Read Fabulosas narraciones por historias Online
Authors: Antonio Orejudo
Y le tendió el estuche primorosamente envuelto. María Luisa tuvo que dilatar tanto la piel de su rostro para simular sorpresa y encanto y mucha dicha, mucha dicha; tuvo que hacer un esfuerzo tan sobrenatural para tomar en serio a aquel paleto obvio y previsible y para no romper en carcajadas por sus gestos de folletín empalagoso, que durante días le dolieron los maxilares y los tendones del cuello.
—¡Santos, no sabía yo que fueras tan donjuán!
Y Santos sonreía excitado y seductor, gustándose, gustándose pero mucho; pensando que era el mejor y que lo que venía a continuación estaba hecho.
«Estimado Dr. Moore:
»Soy lector asiduo de su revista desde hace diez años y le he escrito en otras ocasiones para compartir con usted y con sus lectores mis experiencias sexuales. Sin embargo, nada es comparable a lo que he vivido en los últimos meses y a lo que siento ahora.
»Durante mucho tiempo he estado enamorado en secreto de una mujer mayor que yo, que se llama Carmen. La conocí porque mi amigo Hipólito (Poli) y yo frecuentábamos a su marido, que era homosexual y la traía por la calle de la amargura. Cuando éste murió, asesinado por el Poli, la cortejé sin éxito. En vez de venirse conmigo, se fue a vivir con el Poli, que para eso había matado a su esposo. Decepcionado por esta reacción, abandoné Madrid por unos años con la esperanza de olvidarla y de comenzar una nueva vida. Me comprometí formalmente con una mujer de mi pueblo llamada Sagrario, pero todo fue inútil porque una fuerza superior, que no pude dominar y que no puedo describir en estas páginas, me trasladó un día, cinco años después de aquella reacción tan decepcionante que he mencionado, a la puerta de la casa de Carmen, que golpeé suavemente con mis nudillos. Ella apareció en el umbral, cerró los ojos y sonrió de un modo superior. Se acercó a mí y me abrazó con mucho cariño. ¡Fíjese que hacía por lo menos cinco años que no nos veíamos! Yo estuve a punto de ponerme a llorar y también la abracé. Carmen no me preguntó qué hacía allí ni por qué había venido. Mejor; no se hubiera creído nunca eso de la fuerza superior que no había podido dominar. Una vez en el interior de su casa, me pidió que me fuera sirviendo un dry-martini.
»—Voy a darme un baño y a cambiarme de ropa. Ponte cómodo. Estoy muy contenta de que hayas venido. Voy a avisar al servicio para que pongan cena para dos —me dijo, y salió.
»Si hubiera sabido dar saltos mortales hacia atrás, hubiera dado uno allí mismo, de lo contento que me sentía. El lugar era idóneo para ser feliz. Me encontraba en una especie de salón-biblioteca con una chimenea encendida y un temporal en el exterior. Era invierno y nevaba. Y lo más importante: Carmen estaba tomando un baño, y en unos pocos minutos íbamos a cenar los dos, solos por primera vez. Bueno, en realidad sí quise dar el salto mortal al que me he referido antes; lo que pasó fue que me hice un poco de daño en la espalda. Como no tenía otra cosa mejor que hacer mientras esperaba, me puse a mirar los libros de la biblioteca. Aunque vi algunos con dedicatorias que no me hicieron ninguna gracia, vi otros, escritos en latín; y decidí aprender latín; hojeé otros en francés y decidí aprender francés, otros en alemán y decidí aprender alemán; y es que así es la felicidad: uno no para de hacer proyectos todo el tiempo porque se piensa que va a vivir toda la eternidad. Al cabo de una eternidad precisamente bajó Carmen con una camisa y un pantalón de caballero. Ella sabe que me encanta y me excita que las mujeres vistan ropa de hombre. Propuso que no habláramos de nuestro pasado, y a mí no me pareció mal porque no tenía ninguna gana de hablar de mi novia. Mientras