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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Histórico

El secreto de los flamencos (11 page)

Sea por ironía de sus superiores o por puro azar, recibió la merced de una escribanía en el crimen, una modesta renta que le permitía vivir con austera dignidad. Fue en esta época cuando empezó a pintar secretamente. Igual que los nigromantes que se encerraban a concebir furtivos conjuros, Juan Díaz de Zorrilla, enclaustrado en un recóndito sótano, desterraba los demonios de su espíritu confinándolos al encierro del temple sobre tablas. Pero fue descubierto. Tan pavorosos debieron de ser los fantasmas que exorcizaba en sus pinturas, que fue conminado a abandonar la corte castellana.

En la vecina Soria conoció a Ana Inés de la Serna, con quien contrajo matrimonio. Ana era la hija mayor de un próspero comerciante en especias. Su matrimonio fue tan infeliz como fugaz. Juan Díaz de Zorrilla se recluía a pintar durante días enteros. En esos períodos no probaba bocado ni veía la luz del sol. Y ni siquiera su esposa podía interrumpir sus retiros. Y desde entonces, para que nadie descubriera sus pinturas, ni bien las terminaba las destruía o repintaba sobre la misma tabla. Una sola tabla podía ocultar hasta veinte pinturas superpuestas. Fue en esta época cuando comenzó a experimentar con pigmentos de su propia invención y a elaborar sus propias recetas. Necesitaba que las pinturas secaran tan rápido como el dictado de sus demonios, para, entonces, poder volver a pintar encima de la obra concluida.

En un confuso episodio que jamás fue esclarecido, lo confinaron a prisión; su esposa apareció muerta y la causa habría sido envenenamiento. El estado del cadáver presentaba los horrorosos signos que deja la caricia ponzoñosa del amarillo de Nápoles. Sin embargo, el tribunal no pudo comprobar las circunstancias del envenenamiento y el pintor fue absuelto.

El prematuro ascenso y la brutal caída de Juan Díaz de Zorrilla estaban impulsados por una fuerza inversamente proporcional a la que guiaba el destino de su antiguo condiscípulo, Pedro Berruguete, quien se había convertido en uno de los más preciados pintores de su tierra. Por su parte, olvidado, desprestigiado y cada vez más azuzado por sus íntimos demonios, Juan decidió retirarse del mundo de los hombres y marchó a su salvaje refugio en la Toscana.

Con la excusa de comprar pigmentos, Francesco Monterga se encaminó a la casa de
Il Castigliano
. Cuando se internó en el bosque, le sorprendió que los perros no salieran a su encuentro. Una vez en la cabaña pudo confirmar sus sospechas. Juan Díaz de Zorrilla había abandonado el lugar. El depósito de leña donde había aparecido el cadáver de Pietro della Chiesa quedaba a una legua de la casa del pintor español.

Parte 4

Verde de Hungría

I

Una lluvia fina y helada caía sobre los tejados ennegrecidos de Brujas. Como si quisiera remover el moho del olvido y sacar a relucir el antiguo esplendor, el agua percutía contra las costras del abandono con la inútil porfía de una gubia sin filo. Las gotas repicaban sobre la superficie estancada del canal formando burbujas que, al reventar, dejaban escapar un hedor putrefacto; era como si un enjambre de insectos royera la carne de un cadáver largamente descompuesto. Los árboles otoñados y los mástiles huérfanos de banderas o, peor aún, exhibiendo las hilachas de los pendones que recordaban las viejas épocas de gloria, le conferían a la ciudad un aspecto desolador.

No era aquélla la triste imagen de una ciudad deshabitada, sino que, al contrario, estaba poblada de memorias que presentaban la materialidad de los espectros. Se diría que las callejuelas que brotaban de la plaza del mercado no estaban desiertas, sino atestadas de espantajos sólo visibles para aquellos que resistieron el éxodo. Y, justamente, para los pocos que se habían quedado, la llegada de un extranjero constituía un raro acontecimiento. Había pocos motivos para visitar aquel pozo pestilente, de modo que, de inmediato, empezaban a correr los más variados rumores en torno al recién llegado. Y mucho menos frecuente aún resultaba la visita de una mujer joven sin más acompañamiento que el de su dama de honor. Pero si, además, la mujer en cuestión se liberaba de su dama de compañía y, al anochecer, entraba sola a la casa de dos hombres solteros, la curiosidad se convertía en malicioso regodeo.

Cada vez que Fátima salía a la calle podía comprobar que las miradas furtivas tenían el peso condenatorio de una lapidación pública. A su paso escuchaba cómo se abrían las ventanas y, por el rabillo del ojo, observaba las cabezas fisgoneando a medio asomar. De manera que, mientras esperaba la respuesta de los Van Mander, Fátima se veía obligada a pasar la mayor parte del día encerrada en su cuarto en los altos del edificio de Cranenburg.

