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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

Episodios de una guerra (4 page)

Wallis era un viejo colega, una persona fiable cuyos únicos defectos eran la parsimonia, la tacañería y el libertinaje, defectos frecuentes en los espías. Stephen Maturin estaba convencido de que Wallis conocía casi todos los puntos principales de sus informes y también estaba convencido de que en el viaje de regreso a Inglaterra había tantas posibilidades de perecer como las que había en el que acababa de hacer, pues el mar era traicionero y un barco era un objeto muy frágil
—fragilis ratis—
que las olas empujaban a su capricho y el viento azotaba, por eso pensaba que era mejor que Wallis lo supiera todo.

—Escúcheme —dijo.

Wallis le miró con curiosidad, se inclinó hacia delante y aguzó el oído.

—Usted conoce el principio y sabe que a Wogan la arrestaron porque encontraron documentos del Almirantazgo en su poder, ¿verdad?

Wallis asintió con la cabeza.

—Era una espía de poca importancia, pero leal y muy firme, una espía de las que no se pueden comprar. Naturalmente, hizo todo cuanto pudo por comunicarle a su jefe cuál era la situación que había dejado, quiénes estaban comprometidos y quiénes no. Dio la casualidad de que tenía un amante en el barco, un compatriota suyo, un joven ingenuo y muy culto llamado Herapath que había decidido viajar como polizón para estar a su lado. Ella le utilizó para pasar información y yo intercepté sus mensajes en Recife y fue entonces cuando envié la primera comunicación. Al principio del viaje tenía un ayudante que se llamaba Martin, que había nacido en una isla del canal de la Mancha pero se había criado en Francia. Martin murió y se me ocurrió que por su origen y su formación podía presentarle como un espía de manera convincente, así que inventé un informe sobre nuestra red de espionaje en Europa al que añadí algunas referencias a Estados Unidos y a otro documento que hablaba de las Indias Orientales e hice creer que había pertenecido a él. No tenía suficientes datos para hacer un informe sobre nuestra organización en las Indias Orientales que pudiera parecerle real a un experto, por eso ni siquiera lo intenté, pero me siento muy orgulloso porque estoy seguro de que mi análisis de la situación europea y mis comentarios sobre Estados Unidos son capaces de persuadir incluso a un hombre tan escéptico como Durand-Ruel. Está de más decirle, querido Wallis, que el documento que redacté incluía detalles sobre espías dobles, sobornos y fuentes de información en los diversos ministerios franceses y en los de los países aliados, en resumen, que era un documento creado con el fin de confundir a los políticos franceses, poner fuera de combate a sus mejores espías y acabar con la confianza entre los aliados. El documento fue encontrado con los efectos personales del oficial muerto y, puesto que resultaba sospechoso, había que hacer copias y mandárselas a las autoridades de El Cabo para que las enviaran a Inglaterra. Esa tarea debíamos hacerla Herapath y yo, pues éramos los únicos que sabíamos francés, pero como yo tenía que dedicar mi tiempo a otra cosa, le correspondía hacerla a él, que era entonces mi ayudante. Estaba convencido de que le hablaría de ello a su amante y que el dominio que Wogan ejercía sobre él haría que a pesar de su honestidad y sus escrúpulos le diera una copia, que luego ella trataría de mandar a Estados Unidos. Le dio la copia y ella cifró el texto… A propósito, ya conozco su clave… Pero no hicimos escala en El Cabo porque nos perseguía un navío holandés de potencia superior a la nuestra y me consolaba pensar que ella se esforzaría por mandarla desde Botany Bay y que a pesar de que se retrasaría unos meses, lo cual era lamentable, eso no suponía una catástrofe, pues mientras que Estados Unidos e Inglaterra no estuvieran en guerra no era seguro que los norteamericanos les pasaran información a sus aliados franceses. No obstante, es probable que en tiempo de paz, dadas sus buenas relaciones, pasen la parte más importante de la información de manera informal. El señor Fox habla muy a menudo con Durand-Ruel… Pero, dígame, ¿estamos en guerra ya?

—No, según las últimas noticias, pero no creo que tarde mucho en estallar si el Gobierno sigue su política actual. Estamos tratando de acabar con su comercio y secuestramos y maltratamos a sus marineros.

