Comienzo mucho antes de mí; porque nadie debería escribir su vida sin haber tenido la paciencia, antes de fechar su propia existencia, de recordar por lo menos a la mitad de sus abuelos. A todos ustedes, que fuera de mi clínica llevan una vida agitada, a vosotros, amigos y visitantes semanales que nada sospecháis de mi reserva de papel, aquí os presento a la abuela materna de Óscar.
Mi abuela Ana Bronski se hallaba sentada en sus faldas, al caer la tarde de un día de octubre, a la orilla de un campo de patatas. Por la mañana se habría podido ver todavía con qué destreza mi abuela se las arreglaba para juntar con un rastrillo las hojas secas en montoncitos regulares. A mediodía comió una rebanada de pan untada con manteca y endulzada con melaza, dio al campo una última escarbada con el azadón, y finalmente se sentó en sus faldas entre dos cestos casi llenos. Delante de las suelas verticales de sus botas, que casi se tocaban por las puntas, ardía sin llama un fuego de hojarasca que de vez en cuando se avivaba, como en espasmos asmáticos, y esparcía a ras del suelo ligeramente inclinado una humareda baja y perezosa. Era el año noventa y nueve. Estaba sentada en plena tierra cachuba, cerca de Bissau, pero más cerca todavía del ladrillar; allí estaba, delante de Ramkau y detrás de Viereck, en dirección de la carretera de Brenntau, entre Dirschau y Karthaus, teniendo a la espalda el negro bosque de Goldkrug; y allí sentada, iba empujando patatas bajo el rescoldo con una varita de avellano carbonizada por la punta.
Si acabo de mencionar expresamente las faldas de mi abuela y si dije con suficiente claridad, como espero, que estaba sentada en sus faldas; más aún, si pongo por título a este capítulo «las cuatro faldas», es porque sé perfectamente todo lo que debo a esta prenda. Mi abuela, en efecto, llevaba no una falda, sino cuatro, una encima de la otra. Y no es que llevara una falda y tres enaguas, no, sino que llevaba cuatro verdaderas faldas: una falda llevaba a la otra, pero ella llevaba las cuatro juntas conforme a un sistema que cada día las iba alternando por orden. La que ayer quedara arriba, venía a quedar hoy inmediatamente debajo; la que ayer fuera segunda era hoy tercera falda, y la tercera de ayer quedaba hoy junto a la piel. La falda que ayer le quedaba pegada al cuerpo exhibía hoy públicamente su muestra, es decir, ninguna; porque las faldas de mi abuela optaban todas por el mismo color patata. Es de suponer que este color le quedaba bien.
Además de este color uniforme distinguía a las faldas de mi abuela la profusión extravagante de tela que en la confección de cada una de ellas entraba. Redondeábanse ampliamente y se hinchaban cuando soplaba el viento, languidecían cuando éste aflojaba, rechinaban a su paso, y las cuatro juntas flotaban delante de mi abuela cuando tenía el viento en popa. Cuando se sentaba, recogía sus faldas a su alrededor.
Además de las cuatro faldas constantemente hinchadas o colgantes o haciendo pliegues, o bien quietas, rígidas y vacías, al lado de su cama, mi abuela poseía una quinta falda. Esta prenda no difería en nada de las otras cuatro color patata. Ni esta quinta falda era siempre la quinta. Lo mismo que sus hermanas —puesto que las faldas son del género femenino— hallábase sometida a la rotación, formaba parte de las cuatro faldas puestas y, lo mismo que las otras, había de pasar cuando llegaba su turno, o sea cada quinto viernes, al barreño de lavar, el sábado a la cuerda de tender delante de la ventana de la cocina y, una vez seca, a la tabla de planchar.