La misma noche de la visita de Fátima, los hermanos habían mantenido una acalorada discusión. Greg se oponía a aceptar el pedido de Gilberto Guimaraes. Argumentaba que, por muy generosa que pareciera la paga, jamás iba a compensar los dolores de cabeza posteriores; sabía cómo pensaban los comerciantes, se creían con derecho a cualquier cosa a cambio de una talega repleta de monedas de oro. Nada los dejaba conformes y, además, eran dueños de una ignorancia tan inmensa como su soberbia. Y el mejor ejemplo era el ofensivo desplante que le habían hecho a Francesco Monterga. Dirk, en cambio, opinaba que necesitaban ese dinero; desde que virtualmente se habían desvinculado de la Casa Borgoña al decidir quedarse en Brujas, el estado de sus finanzas era preocupante.

Decía esto último con un tono que mal podía disimular viejos reproches. Sentía que su hermano mayor, con su obstinación, lo había condenado a anclarse en aquella ciudad que no ofrecía ningún horizonte. Pero cuantos más argumentos en su favor le daba Dirk, tanto más irreducible parecía ser la posición de Greg. El mayor de los hermanos le recordó que nada lo ataba a él, llegó a decirle que, si así lo quería, tenía plena libertad de mudarse a Gante, a Amberes o a donde quisiera; que no tenía motivos para preocuparse por él, pues, como bien lo sabía, podía bastarse por sí mismo. Y en esos momentos de la disputa Dirk tenía que hacer ingentes esfuerzos para sellarse la boca y no recordarle que era un pobre ciego, que si todavía podía dedicarse a la pintura era por el solo hecho de que él se había convertido en sus ojos y en sus manos. Y por si fuera poco, le pagaba con la moneda de la mezquindad: ni siquiera había tenido la generosidad de revelarle el secreto del preparado de sus pinturas, condenándolo, de ese modo, también a él a la ceguera. No podía ignorar que ambos constituían una unidad. El uno sin el otro no podía valerse por sí solo.

Hasta que hubo un momento en el que Greg fue terminante: sin rodeos, le preguntó a su hermano menor cuál era el motivo de tanta vehemencia, si las ansias de retratar a su cliente o la cliente misma. El largo silencio de Dirk fue considerado como una respuesta. Sólo entonces, y sin añadir ninguna explicación que justificara su repentino asentimiento, el mayor de los Van Mander accedió a la petición de Gilberto Guimaraes. En ese mismo instante ambos pudieron escuchar el casco de los caballos que acababan de entrar en la calle del Asno Ciego.

II

Tras saludar a la dama, y ganado por la curiosidad, Greg van Mander quiso conocer los motivos del extraordinario entusiasmo que mostraba su hermano por la visitante. Con una actitud súbitamente paternal, el viejo pintor se acercó a la mujer y le rogó que le permitiera hacerse una composición más precisa de su persona. Antes de que Fátima pudiera comprender el pedido, Greg estiró suavemente la diestra y deslizó su índice por el perfil del rostro de Fátima. En la ínfima pero sensible extensión del pulpejo de su dedo pudo sentir la piel tersa de su frente alta y luego el diminuto contorno de su nariz, recta y delicada. La mujer, que permanecía inmóvil, ni siquiera se atrevía a parpadear y no pudo evitar un estremecimiento cuando la mano del pintor se detuvo en la superficie de sus labios apretados. Fátima se veía aterrada, como si temiese que un íntimo secreto fuera a revelarse en virtud de aquel acto. Un finísimo velo de sudor frío cubrió de pronto el borde superior de su boca. Y mientras recorría, ahora en sentido horizontal, los labios de Fátima hasta el límite de las comisuras crispadas, Greg pudo hacerse una representación exacta de aquel rostro joven e inmensamente hermoso.

Fue una inspección breve. Sin embargo, a Fátima le pareció una eternidad. Para Greg, en cambio, se trató apenas de un fugaz viaje a la remota patria de los recuerdos. Desde el lejano día en el que perdió la vista, llevado por el pudor y el amor propio, se había prometido renunciar a las mujeres. Pero ahora, al solo contacto con aquellos labios cálidos, todas sus convicciones parecían a punto de desplomarse. Un temblor, mezcla de bríos viriles y culposos pensamientos, conmovió su vientre y aún más abajo. Desde ese momento, el índice de Greg van Mander, marcado por el estigma imborrable de la piel de Fátima, habría de señalar para siempre el camino de los juramentos rotos.

Dirk presenció la escena sin otorgarle ninguna importancia. De hecho, se alegró ante el desusado gesto de hospitalidad de Greg para con su huésped. Pero tal vez hubiese experimentado una emoción diferente si hubiera podido ser testigo del silencioso sismo que acababa de desatarse en el espíritu de su hermano.

Fátima no manifestaba ninguna preocupación por la salud de su marido. A Dirk van Mander no dejaba de sorprenderle el buen humor del que siempre hacía gala la mujer. En todo momento y bajo cualquier circunstancia, Fátima mostraba una ligera sonrisa que se diría adherida a sus labios, carnosos y rojos. En un tono formal que, sin embargo, ocultaba una interesada curiosidad, Dirk interrogó a su huésped sobre algunos asuntos, más bien generales, atinentes a su esposo. Fátima, sin poder evitar una notoria incomodidad, contestaba de un modo evasivo y escueto e inmediatamente cambiaba el curso de la conversación.

