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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

En esto creo (18 page)

Nos damos cuenta, en nuestros mejores momentos, que mientras más auténtica es nuestra experiencia, más se hunde en las raíces de nuestro origen y más se abre a otra fórmula excelente de Alfonso Reyes: ser generosamente universales para ser provechosamente nacionales.

Admitamos que esta lección no está bien aprendida. Hay en México demasiados «sospechosistas», como los llamaba Daniel Cosío Villegas. México sería la víctima eterna de una vasta conspiración extranjera para explotarnos, ridiculizarnos, humillarnos. Hay muchas pruebas de que así es o ha sido. Mi libro de historia infantil en una escuela de los Estados Unidos decía textualmente: «El retraso de México se debe a la insuperable indolencia de una raza inferior…»

Pero depender del «qué dirán» extranjero es una forma de colonialismo mental, como lo es rechazar toda forma de apertura, o de importación, como peligro mortal a la esencia nacional. ¿Qué es, sin embargo, la supuesta «esencia» nacional sino un mestizaje de encuentros entre lo indígena, lo europeo, lo africano? Fijar estatuariamente la identidad nacional es convertirla en mausoleo. La modernidad es fatal pero también puede ser libertad, si la tomamos como oportunidad. Lo que no podemos es condenar toda novedad o todo lo que proviene de fuera, como enfermedad, desdicha o naufragio. México tiene muchas modernidades. Para el indígena, tzotzil, chamula o tarahumara, su cultura es su modernidad. Merecen respeto y hasta protección.

Pero no adulación que perpetúe su miseria, su ignorancia y su injusticia. ¿Seremos, en el siglo XXI, un país abierto que no le tiene miedo ni a su antigüedad aborigen ni a su modernidad mestiza? Como, demográficamente, no habrá al cabo ni un México puramente indígena ni un México puramente blanco, más nos vale valorizar dos cosas.

La primera es una identidad probada. Sabemos lo que es ser mexicanos, cuánto nos une y también cuánto nos separa. No nos confundimos con nadie. Pero no nos separamos de nadie. La búsqueda de la identidad nacional —la nación-narración— nos desveló durante siglos. Creer que no tenemos identidad es una forma precopernicana de vivir el universo. Es darnos un pretexto para no pasar de la identidad adquirida a la diversidad por conquistar. Allí es donde la identidad nacional y la identidad personal se convierten en desafío creativo. Conquistemos la diversidad política, religiosa, sexual, cultural. Pasemos de la identidad a la diversidad por la vía del respeto. Renunciemos al culto, como advierte Héctor Aguilar Camín, de «la epopeya de los vencidos» como reserva de nuestra admiración.

Siempre, sin embargo, hay que pagar el diezmo del riesgo para alcanzar el valor. Riesgo mexicano es la facilidad con que pasamos de la desesperanza al optimismo sólo para caer de vuelta en la desesperanza —o agarrarnos al siguiente salvavidas de la fe. El PRI nos dominó porque fue nuestro espejo. Revolucionario, agrarista, obrerista, socialista, nacionalista, sectorial, corporativista, desarrollista, estabilizador, autoritario, aperturista, populista, neoliberal. Sucesión de reacciones a insuficiencias o fracasos anteriores, sufrimos el peligro de desechar todo lo logrado para entregarnos sólo a lo deseable. O, más trágicamente, obligarnos a amar sólo lo que nace de la pérdida y de la desesperanza. Como si tuviésemos un rosario de utopías perdidas a las cuales añadir nuestra propia cuenta nostálgica. Juárez y Cárdenas fueron grandes porque fueron de su tiempo, pero con memoria histórica. No podemos, asustados por el mundo actual (que tiene mucho de espantable) refugiarnos en la nostalgia de heroicidades irrepetibles. Optemos, mejor, por aprender lecciones y evitar errores. He expresado en mis libros la fe mexicanófila más extrema de ciertos compatriotas: rayana en el «Como México no hay dos». «México no se explica. En México se cree, con furia, con pasión…», dice Manuel Zamacona en La región más transparente.