Cuando, después de uno de estos sábados de mucho asear, guisar, lavar y planchar, después de haber ordeñado a la vaca y haberle dado su ración, mi abuela entraba toda ella en la bañera, comunicaba algo de sí al agua jabonosa y la dejaba luego escurriendo para sentarse, envuelta en un trapo floreado, a la orilla de la cama, tras de alinear en el suelo, ante ella, las cuatro faldas en uso y la quinta recién lavada. Se apoyaba en el índice derecho el párpado inferior de su ojo derecho y, sin dejarse aconsejar por nadie, ni siquiera por su hermano Vicente, tomaba rápidamente su decisión. Se levantaba y apartaba con los pies descalzos aquella de las faldas que había perdido más su brillo color patata. Y la prenda limpia pasaba a ocupar el lugar vacante.
En honor de Jesús, del que tenía unas ideas muy precisas, el orden renovado de las faldas era inaugurado la siguiente mañana del domingo, en ocasión de ir a misa a Ramkau. ¿Dónde llevaba mi abuela la falda lavada? Como era no sólo una mujer limpia, sino además un tanto vanidosa, claro está que llevaba la mejor prenda a la vista y, si el tiempo era bueno, al sol.
Era pues un lunes por la tarde el día en que mi abuela estaba sentada detrás del fuego de hojarasca. La falda del domingo había avanzado el lunes un lugar, en tanto que la que su piel había caldeado el domingo colgaba ahora melancólicamente de sus caderas, por encima de las otras, en una disposición de ánimo muy propia de los lunes. Silbaba, sin silbar precisamente melodía alguna, y con la varita de avellano iba sacando fuera del rescoldo la primera patata a punto. Empujó el tubérculo bastante lejos del montón humeante para que el viento lo rozara y lo enfriara. Luego, con una rama puntiaguda picó la patata ennegrecida, costrosa y hendida, y se la acercó a la boca que ya no silbaba, sino que, con los labios resecos y agrietados, soplaba la cascara para quitarle la ceniza y la tierra.
Mientras soplaba, mi abuela cerró los ojos. Cuando creyó que ya había soplado bastante, los volvió a abrir, primero el uno y después el otro; dio un mordisco con sus incisivos un tanto separados pero por lo demás impecables y volvió a liberar sus dientes en seguida; mantenía la media patata, demasiado caliente todavía, harinosa y humeante, en la cavidad abierta de su boca, en tanto que sus ojos redondos miraban por encima de las aletas dilatadas de su nariz, que aspiraban el humo y el aire de octubre, a lo largo del campo; la línea del horizonte quedaba dividida por los postes del telégrafo, de entre los cuales sobresalía apenas el tercio superior de la chimenea del ladrillar.
Algo se movía entre los postes del telégrafo. Mi abuela cerró la boca, frunció los labios, entornó los ojos y empezó a mascar la patata. Algo se movía entre los postes del telégrafo. Algo saltaba. Tres hombres corrían entre los postes, los tres hacia la chimenea, luego la rebasaban y uno de ellos, dando una media vuelta, emprendía nueva carrera. Parecía bajito y fornido, rebasaba el ladrillar, en tanto que los otros dos, más delgados y altos, rebasaban también apenas el ladrillar, y ahora se dejaban ver otra vez entre los postes, pero el bajito y fornido corría en zigzag y parecía tener más prisa que los otros dos corredores altos y delgados, los cuales tenían que volver al ladrillar, porque el otro ya se había lanzado otra vez como una bola hacia allá cuando ellos, apenas a dos pasos, tomaban nuevo impulso y, de repente, desaparecían, abandonando al parecer el juego, y también el bajito caía, en medio de su salto desde la chimenea, detrás del horizonte.
Y allí se quedaban descansando, o mudándose de ropa, o haciendo ladrillos, y por ello les pagaban.
Pero cuando mi abuela, aprovechando la pausa, quiso picar su segunda patata, picó en el vacío. Porque he aquí que aquel que parecía bajito y fornido se encaramaba por encima del horizonte como por una empalizada, con la misma ropa de antes, como si hubiera dejado plantados a sus perseguidores detrás de la cerca, entre los ladrillos o sobre la carretera de Brenntau; pero seguía teniendo prisa, quería adelantarse a los postes del telégrafo, daba unos saltos largos y lentos por el campo, de sus suelas saltaba el barro, se esforzaba por salir del fangal; pero, por mucho que saltara, de todos modos se arrastraba tenazmente por el barro. Y unas veces parecía quedar pegado abajo, mientras que otras permanecía suspendido tanto tiempo en el aire, que hallaba manera de enjugarse la frente, bajito y fornido, antes de que su pierna libre volviera a posarse en el campo recién arado que, al lado de las cinco yugadas de patatas, tendía sus surcos hacia la cañada.
