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Authors: Brandon Mull

Fablehaven (5 page)

Se detuvo y miró con más atención. La hiedra era tan tupida que Seth no era capaz de discernir de qué estaba hecho el cobertizo; sólo podía ver frondosas lianas. Rodeó la estructura. Al otro lado había una puerta abierta. Por poco soltó un grito cuando echó un vistazo al interior.

El cobertizo era, en realidad, una choza erigida alrededor de un enorme tocón. Sentada junto al tocón, y vestida de puros harapos, había una anciana enjuta que mordisqueaba el nudo de una soga áspera. La mujer, marchita por la edad, se aferraba a la soga con unas manos huesudas de grandes nudillos. Su cabello, largo y blanco, era una maraña de pelo de una horrorosa tonalidad amarillenta. Uno de sus ojos velados estaba horriblemente enrojecido. Le faltaban algunos dientes y en el nudo que mordisqueaba había sangre, al parecer de sus encías. Sus brazos pálidos, desnudos casi hasta el hombro, eran flacos y arrugados, con unas venas azul claro y varias costras moradas.

Cuando la mujer vio a Seth, dejó caer la soga inmediatamente; de las comisuras de sus finos labios le goteaba saliva rosada. Apoyándose en el tocón, la anciana se levantó. Seth reparó en que tenía los pies largos, de color marfil, acribillados de picaduras de insecto. Las uñas grises de sus pies eran gruesas, como infestadas de hongos.

—Saludos, joven maestro. ¿Qué le trae a mi morada?

Su voz era incongruentemente dulce y melodiosa.

Por un instante, Seth no pudo hacer nada más que mirar sin pestañear. Incluso doblada y encorvada como estaba, la mujer era alta. Olía mal.

—¿Vive usted aquí? —preguntó finalmente.

—Aquí vivo. ¿Desearía entrar?

—Más bien no. Sólo estaba dando un paseo.

La mujer entrecerró los ojos.

—Extraño lugar para que un muchacho dé un paseo a solas. —Me gusta explorar. Mi abuelo es el dueño de esta tierra. —¿El dueño, dices?

—¿Sabe él que está usted aquí? —preguntó Seth.

—Depende de quién sea él.

—Stan Sorenson.

Ella sonrió de oreja a oreja.

—Lo sabe.

La soga que había estado royendo descansaba en el suelo mugriento. Tenía otro nudo más, al lado del que ella había mordisqueado.

—¿Por qué mordía usted esa cuerda? —preguntó Seth.

Ella le miró con recelo.

—A mí los nudos me traen sin cuidado.

—¿Es usted una ermitaña?

—Podrías decirlo así. Entra y te prepararé un té.

—Mejor no.

Ella bajó la vista a sus manos.

—Debo de tener un aspecto espantoso. Deja que te muestre una cosa.

Se dio la vuelta y se acurrucó detrás del tocón.

En un rincón de la choza una rata tanteó y se arriesgó a salir de su agujero. Cuando la vieja se asomó por detrás del tocón, la rata se escondió.

La vieja se sentó con la espalda contra el tocón. Sostenía una pequeña marioneta de madera, de unos veinte centímetros de alto. Era rudimentaria, estaba hecha de madera oscura en su totalidad y no llevaba vestido ni tenía ningún rasgo pintado. Era simplemente una figura humana básica, con unos ganchitos dorados que hacían las veces de articulaciones. La marioneta tenía un palito en la espalda. La mujer se puso una plancha de madera en el regazo y empezó a hacer bailar a la marioneta subiendo y bajando el palito, mientras daba golpecitos en la madera con un ritmo que poseía cierta regularidad musical.

—¿Qué es eso? —preguntó Seth.

—Un limberjack —respondió ella.

—¿Y dónde tiene el hacha?

—Un limberjack, no un lumberjack. No tiene nada que ver con los leñadores. Es un muñeco que baila danzas de zuecos. Que brinca. Unos lo llaman Dan, el Danzarín, otros Arrastrapiés. Yo le llamo Mendigo. Me hace compañía. Entra y te dejaré que pruebes tú.

—Será mejor que no —insistió él—. No entiendo cómo puede vivir aquí de esta manera y no volverse loca.

—A veces las buenas personas se hartan de la sociedad. —Su tono de voz denotaba cierto enojo—. ¿Has dado conmigo por casualidad? ¿Estabas de exploración?

—De hecho, vendo chocolatinas para mi equipo de fútbol. Es una buena causa.

Ella se lo quedó mirando.

—Donde mejor se me da es en las zonas residenciales. La vieja seguía mirándole fijamente. —Era un chiste. Estaba bromeando. Ahora la voz de ella sonó grave:

—Eres un jovenzuelo insolente. —Y usted vive con un tocón. La vieja lo midió con la mirada.

—Muy bien, mi joven y arrogante aventurero, ¿qué tal si pones a prueba tu coraje? Todo explorador merece la oportunidad de demostrar su valía.

La vieja se metió en la choza y volvió a acurrucarse detrás del tocón. Regresó a la puerta con una caja burda, estrecha, hecha de madera astillada, alambre y unos clavos demasiado largos a los que se les veía la punta.