Porque he dado voz, también, a la desilusión de muchos mexicanos: «No te dejes arrastrar por el entusiasmo, en México la desilusión castiga muy pronto al que tiene fe y la lleva a la calle.» (Los años con Laura Díaz.)

Regreso entonces al reino de las pequeñas cosas de México porque son las más grandes. La modestia de un artesano y el orgullo de una cocinera. La melancolía de un cantante y el grito de un rebelde. La discreción de los amantes. La belleza, sin excepciones, de todos los niños de México. La cortesía innata de los buenos mexicanos.

La duradera, inmarchitable belleza de las más hermosas mexicanas. La paciencia cuando es sabia reflexión. La impaciencia cuando es meditada rebeldía. Los triunfos aislados del paisaje en medio de una naturaleza abrupta, impaciente, demasiado frondosa a veces, demasiado estéril otras, inalcanzable en su altura solar, indeseable en sus profundidades de infierno… (sólo en las mitologías mexicanas Mictlan, el inframundo, es cielo e infierno: un averno florido). México es estar en la contienda entre lo bello y duradero, arte, escultura, ciudades y templos hechos para la eternidad, y la progresión perniciosa de la fealdad, la basura, el desorden urbano, la desolación del campo…

Mi visión de México está siempre capturada entre el enigma de la aurora y el acertijo del crepúsculo, y en verdad no sé cuál es cual, pues ¿no contiene cada noche el día que la precedió, y cada mañana a la memoria de la noche que le dio origen?… Por eso las victorias de lo humano son mayores en México. Por extrema que sea nuestra realidad, no negamos ninguna faceta de la misma. Intentamos, más bien, integrarlas todas en el arte, la mirada, el gusto, el sueño, la música, la palabra… México es el retrato de una creación que nunca reposa porque aún no concluye su tarea. (Los cinco soles de México.)

País inconcluso, México, paciente y sereno, esconde sin embargo la rabia de una esperanza demasiadas veces frustrada. Éste es un país que ha esperado durante siglos, soñado, el tiempo de su historia. Su mueca y su sonrisa se han vuelto inseparables. México es tierna fortaleza, cruel compasión, amistad mortal, vida instantánea. Todos sus tiempos son uno, el pasado ahorita, y el futuro ahorita, el presente ahorita. Ni nostalgia, ni desidia. ni ilusión, ni fatalidad. Pueblo de todas las historias, México sólo reclama con fuerza, con ternura, con crueldad, con compasión, con fraternidad, con vida y con muerte, que todo suceda, de una santa vez, hoy, ya, ese ya que es a la vez suspiro, exclamación, lápida y convocación: Ya me vine. Ya estuvo suave. Ya se murió. Ya nos juntamos. Mi historia, ni ayer ni mañana, quiero que hoy sea mi eterno tiempo, hoy quiero el amor, el paraíso y el infierno, la vida y la muerte, hoy, ni un solo disfraz más, acéptenme como soy, inseparable nuestra herida de nuestra cicatriz, tu llanto de tu risa, mi flor de mi cuchillo. Nadie ha esperado tanto, nadie ha combatido tanto contra la fatalidad, la pasividad, la ignorancia que otros han invocado para condenarle, como este pueblo de sobrevivientes, pues hace tiempo debió haber muerto de las causas naturales de la injusticia, la mentira y el desprecio que sus opresores han acumulado sobre el cuerpo llagado de México. Tantos milenios de lucha y sufrimiento y rechazo de la opresión, tantos siglos de invencible derrota, México surgido una y otra vez de sus propias cenizas. ¿Hasta cuándo? ¿Cuál será el plazo de nuestra siguiente esperanza, cuál la intensidad de nuestro próximo deseo?

