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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

En esto creo (17 page)

Sin embargo, aun allí, rodeados por la belleza, la paz, la hospitalidad y hasta el maravilloso olor de una biblioteca, no debemos nunca perder de vista los peligros que la censura, la persecución y la intolerancia pueden desatar contra la palabra escrita. La fatwa contra Salman Rushdie lo demuestra.

En 1920, el 90 por ciento de los mexicanos eran iletrados. El primer ministro de Educación de los gobiernos revolucionarios, el filósofo José Vasconcelos, lanzó entonces una campaña alfabetizadora que hubo de enfrentarse a la feroz resistencia de la oligarquía latifundista. Los hacendados no querían peones que supieran leer y escribir, sino peones sumisos, ignorantes y confiables. Muchos de los maestros enviados al campo por Vasconcelos fueron colgados de los árboles. Otros regresaron mutilados.

La heroica campaña vasconcelista por el alfabeto iba acompañada, sin contradicción alguna, por el impulso a la alta cultura. Como rector de la Universidad Nacional de México, Vasconcelos mandó imprimir, en 1920, una colección de clásicos en preciosas ediciones de Homero y Virgilio, de Platón y Plotino, de Goethe y Dante, joyas bibliográficas y artísticas, ¿para un pueblo de analfabetos, de pobres, de marginados? Exactamente: la publicación de clásicos de la universidad era un acto de esperanza. Era una manera de decirle a la mayoría de los mexicanos: un día, ustedes serán parte del centro, no del margen; un día, ustedes tendrán recursos para comprar un libro; un día, ustedes podrán leer y entenderán lo que hoy entendemos todos los mexicanos.

Que un libro, aunque esté en el comercio, trasciende el comercio.

Que un libro, aunque compita en el mundo actual con la abundancia y facilidad de las tecnologías de la información, es algo más que una fuente de información. Que un libro nos enseña lo que le falta a la pura información: un libro nos enseña a extender simultáneamente el entendimiento de nuestra propia persona, el entendimiento del mundo objetivo fuera de nosotros y el entendimiento del mundo social donde se reúnen la ciudad —la polis— y el ser humano —la persona.

El libro nos dice lo que ninguna otra forma de comunicación puede, quiere o alcanza a decir: La integración completa de nuestras facultades de conocernos a nosotros mismos para realizarnos en el mundo, en nuestro yo y en los demás.

El libro nos dice que nuestra vida es un repertorio de posibilidades que transforman el deseo en experiencia y la experiencia en destino.

El libro nos dice que existe el otro, que existen los demás, que nuestra personalidad no se agota en sí misma sino que se vuelca en la obligación moral de prestarle atención a los demás —que nunca son lo de más.

El libro es la educación de los sentidos a través del lenguaje.

El libro es la amistad tangible, olfativa, táctil, visual, que nos abre las puertas de la casa al amor que nos hermana con el mundo, porque compartimos el verbo del mundo.

El libro es la intimidad de un país, la inalienable idea que nos hacemos de nosotros mismos, de nuestros tiempos, de nuestro pasado y de nuestro porvenir recordado, vividos todos los tiempos como deseo y memoria verbales aquí y hoy.

Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nombran al mundo y le dan voz al ser humano.

Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nos dicen: Si nosotros no nombramos, nadie nos dará un nombre. Si nosotros no hablamos, el silencio impondrá su oscura soberanía.

LIBERTAD

Consideremos la libertad como absoluto albedrío, o circunscrita por herencia, naturaleza, fatalidad o azar, pronunciar su nombre es ya un acto de esperanza. Quienes carecen de ella, saben, mejor que nadie, valorarla.

Quienes la dan por descontada, corren el riesgo de perderla. Quienes luchan por ella, han de tener conciencia de los peligros que encierra la lucha misma por la libertad.

De las contiendas por la libertad revolucionaria decía Saint-Just en medio de la Revolución Francesa: la lucha por la libertad contra la tiranía es épica; la lucha de los revolucionarios entre sí es trágica. Del combate por la libertad han nacido formas extremas de opresión que, sin embargo, llegan a legitimarse invocando su origen revolucionario. Las revoluciones legitiman. Pero una vez alcanzada la libertad, nómbrese revolución, nómbrese independencia, ¿cómo conservarla, cómo prolongarla, cómo enriquecerla? Quizás no existe fórmula más pragmática y precisa que la dada por Madison en El Federalista:

Si los hombres fuesen ángeles, el gobierno no sería necesario. Si los ángeles gobernasen a los hombres, no serían necesarios los controles, externos o internos, sobre el gobierno. [Pero] cuando se establece un gobierno en el cual los hombres serán administrados por los hombres… lo primero es permitirle al gobierno que controle a los gobernados pero, acto seguido, se debe obligar al gobierno a que se controle a sí mismo.