Y logró llegar hasta ésta; pero apenas el bajito y fornido había desaparecido en la cañada, cuando ya los otros dos altos y delgados que entre tanto habían visitado tal vez el ladrillar, se encaramaban a su vez por encima del horizonte y se metían con sus botas de tal manera en el barro, altos y delgados pero sin llegar a flacos, que una vez más mi abuela no logró ensartar su patata; porque no era cosa ésta que se viera todos los días, que tres adultos, si bien de talla diversamente adulta, saltaran alrededor de los postes del telégrafo, llegaran casi a tumbar la chimenea del ladrillar y luego a intervalos, primero el bajito y fornido y luego los altos y delgados, pero con igual fatiga los tres, arrastrando tenazmente cada vez más barro bajo sus suelas fueran brincando alegremente a través del campo labrado la antevíspera por Vicente, para luego desaparecer en la cañada.
Y ahora los tres se habían ido, y mi abuela pudo dedicarse de nuevo a picar una patata medio fría. Sopló superficialmente la ceniza y la tierra de la cascara, se la metió en seguida entera en la boca y pensó, si es que pensaba: esos deben de ser del ladrillar; y estaba en plena masticación, cuando de pronto surgió uno de la cañada, miró con aire fiero por encima de un negro bigote, y se plantó en un par de brincos junto al fuego; estaba a un mismo tiempo delante, detrás y al lado de éste, y aquí juraba y allí temblaba, y no sabía para dónde tirar: atrás no podía, porque de atrás venían los delgados y altos por la cañada; daba manotazos, se golpeaba en las rodillas y tenía ojos en la cabeza que querían salírsele de ella, y el sudor le escurría por la frente. Y jadeante, con tembloroso bigote, se fue acercando hasta la abuela, hasta muy cerquita, hasta sus suelas, y miraba a mi abuela como un animalito bajito y fornido, lo que la hizo suspirar; y ya no podía ella masticar las patatas, y dejó que se separaran las suelas de sus botas, y ya no pensaba ni en el ladrillar, ni en los ladrilleros ni en los ladrillos, sino que se levantó la falda, qué digo, las cuatro faldas se levantó a la vez, tan alto, que aquel que no era del ladrillar, pero sí bajito y fornido, pudo meterse por completo debajo, y desapareció con su bigote, y ya no parecía un animalito ni era ya de Ramkau o de Viereck, sino que se hallaba con su miedo bajo las faldas y ya no se golpeaba en las rodillas, y ya no era ni bajito ni fornido, sino que ocupaba su lugar, olvidando el jadeo, el temblor de los manotazos en las rodillas; y se hizo un silencio como en el primer día, o en el último; sólo una brisa ligera acariciaba el fuego de hojarasca, los postes del telégrafo se contaban en silencio, la chimenea del ladrillar se mantenía erecta y ella, mi abuela, se alisaba debidamente la falda superior sobre la segunda y apenas lo sentía a él bajo su cuarta falda ni acababa de comprender, con su tercera falda, qué era aquello que a su piel se le antojaba nuevo y sorprendente. Y porque era en realidad sorprendente, aunque la falda superior se veía lisa y bien compuesta, en tanto que la segunda y la tercera no acababan de comprender de qué se trataba, sacó del rescoldo dos; o tres patatas, cogió otras cuatro crudas del cesto que quedaba bajo su codo derecho, las metió una tras otra en el rescoldo, las cubrió de ceniza y hurgó hasta reavivar la humareda. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Apenas las cuatro faldas de mi abuela se habían sosegado, apenas la humareda espesa de la hojarasca, que a causa de los manotazos en las rodillas, de las evoluciones y del hurgar perdiera su dirección, volvió a fluir amarillenta a ras del suelo, tomando, con el viento, hacia el sureste, he aquí que cual una aparición surgieron los dos altos y delgados que iban tras el bajito pero fornido, el cual se encontraba ahora bajo las faldas; emergieron de la cañada, y pudo apreciarse ahora que los dos altos y delgados llevaban, por razón de su oficio, el uniforme de la guardia rural. Casi habrían pasado disparados junto a mi abuela. ¿No brincó incluso uno de ellos por sobre el fuego? Pero de repente sintieron sus tacones, y en éstos sus cerebros; frenaron, dieron vuelta, se acercaron con sus botas, se hallaron con sus uniformes provistos de botas en la humareda, sustrajeron tosiendo sus uniformes a ésta, y arrastrando algo de ella y tosiendo todavía preguntaron a mi abuela si había visto a Koljaiczek, porque tenía que haberlo visto, puesto que estaba sentada junto a la cañada y que Koljaiczek se había escapado por la cañada.