MUERTE

Cuando se trata de acompañar a la muerte, ¿cuál es el tiempo válido para la vida? Freud nos advierte que lo que no tiene vida existió con anterioridad a lo vivo. El fin de toda vida es la muerte, una reina todopoderosa que nos precedió y seguirá aquí cuando desaparezcamos. ¿Nos anunció antes de ser? ¿Nos recordará después de haber sido? O más bien, la nada que nos precedió y que nos seguirá, ¿sólo se vuelve consciente en tanto naturaleza, no en tanto nada, gracias a nuestro paso por la vida? La muerte espera al más valiente, al más rico, al más bello. Pero los iguala al más cobarde, al más pobre, al más feo, no en el simple hecho de morir, ni siquiera en la conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la muerte. Sabemos que un día vendrá, pero nunca sabemos lo que es. La esperamos con grados diferentes de aceptación, de furia, de tristeza, de cuestionamiento, de arrepentimiento, de eso que Xavier Villaurrutia llamaba nostalgia de la muerte. Hacemos el balance de nuestra vida, pero sabemos que el verdadero fiscal es la muerte y que su veredicto lo conocemos de antemano.

Compañera final e inevitable. Pero, ¿amiga o enemiga? Enemiga y, más que enemiga, rival, cuando nos arrebata a un ser amado. Qué injusta, qué maldita, qué cabrona es la muerte que no nos mata a nosotros, sino a los que amamos. Sin embargo, esa muerte enemiga es la que podemos vencer. A veces, en mis caminatas diarias por el Viejo Cementerio de Brompton en Londres, paso frente a un vasto terreno de cruces blancas. Contrastan con la elaboración suntuaria de la mayoría de los túmulos funerarios del camposanto. Son las sencillas cruces blancas de muchachos muertos en la Primera Guerra Mundial. Leo sobrecogido las fechas de nacimiento y muerte. No he encontrado allí a un solo joven que haya rebasado los treinta años de edad. La muerte de un joven es la injusticia misma. En rebelión contra semejante crueldad, aprendemos por lo menos tres cosas. La primera es que al morir un joven, ya nada nos separa de la muerte. La segunda es saber que hay jóvenes que mueren para ser amados más. Y la tercera, que el muerto joven al que amamos está vivo porque el amor que nos unió sigue vivo en mi vida.

¿Son éstas, apenas, consolaciones? ¿Son triunfos sobre la muerte? ¿O, por el contrario, engrandecen su poder? La muerte nos dice: Te engañas, lo que fue ya no es. Le respondemos: Te engañamos, lo que fue no sólo sigue siendo, sino que es más que nunca. La muerte se ríe de nosotros. Nos desafía a pensar, no en la muerte del otro, sino en la propia desaparición. Nos reta a creer que la memoria de los que sobreviven será nuestra única vida más allá de la muerte. Y aunque así sea, no lo sabremos nunca. Lo cierto es que los guardianes de la memoria irán desapareciendo también, con la falsa esperanza de que siempre habrá un testigo vivo que los recuerde. La muerte se burla de nosotros: ¿Recordamos a nuestros muertos más allá de la cuarta o quinta generación que nos precede? ¿Hay suficientes leyendas de familia, retratos de los ancestros, hechos memorables, que salven del olvido mortal a la inmensa legión de los antepasados? Después de todo, hay treinta fantasmas detrás de cada individuo.

Si muy pocos pueden rememorar en su genealogía a un héroe o a un genio, todos podemos acercarnos al gran acervo verbal de la muerte por vía de la palabra poética.

Nadie, para mí, se acerca más a mi propio sentimiento mortal que uno de los dos más grandes poetas del Siglo de Oro español (el otro es Góngora), Francisco de Quevedo. Evidencia de la muerte: «¡Cómo de entre mis manos te resbalas! ¡Oh, cómo te deslizas, edad mía!… ¡Oh condición mortal, oh dura suerte! / ¡Que no puedo querer vivir mañana / sin la pensión de procurar mi muerte!» Pero evidencia, también, del amor constante más allá de la muerte: «Alma a quien todo un dios prisión ha sido… / su cuerpo dejará, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado.»

