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Authors: Brandon Mull

Fablehaven (13 page)

—El abuelo dijo que se acerca una noche en la que todas las criaturas que viven aquí se pondrán como locas.

—La noche del solsticio de verano. La noche de la fiesta. —¿Cómo es?

—Más vale que no te lo diga. No creo que vuestro abuelo quiera que os preocupéis sobre el tema hasta que llegue el momento. Más le valdría haber planeado vuestra visita de tal modo que pudierais evitar la noche de la fiesta.

Kendra trató de adoptar un tono de voz despreocupado.

—¿Correremos peligro?

—Ahora sí que te he preocupado. No os pasará nada si seguís las indicaciones que os dé vuestro abuelo.

—¿Y la Sociedad del Lucero de la Noche? Maddox parecía preocupado con ellos.

—La Sociedad del Lucero de la Noche siempre ha representado una amenaza —reconoció Lena—. Pero estas reservas han resistido desde hace siglos, algunas desde hace milenios. Fablehaven está bien protegida, y vuestro abuelo no es un loco. No tenéis por qué preocuparos por rumores y conjeturas. Y no diré más al respecto. ¿Queso con los huevos?

—Sí, por favor.

***

Cuando Kendra se fue, Seth sacó el instrumental que llevaba envuelto en la toalla, entre el que se contaba su equipo de emergencia y el tarro que había birlado de la despensa. El tarro estaba vacío, pues había vertido el contenido en el lavabo y después lo había limpiado. Seth cogió la navaja y utilizó el punzón para hacer unos agujeros en la tapa.

La desenroscó y metió en el tarro varias briznas de hierbas, unos pétalos, una ramita y un guijarro. A continuación, echó a andar sin rumbo fijo por el jardín, alejándose de la piscina y dejando atrás el recogedor de hierbas. Si la habilidad le fallaba, recurriría al ingenio.

Encontró un lugar adecuado no lejos de una fuente. Acto seguido, cogió el espejito que llevaba guardado en la caja de los cereales y lo colocó dentro del tarro. Depositó el tarro sobre un banco de piedra y se acomodó en la hierba, cerca, con la tapa en la mano.

Las hadas no tardaron en acudir. Varias de ellas revolotearon alrededor de la fuente. Unas cuantas se acercaron más al tarro y lo sobrevolaron perezosamente en círculos. Al cabo de un par de minutos, una hadita con las alas como las de las abejas se posó en la boca del tarro y se quedó mirando su interior. Aparentemente satisfecha, se dejó caer dentro y empezó a admirarse a sí misma en el espejo. Pronto se le unió otra hada. Y luego otra.

Seth se acercó lentamente hasta tener el tarro al alcance de la mano. Todas las hadas salieron volando. Seth aguardó. Algunas se marcharon. Llegaron otras. Una entró en el tarro, seguida rápidamente por dos más.

Seth saltó y cerró el tarro con la tapa. ¡Qué rápidas eran las hadas! Contaba con haber cazado a las tres, pero justo antes de que la tapa cubriese la boca del tarro se escaparon dos. El hada restante empujó la tapa con una fuerza sorprendente. El la enroscó hasta cerrarla del todo.

El hada que había atrapado no mediría más que su dedo meñique. Tenía una melena cobriza brillante y unas alas iridiscentes de libélula. La indignada criatura golpeaba con sus puñitos la pared de cristal del tarro, sin producir sonido alguno. A su alrededor, Seth oyó el tintineo de unas campanillas minúsculas. Las otras hadas señalaban y se reían. El hada del tarro golpeó el cristal con más fuerza aún, pero no le sirvió de nada.

Seth había capturado su presa.

***

El abuelo sumergió la varita en el bote y la sacó para llevársela a los labios. Al soplar suavemente, del círculo de plástico salieron varias pompas una tras otra. Las pompas flotaron hasta el otro lado del porche.

