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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (22 page)

Se calla, inseguro, y añade:

—¿Usted piensa que son casualidades?

No digo nada. Otra vez. Vuelta a empezar. El dúo Monette-Jeanne cuenta con un nuevo miembro. Ahora son tres contra mí. No me queda saliva, pero consigo decir, con una voz ligeramente temblorosa:

—Señor Michaud, me parecía que le había convencido de que Roy había escrito el texto después de la masacre…

—¡Oh! ¡Nunca me quedé convencido y usted lo sabe! Y con la historia de la mujer que ahoga a sus hijos además…

Es suficiente. No puedo más. Tengo demasiado frío. Me zumba la cabeza, pero me oigo decir:

—Escuche, señor Michaud, no… no deseo hablar de esto ahora con usted, pero…

Dudo, ya no sé. Voy a estallar, lo noto, diré una tontería si no cuelgo enseguida.

—Venga a verme el jueves al hospital. Hablaremos. Tengo… Hay novedades…

—¿Relacionadas con Roy?

—El jueves por la mañana —digo en un tono agudo.

Y cuelgo.

Todo está tranquilo. Tumbado de espaldas, miro las tinieblas del techo. Oigo susurrar a Hélène:

—¿Quién era?

—El agente de Roy. Nada importante.

Todo está tranquilo, pero en mi cabeza hay una tempestad. Una tempestad que puede llevarse todo a su paso. Y arrastrarme a mí también.

¡No puede ser, no, no, no! ¡No yo, no yo!

«El jueves por la mañana, todos os daréis cuenta de que estabais equivocados. ¡Veréis que Roy es un caso corriente! ¡Lleno de extrañas casualidades, pero corriente! Un loco como los demás…».

¿Como los demás? ¿Acaso todos los locos se parecen?

¿Ven todos lo mismo?

«El jueves lo veréis… ¡Lo veréis!».

Doy un puñetazo contra el colchón y me pongo de lado.

No vuelvo a conciliar el sueño. Imposible. Tengo los ojos abiertos de par en par. En la oscuridad, distingo la puerta de la habitación y la del cuarto de baño.

Dos puertas cerradas en tinieblas.

Sin comprender el motivo, siento un profundo malestar y me quedo mirándolas hasta las primeras luces del alba.

Capítulo 11

J
UEVES, 5 de junio, nueve y media de la mañana: zafarrancho de combate en el hospital. En la sala de reuniones, estamos todos sentados alrededor de la mesa y siento que hay electricidad en el ambiente. Jeanne, a mi lado, está erguida y serena, pero debajo de la mesa su pierna derecha no deja de moverse.

No le he contado la llamada de Michaud. Incluso yo mismo he intentado no pensar en ello, ahuyentar el malestar que experimenté. De todas maneras, ¿para qué insistir sobre el tema? Muy pronto, todo estará resuelto. Cuando Thomas Roy nos lo cuente, todo volverá a su sitio.

Comienzo la reunión abriendo el expediente que tengo delante de mí.

—Bueno, quiero un informe de lo que ha hecho Roy durante los dos últimos días. ¿Manon?

—Ayer pasé dos horas con él. Habló, pero muy poco. Le pregunté cómo se encontraba y me respondió: «No muy bien». Cuando le pregunté por qué, no contestó nada. Como usted nos indicó, no le mencioné los motivos de su presencia aquí. Y él tampoco me hizo ninguna pregunta al respecto.

—¿Ninguna?

Manon mueve la cabeza.

—Durante dos horas, le formulé preguntas elementales, le enseñé fotos, le hice leer, etc. Todo parece normal. Fue muy dócil, al menos hasta el final, que empezó a manifestar cierta impaciencia.

—¿Sólo se impacientó hacia el final? ¿Antes no? ¿Nunca preguntó por qué le pedía que hiciera todo eso?

—No.

Hago un gesto de sorpresa.

