Read El secreto de los flamencos Online

Authors: Federico Andahazi

Tags: #Histórico

El secreto de los flamencos (13 page)

Entonces Fátima reemplazó su propia mano, aquella con la que no dejaba de acariciarse los muslos, por la de él. Greg permanecía con los ojos abiertos, semejantes a dos piedras turquesas sobre el lecho de un lago turbio. A Fátima se le antojó que así, como ese lago oscuro, era el espíritu de Greg, y como aquellas piedras claras la esencia que se ocultaba. Se dijo que bastaba con hundir el brazo en aquellas aguas lóbregas para alcanzar el azul verdadero de su corazón. Entonces tomó firmemente las manos de Greg y con ellas se frotó los muslos, duros como la piedra pero suaves y tibios como el terciopelo de su vestido. Por momentos Fátima se alejaba un poco y, sin soltar las muñecas del pintor, guiaba sus manos hacia algún lugar de su cuerpo, como instándolo a que adivinara de qué parte se trataba. Y así, transitando poco a poco por cada ápice de piel, arrastró el índice de Greg hasta su boca, lo humedeció con su saliva, bajó apenas el escote del vestido y lo condujo hasta el pezón, diminuto y crispado, del tamaño y la consistencia de una perla.

Fátima trazaba sutilísimas líneas sobre la superficie de su cuerpo con la yema del dedo de Greg, cuyo rastro húmedo parecía la leve huella de un caracol. Si el pintor pretendía tocar más allá de los límites que le imponía Fátima, entonces ella presionaba con fuerza alrededor de las muñecas de Greg y conducía su índice adonde quería. Las manos de Greg se dejaban domesticar y se abandonaban a los arbitrios de su nueva dueña. De pronto, el creador de aquel pequeño universo arreglado a su imagen y semejanza, el ciego omnisciente alrededor del cual todo se movía con la precisión de un cosmos, el todopoderoso a cuyo control nada escapaba, había quedado a merced de una niña. Meciéndose candorosamente en la tela de la araña, Greg se hundía en el postergado sueño de la voluptuosidad.

Fátima pudo ver la creciente protuberancia, resaltada por el cinto que ceñía las calzas por la cintura y se enlazaba por debajo de las ingles. Fátima aproximó su mano a aquel promontorio que pugnaba por escapar del perímetro del triángulo formado por el cinto de cuero. Pero no lo tocó. Le susurraba en portugués al oído todo lo que sería capaz de hacer de tenerlo entre sus manos. Y así, sin tocarlo, recorría con su pequeña palma el contorno de la prominencia cada vez más vertical. La mano de Fátima parecía ejercer un curioso efecto magnético: sin que existiera contacto, cuando el extremo de los dedos se movía siguiendo la forma del voluminoso animal en cautiverio, éste parecía agitarse, como un pez boqueando, de acuerdo al vaivén de la mano. Los muslos y las pantorrillas de Fátima se tensaban conforme mecía sus caderas y recorría con su entrepierna el contorno de la rodilla de Greg.

En el mismo momento en que el pintor había logrado liberar una de sus muñecas de la tiranía de las manos de la mujer y empezaba a trepar muslo arriba, los dos pudieron escuchar los presurosos pasos de Dirk avanzando por la calle del Asno Ciego. Entonces Fátima se incorporó despacio, posó su boca sobre la del pintor y deslizó su lengua suavemente sobre la superficie de sus labios, se acomodó las faldas y lentamente volvió a sentarse sobre la banqueta. En ese instante se abrió la puerta y entró Dirk. El panorama con el que se encontró era exactamente igual al que había dejado minutos antes, salvo por el ligero rubor en las mejillas de Fátima y el sordo cataclismo que acababa de desatarse en el espíritu de su hermano.

