—Dese prisa, señor —repitió el muchacho, colocándose detrás de Stephen para animarle a que se apresurara—. Déjeme llevarle el bate. Dependemos de usted, señor. Usted es nuestra única esperanza.
—Bueno, haré todo lo que pueda, se lo aseguro —dijo Stephen—. Y dígame, señor Forshaw, el objetivo es derribar los travesaños de la portería contraria, ¿verdad?
—Por supuesto, señor. Dese prisa, por favor. Lo único que tiene que hacer es estar alerta y dejar que el capitán haga lo demás. Todavía él está jugando y todavía hay esperanza. Usted sólo tiene que estar alerta.
Ambos emergieron de la vegetación tropical y fueron saludados con un viva colectivo. Stephen avanzó con el bate en la mano. Se sentía muy fuerte y animado y como se había acostumbrado a andar por tierra otra vez, ya no caminaba a trompicones sino con agilidad. Jack fue a su encuentro y le dijo en voz baja:
—Tienes que estar alerta para captar las jugadas, Stephen. Y ten cuidado con las pelotas que el almirante lanza con efecto.
Y después, cuando ya se encontraban cerca del almirante, dijo:
—Señor, permítame presentarle a mi íntimo amigo el doctor Maturin, cirujano del
Leopard.
—¿Cómo está usted, doctor? —inquirió el almirante.
—Le pido disculpas por llegar tarde, señor, pero me mandaron llamar para…
—Sin ceremonia, doctor, se lo ruego —dijo el almirante, sonriendo al pensar que las cien libras del
Leopard
ya casi estaban en su bolsillo—. ¿Empezamos?
—¡Claro que sí! —exclamó Stephen.
—Vete al otro extremo —murmuró Jack, sintiendo un escalofrío a pesar de que el sol abrasaba.
—¿Quiere que le conceda más tiempo? —preguntó el arbitro cuando Stephen llegó a la portería.
—Gracias, señor, pero no lo necesito —dijo Stephen atándose los guantes y luego miró a su alrededor.
Los tripulantes del
Cumberland
sonrieron burlonamente, se juntaron más, se agacharon y separaron las manos, que parecían enormes pinzas de cangrejo. El almirante sostuvo la pelota delante de su nariz durante un largo momento, mirando fijamente a su adversario, y luego la lanzó por debajo del brazo con tal fuerza que producía un silbido a medida que se movía. Stephen observó su movimiento, se desplazó para cogerla en cuanto tocara el suelo, esperó a que rebotara y luego, dándole golpes con el bate, empezó a correr hacia el asombrado jugador que estaba en el extremo del campo y, corriendo todavía, la hizo subir en la parte curva del bate, y siguió corriendo hacia el centro del campo. Entonces se detuvo, en medio del silencio general, cogió la pelota con la mano, la tiró hacia arriba y, con un crujido, la lanzó directamente a la portería protegida por Jack y rompió una de las estacas, cuya mitad superior saltó por el aire describiendo una graciosa curva y volvió a caer a tierra cuando el estruendo de la primera salva de
La Flèche
se propagó por el terreno de juego.
—¿Qué bote va? —gritó el infante de marina que estaba de centinela en el
Leopard.
La pregunta equivalía a otras dos: ¿A qué barco pertenece ese bote? ¿Quién viene en él?
Era una pregunta innecesaria, pues
La Flèche estaba
anclada a menos de un cable
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de distancia, a barlovento, y todos los tripulantes del
Leopard
con tiempo para observar lo que ocurría fuera de su barco habían visto que el capitán del navío, respondiendo a la señal del almirante, había ido hasta la costa en su esquife con mucha pompa y había regresado una hora después con un paquete bajo el brazo, un paquete que seguramente contenía informes oficiales, y había subido por el costado de babor. Luego le habían visto reaparecer con un paquete diferente y dirigirse al
Leopard
. Pero a pesar de que la pregunta era innecesaria para obtener información, no carecía de importancia, pues lo único que podía dar inicio a la usual ceremonia era la respuesta del timonel: «
¡La Flèche!».