cenábamos estuvimos por tanto hablando todo el tiempo del presente. Luego, con el brandy, pasamos al futuro, y no sé qué sucedió. Para mí fue como cuando estuve con Sagrario en Santander y me tiré de cabeza al mar desde muy alto: tienes los pulmones llenos de aire, y de repente el mundo desaparece y lo único que hay es la vida interior y los sonidos submarinos; entrar como un clavo, alcanzar una gran profundidad y tardar en salir: los tres tiempos de un buen salto de cabeza. La besé sin gracia, entorpecido por toda la lujuria que había acumulado durante diez años. Chupé su boca como un mulo, lamí su cuello, mordí su nuca y, con una ferocidad que yo intentaba que pareciese pasión novelesca, la desnudé de los pies a la cabeza. Cuando logré dominarla (porque al principio no se dejaba), me pregunté si la estaría forzando. Entonces puse mi cabeza entre sus muslos, aparté su vello enrulado y negro, abrí los labios ayudándome de los dedos y empecé a pasar la lengua de arriba abajo. Aquellos pliegues secos como la lija se empaparon inmediatamente. Me da vergüenza decirlo, pero bueno: me ungí con ellos la frente. Luego, exploré esas recónditas cavidades que tienen las mujeres hasta que su resistencia, cada vez más atenuada, se convirtió en espasmos, hasta convencerme de que eran mis labios los que se contraían y succionaban la carne enrojecida y rezumante de Carmen. Porque es que no me lo creía. Mientras chupaba la sentí de mi propiedad. Es extraño, ahora que lo pienso, pero la posesión nunca la siento con el pene, sino con la boca. A lo que vamos: me separé de ella porque hacía tiempo que la sentía inmóvil, y la contemplé tumbada y desnuda con los ojos cerrados. Así estuvo un ratito, luego abrió los ojos y me dijo:
»—Voy a atarte. Ahora me toca a mí.
»Dicho y hecho. Sacó unas cintas y me amarró las muñecas a la cabecera y los tobillos a los pies de la cama.
»—¿Quieres saber cómo te voy a comer la polla? —me preguntó cuando ya no pude moverme. Asentí y entonces ella empezó a describirlo mientras se acariciaba y ponía su pecho cerca de mi boca, pero lo suficientemente lejos como para que no pudiera alcanzarlo.
»—Comenzaré a tocarte por encima del pantalón mientras nos besamos. Notaré que se endurece y te meteré la lengua en la boca; te desabrocharé y podré tocar tu polla y tus huevos con las dos manos. Seguiremos besándonos. Te llenaré la boca de saliva y me retiraré hacia abajo, hasta encontrarme con ella, enrojecida y suave. Le daré unos lametazos para que se acostumbre a la temperatura y me la meteré poco a poco. Primero te chuparé el glande como un caramelo de fresa y te acariciaré los cojones, que ya estarán duritos y apretados. Entrarás y saldrás de mi boca al ritmo de tus caderas; se hará tan grande que me llegará hasta la garganta, y se hará tan gruesa que tendré que abrir la boca al máximo. Algunas veces sentiré que necesito aire y me la tendré que sacar para poder respirar. Como estará cubierta de saliva, no me será difícil masturbarte mientras tomo aire. Pero en cuanto me recupere preferiré volverla a succionar. A ti te excitará ese gesto tan masculino que es empuñar una polla y meterla en una boca a punto de reventar. Luego, haré expediciones a tus huevos. Los dibujaré con la punta de mi lengua, los llenaré de saliva y recorreré una línea imaginaria que irá del escroto al frenillo. Estarás a punto, y me la volveré a meter en la boca. Subiré y bajaré cada vez a más velocidad y te presionaré suavemente los cojones cuando el primer disparo de semen me toque el paladar. Entonces notaré que un líquido denso, caliente y un poco amargo me llena la boca y se desliza por mi garganta. Cuando hayas terminado, te succionaré y te exprimiré para beber hasta la última gota de tu esperma.
