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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

Episodios de una guerra (12 page)

—En 1780 —dijo un día—, cuando era guardiamarina y estaba en nuestra base de Norteamérica a las órdenes de Jack Byron
Mal tiempo
, vi a muchos de sus navíos combatiendo. Lamentable, señor, lamentable… No lucharon en ninguna batalla dignamente. Sus navíos parecían barcos corsarios en lugar de barcos de una armada porque estaban sucios. Pero, ¿qué puede esperarse de unos hombres que piensan que el cargo de comodoro es permanente y que mascan tabaco en el alcázar y echan escupitajos por todas partes?

—Tal vez su armada haya mejorado con el tiempo —dijo Stephen—. Me parece recordar que su fragata
Constellation
capturó
L'Insurgente
en la corta guerra que mantuvieron con Francia en 1799.

—Es cierto, señor, pero olvida usted que la
Constellation
tenía cañones de veinticuatro libras y
L'Insurgente
cañones de doce libras y olvida que
La Vengeance
, que tenía cañones de dieciocho libras, destrozó la
Constellation
. Además, doctor, olvida usted que en ambas batallas los yanquis se enfrentaban a extranjeros, no a ingleses.

—Sí, eso no puedo negarlo —dijo Stephen.

—Mi hermano Numps… —dijo el contador.

— La Vengeance
tenía carronadas de bronce de cuarenta y dos libras —dijo el segundo oficial—. Eso lo sé muy bien, pues cuando la capturamos, en el canal de la Mona, yo era tercero de a bordo del
Seine.

—Mi hermano Numps… —dijo el contador.

—Y las carronadas estaban montadas según un nuevo método para evitar el retroceso. Le dibujaré en el mantel cómo estaban…

Después de perder la esperanza de ser escuchado por una gran audiencia, el contramaestre se volvió hacia Stephen y McLean, pero Stephen, presintiendo que no habría nada de interés ni en la historia de su hermano Numps ni en el método para evitar el retroceso, salió de la sala sigilosamente.

En la sala de oficiales la conversación continuó sin él y su tema siguió siendo los norteamericanos, ya que Numps había visitado Estados Unidos. También en la cabina continuaba la conversación sobre el mismo tema, y aunque había alcanzado un nivel un poco más alto, seguía siendo aburrida para alguien que no fuera marino. A veces a Stephen le parecía que no acabarían de hablar nunca y que se moriría de aburrimiento, pues para escapar de esa conversación tenía que pasear por la fría y húmeda cubierta o refugiarse en la bodega de proa, también fría y húmeda y, además, con el mismo hedor que un osario. Su cabina no era incómoda, pero estaba separada de la camareta de guardiamarinas por un mamparo tan delgado que no podía evitar oírles ni poniéndose tapones de cera. «Mientras más viejo soy, menos tolero el ruido, el aburrimiento y la promiscuidad. La vida marinera no es adecuada para mí», pensaba.

Un día, de repente,
La Flèche
empezó a navegar por aguas de un intenso color azul. A partir de entonces el aire de la mañana comenzó a ser cálido y todos guardaron los chalecos y las bufandas. Y cada mediodía, desde el alcázar, numerosos oficiales y cadetes con chaquetas finas observaban el sol. Muy pronto las chaquetas desaparecieron, y todos estaban en mangas de camisa cuando atravesaron el trópico de Capricornio. Ya nadie estaba deseoso de asistir a las cenas ofrecidas por el capitán —a las que había que ir de completo uniforme—, excepto los guardiamarinas, que estaban terriblemente hambrientos y muy delgados, pues aunque habían comprado algunas provisiones en El Cabo, se les habían terminado hacía tiempo por comer en exceso y ahora sólo se alimentaban de carne de caballo salada y galletas.

Mucho más al norte del trópico de Capricornio, les abandonó la suerte y los vientos dejaron de ser favorables. Los vientos alisios del sureste eran tan flojos que cuando se encalmaron
La Flèche
se encontraba más próxima a Brasil de lo que su capitán hubiera querido, y allí se detuvo, en medio de fuertes olas y bajo un sol tan grande, tan cercano y tan ardiente que cuando amanecía los cañones estaban calientes todavía.

Tras permanecer allí una semana, cuando ya el frío había dejado de ser real para ellos e incluso el fresco les parecía algo ideal, el viento empezó a soplar desde el Ecuador y poco después hinchó las velas e hizo moverse el barco por fin, pero justamente en contra de la dirección que deseaban. Entonces hicieron un esfuerzo por desplazarse hacia el norte y Warner tuvo la oportunidad de aplicar sus amplios conocimientos de náutica y los fatigados marineros de demostrar su tesón.