Los que llevaban a cabo la ceremonia estaban muy mal vestidos y al barco le faltaba pintura, pero se seguían todos los pasos del ritual. Los grumetes, tan morenos como los malayos y casi con tan poca ropa como ellos y con resplandecientes guantes blancos hechos apresuradamente por el velero, bajaron con rapidez para ofrecerle al capitán los guardamancebos. El contramaestre comenzó a dar pitidos y a subirlo por el costado junto con sus ayudantes. Y cuando el capitán Yorke llegó a cubierta y saludó a los oficiales, los robustos infantes de marina presentaron sus brillantes armas. Le recibió Byron, el oficial de guardia, vestido lo mejor que podía, y unos momentos más tarde Jack Aubrey salió de su cabina, después de sacar de ella los uombats y de cambiarse los pantalones.
—¡Bienvenido a bordo, Yorke! —exclamó—. Me alegro mucho de verte.
Se estrecharon las manos y Jack le presentó a sus oficiales, Babbington, Moore y Byron, y a los guardiamarinas que se encontraban allí, y durante todo ese tiempo el capitán Yorke aparentó no fijarse en el aspecto miserable del
Leopard
. Luego Jack le condujo a la cabina y cuando la puerta se cerró Yorke sacó una carta del bolsillo y dijo:
—Te he traído esta carta, Aubrey. Me tomé la libertad de visitar a la señora Aubrey cuando iba a Portsmouth pensando que en caso de que el
Leopard
hubiera… llegado a las Indias Orientales te gustaría tener noticias suyas.
—¡Qué bueno eres, Yorke! —exclamó Jack, cogiendo la carta, y enrojeció de satisfacción y sus azules ojos brillaron—. No podrías haberme proporcionado un placer mayor, excepto si me hubieras traído a mi esposa en persona. Eres muy amable. Te lo agradezco mucho. ¿Cómo estaba? ¿Qué impresión te causó? ¿Qué estado de ánimo te parece que tenía?
—Estaba muy bien, te lo aseguro, y tan animada que bajó las escaleras cantando. Nunca la he visto mejor. Tenía en brazos a un recién nacido y se reía porque no tenía dientes y estaba calvo.
—¡Oh! —exclamó Jack.
—Era una sobrina o un sobrino tuyo, se me olvidó cuál de los dos. Yo estaba preocupado, te lo aseguro, porque había oído la horrible historia de lo ocurrido con los botes y porque el
Leopard
se retrasaba mucho, por eso me sorprendió encontrarla tan animada y mucho más oírla reír y decir que me estaría muy agradecida si te traía varios pares de medias gruesas. Estaba tan sorprendido que apenas pude seguir bien el hilo de su explicación, pero parece que había recibido una carta de Estados Unidos en la que le decían que todo iba bien. Me olvidé de los detalles, pero recuerdo que me enseñó la carta, que llevaba guardada en su seno. Dijo que no le hacía falta porque siempre había estado segura de que estabas a salvo, pero que le estaba muy agradecida a quien se la había enviado y que tan pronto como la recibió se puso a hacerte un juego de sábanas para usar en el barco y más medias. Me repitió que no le hacía falta recibir esa carta.
—Debe de habérsela mandado alguien que iba en el bergantín norteamericano que llegó a la isla Desolación cuando reparábamos nuestro barco —dijo Jack, riendo alegremente—. Sus tripulantes eran hombres honestos y de buen corazón, aunque al verles nadie lo creería. ¡Ja, ja, ja! ¡Dios les bendiga! En todas las personas se puede encontrar el bien, Yorke, incluso en un norteamericano.
—Por supuesto que sí —dijo Yorke—. En
La Flèche
haymedia docena actualmente y todos son marineros de primera. Les saqué a la fuerza de un barco frente a Salem, al sur de Madeira. Se comportaron mal al principio, pero enseguida empezaron a trabajar muy bien. Son unos tipos estupendos.
—¿No viste a los niños? —preguntó Jack.
—No, pero les oí. Estaban cantando
Old Hundredth.
—Dios les bendiga —dijo Jack y ladeó la cabeza para oír mejor—. Me parece que el cirujano está subiendo por el costado. Te agradará, Yorke. Es un hombre sabio y muy culto, además de un excelente médico, y es mi amigo íntimo. También es muy rico.