»Se puede usted imaginar, Dr. Moore, cómo intentaba yo desatarme, hecho una fiera. Pero era inútil porque estaba muy bien atado. Las sienes me reventaban. Entonces Carmen me desabotonó y se fue sentando sobre mí. Empezamos a movernos y, la verdad, no recuerdo mucho más: me corrí yo primero, claro, y luego, como un minuto eterno después, Carmen comenzó sus convulsiones. Durante ese minuto me dio la impresión de que no tenía polla. Hubo un momento en que la sensación se me hizo insoportable, y quise salirme sin pensar que la iba a dejar allí, a punto. Carmen lo notó, me agarró del cuello y me ordenó que no me fuera. Continué, pues, golpeando hacia arriba con mis caderas sin variar el ritmo, convencido de que se me había consumido la polla.
»—Qué lástima que no seas mujer y no puedas correrte como yo —me dijo ya al final, desatado yo y a punto de dormirnos. ¿Se da cuenta?
»Nos despertamos abrazados, con los cuerpos adheridos por el sudor; nos besamos enteros y noté que su piel estaba salada, no sé la mía, como si acabara de bañarse en el mar.
»Durante meses he adorado su cuerpo como si fuera la Hostia. He llegado a conocer cada defecto, cada vello, cada pliegue de su piel; he respirado el olor de su vientre, de sus axilas y de sus pedos. He probado todos sus flujos, secreciones y mucosas. Un día le supliqué que me dejara cortar pelo de su coño y me lo comí como si fuera el Cuerpo de Cristo. Me he tragado su saliva, he bebido su orina, he probado su mierda y siento que podría comerme a esa mujer entera, doctor Moore, porque la amo, amo su cuerpo, amo sus desechos y quisiera tenerla dentro de mí para siempre. No hay preguntas.
»Sagitario. Madrid.»
«Historias»,
La Pasión,
104 (abril de 1931), págs. 28-30.
Aquella noche soñó que estaba besando a María Luisa y que mientras lo hacía se tiraba un pedo, y ella se retiraba asqueada; él negaba que lo hubiera hecho, imploraba que le creyera; pero ella le decía que él, además de guarro, era un mentiroso, y le abandonaba. La pesadilla le turbó tanto que volvió a poner un telegrama a su casa posponiendo indefinidamente su regreso. Paseó en círculos por el cuarto y mantuvo largas conversaciones con María Luisa, que se aparecía a todas horas frente a él, a sus espaldas y a su lado. Perdió la noción del tiempo; y al cabo de una semana de no ver a nadie, ni siquiera a la empleada del servicio de habitaciones, decidió romper su compromiso con la Chari y pedirle a María Luisa matrimonio.
Antes de salir del hotel se tomó cinco copazos de coñac, que le infundieron el ánimo que necesitaba para presentarse en el palacete. El auto estaba allí. Llamó y, mientras esperaba, pensó que si María Luisa no se encontraba en casa en ese momento, eso significaba que no tenía que decírselo; y que si estaba entonces era que las estrellas y la luna se habían conjuntado para que sucediera lo inevitable y triunfara el amor. Le abrió la puerta el maldito alemán.
—¿Le espera la señora? —preguntó con mala intención, pero a Santos no le importó porque comprendió que María Luisa se encontraba en el interior.
—Por supuesto que me espera. No preguntes tanto y avísala, esclavo. Pero, antes, condúceme a la biblioteca, te lo ordeno.
Por el gesto que se dibujó en el rostro de Aquiles, Santos adivinó con euforia que había conseguido molestarle. Sin embargo, el mayordomo no le hizo pasar a la biblioteca, sino a una especie de gabinete, en el que a los pocos minutos apareció María Luisa. El estupor no se había borrado aún totalmente de su rostro.
—¡Santos, qué sorpresa! En fin, supongo que ya lo sabes, ¿no?, y que por eso has vuelto. Parece que van ganando los republicanos ¡Pero no has estado ni un día en tu pueblo! ¿Cuándo has vuelto?