John Donne le da otro giro a la muerte temprana. La joven mujer tenía quince años, dice la Elegía, y el destino no le abrió las puertas del porvenir. Se llevó la libertad de su propia muerte, pero convirtió a cada sobreviviente en su delegado a fin de cumplir el destino que pudo ser el de ella. Victoria, así, sobre la muerte: «For since death will proceed to triumph still, / He can find nothing, after her, to kill.»

Ésta es la muerte que nos pertenece a todos. La muerte compartida de la palabra que vence a la muerte.

Permanece, sin embargo, el hecho de que, precedidos, o sucedidos, olvidados o recordados, morimos solos y, radicalmente, morimos para nosotros solos. Quizás no morimos del todo para el pasado, pero ciertamente, morimos para el futuro. Quizás seamos recordados, pero nosotros mismos ya no recordaremos. Quizás muramos sabiendo todas las cosas del mundo, pero de ahora en adelante, nosotros mismos seremos cosa. Vimos y fuimos vistos por el mundo. Ahora el mundo seguirá siendo visto, pero nosotros nos habremos vuelto invisibles. Puntuales o impuntuales, vivimos de acuerdo con los horarios de la vida. Pero la muerte es el tiempo sin horas. ¿Tendré más gloria que la de imaginar que mi muerte es singular, sólo para mí, butaca preferente en el gran teatro de la eternidad?

Hay quienes esperan que la muerte los libere de su propia memoria. Muchos suicidas. Hay quienes lamentarán toda la vida (la que les resta) no haber prestado atención, no haber tendido la mano o escuchado a la persona que se fue para siempre. Hay el silencio del amor viril que debe esperar hasta la muerte para manifestarse, diciéndole al muerto lo que jamás, por pudor, le dijimos al vivo. Tejido de pesares y arrepentimientos que son como la segunda mortaja del muerto. Y éste, ¿habrá ejercido el derecho de llevarse un secreto a la tumba? ¿No es éste uno de los grandes derechos de la vida: saber que sabemos algo que jamás diremos?

No queremos, por más negaciones y fatalidades que se acumulen sobre nuestras cabezas, por más testimonios y certezas de lo imposible que nos presente la fiscalía de la muerte, renunciar a la convicción de que la muerte no es la nada, es algo, es valiosa, aunque ella misma nos diga lo contrario. Creemos que la muerte de hoy dará presencia a la vida de ayer. Con Pascal repetimos: «Nunca digas «lo he perdido”. Mejor di: “lo he devuelto».» Piensa que es cierto. Hay quienes mueren para ser amados más. Piensa que el muerto amado vive porque el amor que nos unió está vivo en mi vida. Piensa que sólo lo que no quiere sobrevivir a todo precio tiene la oportunidad de vivir realmente. Querer sobrevivir a todo precio es la maldición del vampiro que nos habita.

Es, también, la oportunidad erótica. En Cumbres borrascosas, Cathy y Heathcliff están unidos por una pasión que se reconoce destinada a la muerte. La sombría grandeza de Heathcliff está en que sabe que todos sus actos sociales, la venganza, el dinero, la humillación de quienes lo humillaron, el tiempo de la infancia compartido con Cathy, no regresarán. Cathy también lo sabe y por ello, porque «yo soy Heathcliff», se adelanta a la única semejanza con la tierra perdida del amor original: la tierra de la muerte. Cathy muere para decirle a Heathcliff, la muerte es nuestro hogar verdadero, reúnete aquí conmigo. La muerte es el reino verdadero de Eros, donde la imaginación erótica suple las ausencias físicas, sobre toda la separación radical que es la muerte.

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