Entretanto Greg, todavía obnubilado, escondía su aturdimiento tras la cortina acuosa que cubría sus ojos, e intentaba mostrarse menos interesado en la persona de su cliente que en las cuestiones de orden práctico, concernientes al trabajo que tenían por delante. Después de todas sus resistencias anteriores, ahora, incomprensiblemente, quería poner manos a la obra cuanto antes. Y quiso saber con cuánto tiempo contaban. La mujer explicó que el barco permanecería en el puerto de Ostende durante treinta días, para luego regresar a Lisboa. Al oírlo, el rostro de Greg se transfiguró en una mueca amarga. Se puso de pie y, fijando sus pupilas muertas en los ojos de la joven, sentenció:

—Imposible. En treinta días es imposible. Fátima quedó petrificada a causa del miedo que le había provocado la expresión de Greg, tan parecida a una mirada. El viejo pintor giró la cabeza en dirección a su hermano con un gesto elocuente, como si así le confirmara todos los reparos que le había manifestado momentos antes. Dirk, consternado, bajó la cabeza. Sabía que era materialmente imposible terminar el trabajo en apenas treinta días. Fátima no tenía por qué saberlo; de modo que el menor de los hermanos, intentando poner un poco de amabilidad, le explicó que era muy poco tiempo para hacer un trabajo digno de su persona.

Fátima no atinaba a moverse de su silla. Se mostraba francamente atónita. Se diría que no acababa de resolverse entre levantarse y retirarse corriendo del lugar o hacer votos para que la tierra se abriera y se dignara a sepultar su avergonzada humanidad. Titubeando en su alemán plagado de ripios y pudor, y dirigiéndose a Greg, dijo:

—Tenía entendido que los temples y los óleos de Vuestras Excelencias, además de ser los más maravillosos que jamás se hubiesen visto, os permitían trabajar con más rapidez que cualquier otro en este mundo… —vaciló unos segundos como si intentara buscar las palabras menos ofensivas y continuó—: En menor tiempo, cierto maestro florentino había comprometido su palabra para terminar el retrato…

Sin poder abandonar su tono irresoluto, Fátima dejó la frase inconclusa, reflexionó un momento más, y finalmente, con una firmeza que ponía de manifiesto un ánimo ofendido, sentenció:

—Lamento haber equivocado mi juicio sobre vuestras artes. Me habían hablado de ciertas técnicas nuevas, de ciertas virtudes de vuestros óleos, brillantes y capaces de secar como ninguno.

Las últimas palabras de la mujer parecieron ejercer el efecto de dos puñales certeros apuntados al centro del corazón de cada uno de los hermanos. Tanto que no tuvieron tiempo de sorprenderse de los conocimientos de pintura que acababa de poner en evidencia Fátima. Para Dirk fue una nueva declaración de guerra; el fantasma de su enemigo, Francesco Monterga, había vuelto a hundir su dedo en la llaga doliente. Greg creyó adivinar el pensamiento de su hermano: si la traición de su discípulo Hubert, comparada con el trofeo que significaba la visita de Fátima luego de su decepcionante paso por el taller del maestro florentino, era como cambiar un peón por la reina, no aceptar ahora el reto hubiese representado la pérdida definitiva de la partida.

El convulsionado espíritu de Greg ardía ahora como una hoguera: a la pira que se acababa de encender por obra de la fricción de la piel con la piel, se agregaba la leña de la pasión por el oficio al que había decido renunciar. Sus antiguos juramentos tambaleaban al borde del extremo de su índice, todavía ardiente. Greg podía sentirse orgulloso de sus pinturas; tal como lo acababa de decir Fátima, sus preparados eran, en efecto, insuperables en brillo, textura y pigmentación y además, podía, si así lo quería, fabricar los óleos más puros y provistos de un poder de secado que superaba al más rápido de los temples.

La respuesta al desafío, en apariencia trivial, que acababa de plantear Fátima no se hizo esperar. Dirk fijó sus ojos en los de su hermano y pudo comprobar en lo más recóndito de su silencio meditabundo que estaba pensando en lo mismo que él. Y ese pensamiento podía resumirse en dos palabras:
Oleum Pretiosum
. Dirk sabía que Greg se había jurado no volver a preparar nunca más la fórmula que lo había puesto sobre el mismo pedestal que Jan van Eyck y al cual había decidido renunciar por misteriosas razones. Pero tampoco desconocía que la firmeza del juramento era proporcional a la tentación de volver a prepararlo. Si hubiese sido de otro modo, no había motivos para jurar.

El menor de los Van Mander sabía cuánto trabajo le demandaba a su hermano sustraerse al acicate de la fascinación que ejercía en su espíritu el
Oleum Pretiosum
. Las pinturas que preparaba todos los días, siendo que eran de las mejores, no se aproximaban ni por mucho a las que sabía hacer. Era como si fuese dueño de las alas de un ángel que, pudiendo volar a cielo abierto, se condenara por decisión propia a la pedestre condición.

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