Warner lo logró, demostrando su gran pericia, y todos aquellos que, como Jack Aubrey podían apreciar su esfuerzo, le aplaudieron, mientras que otros que no daban importancia a esas cosas, como Stephen y McLean, se mostraron indiferentes. Ahora había en la enfermería varios casos de insolación muy interesantes y otros de enfermedades que los marineros habían tenido tiempo de adquirir en las pocas horas que habían pasado en Simonstown, ya fuera con permiso o sin él, pero lo que más les preocupaba a ambos eran los inestimables especímenes que, muy bien conservados, estaban aún en la bodega de proa, en su mayoría huesos, pieles conservadas en sal y animales pequeños y órganos conservados en alcohol. Ya todos estaban clasificados y muchos habían sido descritos. McLean era minucioso en las descripciones, tenía gran habilidad para diseccionar y era un trabajador incansable y tenaz. Al final de un día tan caluroso que caían gotas de alquitrán desde la jarcia y la brea de las juntas de la cubierta hacía burbujas al pisarlas, cuando ya hacía unos veinte días que todos los botes iban remolcados a popa para que el barco tuviera estabilidad, Stephen dejó a McLean solo en su rincón privado, diseccionando el feto de una otaria que era el mayor y más importante de los especímenes conservados en los frascos con alcohol. Aunque probablemente aquel era el feto de una nueva especie que él pensaba llamar
Otaria macleanii
yque les daría a ambos fama imperecedera, Stephen no podía soportar más tiempo el humo de tabaco, que formaba una densa nube (McLean trabajaba con la pipa en la boca), los vapores del alcohol, el aire viciado y fétido y el calor después de haber cenado puré de guisantes. Dio las buenas noches a McLean, le dijo que no forzara la vista y, después de oírle responder con un gruñido, subió por las oscuras escalas hasta la cubierta. Hacía tiempo que había empezado la guardia y había mucha tranquilidad en el barco, que se deslizaba por las tranquilas aguas sólo con las gavias desplegadas y el viento por el través, a unos dos nudos de velocidad. El oficial encargado de la guardia era el oficial de derrota, quien no forzaba a los marineros a largar foques y velas de estay después de haber pasado un día agotador quitando algas de los costados del barco sólo para conseguir un mínimo aumento de velocidad. Stephen pudo verle cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. El oficial estaba cerca del timonel, iluminado indirectamente por la luz de la bitácora. Detrás de él, junto al coronamiento, estaba Jack enseñándole las estrellas a los guardiamarinas y podía oírse la aguda voz de Forshaw hablando de la constelación de la Cruz del Sur. ¡Qué hermosas estrellas! Brillaban intensamente en el cielo aterciopelado ahora que la luna se había ocultado. Parecían estar colgadas a diferentes alturas y entre ellas se destacaba Marte por su color rojo fuerte. Desde el mar llegaba un poco de aire fresco y húmedo, casi frío. Stephen comenzó a avanzar y atravesó la crujía del barco, donde en tiempos normales estaban atados los botes y ahora dormían o, al menos, estaban tumbados los hombres con la cabeza envuelta en sus chaquetas. Pasó entre ellos, llegó a la proa y luego, caminando cuidadosamente por el bauprés, fue hasta la verga cebadera. Allí se dio la vuelta, se sentó tranquilamente y, estremecido por el suave movimiento del barco, observó el fantasmagórico velacho, después el tope del trinquete, que describía siempre las mismas curvas sinuosas entre las estrellas, y luego bajó la vista hasta el tajamar, que avanzaba constantemente sin alcanzarle jamás y hendía las negras aguas lanzando destellos blancos. Continuamente se oía el ruido de las poleas al moverse, el crujido de la madera y los cabos al tensarse y el suave murmullo de las olas. Estaba muy cansado, aunque no sabía por qué. Tal vez era porque hacía un gran esfuerzo para no sentir ansiedad ni preocuparse inútilmente por Diana —que estaba siempre presente en sus pensamientos en esos días— y por la situación de Cataluña. En el barco sonaron las campanadas una y otra vez, y cada vez, desde sus puestos, los centinelas gritaron: «¡Todo bien!». Quizá fueron sus gritos los que influyeron en su subconsciente, quizá fueron miles de cosas más, pero después de algún tiempo ya no tenía fatiga sino simplemente un poco de cansancio y muchas ganas de descansar y dormir. Regresó a gatas, avanzando con mucho cuidado, conteniendo la respiración y agarrándose a todos los cabos que tenía a mano. Si Jack o Bonden descubrían que estaba allí, tendría que soportar los reproches de ambos y recibiría una reprimenda de Jack. Sin embargo, logró bajar sin dificultad y se fue a popa. Jack y los guardiamarinas ya no estaban allí mirando las estrellas, así que bajó después de hablar un rato con el oficial de derrota y mirar durante unos momentos la estela fosforescente iluminada por las estrellas, en la que se destacaban los negros botes, que parecían pequeñas ballenas. Desgraciadamente, los guardiamarinas aún estaban despiertos. El más vivaracho de todos, que había sido educado por un tío suyo catedrático de Oxford, había aprendido de él cómo pasar noches alegres. Esa noche era una de ellas y Stephen, a través de los tapones de cera, pudo oír:

Nuestro capitán fue muy bueno con nosotros.

Metió la polla en fósforo

y su luz brilló toda la noche

y nos guió a través del Bósforo.

Lo cantaron una y otra vez, y todas las veces se oyeron carcajadas al final. Les parecía más divertido mientras más lo repetían, y cuando sonaron las cuatro campanadas ya no podían contener la risa después de la frase «muy bueno con nosotros».

—¡Cuatro campanadas! ¡Malditos monstruos! —dijo Stephen y empujó los tapones de cera más hacia dentro.

Pero no oyó las cinco campanadas porque estaba profundamente dormido. Luego, de repente, notó que le sacudían con extrema violencia. Jack trataba de sacarle del coy dándole tirones y gritando: «¡Fuego! ¡Fuego! ¡Se quema el barco! ¡Vamos a cubierta!».

Casi no veía nada a causa del humo, pero cogió un libro y un estuche con papel de cartas y, guiándose por la tenue luz de la linterna de Jack, recorrió el desierto sollado y llegó hasta la escotilla de proa. La cubierta estaba iluminada por una luz rosada que pasaba a través del humo y era reflejada por las velas. A veces salía una lengua de fuego por la escotilla central. Los hombres, medio desnudos, movían rápidamente las palancas de las bombas y echaban agua con las mangueras. Stephen, aún en camisa de dormir, permaneció allí unos momentos analizando la situación y luego se dirigió rápidamente a su cabina, pero el humo y el calor le hicieron retroceder enseguida. Y cuando llegaba de nuevo a cubierta, por la claraboya de la cabina salieron brillantes llamaradas como si brotaran de una fuente. La gavia mayor y la sobremesana y todos sus aparejos empezaron a quemarse inmediatamente y algunos trozos, ardiendo todavía, cayeron sobre la cubierta y las llamas alcanzaron la yesca y los rollos de cabos, que se quemaron con extraordinaria rapidez, produciendo un intenso resplandor. Poco después el fuego se extendió de tal forma que llegó a ser incontrolable y comenzó a oírse por todas partes un ensordecedor estruendo.

Los hombres dejaron las bombas, fueron corriendo hasta el costado y se volvieron hacia el capitán Yorke.

—¡A los botes la guardia de estribor! —gritó el capitán—. ¡Despacio, despacio! ¡Los tripulantes del
Leopard
al cúter azul!

Los marineros corrieron hacia la proa, junto a la cual se habían abordado los botes. A pesar de que no avanzaban en desorden como solían hacerlo cuando sentían pánico, se dirigieron hacia allí con tal violencia que tumbaron a Stephen y le pisotearon. Stephen notó que le recogían del suelo y oyó el vozarrón de Bonden gritar: «¡Abran paso!». Luego Babbington, cogiéndole las piernas, le ayudó a subir al cúter.

—¡Aléjense de la proa! —gritó Yorke.

Y unos momentos después ordenó:

—¡A los botes la guardia de babor!

Ahora las llamas eran mucho más altas y había bastante confusión. Algunos hombres se tiraron al mar y otros gritaron: «¡Vamos, señor, vamos!». Al resplandor de las llamas pudo verse cómo Yorke, Warner y el condestable corrían por la cubierta y disparaban los cañones para evitar que se dispararan solos al calentarse excesivamente, ya que sus balas podrían alcanzar los botes. Dispararon a la vez los tres últimos cañones y por fin Yorke, el último hombre que abandonó el barco, bajó por el costado.

—¡Adelante! —gritó.

Entonces su esquife se abrió paso entre los demás botes, se puso al frente de ellos y todos comenzaron a avanzar velozmente. Un poco más tarde se detuvieron y miraron hacia el barco. Siguieron mirándolo sin decir ni una palabra hasta que explotó, media hora después, lanzando gigantescas llamas color escarlata que alcanzaban el cielo. Luego, en medio de una total oscuridad, se oía cómo caían al mar trozos de cuadernas, mástiles y vergas.