—Nunca se sabe lo que podrá causarles fascinación —dijo—. Pero, por lo general, las pompas funcionan.

El abuelo Sorenson estaba sentado en una gran mecedora de mimbre. Kendra, Seth y Dale ocupaban otras sillas cerca de él. La puesta de sol pintaba el horizonte de trazos rojos y morados.

—Procuro no traer tecnología superflua a la finca —prosiguió, mientras mojaba otra vez la varita—. Pero con las pompas no soy capaz de contenerme.

Sopló y volvieron a formarse pompas.

Un hada, resplandeciendo suavemente en la luz cada vez más tenue, se acercó a una de las burbujas. Después de observarla un instante, la tocó y la pompa se volvió verde brillante. Un segundo toque, y se volvió azul oscuro. Otro más, y se volvió dorada.

El abuelo siguió haciendo pompas y fueron acercándose más y más hadas al porche. Pronto todas las pompas cambiaban de color. Las tonalidades se volvían más luminosas conforme las hadas competían entre sí. Las pompas reventaban emitiendo fogonazos de luz.

Un hada se dedicó a reunir pompas, hasta que terminó con un puñado que parecía un racimo de uvas multicolor. Otra penetró en el interior de una burbuja y la infló desde dentro hasta triplicar su tamaño y hacerla estallar con un resplandor violeta. Cerca de Kendra había una pompa que parecía repleta de luciérnagas parpadeantes. Otra cerca del abuelo se convirtió en hielo, cayó al porche y se hizo añicos.

Las hadas se arremolinaron cerca del abuelo, ansiosas por ver las siguientes pompas. El siguió haciéndolas, y las hadas continuaron con su despliegue de creatividad. Rellenaban las pompas con una neblina rutilante. Las unían en cadenetas. Las transformaban en bolas de fuego. La superficie de una burbuja reflejaba todo como un espejo. Otra adquirió forma de pirámide. Otra chisporroteó cargada de electricidad.

Cuando el abuelo dejó a un lado el líquido de las pompas, las hadas fueron dispersándose paulatinamente. La puesta de sol estaba en las últimas. Unas cuantas hadas se pusieron a juguetear con los móviles de campanillas y produjeron una suave música.

—Sin que lo sepa casi nadie de la familia —dijo el abuelo—, unos cuantos primos vuestros han estado por aquí de visita. Ninguno de ellos se figuró ni por asomo lo que realmente ocurre en este lugar.

—¿No les diste pistas? —preguntó Kendra.

—Ni más ni menos que las que os di a vosotros. No tenían la disposición mental apropiada.

—¿Una fue Erin? —preguntó Seth—. Es una petarda.

—No seas grosero —le riñó el abuelo—. Lo que quiero decir es que me admira lo bien que os habéis tomado todo esto. Os habéis adaptado a este inusual lugar de una manera impresionante.

—Lena dijo que podíamos celebrar una fiesta con los hombres cabra —dijo Seth.

—Yo que tú no me haría muchas ilusiones. ¿Por qué os habló sobre los sátiros?

—Encontramos huellas en la cocina —le explicó Kendra.

—Anoche las cosas se salieron un poco de madre —reconoció el abuelo—. Créeme, Seth, tener tratos con los sátiros es lo último que necesita un chaval de tu edad.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste tú? —le preguntó Seth.

—Recibir la visita de un marchante de hadas es un acontecimiento notable, y conlleva ciertas expectativas. Admitiré que el jolgorio puede ser casi demencial.

—¿Me dejas probar a hacer pompas? —preguntó Seth.

—Otra noche. Tengo planeada una excursión especial con vosotros para mañana. Por la tarde debo pasarme por el granero y tengo la intención de llevaros conmigo para que podáis ver más cosas de la finca.

—¿Veremos algo más aparte de hadas? —preguntó Seth.

—Seguramente.

—Me alegro —dijo Kendra—. Quiero ver todo lo que estés dispuesto a mostrarnos.