Elecciones, revocaciones, impeachments, juicios administrativos, pesos y contrapesos, división de poderes, fiscalización del ejecutivo. Los sistemas democráticos han establecido múltiples maneras de ir más allá de la fórmula de Madison para asegurar que sean los ciudadanos y las instituciones las que obliguen a los gobiernos a controlarse a sí mismos a fin, entre otras cosas, de no perder el control de la población.

La libertad política conoce estos impulsos y reconoce estos límites. Pero la libertad no es sólo asunto público, sino privado. Es más, se estima a sí misma como una institución en primera persona del singular. Preservar el valor personal intrínseco es una forma de la libertad que cae bajo el rubro del yo. Pero apenas se asoma fuera del yo, la libertad se da cuenta de que nadie es libre por su propia cuenta. La libertad se da primero en la primera persona del singular, pero sólo se mantiene en las tres personas del plural. Mi libertad soy «yo» más «nosotros» más «vosotros» y más «ellos». Las tensiones que así se establecen entre mi libre yo y el mundo de los otros pueden ser conflictivas pero siempre son creativas, en el sentido de que, siendo la libertad ante todo posibilidad mía, sólo es realmente libre cuando es posibilidad, también, de los otros.

Subrayo la palabra posibilidad porque los escollos que encuentra la libertad son demasiados y demasiado fuertes como para asegurarnos que «ser libres» es algo inmediatamente asequible. Se puede actuar libremente en contra de los propios intereses, por masoquismo, pero sobre todo por ignorancia o juicio equivocado. La libertad puede serlo para el mal. La necesidad la impele pero también la limita y la frustra. La naturaleza la convoca pero también la expulsa. El azar es su advertencia envolvente. Y el resumen de estos obstáculos y contradicciones puede conducirnos, no sin buenas razones, a considerar la libertad sólo como un hecho moral o como sólo un deber. Lo dijo muy bien Manuel Azaña: Quizás la libertad no haga felices a los hombres, pero al menos, los hará hombres.

El Pangloss de Voltaire nos dice que vivimos en el mejor de los mundos posibles. La Winnie de Beckett, que vivimos en el peor de los mundos posibles.

Entre estas dos visiones, Sócrates nos propone vivir la vida de la ciudad, buscar la libertad en la ciudad y en el diálogo, aunque la ciudad nos prive al cabo del diálogo y al cabo, también, como a Sócrates, de la vida. La sabiduría crítica consiste en superar la ruptura entre la vida interna creativa y la vida exterior mundana tanto a través del conocimiento personal —conócete a tí mismo— como a través del conocimiento de la ciudad —conoce a los demás—, pues el hiato entre la libertad interior y la exterior es real, es tangible, aunque a veces se presente como precipicio, como vacío. Albert O. Hirschman, en un precioso libro, ve con claridad este proceso de entradas y salidas, entrances and exits.

Entramos y salimos, constantemente, de la libertad. El dilema extremo es no quedarnos en la libertad individual, que puede convertirse en encierro solipsista que a su vez convierte el mundo exterior en mera ilusión; ni en la ausencia extrema de libertad que significa vivir bajo una dictadura. La libertad, en cambio, lo es para transitar, no sin conflictos pero con un sentido creativo, entre la persona y el mundo, entre el individuo y la sociedad, entre el yo y los demás. La libertad colma incesantemente el hiato entre la acción interior y la exterior, el abismo entre realidad interior y exterior, el vacío entre determinismo y albedrío.

Tarea sin fin, no el Sísifo de Camus, sino el hombre inacabado de Milton, ¿puede el hombre no acabarse, sino continuarse, hacerse con libertad? San Agustín, en su célebre disputa con Pelagio, niega una libertad que no pase por la Iglesia, es decir por la Institución. Pelagio, adelantándose un milenio a Lutero, otorga al individuo la libertad de salvarse a sí mismo fuera de las instituciones eclesiásticas. Pero esa libertad lo es, también, la de actuar creativamente dentro de las instituciones, no por fatalidad, no por obligación, sino por libre determinación. Que ésta incluya, como una especie de DNA en mutación serpentina, partes de herencia, biología, educación, cultura, lengua, religión, política y moral, no hace más que darle a la libertad un rostro más humano por más complejo. No hay libertad simple.

¿Cómo medir la libertad? ¿Por el margen de albedrío que le dejan a cada cual las instituciones? O, al revés, ¿por el margen de autoridad que nuestro albedrío le otorga a las instituciones? En todo caso, la libertad consiste en creer en ella, luchar por ella. Libertad es búsqueda de libertad. Nunca la alcanzaremos completamente. La muerte nos advertirá que hay límites a toda libertad personal. La historia, que perecen y se transforman las instituciones que en un momento dado definen la libertad. Pero entre la vida y la muerte, entre la belleza y el horror del mundo, la búsqueda de la libertad nos hace, en toda circunstancia, libres.