—¿Nada de particular que señalar? —interviene Jeanne.

—Una cosa, tal vez…

La ergoterapeuta coloca un gran cartón encima de la mesa.

—En un momento dado, le pedí que dibujara algo, cualquier cosa. Lo que se le pasara por la cabeza.

Enarco las cejas.

—¿Dibujar sin dedos?

—Lo sé. Quería ver cómo reaccionaba.

—¿Y?

—Miró los lápices de colores, cogió uno entre las palmas de las manos y y se puso a pintar. Sin hacer la menor alusión a sus manos sin dedos.

Me rasco la barbilla, perplejo. Desde el principio, las cosas no se desarrollan cómo había previsto. ¿Es una señal? ¿Una señal de que Roy nos va realmente a sorprender hoy?

«No ha terminado…».

—Entonces, ¿hizo un dibujo sosteniendo los lápices entre las palmas de las manos?

—Eso es. Evidentemente, no es muy preciso, los trazos son gruesos, más bien torpes… Yo debía sostener el cartón, que se deslizaba todo el tiempo, pero el resultado es un dibujo satisfactorio… e intrigante.

Levanta el cartón y, de forma espontánea, todo el mundo acerca la cabeza. A pesar de la tosquedad del dibujo, se reconoce una silueta, aparentemente masculina, vestida de negro. Sobre todo, llama la atención su rostro. Está difuminado, como si alguien hubiera intentado borrarlo, pero se distingue vagamente una sonrisa, una nariz… Los ojos destacan por su nitidez. Roy los ha coloreado de un verde brillante. La figura no tiene pelo.

—¿A quién representa?

—Eso es lo que le pregunté —responde la ergoterapeuta—. Al principio, no respondió nada. Examinaba su dibujo con gesto contrariado, casi inquieto. Luego dijo: «Nunca tendría que haber dibujado esto… Rómpalo». Le pregunté por qué, pero no contestó.

Entonces Manon señala el cuello del personaje, que está rodeado de un anillo blanco, con una pequeña banda negra en el centro.

—Parece un alzacuellos —observa Jeanne.

—Es lo mismo que yo pensé. Le pregunté al señor Roy si había dibujado a un sacerdote. Siguió sin responder nada, un poco huraño. Insistí y entonces él me dijo que estaba harto de mis pequeños ejercicios terapéuticos.

—¿Dijo eso?

—Sí. Era muy consciente de que estaba digamos… «recibiendo un tratamiento». Le pregunté: «¿Por qué dice ejercicios terapéuticos?». Pero nada. Cambié la pregunta: «¿Por qué piensa que le pedimos que haga estas cosas?». Suspiró y me rogó de nuevo que rompiera el dibujo. Entonces decidí dar la sesión por terminada.

Sigo acariciándome la barbilla, pensativo; luego lanzo una breve mirada a Jeanne. Ella continúa observando el dibujo, visiblemente intrigada.

—Gracias, Manon. ¿Nicole?

La enfermera jefe se encoge de hombros.

—No tengo nada que decir. Cuando le preguntamos si todo va bien, se limita a asentir, lo que no resulta muy claro como respuesta. Ve la televisión durante todo el día, sin verdadero interés. Casi nunca sale de su cuarto. Ningún paciente se ha encontrado aún con él. Ha pedido que le llevemos la comida a la habitación. Hemos aceptado. Por supuesto, seguimos afeitándolo y lavándolo. Y le ayudamos a comer.

—¿Les habla?

—Muy poco. «Buenos días», «gracias»… Educado, pero taciturno. A veces, dice algo más, pero se calla de repente, como si…

—Es verdad —confirma Manon—. Cuando la conversación toca temas personales, se encierra en sí mismo, se muestra huraño. A la defensiva.

Escucho con atención y me dirijo a la enfermera jefe:

—¿Tampoco les hace preguntas? ¿Nunca le ha preguntado a usted o a una enfermera qué está haciendo aquí?