Parte 5

Blanco de Plomo

I

A esa misma hora, en las afueras de Florencia, la comisión de la guardia ducal presidida por el prior Severo Setimio revisaba minuciosamente la choza abandonada de Juan Díaz de Zorrilla. La sorpresiva desaparición del pintor español se había producido cuando ya existía en toda la zona un extenso rastro de sospechas en torno a una serie de acontecimientos tan graves como inexplicables. Primero había sido la muerte violenta de Pietro della Chiesa y el hallazgo de su cadáver en los aledaños del
Castello Corsini
. Coincidiendo con ese hecho, se tuvo noticia de la desaparición de otros dos hombres jóvenes que vivían en la alquería del castillo. Pocos días después, uno de ellos fue encontrado muerto, también en medio del bosque cercano, apenas oculto bajo un montón de ramas. Había sido asesinado de la misma forma que el discípulo: el rostro desollado y un profundo corte de cuchillo en la garganta. Del otro muchacho desaparecido, nada se sabía.

Una ola de miedo e indignación se había apoderado de la pequeña villa que se extendía en la falda del monte en cuya cima se alzaba el1 castillo. Una llorosa delegación de ancianos, mujeres y familiares de las dos víctimas le había suplicado al duque que la comisión presidida por el prior encontrara, de una vez, al asesino. Severo Setimio, mascullando su indignación al quedar en evidencia su propia inoperancia comparecía, rojo de vergüenza y de ira, ante el duque. Si aún no había descubierto al culpable, entonces, como en sus viejos tiempos de inquisidor infantil, tenía que apelar a los antiguos recursos.

Y uno de los principales sospechosos, aunque no el único, era el extraño pintor eremita. Entre la multitud de objetos abandonados por Juan Díaz de Zorrilla, los hombres de la guardia ducal encontraron numerosas sanguinas que representaban a un hombre joven. Mezclados entre los frascos que guardaban aceites, diluyentes y pigmentos, hallaron botellas que contenían sangre. En un pequeño cofre había greñas de cabello humano y restos de uñas prolijamente cortadas.

Cuando Francesco Monterga fue interrogado por la guardia ducal, no dudó en reconocer los rasgos de Pietro della Chiesa en los dibujos abandonados por el pintor español. Sin embargo, no pudo afirmar categóricamente que el cabello y las uñas pertenecieran a su discípulo. En cuanto a la sangre, tampoco podía asegurarse que fuese humana. El maestro florentino expuso al prior las extrañas fórmulas que aplicaba Díaz de Zorrilla para preparar sus pinturas. Le reveló que el español, según le había confesado, solía utilizar sangre de animales entre los diluyentes y los diferentes pigmentos. Pero no le constaba que alguna vez hubiera usado sangre humana. La comisión no tardó en expedirse; por fin Severo Setimio tenía al asesino. Dispuso la inmediata búsqueda y captura del español. Vivo o muerto. Francesco Monterga le rogó al prior que le concediera a su viejo colega el favor de la justa duda. Pero era una decisión tomada. Bastó que corriera la voz para que los habitantes de la alquería salieran en turbamulta, armados de tridentes, hoces y palas, a hacer tronar el escarmiento.

II

Desde la muerte de Pietro della Chiesa el taller de Francesco Monterga se había convertido en un silencioso nido de suspicacias. La sorpresiva condena sumaria que pesaba sobre Juan Díaz de Zorrilla parecía no terminar de convencer a algunos. Ni siquiera al prior Severo Setimio que, aunque necesitaba dar el caso por cerrado para vindicar su alicaída imagen ante el duque, albergaba
in pectore
algunas dudas. Durante los últimos días de su breve existencia, el joven discípulo fue testigo involuntario de muchos acontecimientos sombríos. El prestigio de Francesco Monterga había sido puesto en duda por algunos rumores que Pietro, contra toda suposición y para su entera desilusión, terminó por confirmar. Y quizá el discípulo dilecto del maestro no hubiese sido el único que presenció los furtivos encuentros —si es que hubo más de uno— entre Francesco Monterga y Giovanni Dinunzio. De hecho, el flamenco había dejado deslizar algún comentario filoso, aunque lo suficientemente ambiguo como para sembrar la duda. En algún lugar del insidioso espíritu de Hubert van der Hans parecía anidar una sospecha. En rigor, detrás de su mirada siempre encandilada, a través de aquellos ojos de albino que rehuían la luz, no había detalle que pudiera escapar a su velada curiosidad. No existía un solo ápice en el taller que no hubiese sido minuciosamente examinado por el flamenco.