—Es una política errónea, disparatada, falta de ética… —dijo Stephen malhumorado—. Aparte de otras cosas, una guerra tendría un nefasto resultado porque nos haría perder la fuerza y malograría nuestros esfuerzos. ¿Pretende el Gobierno darle una tregua a ese canalla de Bonaparte sólo por dar rienda suelta a un antiguo odio y recuperar a un puñado de supuestos desertores que, obviamente, no quieren servirlo? Eso es una terrible locura. Pero me estoy apartando del tema. La señora Wogan iba a enviar la copia desde Botany Bay y eso me parecía estupendo, pero no lo hizo porque nunca llegó a ese lugar. Nuestro barco chocó contra una montaña de hielo y estuvo a punto de hundirse. Algunos tripulantes decidieron irse en los botes y les confié una copia lo más extensa posible de mi informe para que, en el caso de que llegaran a El Cabo, sir Joseph pudiera saber más o menos cuál era la situación y tomara las medidas pertinentes. Ésa fue la segunda comunicación que envié. Estaba casi seguro de que el capitán Aubrey nos sacaría de aquella situación pero tengo que admitir que me atormentaba pensar en aquel retraso. Sin duda, podrá usted imaginarse lo contento que me puse cuando un ballenero norteamericano llegó a la isla donde nos habíamos refugiado, la isla Desolación. Es un lugar que no sería capaz de describirle, Wallis… Había allí tantos pájaros, tantas focas y tantos líquenes que era un paraíso para mí. El ballenero se dirigía a su país, al puerto de Nantucket. Con gran esfuerzo logré inducir a Herapath y a Wogan a que se fueran en ese barco llevando consigo el documento. No puede usted hacerse una idea del desaliento que se apoderó de mí al ver a Herapath debatirse entre el amor y el honor, ni del esfuerzo que tuve que hacer para manipularle sin que su amante se diera cuenta. Y después el capitán, por cumplir con su deber, casi echa a perder lo que yo había conseguido. El ballenero pudo verse en el horizonte con gran claridad una mañana, antes de que yo subiera a cubierta, pero logré que el capitán desistiera de apresarlo y siguiera navegando con rumbo a Nueva Holanda, ese interesante continente, porque le dije que si no lo hacía me colgaría de la verga cebadera o algo parecido. Cuando lo perdimos de vista, el ballenero navegaba a toda vela con rumbo a Estados Unidos, así que supongo que Louisa Wogan ya habrá entregado con la mejor buena voluntad su regalo envenenado.

—¡Sí, ya lo ha entregado! —exclamó Wallis—. Lo ha entregado y ya se han notado sus efectos. Estoy seguro de que sir Joseph le habla de ellos en sus cartas. Me contó que a Cavaignac le habían matado y que, siguiendo sus indicaciones, Maturin, había enviado a través de Prusia regalos fácilmente detectables a varios de los colaboradores de Desmoulin por los favores recibidos y que confiaba en que habría un holocausto. Indudablemente, han pasado la información. ¡Ha dado usted un golpe certero, Maturin!

A Stephen le brillaron los ojos. Le gustaba Francia y la manera de concebir la vida de los franceses, pero odiaba con todas sus fuerzas a los espías al servicio de Bonaparte. Además, había sido interrogado por algunos de ellos y se iba a llevar a la tumba las marcas que le habían dejado.

—Fue una suerte encontrar en mi camino a Louisa Wogan —dijo—, Pero creo que no le he dicho la consecuencia más importante de nuestra relación. Le dije que yo era un defensor de la libertad y posiblemente ella interpretó mal mis palabras, pues poco antes de marcharse, con una elocuente mirada, me dijo que visitara en Londres a un amigo suyo: el señor Pole, del Ministerio de Asuntos Exteriores.

—¿Charles Pole, del departamento que se ocupa de las relaciones con Estados Unidos? —preguntó Wallis, cambiando de color.

Stephen asintió con la cabeza. Ambos se miraron y sus miradas eran mucho más elocuentes que la de la señora Wogan. Stephen, muy satisfecho por el efecto de sus palabras, se puso de pie.

—¿Puede darme las demás cartas de sir Joseph, por favor? —inquirió—. Me gustaría tener el placer de leerlas solo en mi cabina.

—Aquí las tiene —dijo Wallis, entregándole las cartas después de una breve pausa—. Su correspondencia privada debe de estar en la residencia del almirante, en la oficina de su secretario. La residencia es esa enorme casa blanca. ¿Quiere que mande a un muchacho a buscarla?

—Es usted muy amable, pero prefiero ir caminando hasta allí —respondió Stephen—. Tengo muchas ganas de ver un casuario.

—Hay probabilidades de que vea bastantes en la residencia del almirante, ya que a su predecesor, el gobernador holandés, le encantaban y mandó traer muchos de Ceram. La residencia es esa enorme casa blanca que tiene delante unas astas de bandera. La encontrará sin dificultad. ¡Maturin, qué golpe tan certero!

Stephen la encontró sin dificultad, pero no vio los casuarios, pues debido a que eran muy tímidos, se habían alejado moviendo rápidamente sus enormes patas y se habían refugiado en la zona donde daban sombra los sagúes al ver a un grupo de marineros que venía del campo de críquet. Los marineros estaban teóricamente bajo el control de un guardiamarina del
Cumberland
, pero como actuaban todavía con la libertad que el juego les permitía, gritaron: «¿Qué le pasa al
Leopard
? ¿Queréis un poco de pintura? ¿Queréis que os prestemos un par de mosquetes para que lo hagáis pasar por un barco de guerra?». Y agitando los bates en el aire se rieron de sus propias ocurrencias con estruendosas carcajadas que ahogaron los agudos pitidos del guardiamarina y provocaron que los casuarios (a pesar de ser mansos por naturaleza), con los picos bien cerrados, se movieran hacia el centro de la zona sombreada.