—No, no he vuelto.
—¿Cómo?
—Que no he vuelto, que no me he ido, que llevo una semana encerrado en el Palace y que no puedo más. María Luisa, escúchame, tengo que hablar contigo.
—Te escucho, Santos, te escucho —le aseguró María Luisa extrañada—. ¿Quieres tomar algo?
—No, no; ya he tomado bastante; sólo quiero que me escuches. María Luisa: te amo; te he amado siempre, desde el día que te vi en la cacería y me sonreíste cuando lloré por el ciervo. Cuando te marchaste con Pátric creí que me daba algo. Conseguí olvidarme de ti en Fuentelmonge, pero cuando he vuelto a verte mis defensas se han venido abajo. Lo que yo había reprimido en mi alma todos estos años ha salido a flote, y no puedo luchar contra la naturaleza ni fingir por más tiempo. Te amo, María Luisa, te amo. Te amo y quiero casarme contigo; y, si me dices que no, me pego un tiro ahora mismo —se desahogó Santos por fin; y, acto seguido, desenfundó el Astra y se la puso en la sien.
María Luisa ignoró la automática; se quedó en silencio. Miraba a un punto indeterminado, más allá de las paredes de la estancia. Su gesto no expresaba ni frío ni calor. A continuación pareció volver en sí:
—Necesito una copa. ¿De verdad que no quieres nada? —volvió a preguntar.
—Lo único que quiero es una respuesta. ¿Te vas a casar conmigo o no? —insistió Santos con el arma en la cabeza.
—Santos, no seas payaso; guarda esa pistola y acompáñame a la biblioteca; necesito un brandy —le amonestó María Luisa, muy molesta, saliendo del gabinete. Santos guardó el Astra y la siguió. Una vez en la biblioteca, María Luisa, que deseaba un brandy, se sirvió con parsimonia un scotch, y se dejó caer en una butaca. Santos permanecía de pie. Su propio discurso le había enervado, y jadeaba. Tras unos instantes, en los que meditó muy cuidadosamente sus palabras, la baronesa comenzó a hablar:
—Santos: creo que aunque ahora te haga daño, a la larga me agradecerás que sea sincera. Yo no te amo. Te aprecio mucho, incluso te tengo cariño, pero no te amo. Y aunque te amara, nunca me casaría contigo. Cuando murió Leo decidí que no sería esposa de ningún otro hombre. Él ha sido el único a quien he amado de verdad en mi vida.
Aquellas palabras mataron a Santos, que comenzó a caminar de un lado a otro de la biblioteca con las manos en la cabeza, y los ojos muy abiertos, como si fueran demasiado pequeños para percibir las dimensiones de la realidad.
—El único, ¿eh? ¿Y Patricio? ¿Por qué te marchaste con él? No te creo, María Luisa, no te creo. Si no me quieres, ¿por qué me has mirado siempre como lo has hecho?, ¿por qué me has sonreído siempre de ese modo?, ¿por qué me aceptaste el broche?, ¿por qué te has acostado conmigo?
—¿Cómo dices? ¿Acostarme contigo? ¡Yo no me he acostado contigo en la vida, Santos! Y en cuanto a tu broche, no te preocupes, ahora mismo te lo devuelvo —le contestó María Luisa estupefacta, poniéndose en pie y dispuesta a dar por terminada la conversación con aquel loco. Se esperaba cualquier reacción, incluido el suicidio, excepto ésa. Santos intentó retenerla.
—¡Suéltame! —le gritó María Luisa; y Santos cayó a sus pies.
—No, no me devuelvas el broche. Quédatelo y perdóname. Te amo tanto, te amo tanto que no sé ni lo que digo —se excusó sin poder reprimir el llanto.
—Santos: detesto las escenitas de opereta. Levántate, deja de moquear y márchate de aquí con broche o sin él, por favor.
—No, eso no. No me eches como a Patricio —le suplicó Santos incorporándose e intentando recomponer su descompuesta compostura.