—¿Qué es eso?

—Mete la mano en esta caja para demostrar tu valor, y te ganarás una recompensa.

—Prefiero jugar con la marioneta de los horrores.

—Tú mete aquí la mano y toca el fondo de la caja.

La vieja sacudió la caja y algo sonó dentro. Era tan larga que Seth habría tenido que meter todo el brazo hasta el codo para alcanzar el fondo.

—¿Es usted una bruja?

—Un hombre de lengua tan osada debería corroborar sus palabras con actos valerosos.

—Estas cosas me parecen típicas de una bruja.

—Ten cuidado con lo que dice tu lengua, jovencito, o tal vez no tengas un agradable regreso a casa.

Seth retrocedió y la observó detenidamente.

—Será mejor que me marche ya. Que lo pase bien royendo su cuerda.

Ella chasqueó la lengua.

—Qué insolencia. —Su voz seguía sonando dulce y serena, pero ahora traslucía un tono amenazador—. ¿Por qué no pasas y tomas un té?

—La próxima vez.

Seth rodeó la choza sin apartar la mirada de la harapienta anciana, que seguía en la puerta y que no hizo el menor ademán de ir tras él.

Antes de desaparecer de su vista, la mujer levantó una artrítica mano con dos dedos cruzados y los otros doblados en una posición imposible. Con los ojos medio cerrados, parecía estar murmurando algo. Luego, la perdió de vista.

Una vez al otro lado de la choza, Seth se adentró de nuevo entre la espesa maleza para regresar al sendero, echando todo el rato miradas hacia atrás. La mujer no le perseguía. Pero sólo ver tras él aquella choza cubierta de hiedra le daba escalofríos. La vieja bruja tenía un aspecto tan horroroso y olía tan mal... Ni en sueños iba a meter él la mano en aquella extraña caja suya. Cuando la mujer le retó, lo único en lo que podía pensar era en el día en que aprendió en el colegio que los tiburones tienen los dientes inclinados hacia dentro para que los peces puedan entrar pero no salir. Se imaginaba que aquella caja casera estaría, seguramente, llena de clavos o de trozos de cristal colocados con un ángulo cruel para cumplir un propósito similar.

Aunque la mujer no le seguía, Seth se sentía inseguro. Brújula en mano, corrió por el sendero en dirección a casa. De pronto, sin previo aviso, notó un golpe en la oreja, apenas lo suficientemente fuerte como para producir un dolor agudo. A sus pies, en el sendero, cayó un guijarro del tamaño de un dedal.

Seth dio una vuelta sobre su propio eje. Alguien le había lanzado aquella piedrecita, pero no veía a nadie. ¿Podría ser que la vieja estuviera siguiéndole a hurtadillas? Probablemente conocía el bosque como la palma de su mano.

Otro pequeño objeto le rebotó en la nuca. No era ni tan duro ni tan pesado como una piedra. Al darse la vuelta, vio otra bellota que silbaba en dirección a él y se agachó para esquivarla. Las bellotas y el guijarro habían volado hacia él desde ambos flancos del sendero. ¿Qué estaba pasando?

Desde lo alto le llegó un sonido de madera que se resquebrajaba y justo detrás de él cayó al suelo una rama enorme que se quedó atravesada en el sendero, no sin antes golpearle con unas cuantas hojas y ramitas. Si se hubiese encontrado dos o tres metros más atrás en el camino, la rama, más gruesa que su pierna, le habría caído directamente en la cabeza.

Seth miró la pesada rama y echó a correr por el sendero a toda prisa. Le parecía oír ruiditos entre los arbustos a cada lado del difuso rastro, pero no aminoró la marcha para investigar de qué se trataba.

De repente algo le asió firmemente por el tobillo y le hizo caer al suelo. Tumbado boca abajo, con un corte en una mano y tierra en la boca, oyó que algo se movía entre la vegetación, detrás de él, y un extraño sonido que podía ser una risa o un rumor de agua. Una rama seca chasqueó con el mismo sonido de un disparo de escopeta. Sin mirar atrás por temor a lo que pudiera encontrarse, Seth se puso en pie como pudo y echó a correr como una flecha por el sendero.

Fuera lo que fuese lo que le había cogido del tobillo, no había sido ni una rama ni una piedra. Había sido algo parecido a una fuerte cuerda extendida de un lado a otro del camino. Un cable trampa. Antes no había reparado en que hubiese semejante cuerda en el sendero. Pero era imposible que la vieja lo hubiese preparado, ni siquiera si hubiese empezado a correr en el instante en que Seth había desaparecido de su vista.

Seth siguió corriendo, pasó por el punto en el que se bifurcaba el sendero y apretó aún más el paso por el camino por el que había venido. Iba examinando la senda con la mirada en busca de cuerdas u otras trampas. Empezaba a costarle respirar, pero no aminoró la marcha. Parecía que hacía más calor y más humedad que antes. El sudor empezó a empaparle la frente y a gotearle por los lados de la cara.