En sus furtivas excursiones nocturnas a la biblioteca lo había revisado todo. De modo que no sería una hipótesis extravagante que, también él, hubiera sido testigo de algún otro encuentro entre el maestro y Giovanni Dinunzio. Se diría que Hubert albergaba la sospecha de que Francesco Monterga hubiera querido cegar la vergüenza y el deshonor a cualquier precio. Tampoco Giovanni parecía escapar a la recelosa mirada de Hubert; su condiscípulo no era el transparente joven de provincias que aparentaba. Detrás de su bucólica inocencia se ocultaba un espíritu volcánico, sombrío y dado a la debilidad de la carne. Varias veces había sorprendido Hubert a Dinunzio sosteniendo desesperadamente entre las manos el frasco que contenía el extracto de adormideras, inhalando los vapores narcotizantes del solvente. Sabía que no podía prescindir de los efluvios obtenidos de la flor de la amapola, y que la mansedumbre de su espíritu no obedecía a otra cosa que a sus efectos lenitivos.

En una ocasión, un poco para saciar su curiosidad y otro poco por pura malicia, Hubert había escondido deliberadamente el preciado frasco de modo que Giovanni no pudiera encontrarlo fácilmente. El descubrimiento fue sorprendente; nunca había visto el flamenco tanta desesperación y furia contenida. Viéndolo deambular como una fiera en cautiverio, buscando y rebuscando frenéticamente, ganado por temblores y envuelto en un tul de sudor helado, no tuvo dudas de que aquel dócil campesino hubiese sido capaz de matar. Pero Hubert también sabía que Francesco Monterga, quien se ocupaba escrupulosamente de que nunca faltara el aceite de adormideras, hacía uso de la desesperación de su discípulo. Tal vez los encuentros secretos fueran propiciados por el maestro a cambio de la preciada pócima, que con frecuencia era aplicada en la dilución de los pigmentos, solo o combinado con el de linaza, por sus propiedades de secado. Hubert van der Hans albergaba la conjetura de que la muerte de Pietro della Chiesa había sido obra de Francesco Monterga o de su discípulo, o bien de una secreta sociedad entre ambos. Sin embargo, se hubiera dicho que no le concedía a todo esto una gran importancia. El objeto máximo de su curiosidad, evidentemente, estaba puesto en otra parte.

Por otro lado, los recelos del flamenco parecían ser exactamente simétricos a los de Giovanni Dinunzio. No escapaba a la vista de nadie la excesiva curiosidad de Hubert. Sin saber exactamente de qué se trataba, el discípulo de Borgo San Sepolcro no ignoraba que en la biblioteca se ocultaba un secreto inexpugnable. Y tampoco era ajeno a las incursiones de su compañero en aquel recinto que le había sido explícitamente prohibido. Además, el hondo desprecio que solía prodigarle a él, era el mismo con el que trataba a Pietro cuando, burlándose de su pequeño cuerpo lampiño, lo humillaba llamándolo
la bambina
. Pero Giovanni también sabía cuántos celos guardaba el corazón de Hubert. Pietro era dueño de una técnica del dibujo y la composición que más de un pintor consagrado hubiese querido para sí. Sabía que los ojos entreabiertos del flamenco miraban con una envidia inabarcable las tablas pintadas por el predilecto del maestro. Por mucho que se jactara de haber estudiado junto a los mejores pintores de Flandes, Hubert mal podía disimular que no habría de alcanzarle la vida para igualar a
la bambina
en su manejo de las formas. Giovanni tampoco ignoraba que entre los tres existía una sorda competencia. Uno de ellos, sólo uno, podía aspirar a ingresar como pintor a la Casa Medici. Y por cierto, hasta el día de la tragedia, había un favorito.