Verdaderamente, Jack Aubrey sabía muy poco sobre los bienes del cirujano, aparte de que poseía en Cataluña un castillo en ruinas rodeado de una vasta extensión de terreno montañoso, pero sabía que Stephen había conseguido mucho dinero en la campaña para la ocupación de la isla Mauricio, que vivía como un espartano (se compraba un traje y un par de camisas cada cinco años) y que aparte de comprar libros no tenía otros gastos. Y no necesitaba ser un Maquiavelo para saber que a los ricos todos estaban dispuestos a darles, que al dinero se le rendía culto, que incluso una persona desinteresada respetaba no sólo el propio dinero sino a quien lo poseía y que un cirujano naval, generalmente una persona sin importancia, ascendía de categoría si tenía una considerable fortuna. Estaba seguro de que a un cirujano corriente que viviera de su paga no le permitirían llevar raros ejemplares de animales vivos, un calamar gigante mal conservado y varias toneladas de plantas de diferentes especies en un barco que no era el suyo, pero también estaba seguro de que un naturalista rico sería tratado con mayor consideración y sabía muy bien el valor que tenía para Stephen el conjunto de especímenes que había reunido en el horrible viaje que acababan de hacer.
—Es muy rico —repitió—, y viaja conmigo sólo porque eso le ofrece la oportunidad de estudiar la naturaleza. Pero es también un excelente cirujano y podemos considerarnos afortunados por tenerle entre nosotros. En este viaje ha tenido una gran oportunidad y ha convertido al
Leopard
en otra arca de Noé. La mayoría de los animales que se llevó de Desolación están disecados o conservados en alcohol, pero algunos de los que trajo de Nueva Holanda corren y saltan por el barco. Espero que
La Flèche
no esté demasiado lleno…
—No lo está —dijo Yorke—. Llevamos hasta Ceilán a un numeroso grupo de soldados con sus pertrechos y ahora tenemos mucho espacio libre, es decir, mucho espacio teniendo en cuenta que es un navío de veintiún cañones.
—Así que ese es un navío de veintiún cañones —le dijo Stephen a Babbington mientras ambos miraban
La Flèche
apoyados en la borda.
Era una embarcación extraordinariamente hermosa y de suaves curvas que ni el castillo ni el alcázar quebraban, una embarcación de cubierta corrida, y tenía los mástiles muy inclinados, lo que hacía pensar que era muy ágil. Hacía poco que la habían repintado. La habían cubierto hasta donde estaban las portas con pintura azul, de un tono ligeramente más oscuro que el del mar. A continuación habían pintado una franja blanca en la que se destacaban las portas negras y el resto lo habían cubierto con pintura azul claro y habían dado algunas pinceladas doradas en la proa y en la popa, las cuales lanzaban destellos cuando el navío se balanceaba. La habían arreglado con esmero porque el almirante iba a inspeccionarla y habían frotado hasta donde estaban los amantillos y las brazas y habían aferrado las velas con camiseta
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y sin dejar ni una arruga. Muy lejos, por popa, se encontraba una pequeña isla arenosa con algunas palmeras, y por estribor, aproximadamente a una milla de distancia, estaba el cabo Kampong, poblado de árboles, y allí, en medio de ellos, la embarcación parecía inmaterial, irreal, ajena al mundo que la rodeaba, situada en otra dimensión.
—Veo diez portas en este lado —continuó— y, sin duda, habrá diez más en el otro, así que, por lo menos en este caso, el número real de cañones coincide con el que se le atribuye al navío. Pero, ¿cuál es ese palo tan delgado que está en la popa?
—Es el asta de la bandera, señor —respondió Babbington—. Todos los barcos lo tienen, ¿sabe? Ese es un barco de sexta clase, el más pequeño que puede estar bajo el mando de un capitán de navío, ¿comprende?
—Más o menos. Es una embarcación de una rara belleza, pero, ¿no le parece muy pequeña, Babbington?