Seth permaneció atento a la aparición del pequeño montículo de piedras que señalaba el punto en el que debía salir del sendero. Cuando llegó a un arbolillo nudoso de corteza negra y hojas punzantes, se detuvo. Se acordaba del árbol. Se había fijado en él cuando se cruzó con el sendero. Utilizando el árbol como referencia, encontró el lugar en el que había levantado la pirámide de piedras, pero éstas habían desaparecido.

A un lado del sendero crujió la hojarasca. Seth consultó la brújula para confirmar que iba en dirección oeste y echó a correr por el bosque. Había venido andando tranquilamente, mientras examinaba los hongos y las piedras raras que iba encontrando por el camino. Ahora atravesaba el bosque como una centella, abriéndose paso entre la vegetación; los arbustos le arañaban las piernas y las ramas le daban latigazos en la cara y en el pecho.

Al final, jadeando y cada vez con menos energía a causa del pánico, vislumbró la casa delante de él, entre los árboles. Los sonidos que le habían perseguido se habían reducido hasta la nada. Mientras salía de la espesura al sol del jardín, se preguntó cuánto de lo que había oído había sido realmente algo que le perseguía, y cuánto había sido fruto de su atribulada imaginación.

***

En el cuarto de juegos, la pared de enfrente de las ventanas albergaba varias hileras de estanterías. La puerta de las escaleras había sido abierta en esa pared. Y uno de los voluminosos armarios roperos estaba apoyado contra ella.

Kendra tenía en las manos un libro azul con letras doradas. Su título era Diario de secretos. El libro permanecía cerrado mediante tres gruesos broches, cada uno con su cerradura. La llave cuya cerradura aún no había encontrado no encajaba en ninguna de éstas. Pero la llave dorada que había encontrado en el armario de la casa de muñecas abría la cerradura inferior del diario. Así pues, había liberado uno de los cierres del libro.

Había encontrado el diario mientras registraba las estanterías de libros en busca de algo que revelase un pasadizo secreto. Valiéndose de un taburete, Kendra había llegado incluso a las estanterías más altas, pero hasta el momento la búsqueda había resultado infructuosa. No había ni rastro de una puerta secreta. Al fijarse en un libro con cierres y un título intrigante, había abandonado la búsqueda para comprobar si sus llaves los abrían.

Con el cierre inferior abierto, Kendra intentó levantar un poco la esquina del libro para escudriñar el contenido. Pero la tapa era dura y el libro estaba firmemente encuadernado. Tenía que encontrar las otras dos llaves.

Oyó que alguien subía en estampida las escaleras, y sabía que sólo podía ser una persona. Rápidamente, volvió a meter el libro en la estantería y se guardó las llaves en un bolsillo. No quería que el fisgón de su hermano se entrometiera en su rompecabezas.

Seth irrumpió en la habitación y cerró dando un fuerte portazo. Estaba muy colorado y le costaba respirar. Traía los vaqueros manchados de tierra en las rodillas y la cara sucia de sudor y mugre.

—Deberías haber venido conmigo —suspiró cansado, y se dejó caer sobre su cama.

—Estás ensuciando la colcha.

—Daba miedo —dijo él—. Cómo ha molado.

—¿Qué ha pasado?

—Encontré un sendero en medio del bosque y a una vieja rarísima que vivía en una choza. Creo que es una bruja. Una bruja de verdad.

—Lo que tú digas.

Seth rodó sobre sí mismo y la miró.

—Hablo en serio. Deberías haberla visto. Estaba hecha un desastre.

—Igual que tú.

—No, estaba toda como llena de costras, y asquerosa. Mordisqueaba una soga vieja. Me pidió que introdujera la mano en una caja.

—¿Y la metiste?

—Ni hablar. No quise. Salí pitando. Pero ella, o algo, me persiguió. Me tiró piedras y derribó una rama enorme. ¡Podría haberme matado!

—Debes de estar muy aburrido.

—¡No te miento!

—Le preguntaré al abuelo Sorenson si en su bosque vive una mendiga —dijo Kendra.

—¡No! Se enteraría de que he violado las normas.

—¿No te parece que le interesaría saber que una bruja se ha construido una choza en su propiedad?

—Por lo que dijo, le conoce. Llegué muy lejos, tal vez salí de la finca.

—Lo dudo. Creo que es el dueño de mogollón de terreno a la redonda.

Seth se recostó en la cama, con los dedos entrelazados detrás de la cabeza.

—Deberías venir a visitarla conmigo. Podría dar otra vez con el sendero.

—¿Estás loco? Acabas de decir que intentó matarte. —Deberíamos vigilarla. Descubrir qué se trae entre manos. —Si de verdad hay una vieja rara que vive en el bosque, deberías decírselo al abuelo para que pueda avisar a la policía. Seth se sentó.

—De acuerdo. Olvídalo. Me lo acabo de inventar todo. ¿Mejor así?

Kendra entornó los ojos.

—También he encontrado otra cosa que mola mucho —añadió Seth—. ¿Has visto la casa del árbol? —No.

—¿Quieres que te la enseñe? —¿Está en el jardín? —Sí, al final. —Vale.

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