MÉXICO

Y otro día por la mañana llegamos a la calzada ancha… [que] iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís… y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños…

(BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO , Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. )

El sueño del conquistador —su asombro— pronto se convirtió en la pesadilla del mundo indígena. De esa cosa de encantamiento que era Tenochtitlan no quedó piedra sobre piedra. El soñador se convirtió en el destructor. Pero en medio, no olvidemos, también fue el deseador: complejo deseo de fama y de oro, de espacio y de energía, de imaginación y de fe.

No hay deseo inocente porque no sólo queremos poseer, sino transformar, el objeto de nuestro deseo. El Descubrimiento desemboca en la conquista: queremos al mundo para cambiarlo. La melancolía de Bernal Díaz es la de un peregrino que encuentra la visión del paraíso y en seguida debe destruirla. El asombro se convierte en dolor y Bernal Díaz sólo puede salvar a ambos mediante la memoria. Es nuestro primer escritor: inaugura la narrativa en lengua española del Nuevo Mundo.

Inmenso país, cinco veces más grande que Francia, México quiere y se quiere, sin embargo, a través de lo pequeño. Y no es que los mexicanos sepamos vestir pulgas, sino que compensamos la inmensidad de la tierra y los paisajes con el decoro sensible, la ternura minuciosa de las tareas de la vida, desde una cocina que requiere una preparación de horas y a veces días —slow food— hasta el prolongado almuerzo de tres, cuatro, seis horas para darle palabras, memorias, fraternidad, humanidad gozosa y entrañable a los actos de la vida en común. País de contrastes, de acuerdo con el lugar común que es eso, comunidad de espacio, lugar de reunión. Las canciones más tristes y las más alegres. Los hombres más humildes y los más soberbios. La cortesía más natural y perfecta junto con la grosería más insoportable. Extremos de invisibilidad dolorosa y presencia aplastante.

—¿Quién anda ahí?

—Nadie, señor.

—¿Quién anda ahí?

—Su mero padre, hijo de la chingada.

—Para servir a usted.

—Vayanse mucho al carajo.

—Mi casa es su casa.

—Un paso más y me lo trueno.

—No soy quién.

—Usted no sabe con quién está hablando, muerto de hambre.

—En mi hambre mando yo.

—Mi dinero me lo gané yo, y no tengo por qué compartirlo con nadie.

—Lo que sea su voluntad, señor.

—Güey, aquí sólo se hace lo que yo diga.

—Qué voy a ser, sí yo soy el abandonado.

—Jalisco nunca pierde y cuando pierde arrebata.

—Si ayer maravilla fui, ahora ni sombra soy.

—A mí me hacen los mandados.

—Mujer, mujer divina, tienes el veneno que fascina…

—Usted es la culpable de todas mis angustias, de todos mis pesares…

—Esto es un desmadre.

—Qué va, esto está muy padre.

—Qué bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas…

—¿Qué me miras, pinche ojete?

La verbalidad mexicana, rica, mutable, serpentina, esconde tanto como revela. Si escojo extremos de la expresión hablada, de la humildad auténtica al insufrible orgullo, no excluyo ese término medio de cortesía, inteligencia, capacidad de decir y de oír, que son la zona templada entre los trópicos bullangueros y las serranías silenciosas. El mexicano medio habla con voz más bien mesurada, tendiendo, es cierto, a la voz baja. La energía verbal de los españoles nos escandaliza.

—¿Por qué habla usted tan fuerte? —le preguntó un día, en el café, un intelectual mexicano al poeta español León Felipe, quien además tenía un imponente aspecto de Júpiter tonante.

—Coño —contestó con su vozarrón el poeta—. Porque fuimos los primeros en gritar ¡Tierra!

(Nadie más gritón, advierto, que un grupo de gringos cuando se reúnen en público y tienen que demostrar que la están pasando bien a carcajadas ofensivas. Su dinero les costó.)

Pero como no gritamos, sino que nos gritaron ¡Tierra!, sufrimos, no tanto del complejo de pueblo conquistado, sino del complejo de pueblo desubicado frente a la «modernidad». Siempre llegamos tarde al banquete de la civilización, dijo Alfonso Reyes. Y es, en cierto modo, cierto. Fernando Benítez decía que no habíamos sido capaces de inventar un solo objeto servible para el mundo moderno. Somos, sin embargo, grandes improvisadores: componemos cosas rotas, conectamos cables y secuestramos luces, resucitamos gallos en los palenques y sabemos cocinar cuanto la naturaleza ofrece: somos los chefs de cuisine de la pobreza. Pero apenas se nos da la oportunidad, en un pozo petrolero, en una maquila fronteriza, en una fábrica moderna del centro de la república, en una empresa dinámica del Norte, en un set cinematográfico, nos revelamos como los seres trabajadores que más rápido aprendemos, que más facilitamos la premura técnica.

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