CAPÍTULO 3

El cúter azul tenía dieciocho pies de largo, de modo que los trece hombres que iban en él estaban muy apretados e incómodos y lo hacían hundirse peligrosamente en el agua. Estaban silenciosos y la mayoría de ellos se habían agazapado en los pocos lugares sombreados que habían podido encontrar, los cuales eran muy escasos cuando el sol tropical estaba en lo alto del cielo, pero ahora eran más numerosos porque se había movido hacia el oeste y estaba mucho más bajo. Eso era un gran alivio para ellos, pues el calor de los rayos que había proyectado sobre sus cabezas ese mediodía se podría haber calificado de insoportable de no haber sido porque lo habían soportado. Pero, además del calor y la incomodidad por estar apretados, tenían que soportar muchas más cosas, como el hambre, la sed y las quemaduras del sol, y de todas ellas las quemaduras eran las que más notaban.

Sus camisas formaban ahora una vela triangular que les permitiría atravesar el océano y llegar a Brasil. Todos tenían la cara y los antebrazos tostados por el sol, pero los marineros con largas coletas no tenían la espalda bronceada porque se las habían soltado y el pelo, como un escudo, les protegía la espalda de los ardientes rayos solares. Sin embargo, no se la protegía del todo, y la tenían enrojecida o de color púrpura o agrietada o pelada o incluso en carne viva. El cúter tenía el mástil, los remos, los apoyos y los cabos que debía tener, pero no tenía velas porque el contador las había incluido en el conjunto de pertrechos que había vendido en El Cabo y para disimular las había sustituido por un trozo de lienzo relleno de cabos rotos. Las pocas chaquetas que llevaban en el cúter se mojaban y se entregaban al grupo que iba a sentarse en el lado del sol, el cual se alternaba con otro grupo a intervalos regulares marcados por hipotéticas campanadas. El miedo había reemplazado enseguida la sensación de alivio que habían experimentado al escapar del barco incendiado y había aumentado al separarse los botes a causa de una tormenta la misma noche en que
La Flèche
se había quemado. Las ráfagas de viento habían agitado tanto el mar que todos se habían sentado en la borda de barlovento del cúter —muy pegados unos a otros y de espaldas hacia afuera— con el fin de impedir que las olas llegaran al interior y habían achicado el agua desesperadamente con un cubo y dos sombreros. Después de eso el miedo había dejado paso a la ansiedad, pero una ansiedad atemperada por la confianza, pues el capitán Aubrey les había asegurado que sabía dónde se encontraban y que les llevaría al puerto Salvador, en Brasil, y si había un hombre que podía sacarles de allí ese hombre era él. Sin embargo, el miedo había vuelto a aparecer en los últimos días porque el agua y las galletas se estaban acabando y no encontraban ni peces ni tortugas en el inmenso mar azul. Ni siquiera el capitán Aubrey era capaz de hacer caer la lluvia de aquel cielo totalmente despejado ni de aumentar el montón de galletas que tenía. El capitán se encontraba en la popa gobernando el cúter, que navegaba con rumbo oeste, y debajo de su asiento, cuidadosamente colocadas y tapadas, estaban la fuente de madera con las galletas y las pocas pintas de agua que quedaban. De esa agua iba a repartir a los marineros la tercera parte de un vaso cuando el sol se pusiera, junto con la tercera parte de una galleta y una cantidad de agua de mar establecida por el doctor, y con ese reparto se acabarían las provisiones. Podrían recoger las gotas de rocío que a veces cubrían el cúter pasando la lengua por el mástil y la borda y chupando la vela, pero las gotas de rocío no les ayudarían más a sobrevivir que la orina que habían bebido durante la última semana. Desde el miércoles el doctor había visto pájaros que, según él, nunca se veían a más de algunos cientos de millas de la costa y todos se habían animado al oírselo decir, pero podrían tardar una semana en recorrer algunos cientos de millas porque el viento era inestable, y, además, no tendrían fuerzas para remar si el viento se encalmaba porque no tendrían nada con qué alimentarse: habían masticado hasta el último trozo de piel de los cinturones y los zapatos y las galletas estaban a punto de acabarse. Ninguno se quejaba, pero todos sabían muy bien que no podrían sobrevivir mucho tiempo y, a pesar de no haber perdido del todo la esperanza, sentían una gran ansiedad.

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