—Todo a su debido tiempo, querida.

***

Por cómo respiraba, Seth estaba prácticamente seguro de que Kendra dormía. Se incorporó poco a poco. Ella no se movió. Tosió débilmente. Ella ni se inmutó.

Salió con cuidado de la cama y cruzó el desván en dirección a su cómoda. Sin hacer ruido, abrió el tercer cajón empezando por abajo. Allí estaba. No faltaba nada: la ramita, la hierba, el guijarro, los pétalos, el espejo y todo. En la oscuridad de la habitación, el brillo del hada iluminó todo el cajón.

Seth echó un vistazo por encima del hombro. Kendra no se había movido.

—Buenas noches, hadita —susurró él—. No te preocupes. Por la mañana te daré leche.

Empezó a cerrar el cajón. El hada, presa del pánico, redobló sus desesperadas declaraciones. Parecía a punto de echarse a llorar, lo cual hizo detenerse a Seth. A lo mejor la soltaba al día siguiente.

—Tranquila, hadita —le dijo con dulzura—. Duérmete. Te veré por la mañana.

Ella juntó las manos con fuerza y las agitó en gesto de súplica, rogándole con la mirada. Era tan bonita, con esa melena pelirroja y su piel blanca como la leche: la mascota perfecta. Mucho mejor que una gallina. ¿Qué gallina sería capaz de convertir en fuego una pompa?

Cerró el cajón y volvió a su cama.

Capítulo 8. Represalias

Seth se despertó al limpiarse el rabillo del ojo con el dorso de un dedo y clavó la mirada en el techo unos segundos. Rodó sobre sí mismo y vio que Kendra no estaba en su cama. Por la ventana entraba la luz del sol como un torrente. Se desperezó, arqueando la espalda con un gruñido. Daba gusto aquel colchón. Tal vez podría levantarse un poco más tarde.

No, quería ver cómo estaba el hada. Esperaba que el haber dormido un poco la hubiese calmado. Se quitó de encima de una patada el revoltijo de ropa de cama y fue corriendo hacia la cómoda. Abrió el cajón y se le cortó el aliento.

El hada había desaparecido. En su lugar había una tarántula peluda de patas rayadas y ojos negros y brillantes. ¿Se la había zampado? Comprobó que la tapa no estuviera abierta. Seguía firmemente cerrada. Entonces cayó en la cuenta de que aún no había tomado nada de leche. Aquella araña podía ser la otra apariencia del hada. Él se habría esperado una libélula, pero supuso que una tarántula entraba dentro de lo posible.

También se percató de que el espejo del tarro estaba roto. ¿Lo habría golpeado ella con el guijarro? Parecía un buen método para infligirse algún que otro corte.

—Nada de alboroto —la riñó—. Volveré enseguida.

Sobre la mesa había depositada una hogaza de pan redonda, una curiosa mezcolanza de color blanco, negro, marrón y naranja. Mientras Lena lo cortaba en rebanadas, Kendra dio otro sorbo más a su chocolate a la taza.

—Teniendo en cuenta todos los ingredientes que dejé fuera, pensé que podrían hacernos un bizcocho manchado —dijo Lena—. Pero las hogazas estampadas son igualmente deliciosas. Prueba un poco —dijo, y le ofreció una rebanada a Kendra.

—Han hecho un gran trabajo con la maceta —comentó ella—. Y la mesa parece intacta.

—Mejor que antes —coincidió Lena—. Me encanta el nuevo bisel. Los duendes conocen bien su oficio.

Kendra inspeccionó la rebanada de pan. El extraño estampado se veía también por dentro, no sólo en la corteza. Probó un bocado. La canela y el azúcar dominaban el sabor. Entusiasmada, dio otro mordisco. Sabía a mermelada de mora. El siguiente bocado le supo a chocolate, con un toque de crema de cacahuete. Y el siguiente parecía saturado de natillas.

