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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (21 page)

—Sí. Sandra ha venido a avisarme enseguida.

—¿Hace frío en su cuarto?

—No, en absoluto.

Entramos en la habitación número nueve. El escritor está en el sillón, su mirada es tan nebulosa como siempre. Sandra, a su lado, se vuelve de inmediato hacia mí.

—No ha vuelto a decir nada.

Me acerco al escritor y lo examino con atención. Ni siquiera levanta los ojos.

—Señor Roy…

Ninguna reacción. Doblo las rodillas (¡ah, estos crujidos!) para ponerme a su altura.

—Señor Roy, ¿me oye?

La tensión es palpable. Dios mío, ¡si se ha vuelto a sumir en su estado catatónico, grito! Me dispongo a repetir la pregunta, pero él vuelve al fin la cabeza hacia mí. Sus ojos me miran; al menos, el ojo sano. Un ojo que me ve, claramente.

—Tengo frío —articula en voz baja.

Una voz algo ronca, pero perfectamente audible. Una oleada de calor me recorre todo el cuerpo.

—Nos ocuparemos de eso, señor Roy. Le taparemos con una manta.

Hago una seña a Sandra, pero Roy murmura:

—No…, no, es inútil…

—¿Está seguro?

Tiene una mirada dura y resignada a la vez. No insisto.

—¿Sabe dónde está, señor Roy?

Mira alrededor. Todos sus gestos son lentos, como si saliera de un letargo de dos siglos. Y su voz, a pesar de que su pronunciación y su cadencia son normales, resulta extrañamente plana, sin auténtica entonación.

—En un hospital, supongo…

—Sí, exactamente.

Todo va bien. Si Jeanne lo viera… Pero Nicole me ha dicho que mi compañera se ha marchado unos minutos antes de que Roy recuperara el habla. ¡Cuando se entere de lo que se ha perdido se hará el haraquiri!

—¿Sabe por qué está aquí?

Reflexiona. De pronto, una tristeza infinita inunda su ojo sano.

—¿Por qué no estoy muerto?

Su repuesta me coge desprevenido. Roy baja la cabeza.

—No estoy muerto —repite con voz cansada.

Dudo un momento, pero decido hacerle la gran pregunta:

—Señor Roy, ¿se acuerda de lo que pasó justo antes de que lo trajeran aquí?

Parece extenuado, aunque también percibo en él una vaga angustia.

—Estoy muy cansado… Me gustaría dormir…

Asiento con la cabeza. Es demasiado pronto para abordar este tema.

—Un par de preguntas más, señor Roy, y le dejo dormir… ¿Cómo se llama?

—Thomas Roy…

—¿Cuál es su fecha de nacimiento?

—Veintidós de junio de 1956…

—¿Su profesión?

Vacila, hace una extraña mueca y responde sin ganas:

—Escritor…

—¿Y su dirección?

—Hutchison, tres mil doscientos cuarenta y uno…

Vuelve la cabeza hacia mí y —algo que me parece increíble, pues no me lo esperaba— me sonríe. Es una sonrisa algo forzada, sin convicción, pero una sonrisa al fin y al cabo. Creo que yo también sonrío como un niño.

—¿Se ha quedado tranquilo, doctor?

—Sí, totalmente tranquilo…

Su sonrisa forzada desaparece enseguida y vuelven la fatiga y la ansiedad.

—Dormir…

Hace ademán de frotarse la frente y ve sus manos vendadas, sin dedos. Ya está… Contengo el aliento y espero su reacción.

Entorna los ojos, con una expresión ligeramente incrédula, y deja caer la mano sobre la rodilla. Le oigo susurrar:

—Dios mío…

Es todo. Ni una palabra más. Me atrevo a preguntar:

—¿Sabe cómo perdió los dedos, señor Roy?

Nunca un hombre me ha parecido tan exhausto. Como si saliera de un largo combate.

¿Y no es exactamente el caso?

—Dormir —se limita a reiterar.

