse. Los únicos que permanecían ajenos a todo eran el durmiente señor Iglesias y el inconsciente Almudeno, que finalmente abrió los ojos. Trastornado por el golpe, atónito en medio de la batalla y humillado todavía por la corrección de Tunidor, no reparó en lo que iba a hacer; se acercó al señor Iglesias con sed de mal y de una patada le voló la silla. El pobre bedel, gloria de los anuncios de tablón, se despertó en el vacío pensando que se hundía el mundo; y, en ese breve espacio que hay de una silla al suelo, se le paró el corazón al anciano señor Iglesias. Al verle derrumbado y roto en el suelo del Jute, la autoestima del Almudeno subió unas décimas y el joven valor se sintió más cómodo, mejor.

«¿DESAPARECERÁ LA NOVELA?, por Luis Araquistáin.

»Desde hace unas fechas se escucha otra vez el molesto zumbido de los que anuncian la muerte de la novela. Como las alas de las moscas, sus pertinaces palabras monocordes y constantes se dejan oír al comienzo de la primavera, que es la estación de las flores, de la Virgen y de la poesía. Y yo les digo: su diagnóstico, señores (que más bien es un acta de defunción), pone en evidencia sus deseos, no la verdad. Dicen estos sujetos que el género de la novela no es indispensable para que el hombre del siglo XX exprese sus ideales estéticos. Si pensamos que la poesía es la aristocracia, la dictadura de la cultura, y que, por el contrario, la novela representa la democracia y la libertad de la literatura, entenderemos mejor el aristocrático odio de Ortega y Gasset al género novelístico. Él nunca reconocerá abiertamente que lo detesta; su táctica consiste en intentar modificar su retórica. En esto trabaja patéticamente Ramón Gómez de la Serna. Y es en este punto donde han fracasado: no se han dado cuenta de que el género tiene unas raíces históricas intrínsecamente democráticas o, si se quiere, vulgares, de masa. La novela hunde su ser en el género epistolar, que es, como demostró en su tesis doctoral el anciano profesor don Antonio Fernández Igea, la democracia de la literatura. El intento de Ortega y sus secuaces es tan patético como el de esos otros locos que propugnan la eliminación de la letra hache argumentando que no suena. Ambas posturas, la del señor Ortega y la de esos locos, se saltan a la torera todas las razones históricas. Así como la letra hache es la cédula de identificación, la partida de nacimiento de muchas palabras, así la democracia o, si se quiere, la vulgaridad, es la esencia de la novela. ¿Cómo, si no es gracias a la hache, podríamos saber que esa palabra que está hoy tan de moda —huelga— viene de holgar y que, por lo tanto, tiene el mismo origen que follar? ¿Cómo, si no es por la vulgaridad, podríamos saber que lo que escribe Patricio Cordero son novelas?

Luis Araquistáin, «¿Desaparecerá la novela?»,

La Libertad,
I-VII-1935, pág. 13.

Se había marchado a la puta Cataluña y había empezado a frecuentar un comité de la CNT que tenía la misión de sembrar el caos mediante la ultraviolencia. Eran quince: diez tíos y cinco tías, y vivían todos hacinados, y generalmente en pelotas, en un cuchitril de la calle del Obispo, donde habían declarado el final de la pareja como organización social y proclamado la comuna libertaria como alternativa. Se integró bastante bien en la célula y, como la convivencia hace mucho, se fue enamorando de una libertaria que se llamaba Dolor. Aquí hubo risas. No se vivía mal en aquella comuna, pero había algo que no soportaba: nadie limpiaba el retrete. En una de las asambleas que celebraban semanalmente propuso acordar un turno de limpieza, pero le contestaron que las ideas de turno y el concepto de orden, implícito en la idea de turno, así como el tema limpieza, eran falacias que la burguesía había creado para perpetuarse. Él se definió cercano a la utopía «retrete sin mierda», que ellos calificaron de ambición pequeño burguesa y estéril para la clase trabajadora por cuanto distraía al ser humano de los verdaderos problemas sociales. Después de una votación se decidió que el retrete siguiera sucio. Ahí fue cuando empezó a pensar en abandonarlos. Sin embargo, no tomó la decisión hasta más tarde, cuando se enteró de que su novia se acostaba con todos los de la comuna siguiendo un orden o turno implícito en la idea de orden. Se puso hecho un basilisco. Los camaradas le dijeron que era un revisionista y le intentaron calmar recordándole que la idea de propiedad era una mentira burguesa que limitaba a los hombres y los hacía infelices. Él dijo que lo que le hacía infeliz a él era que se pasaran por la piedra a su novia cuando él no estaba. No quiso discutir más. Puso en práctica lo aprendido sobre la ultraviolencia y el caos y se lió a hostias con todos. Se armó tal cristo que al final llegó la policía y los desarticuló. Él, sin embargo, logró escapar. Ya en Madrid había conocido al pobre José Antonio, de quien se había hecho muy amigo y con quien había fundado un partido del que no sabía si Santos había oído hablar, Juventudes Organizadas Nacionales y Sindicalistas, para acabar con los intelectuales ateos y con la oligarquía. Odiaba a los oligarcas tanto o más que a los intelectuales. Por eso, cuando terminó el relato de su vida, Martini le confesó a Santos:

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