—Cielo santo —gimió Vanderbilt.
—Nosotros cultivamos ébola y otros virus de epidemias y experimentamos con la viruela —continuó Johanson sin prestar atención al hombre de la CÍA—. Es decir, con seres vivos. También los metemos en ojivas, pero es complicado, y aunque estos proyectiles sean dirigidos vía satélite, no siempre llegan a su meta. Acaso el modo más eficiente de producir daños fuera adiestrar a perros para que fueran portadores de esos agentes patógenos. O pájaros, o insectos. ¿Qué se puede hacer contra nubes de mosquitos apestados con un virus? ¿O contra hormigas contaminadas? ¿O contra millones de cangrejos que transportan algas asesinas? —Hizo una pausa—. Los gusanos del talud continental han sido criados. No es de extrañar que no los hayamos visto antes: no existían. Su objetivo es transportar bacterias al hielo, así que en cierto modo estaríamos frente a misiles de crucero de la familia de los poliquetos, frente a armas biológicas desarrolladas por alguien o algo cuya cultura se basa íntegramente en la manipulación de vida orgánica. ¡Y ya tenemos de buenas a primeras la explicación de todas las mutaciones! Algunos animales han sido modificados sólo ligeramente, mientras que otros son algo completamente nuevo. La gelatina, por ejemplo, es un producto biológico muy versátil, pero seguro que no es producto de la selección natural. También ella tiene un objetivo: maneja a otros seres vivos atacando sus redes neuronales. De algún modo modifica el comportamiento de las ballenas. Los cangrejos y bogavantes, en cambio, quedaron limitados desde el principio a sus meras funciones mecánicas. Una cáscara vacía con restos de masa nerviosa. La gelatina los maneja, y además lleva como cargamento las algas asesinas. Cabe la posibilidad de que en realidad esos cangrejos no hayan vivido nunca. Habrían sido criados, a modo de trajes espaciales orgánicos, para avanzar hacia el espacio exterior: nuestro mundo.
—Esa sustancia, esa gelatina... —dijo Rubin—, ¿no podría haber sido cultivada también por seres humanos?
—Es casi imposible. —Intervino Anawak—. Para mí, lo que dice el doctor Johanson tiene más sentido. Si lo que hay detrás es un ser humano, ¿por qué elige dar ese rodeo por las profundidades marinas para contaminar ciudades?
—Porque es en el mar donde hay algas asesinas.
—¿Por qué no prueba con otra cosa? El que puede cultivar algas asesinas más venenosas que
Pfiesteria
, seguramente estará capacitado para encontrar algún agente patógeno que no haya de pasar previamente por el agua. ¿Para qué criar cangrejos, si podría lograrlo con hormigas, pájaros o ratas, por ejemplo?
—No se puede generar un tsunami con ratas.
—La cosa procede de un laboratorio humano —insistió Vanderbilt—. Es una sustancia sintética...
—No lo creo —dijo Anawak—. Ni siquiera me imagino una cosa así de la marina de Estados Unidos, y la marina sí que sabe modificar el comportamiento de mamíferos marinos.
Vanderbilt sacudió la cabeza como si hubiera sido atacado por el mal de Parkinson.
—¿De qué está hablando?
—Estoy hablando de experimentos realizados bajo el nombre de MKO.
—Nunca lo he oído.
—¿Va a negar que hace años que la marina estadounidense intenta manipular las corrientes cerebrales de los delfines y otros mamíferos marinos, introduciéndoles electrodos en la tapa de los sesos y...?
—¡Qué tontería!
—Hasta el momento el asunto no ha funcionado. En todo caso, no como querían, de modo que están estudiando el trabajo de Ray Kurzweil...
—¿Kurzweil?
—Sí, un representante del área de la neuroinformática —apuntó Fenwick, y de pronto se le iluminó la cara—. Y Kurzweil ha desarrollado una idea que va mucho más allá del estado actual de la investigación del cerebro. Para saber qué pueden hacer los seres humanos al respecto... No, es más: ¡su trabajo podría informar de cómo procedería una inteligencia desconocida! —Fenwick se exaltó visiblemente—. ¡El ordenador neuronal de Kurzweil! Ésa sí que es una posibilidad.