—Creo que tiene un arqueo de unas cuatrocientas cincuenta toneladas, mientras que el de nuestro barco es de unas mil toneladas. Seguro que piensa usted en sus especímenes, señor.
—Así es. Pero tal vez no vayan muchas personas a bordo, tal vez haya espacio. Además, se les puede sacar el relleno a las morsas y se pueden doblar.
—Debe de tener una tripulación de ciento cincuenta y cinco hombres, incluyendo los grumetes. Y, por supuesto, hay que sumar a los pasajeros, incluidos todos nosotros.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —exclamó Stephen en voz baja.
Tenía la intención de decir que los guardiamarinas del
Leopard
estarían mejor corriendo al aire libre y al sol en las Indias Orientales que encerrados en una camareta atestada de hombres exponiéndose a contraer la tisis, pero en ese momento Babbington se alejó de él apresuradamente, pues el capitán Yorke se marchaba y había que despedirle con la ceremonia de rigor. Cuando Yorke subió a su esquife, gritó:
—Entonces hasta que cambie la marea. Será fácil zarpar cuando cambie la marea y, además, quiero aprovechar cuanto pueda el monzón.
—Cuando cambie la marea —respondió Jack y miró su reloj.
Luego se volvió hacia Stephen y le dijo:
—El capitán Yorke es muy amable y hará sitio para tus especímenes en la bodega de proa. Tendrás que llevar todas tus pertenencias a bordo de su barco en menos de una hora. El señor Babbington pondrá a tu disposición una brigada de hombres para que las transporten y tú supervisarás su colocación. Los botes de
La Flèche
vendrán en cuanto me hayan relevado del mando. No hay ni un minuto que perder.
Stephen estaba acostumbrado a la asombrosa rapidez con que se hacían las cosas y se tomaban las decisiones en la Armada y la frase «No hay ni un minuto que perder» resonaba en sus oídos desde el día en que se había incorporado a ella, pero nunca se le había pedido que trasladara de un barco a otro en cincuenta y tres minutos el fruto de tantos meses de paciente trabajo. Solamente los minerales pesaban varias toneladas… Abrió la boca para protestar, pero sabía que no había esperanzas, así que volvió a cerrarla y miró distraídamente a su alrededor.
—Por aquí, señor —dijo el señor Forshaw con su voz clara y aguda, conduciéndole a la escotilla de proa—. Sé exactamente dónde han colocado las morsas. Cuidado con el escalón, señor, y sujétese con las dos manos.
El señor Forshaw solía proteger al doctor Maturin, a quien consideraba un hombre sabio pero que no podía dejarse solo. Pero, a pesar de estar protegido por el cadete y el primer oficial y a pesar de la buena voluntad de la brigada y la amabilidad de muchos otros tripulantes del
Leopard
, que empezaron a ayudarle en cuanto terminaron de trasladar las pertenencias de sus compañeros (lo cual había sido fácil porque habían podido llevar la mayoría de ellas en la espalda y las restantes en bolsas y porque un solo baúl podía contener la ropa de dos oficiales), a pesar de todo eso, el doctor pasó una tarde horrible, sofocado, con mucho calor, trabajando deprisa y, sobre todo, muy ansioso. Ni siquiera advirtió cuándo llegó el enviado del almirante para hacerse cargo del barco, que se convertía automáticamente en una corbeta por el hecho de estar bajo el mando de un teniente. Los marineros, muy divertidos, subieron con una polea el interminable calamar hasta el tope del mastelero y cuando vieron aparecer la morsa macho, rieron a carcajadas e hicieron gestos burlones y chistes. Después se pasaron unos a otros los frascos con los animales conservados en alcohol —todos ellos ejemplares extremadamente raros— lanzándolos al aire. Y en
La Flèche
las cosas fueron peores, mucho peores. Allí era un desconocido para todos. El primer oficial no era el joven Babbington, a quien Stephen conocía desde su precoz pubertad y consideraba un amigo fiable, sino un viejo que mantenía una férrea disciplina y que se molestó porque un uombat hizo algo indebido en el alcázar y porque el calamar dejó a su paso una larga franja de color amarillo verdoso en la gavia, en la vela mayor y en los aparejos próximos a ellas.