Hoy no conseguiré más información. Sandra y yo le ayudamos a acostarse. Roy cierra los ojos soltando un profundo suspiro. ¿De felicidad o de tristeza? No lo sé. Un terrible pensamiento me araña la mente: cuando se duerma, volverá a su mutismo y no despertará nunca. En un tono que pretende ser desenfadado, le lanzo:

—¡Esta vez, quédese con nosotros, señor Roy! ¡No se marche!

Entreabre los ojos. Su voz es opaca.

—Sería inútil… Él no me dejaría marchar…

Inclino la cabeza sobre él.

—¿Quién?

Ha cerrado los ojos.

—¿Quién no lo dejará marchar, señor Roy?

Su respiración es regular, su boca permanece entreabierta. Está dormido.

Me incorporo y me llevo a Sandra fuera de la habitación.

—¿Manon está aquí?

—Sí, la he visto hace cinco minutos.

—Perfecto. Reunión ahora mismo…

Unos minutos más tarde, nos encontramos en la sala de reuniones. Las cinco personas presentes esperan mis instrucciones con relación a Roy. Saben que el mueble ha vuelto a la vida.

—Aún no ha dicho nada importante. El jueves espero hablar con él más tiempo. Hasta entonces, no debe dormir más de ocho horas seguidas, ¿de acuerdo? Nicole, transmita esta consigna a las enfermeras de los turnos diurnos y nocturnos. También hay que tenerlo ocupado. Manon, haga muchas actividades con él para ver cómo reacciona. Pero no le mencione el motivo de su presencia aquí. Espere a que él mismo lo comente. Si pregunta lo que hace aquí, contéstele que qué piensa él. Si quiere saber por qué no tiene dedos, pregúntele si se acuerda de algo. Pero nunca le responda directamente, ¿entendido? Díganle que lo veré pasado mañana. Es todo.

Ellas toman nota mientras suelto la ráfaga de instrucciones. Manon me pregunta:

—¿Cree que se acuerda de lo que pasó?

Reflexiono. Pienso en su reacción cuando se ha visto las manos vendadas: una mezcla de horror y resignación.

—Creo que sí. Pero ya veremos.

Me levanto y, a punto de salir, me vuelvo hacia ellas una última vez.

—¡Ah, sí! Hace un instante, delante de Sandra y de mí, ha comentado que alguien le impide volver al estado catatónico. Si lo vuelve a mencionar, intenten saber más sobre el tema.

Salgo por fin. Tengo que reflexionar con tranquilidad, pero la consulta no me parece el sitio más adecuado. Decido marcharme a casa.

Por primera vez desde hace mucho tiempo, le cuento mi jornada a Hélène. Ella me escucha con atención mientras terminamos el postre.

—No pareces muy entusiasmado —me dice al final.

Levanto la costra de mi trozo de tarta, dubitativo. En efecto, buena parte de la excitación se me ha pasado por el camino de regreso.

—Esta tarde estaba enfebrecido. Y luego… Y luego he vuelto a la tierra… No averiguaremos nada más que lo que ya sabemos, mucho me temo…

—Nunca se sabe.

—Tienes razón, pero…

No acabo la frase. Silencio. Años atrás, esta conversación habría sido acalorada, apasionada. No hace tanto tiempo, incluso cuando le contaba a Hélène que se me había roto un cordón del zapato en el trabajo, la charla alcanzaba dimensiones épicas.

El silencio continúa.

Levanto los ojos. Ella piensa lo mismo que yo, lo veo perfectamente. Tomo una cucharada de tarta.

—Muy buena —digo con la boca llena.

—¿Jeanne está al corriente?

—No. Se subirá por las paredes cuando se entere… Mira, voy a llamarla.

Al ponerme de pie, evito la mirada de mi mujer, aunque la adivino sin dificultad; una mirada que debe de decir: «Así puedes levantarte de la mesa más deprisa…». Me siento un cobarde.

Por teléfono, se lo cuento todo a Jeanne, hasta los más mínimos detalles. Como había previsto, ella explota:

—¿A qué hora ha pasado?