—Disculpen —dijo Vanderbilt—, no tengo ni idea de qué están hablando.
—¿No? —sonrió Li, satisfecha—. Siempre he pensado que la CÍA tenía particular interés por los lavados de cerebros.
Vanderbilt resopló y miró en todas direcciones.
—¿De qué está hablando? No tengo ni idea. Maldita sea, ¿podría decirme alguien de qué habla?
—El ordenador neuronal es un modelo de reconstrucción completa del cerebro —dijo Oliviera—. Nuestro cerebro está formado por miles de millones de células nerviosas. Cada célula está conectada con una cantidad innumerable de otras células. Se comunican entre sí por impulsos eléctricos. Es así como se actualizan, reordenan o archivan permanentemente los conocimientos, las experiencias y las emociones. En cada segundo de nuestra vida, incluso cuando dormimos, nuestro cerebro está sometido a una reestructuración constante. Con la técnica actual pueden representarse áreas cerebrales activas con exactitud milimétrica. Como un mapa. Podemos ver cómo se piensa y se siente, cómo en un momento dado se activan a la vez diversas células nerviosas, por ejemplo en el momento de un beso, cuando se sufre un dolor o se recuerda algo.
—Se conocen los puntos, y la marina sabe dónde hay que aplicar un estímulo eléctrico para provocar la reacción deseada —tomó la palabra Anawak—. Pero se trata aún de conocimientos muy generales. Como un mapa que sólo tuviera precisión por encima de los cincuenta kilómetros cuadrados. Kurzweil, en cambio, cree que pronto podremos escanear un cerebro completo, incluidas cada conexión nerviosa, cada sinapsis, y conoceremos con exactitud la concentración exacta de todas las sustancias químicas mensajeras, ¡hasta el último detalle de cada una de las células!
—Uf —dijo Vanderbilt.
—Una vez que se tenga toda la información —continuó Oliviera—, podría pasarse un cerebro con todas sus funciones a un ordenador neuronal. El ordenador haría una copia perfecta del pensamiento de la persona cuyo cerebro ha sido escaneado, junto con sus recuerdos y facultades. Un segundo yo.
Li alzó la mano.
—Puedo asegurarles que MKO aún no ha llegado tan lejos —dijo—. De momento el ordenador neuronal de Kurzweil sigue siendo una idea.
—Jude —susurró Vanderbilt, espantado—. ¿Por qué les cuenta eso? Eso es algo que no le importa a nadie y que está sometido al secreto más estricto.
—MKO se basa en necesidades militares —dijo Li con calma—. La alternativa sería sacrificar seres humanos. No siempre podemos elegir nuestras guerras, como sin duda han comprobado. De hecho, el proyecto se encuentra en un callejón sin salida, pero la interrupción será transitoria. El camino hacia la inteligencia artificial ya se ha iniciado. La medicina no está muy lejos de sustituir órganos humanos por microchips. Con ayuda de esos implantes los ciegos ya pueden reconocer contornos. Surgirán formas de inteligencia completamente nuevas. —Hizo una pausa y clavó la mirada en Anawak—. Seguramente se refiere a eso, ¿no es cierto? Todo hablaría a favor de la hipótesis del Próximo Oriente, por utilizar esta molesta expresión, si la humanidad hubiera llegado tan lejos como pensó Kurzweil. Pero no hemos llegado tan lejos. Ni Estados Unidos ni nadie. Ningún ser humano puede haber cultivado esa gelatina que parece funcionar como un ordenador neuronal.
—En la práctica, el ordenador neuronal implica el control absoluto de todo pensamiento —dijo Anawak—. Si la gelatina es algo así, no sólo maneja al animal, sino que se convierte en ese animal. Se vuelve parte de su cerebro. Células de dicha sustancia asumen la función de las células neuronales. O amplían el cerebro de un ser vivo...
—O lo sustituyen —concluyó Oliviera—. León tiene razón. Un organismo así no proviene de un laboratorio humano.