Stephen casi había perdido de vista a los jugadores de críquet cuando se encontró con el capitán Aubrey, que bajaba la escalera con un paquete bajo el brazo.

—¡Ah, estás aquí, Stephen! —exclamó—. ¡Precisamente estaba pensando en ti ahora! Tenemos orden de regresar a Inglaterra inmediatamente. Me han asignado la
Acasta
. Aquí tienes tus cartas.

—¿Qué es la
Acasta
? —inquirió Stephen, mirando el delgado paquete sin mucho interés.

—Una fragata de cuarenta y un cañones, probablemente la más potente en la Armada después de la
Egiptienne
y, desde luego, de la
Endymion
y la
Indefatigable
, que tienen cañones de veinticuatro libras. Pero de todas es la que mejor navega de bolina. Desviada sólo dos grados de la dirección del viento podría navegar más rápido incluso que nuestra querida
Surprise
con la juanete de proa. Es una embarcación excelente, Stephen, con los fondos cubiertos de estupendas láminas de cobre. Sin embargo, estaba seguro de que me asignarían un barco de línea y de que me quedaría para siempre vigilando Brest o el cabo Sicié. He pasado ya bastante tiempo en fragatas.

—¿Qué le ocurrirá al
Leopard
?

—Pasará a ser un transporte, como ya te dije desde que estábamos en Port Jackson. Y cuando el almirante vea en qué estado se encuentran los genoles, dudo que transporte cosas valiosas en él. El hielo le ha causado los daños más horribles que he visto en un barco que todavía puede flotar. Sí, terminará sus días como transporte. ¡Y que Dios ayude a quien tenga el mando cuando haya tormenta!

—¿Entonces tenemos que irnos a Inglaterra enseguida? —preguntó Stephen malhumorado.

—Tan pronto como
La Flèche venga
, a recoger unos informes. Llegará mañana o pasado mañana y se pondrá en facha frente al cabo, pues quiere aprovechar cuanto pueda el monzón, y sólo permanecerá allí el tiempo suficiente para que Yorke baje a tierra y recoja los
billets doux
del almirante, a un par de enfermos y a nosotros. Luego zarpará y nos estremeceremos de pies a cabeza.

—Entonces debe de ser un barco muy frágil, aunque me da lo mismo.

—Digo que nos estremeceremos por las vibraciones de la flecha, ¿entiendes?

—¿Cómo puedes hablar con tanta ligereza cuando me acabas de decir que debemos regresar a Inglaterra y, por tanto, no tendremos oportunidad de conocer las riquezas naturales de las Indias Orientales y pasaremos indiferentes junto a su flora y su fauna y no podremos estudiarlas? No podremos ver el legendario antiar
[6]
. ¿Es así o no?

—Me temo que sí. Pero pudiste estudiar las de la isla Desolación, ¿recuerdas? Disecaste focas y pingüinos y recogiste huevos de albatros, esas aves con ese pico tan extraño. Las bodegas del
Leopard
están llenas de ellos. Y tampoco te fue mal en Nueva Holanda, con el condenado uombat y los otros animales.

—Es cierto, Jack, y no pienses que soy ingrato. Por otra parte, me alegra poder llevar enseguida a Inglaterra los especímenes que he reunido, pues el calamar gigante está en avanzado estado de descomposición y los canguros están cada vez más descontentos porque no tienen una dieta apropiada. Sin embargo, me gustaría mucho ver los casuarios.

—Lo siento, pero las exigencias de la Armada… —dijo Jack, que temía la llegada masiva de rinocerontes de Sumatra, orangutanes y grajos—. Stephen, ¿por casualidad sabes darle a una pelota con un bate?

—Me ofende que lo pongas en duda. No tenía rival con una paleta de madera, o un bate, como dices tú, desde el cabo Malin hasta Skibereen.

—Es que pensaba que estarías por encima de esas cosas… Pero me alegra saber que sí. El almirante nos ha retado a un partido y en el
Leopard
hay muy pocos tripulantes para formar un equipo.

Aunque el capitán del
Leopard
era madrugador, esa mañana no encontró al cirujano sentado a la mesa a la hora del desayuno. Tampoco encontró al oficial y al guardiamarina que estaban de guardia, pero eso no era raro, ya que no les había invitado porque estaba muy ocupado con la correspondencia que había recibido de su casa. Sin embargo, puesto que el doctor Maturin le acompañaba siempre, Jack quiso averiguar la causa de su ausencia.

—¡Killick! ¿Dónde está el doctor?

—Pues se fue en un chinchorro hasta la costa antes de que amaneciera —respondió Killick con una sonrisa maliciosa.

Para Killick sólo había una buena razón para bajar a tierra, aparte de emborracharse. Se habría atrevido a hacer un chiste si el capitán hubiera estado sonrosado y alegre, como estaba generalmente por las mañanas, en vez de estar pálido y parecer más viejo, como si hubiera pasado la noche sin dormir.

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