—Hacia las cuatro y media…

—¡No puede ser! ¡Acababa de marcharme! ¡Qué mierda!

Sonrío, divertido.

—Vamos, Jeanne, una chica joven debe vigilar su lenguaje…

—¡No tiene gracia, Paul!

Se lamenta aún unos instantes y acaba por resignarse.

—Bueno, nunca me lo perdonaré, pero qué le vamos a hacer. ¿Y el siguiente paso cuál es?

—El jueves por la mañana le interrogaré en serio. ¿Quieres estar presente?

—¡Sí quiero! Cuando le pidieron a Neil Armstrong que fuera el primero en pisar la Luna, ¿qué crees que respondió?

Encuentro la analogía excesiva, pero me guardo muy mucho de decirlo.

—Paul, reconoce que… esto te pone un poco nervioso.

—Un poco, es verdad, pero ya me he calmado. No creo que Roy nos cuente nada extraordinario.

Silencio al otro lado del hilo telefónico. Al final, añado:

—Después de todo, así es mejor. Quizás esto te devuelva a la tierra…

Jeanne se sorprende.

—Si no hay nada extraordinario en el caso Roy, seré la primera en alegrarme. ¿Crees que deseo que haya algo misterioso en esta historia?

—De todas maneras, esta tarde, reconoce que empezabas a… a tener tus dudas.

Como no responde, le digo:

—Entonces, ¿nos vemos el jueves por la mañana?

—¡Cuenta conmigo!

—Y, como te decía…, no nos hagamos demasiadas ilusiones. Nos podemos llevar una decepción.

—¿Una decepción? Roy ha recuperado el habla. ¡Ya es algo formidable! ¿Cómo podría sentirme decepcionada?

Su respuesta me coge totalmente desprevenido. Ella emite un sonido exasperado.

—Piensas que tengo grandes expectativas, Paul, pero puede ser al contrario. Quizá las tuyas sean demasiado grandes…

«Después de veinticinco años, me parece que estoy en mi derecho de tener grandes expectativas» es la reflexión que me viene a la mente, pero me limito a decir:

—Hasta el jueves, Jeanne.

Cuelgo.

¿Tiene razón Jeanne? En el fondo, ¿pido demasiado? ¿Qué espero del encuentro con Roy el próximo jueves? Si no es esperanza, ¿de qué se trata?

Recuerdo lo que he pensado esta tarde, cuando ha sonado el teléfono de la consulta… La idea de que Roy podía ser la respuesta a todo… o, por el contrario, que lo volvería todo aún más opaco…

Me dirijo a la cocina para reunirme con Hélène.

Ya no está.

Mi consulta está invadida por la niebla. En medio de la bruma, flota el teléfono. Y suena. Un timbre sordo, lúgubre y siniestro.

Es referente a Roy. Van a decirme que ha empezado a hablar.

Pero esta vez no respondo. No quiero. No quiero que Roy vuelva a hablar. No quiero porque… porque…

«Demasiado tarde. Ya has respondido».

El teléfono se dirige hacia mí sin dejar de sonar, como si anunciara el fin del mundo. Su timbre grita cada vez más fuerte, cada vez más agudo…

Me despierto. En la oscuridad de la habitación, el timbre sigue sonando, muy real. Oigo a Hélène gemir a mi lado.

—Deja —balbuceo—, ya lo cojo…

A ciegas, alargo la mano hacia la mesilla de noche y, tumbado boca arriba, respondo con voz soñolienta:

—¿Dígame?

—¿Doctor Lacasse, le he despertado?

Muevo un ojo hacia el reloj. Los números rojos brillan en las tinieblas: 6:02.

—¿Qué cree, que estoy jugando al tenis? —respondo en un tono seco.

—Lo siento, yo… yo soy muy madrugador y, como usted es psiquiatra, he pensado… que se levantaría pronto para ir al hospital, así que…

—Hoy no voy al hospital, los miércoles nunca…

—¡Oh! No sabe cuánto…, cuánto…

—Pero ¿quién llama?