—Nunca.

—¿Y sus manos? ¿Nada al respecto?

—Ninguna alusión.

Empiezo a formarme una idea. Me dirijo a la ergoterapeuta:

—¿Qué piensa usted, Manon?

—No tiene ningún trastorno de memoria, de análisis o de comprensión. Ha resuelto varias operaciones matemáticas, sabe en qué año estamos. Le enseñé los periódicos y me nombró sin problemas a las personas que aparecían en las fotografías: políticos, actores… En este sentido, todo va bien. Creo que es perfectamente consciente de lo que le sucede. Si no hace preguntas, es porque se acuerda de todo y se niega a hablar de ello.

Asiento despacio.

—Me parece que todos estamos de acuerdo en eso.

Me pongo de pie.

—¡Bueno, voy a examinarlo más de cerca…!

Las mujeres me imitan, con un ruido desagradable de corrimiento de sillas.

—¿Lo acompaño, doctor? —pregunta Manon.

—No, está bien. La doctora Marcoux y yo lo veremos a solas. ¿Está levantado?

—Levantado, lavado y afeitado.

A punto de salir, me vuelvo hacia Nicole.

—El señor Michaud, el agente de Roy, vendrá esta mañana. En cuanto llegue, indíquele que se reúna con nosotros.

Echo un último vistazo al sacerdote dibujado por Roy. Apenas mejor que el garabato de un niño…, pero hay algo extrañamente siniestro en este dibujo…

Jeanne y yo nos dirigimos a la habitación del escritor. En un momento dado, oigo que ella me susurra:

—Nunca me he sentido así, Paul.

—Ya verás cómo todo tiene una explicación y no hay ningún misterio.

De repente, pienso en la llamada de Michaud.

La puerta de Roy está cerrada. Doy dos golpecitos. Al mismo tiempo, veo a la señora Chagnon a nuestra izquierda, un poco más lejos, en mitad del pasillo. Nos mira con aire de reproche. Me vienen a la memoria sus palabras del otro día.

«Lleno de mal».

¿Qué me dijo Louis? ¿Que se había vuelto paranoica?

—Adelante —dice una voz apagada al otro lado de la puerta.

Jeanne y yo entramos. Roy, sentado en su sempiterna silla, oye la televisión.

—Buenos días, señor Roy.

—Buenas —musita sin volver la cabeza, indiferente por completo a nuestra presencia.

Nos colocamos a cierta distancia de él. Roy finge que no nos ve. En la televisión, un científico explica el complejo mecanismo del sistema nervioso del caracol.

—¿Podemos hablar con usted?

Se encoge de hombros. Bajo el sonido de la televisión y me vuelvo hacia él.

—¿Se acuerda de mí?

Por fin, se digna a mirarme. De nuevo, me doy cuenta de lo difícil, casi imposible, que es distinguir el ojo sano de la prótesis. Me observa sin sombra de emoción.

—Por supuesto que me acuerdo.

Se vuelve hacia la tele.

—Usted es Martin Luther King.

Su respuesta me coge tan de sorpresa que, por un segundo, pienso en echarme a reír. Pero me contengo, inquieto de repente. Echo una mirada a Jeanne. Se siente insegura, como yo. Me dirijo al escritor y pregunto en tono neutro:

—¿De verdad lo cree, señor Roy?

—Ayer, la ergoterapeuta me hizo realizar una serie de ejercicios —responde con una voz monocorde—. Imagino que esos jueguecitos han demostrado que no tengo problemas en lo que se refiere a…

Termina su frase con un curioso movimiento de muñeca junto a la sien. Asiento, tranquilo. Entonces me lanza una sonrisa desprovista de alegría o de cualquier otra emoción. La misma sonrisa vacía y mecánica con que me obsequió el martes.

—Entonces seguramente soy capaz de acordarme de una persona que he visto hace apenas dos días…, doctor Lacasse.