—¡Cuántos sabores tiene!

—Y nunca interfieren entre sí, como debieran —añadió Lena, y dio un bocado ella también.

Descalzo y con el pelo de punta, Seth entró a la carrerilla en la cocina.

—Buenos días —dijo—. ¿Estáis desayunando? —Tienes que probar este pan estampado —dijo Kendra. —Dentro de un momento —respondió él—. ¿Puedo tomar una taza de chocolate?

Lena le llenó una taza.

—Gracias —dijo él cuando se la tendió—. Vuelvo enseguida. Se me ha olvidado una cosa arriba.

Salió a toda prisa, bebiendo de la taza al mismo tiempo.

—Es tan raro —comentó Kendra, y mordió otro trozo del bizcocho, que ahora sabía a pan de nueces con plátano.

—Yo creo que está tramando algo —repuso Lena.

***

Seth depositó la taza encima de la cómoda. Respiró hondo para tranquilizarse y rezó en silencio para que la tarántula hubiese desaparecido y en su lugar estuviera el hada. Luego abrió el cajón.

Desde el interior del tarro le miraba una criaturilla horripilante. Le enseñó unos dientes afilados y siseó en dirección a él. Estaba envuelta en un pellejo pardo y curtido y era más alta que su dedo corazón. Estaba calva, tenía las orejas destrozadas, el pecho estrecho, panza y unos brazos y unas piernas escuchimizados. Los labios eran como de rana, los ojos color negro brillante, y la nariz, un mero par de rajitas.

—¿Qué le has hecho al hada? —preguntó Seth.

La fea criatura volvió a sisear y se dio la vuelta. Por encima de cada omóplato presentaba un muñón. Los muñones se agitaron como si fueran los vestigios de dos alas amputadas.

—¡Oh, no! ¿Qué te ha pasado?

La criatura sacó una lengua larga y negra y golpeó varias veces el cristal con unas manos encallecidas. Y profirió algo ordinario con voz áspera.

¿Qué había ocurrido? ¿Por qué la preciosa hada había mutado en un diablillo repugnante? Tal vez un poco de leche podría servir de ayuda.

Seth sacó el tarro del cajón rápidamente, cogió la taza de encima de la cómoda y bajó disparado las escaleras del desván al pasillo. Entró a toda prisa en el cuarto de baño y echó el pestillo.

Todavía le quedaba un tercio de la taza. Sosteniendo el tarro en el lavabo, vertió un poco del chocolate líquido encima de la tapa. Casi todo se derramó por los lados del tarro, pero también se colaron unas gotitas por los orificios de la tapa.

Una gota le cayó a la criatura en el hombro. Enojada, gesticuló en dirección a Seth para que desenroscara la tapa y a continuación señaló la taza. Al parecer, quería beberlo directamente de la taza.

Seth echó un vistazo al cuarto de baño. La ventana estaba cerrada, la puerta asegurada con el pestillo. Metió una toalla por la rendija que quedaba en la parte inferior de la puerta. Dentro del tarro, la criatura hizo gestos de súplica e hizo como que bebía de una taza imaginaria.

Seth desenroscó la tapa. Dando un salto muy potente, la criatura salió del tarro y aterrizó en la encimera del lavabo. Se acuclilló, enseñó los dientes gruñendo y clavó la mirada en Seth.

—Siento que se te cayeran las alas —dijo él—. Esto podría ayudarte.

Le tendió la taza mientras se preguntaba si la criatura daría algún sorbo a la leche edulcorada o si simplemente se colaría dentro de la taza. No pasó ni lo uno ni lo otro; en vez de eso, trató de darle un zarpazo y a punto estuvo de alcanzarle un dedo. Seth apartó la mano y el chocolate líquido se derramó por la encimera. Siseando, la ágil criatura saltó al suelo, echó a correr a toda velocidad en dirección a la bañera y se coló dentro de un salto.

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