Conozco esta voz nerviosa…

—Soy Patrick Michaud…

Si no estuviera acostado, me caería de espaldas.

—Por el amor del cielo, Michaud, pero… ¿cómo ha conseguido mi…?

—Pues… ¡en la guía de teléfonos!

Suspiro. Hélène siempre ha pensado que sería mejor que nuestro número no apareciera en el listín telefónico. ¿Por qué no la habré escuchado? Además, ella se burla ahora roncando a mi lado. Bendita sea.

—Señor Michaud, me parece que se está pasando un poco…

—¡Pero es muy importante, créame! —responde el agente excitado—. ¡Si no, nunca me hubiera atrevido! Escuche, he pasado la noche en blanco, pensando en nuestra conversación de ayer cuando ¡bang! ¡Me ha venido a la mente! ¡A las seis, no podía más y he decidido llamarlo! Porque pensaba que estaría levantado, ya que…

—¡Sí, sí, eso ya me lo ha dicho! Oiga, llámeme dentro de unas horas. Yo también tengo cosas que…

—¡No, no, esto no puede esperar! —replica insolente—. ¡Ya que le tengo al teléfono, es preciso que se lo diga!

Suspiro de nuevo. Michaud es como un niño. Ya lo he catalogado: es un niño caprichoso, que me desarma.

—¿Se acuerda cuando vi el artículo de la mujer que había ahogado a sus dos hijos? Le dije que, en la fiesta de mi cumpleaños, en 1988, Tom me confió que tenía intención de incluir una escena de este tipo en su próxima novela. ¿Lo recuerda?

—Sí, sí…

—Pero el artículo me intrigaba, ¿también se acuerda? Lo leí delante de usted y dije que algo no encajaba…

Empiezo a sentir curiosidad.

—Sí, me acuerdo…

—Pues bien, ¡he releído el artículo y he encontrado lo que no encajaba! ¡Se trata de la fecha! ¡El artículo está escrito el treinta de mayo de 1988!

—¿Y bien?

—¡Mi cumpleaños es en abril!

Guardo silencio. Debo de estar demasiado dormido porque no comprendo a dónde quiere llegar Michaud. Él se explica, muy nervioso:

—¡Doctor Lacasse, el artículo se publicó en mayo! ¡En mayo! Y Roy me habló de esta escena el día de mi cumpleaños, el veintitrés de abril! ¡Me contó su idea antes de que se produjese el suceso real!

No digo nada. De repente, las mantas de la cama se han vuelto gélidas. Durante un segundo, veo la sonrisa de Monette planear en las tinieblas, pero la ahuyento en el acto. Michaud insiste:

—¡Él pensó en la escena de una mujer que ahoga a sus hijos y, un mes después, sucede un drama similar!

«¡Lo he comprendido, lo he comprendido, joder! —tengo ganas de gritarle—. ¡He comprendido lo que quiere decir! ¡Cómo he comprendido lo que Monette intenta insinuar! ¡Cómo he comprendido las dudas de Jeanne esta tarde! ¡Los he comprendido a todos! Pero no puede ser, ¿me entiende usted? ¡No puede ser!».

Por fin, abro la boca y me sorprendo al constatar hasta qué punto mi voz está serena:

—Es una casualidad, señor Michaud.

—¿Perdón?

Me humedezco los labios.

—Una casualidad… Además, seguramente esta casualidad perturbó al mismo señor Roy…

—Una casualidad…

Su tono es dubitativo. Y yo, aunque sigo con ganas de gritar, prosigo en voz baja:

—Es posible, ya lo sabe.

—Sí, salvo que… He pensado en todo eso y…

Cierro los ojos. ¿Cuánto tiempo podré aguantar antes de mandarlo al diablo?

—Ya sabe, el texto de setenta y tres páginas… —continúa Michaud—. Ya le he dicho que no podía haberlo escrito después de la matanza de los once niños… Que, en mi opinión, lo empezó antes… Pero, además, si pensó en la historia de la mujer que ahoga a sus hijos antes de que ocurriera…

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