A mi vez, esbozo una sonrisa.

—Seguramente, sí…

Dudo un segundo, luego vuelvo a la carga:

—Si su memoria es buena, ¿eso quiere decir que se acuerda de todo?

La sonrisa desaparece. Me mira un instante y, a continuación, vuelve a la tele. Me pregunto si debo insistir, pero decido que no.

Despacio…

—Le presento a la doctora Marcoux.

Roy mira a Jeanne por primera vez, con una ausencia de interés total. Siento que mi compañera, a mi lado, se pone tensa.

—Encantada, señor Roy —dice por fin con una voz muy tranquila.

Ella debía de soñar con este momento desde hacía mucho tiempo, pero eso no le impide comportarse de un modo extremadamente sereno.

—Encantado, doctora.

—¡Es su mayor admiradora! —le informó sonriendo.

Jeanne me mira de soslayo y yo me río para mis adentros.

—¿De verdad? —dice él, ligeramente sorprendido.

—Pues… digamos que he leído todos sus libros y… que he disfrutado mucho.

Entonces, Roy la contempla con una especie de decepción, casi de asco y, antes de volverse hacia la pantalla, le suelta:

—Peor para usted.

La cara de Jeanne se derrumba, desconcertada. En este momento, yo también me sorprendo, aunque, pensándolo bien, no es tan extraño: Roy ha querido suicidarse a causa de los remordimientos que sentía por sus libros, entonces…

A continuación, el escritor se levanta y camina hacia la televisión. Consigue apagar el aparato con el codo. Se gira en dirección a nosotros y levanta las manos vendadas, con ironía:

—A la vista de las circunstancias, no me desenvuelvo mal, ¿eh?

Jeanne pregunta entonces:

—¿Qué le ha pasado en las manos, señor Roy?

Él nos mira de arriba abajo. Es la primera vez que le plantean la cuestión de forma directa.

—Lo saben perfectamente —responde con voz sombría.

—Nosotros sí, pero ¿lo sabe usted?

Adopta un rictus altanero.

—¡Vaya con los psiquiatras! Siempre se andan por las ramas. ¡Ninguna afirmación, sólo preguntas!

Entonces me dice con evidente desprecio:

—Una vida llena de preguntas sin respuesta, ¿eh, doctor?

No es la primera vez que un paciente busca el enfrentamiento, pero rara vez han conseguido dar donde me duele con tanta precisión como Roy acaba de hacer. Me siento tan desestabilizado que Jeanne, que ha debido notarlo, me saca del apuro tomando el relevo:

—¿Por qué se ha mutilado de ese modo, señor Roy?

Ella ha decidido precipitar un poco las cosas y tiene razón. El escritor se sienta de nuevo, otra vez a la defensiva.

—Eso también lo saben…

Su voz pretende ser dura, pero se percibe una grieta por donde emana la tristeza y la resignación…

—No quiere volver a escribir, lo hemos comprendido. Sin embargo, continuó haciéndolo con un lápiz metido en la boca durante un corto espacio de tiempo…

Roy levanta la cabeza sorprendido. Debe de preguntarse cómo sabemos eso. Siento un ápice de orgullo infantil. Sherlock Lacasse acaba de apuntarse un tanto.

—¿Por qué continuó escribiendo, incluso con los dedos cortados? —pregunto con calma—. ¿Por qué, señor Roy, consideró el suicidio como la única solución para dejar de hacerlo definitivamente?

Aguardo, sin esperar realmente una respuesta. Si nuestros pacientes supieran por qué pierden el control, ya no habría problemas. Incluso cuando responden, no siempre es de mucha utilidad: suelen decir que es el diablo u otra fuerza análoga lo que les obliga a actuar… Además, Roy, después de cierta vacilación, acaba por darnos la misma respuesta.

—Es él —susurra—. Él me obligaba…

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