El maestro Monterga, por su parte, parecía estar sumido en un profundo pozo de melancolía. Iba y venía por el taller como un fantasma agostado. Era la sombra de su sombra. Cuando finalmente se produjo la sentencia sobre su colega español terminó de derrumbarse. Se encerraba en la biblioteca y allí permanecía durante horas. En pocos días había envejecido diez años. Y cuando salía de su retiro en la biblioteca, ya ni siquiera tomaba la precaución de ponerle llaves. Varias veces escuchó cómo se abría la puerta y llegó a ver entrar furtivamente a Hubert. Pero fue como si no le diera ninguna importancia. Miraba a su discípulo de Flandes con una mezcla de temor disfrazado de indiferencia.

Sin que nadie lo advirtiera, Hubert van der Hans, cada vez que entraba en la biblioteca, estaba haciendo un trabajo monumental.

III

Durante algunos días Francesco Monterga parecía haber perdido todo interés en la obsesión que, desde hacía años, ocupaba la mayor parte de su existencia. Pero una mañana, como si se hubiese despertado de un breve letargo, recobró los viejos bríos. Hacia la medianoche solía encerrarse en la biblioteca y, como lo haría un exegeta de las Escrituras, pasaba horas interpretando las páginas del tratado que le legara su maestro Cosimo da Verona, a la luz de una vela que acababa por consumirse antes que su afán deductivo. El antiguo escrito del monje Eraclius, el
Diversarum Artium Schedula
era, en términos generales, un manual de orden práctico. Constaba de veinticinco capítulos, cada uno de los cuales aportaba una suma de consejos al pintor, desprovistos de cualquier consideración teórica, especulativa o histórica. Enumeraba los distintos pigmentos conocidos y la forma de obtenerlos, molerlos y asociarlos; mencionaba los solventes, diluyentes y aglutinantes; clasificaba los diversos tipos de aceites y el modo de conseguir barnices. Aconsejaba cómo obtener temples firmes y duraderos, cómo hacer imprimaciones sobre tablas, de qué manera preparar los muros para pintar frescos en interiores y decorar paredes exteriores. Consignaba herramientas y sus aplicaciones adecuadas, usos y formas de fabricación de los diferentes tipos de pinceles, espátulas y carbones. Había algunas breves consideraciones sobre la copia de la figura humana y de cómo aprehender los distintos objetos de un paisaje, según volúmenes y distancias.

Algunos de los consejos eran ampliamente conocidos por la mayoría de los pintores, pero otros constituían verdaderas revelaciones, por cierto celosamente guardadas por Francesco Monterga, y, además, se mencionaban ciertas fórmulas cuya aplicación en la práctica parecía imposible. Al último capítulo seguía una suerte de anexo o libro aparte, titulado
Coloribus et Artibus
y en la página siguiente aparecía un subtítulo:
Secretus colorís in status purus
. Pero cuando el lector se aprestaba a saciar su curiosidad y daba vuelta a la hoja, se encontraba con el fragmento de
Los Libros del Orden
de San Agustín, entre cuyas letras se intercalaba una sucesión de números dispuestos sin arreglo a algún orden inteligible:

Other books

The Courtesan by Carroll, Susan
Princess in Love by Julianne MacLean
Rogues and Ripped Bodices by Samantha Holt
The Beachcomber by Josephine Cox
Destroyer Rising by Eric Asher
Night's Master by Amanda Ashley
Twisted (Delirium #1) by Cara Carnes
Redemption by Rebecca King
The Hundred: Fall of the Wents by Prescott, Jennifer


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024