Pero mi abuela no había visto a ningún Koljaiczek, porque no conocía a ninguno. Si no sería del ladrillar, preguntó, porque ella sólo conocía a los del ladrillar. Y los uniformes le describieron a Koljaiczek cual uno que nada tenía que ver con el ladrillar, sino que más bien era bajito y fornido. Mi abuela recordó en esto que efectivamente había visto correr a uno que respondía a esas señas y, con una patata humeante al extremo de la rama puntiaguda, mostró en dirección a Bissau, hacia un punto que, conforme a la patata, quedaba entre el sexto y el séptimo poste del telégrafo, empezando a contar desde la chimenea hacia la derecha. Pero que dicho corredor fuera un Koljaiczek mi abuela lo ignoraba, y disculpaba su ignorancia con el fuego que tenía junto a las suelas: éste le daba ya bastante quehacer, porque ardía muy mal, de modo que no tenía tiempo para preocuparse por la gente que por allí andaba corriendo o permanecía en la humareda, y además, ella tampoco se preocupaba nunca por la gente que no conocía, y sólo sabía quiénes había en Bissau, en Ramkau, en Viereck y en el ladrillar.
Dicho esto, mi abuela emitió un pequeño suspiro, suficiente, sin embargo, para que los uniformes quisieran saber qué era lo que había allí que hiciera suspirar. Ella inclinó la cabeza hacia el fuego, lo que quería dar a entender que había suspirado a causa del fuego y también un poco por la mucha gente que permanecía allí en la humareda; a continuación, mordió de la patata la mitad, se entregó por completo al acto de englutirla y entornó los ojos hacia arriba a la izquierda.
Los de los uniformes de la guardia rural no pudieron sacar de la mirada ausente de mi abuela indicación alguna; no sabían si habían de buscar Bissau detrás de los postes del telégrafo y, por consiguiente, empezaron entretanto a hurgar con sus machetes en los montones de hojarasca vecinos, que no ardían todavía. De repente, obedeciendo a una súbita inspiración, volcaron casi simultáneamente los dos cestos de patatas bajo los codos de mi abuela y tardaron mucho en comprender cómo era que de los cestos sólo salieran rodando patatas ante sus botas y, en cambio, ningún Koljaiczek. Recelosos, empezaron a dar vueltas de puntillas alrededor del hoyo en que habían caído las patatas, como si en tan poco tiempo Koljaiczek hubiera podido enterrarse en él; pincharon también con sus machetes deliberadamente el montón y se extrañaron de no oír el grito de ningún herido. Sus sospechas no perdonaron matorral alguno, por raquítico que fuera, ni ratonera alguna, ni una topera que allí había, en tanto que mi abuela, que seguía sentada como si estuviera enraizada, iba lanzando suspiros y entornando los ojos, dejando de todos modos visible el blanco de los mismos, y evocaba en cachuba los nombres de todos los santos, todo lo cual, según lo daba a entender en voz alta y tono plañidero, se refería exclusivamente al fuego de hojarasca que no quería arder bien y a los dos cestos de patatas volcados.