Johanson escuchaba emocionado. Estaban aceptando su teoría, trabajaban con ella y le agregaban nuevos aspectos, y cada palabra que decían la consolidaba. Empezó a imaginar ese ordenador biológico que podía copiar células cerebrales mientras discutían agitadamente a su alrededor, hasta que Roche se puso en pie de un salto y tomó la palabra:
—Hay una cosa que no entiendo todavía, doctor Johanson. ¿Cómo se explica que los de ahí abajo sepan tanto sobre nosotros? Quiero decir, con el mayor de los respetos por su teoría, ¿cómo puede un habitante de las profundidades marinas averiguar tanto sobre nosotros?
Johanson vio que Vanderbilt y Rubin hacían un gesto de asentimiento.
—No es difícil —dijo Johanson—. Cuando nosotros diseccionamos un pez, es algo que sucede en nuestro mundo, no en el suyo. ¿Por qué estos seres no podrían obtener sus conocimientos en su propio mundo? Todos los años se ahogan muchísimos seres humanos, y si se necesitan más ejemplares, les basta con ir a buscar un par. Por otra parte, tiene razón: ¿cuánto saben realmente sobre nosotros? Fue poco antes de que se desprendiera la plataforma continental cuando por primera vez llegué a creer en un ataque organizado. Y aunque sea muy raro, nunca consideré la posibilidad de que tras ello hubiera seres humanos. Toda la estrategia me parecía demasiado extraña. Destruir de un solo golpe gran parte de la infraestructura del norte europeo fue algo brillantemente planificado y que tiene enormes consecuencias para nosotros. En cambio, que las ballenas hundan embarcaciones pequeñas parece algo ingenuo. El exceso de pesca en los mares no se detiene por medio de bancos de medusas sumamente venenosas. Las catástrofes marítimas son un duro golpe, pero me animo a poner en duda que estos bancos mutantes puedan paralizar en realidad el tráfico marítimo internacional. Por otra parte, llama la atención la exactitud de la información que tienen sobre los barcos. Conocen bien todo lo que afecta directamente a su hábitat. El mundo que está más arriba lo conocen menos. Mandar a tierra algas asesinas portadas por cangrejos da testimonio de una excelente planificación militar, pero el comienzo con los bogavantes bretones más bien fue un fracaso. Al parecer no habían considerado el problema de la baja presión. Cuando en el fondo del mar la gelatina se introdujo en el cuerpo de los bogavantes, estaba comprimida por la elevada presión. A medida que se acercaban a la superficie, como es natural, fue expandiéndose, y algunos de los bogavantes explotaron.
—Con los cangrejos parecen haber aprendido —opinó Oliviera—. Se mantienen estables.
—Bueno. —Rubin frunció los labios—. En cuanto llegan a tierra, palman.
—¿Y qué? —Respondió Johanson—. Han cumplido su misión. Todos estos cultivos y esas crías están condenados a una muerte rápida. Su objeto es combatir nuestro mundo, no colonizarlo. Se mire como se mire esta guerra, ¡los seres humanos no procederían así! ¿Por qué dar ese rodeo por el mar? ¿Por qué se aventuraría un ser humano a este tipo de experimentos? ¿Qué motivo razonable tendría para modificar precisamente los genes de seres que viven a kilómetros de la superficie, como los cangrejos de chimenea? En este caso los que actúan no son seres humanos. Se está experimentando para averiguar cuáles son nuestros puntos débiles. Y, por encima de todo, nos están distrayendo.
—¿Que nos están distrayendo? —repitió Peak.
—Sí. El enemigo abre muchos frentes simultáneos: unos son verdaderas pesadillas, mientras que otros más bien son molestos, pero nos mantienen muy ocupados. La mayoría de los pinchazos que nos infligen duelen muchísimo. Lo verdaderamente pérfido es que ocultan lo que en realidad está sucediendo. Y de tanto intentar limitar los daños nos volvemos ciegos a los verdaderos peligros. Nos vemos como el malabarista de circo que va colocando platos sobre palos y los hace girar para que no se caigan. El malabarista tiene que ir rápidamente de un palo a otro. Cuando estabiliza el último plato, el primero ya se está tambaleando. Cuantos más platos tenga en juego, más rápido tiene que ir. En nuestro caso el número de platos es muy superior a las habilidades del malabarista. No estamos a la altura de esos ataques múltiples. Individualmente considerados, los ataques de las ballenas y la ausencia de peces quizá no supongan un problema irresoluble. Pero sumados cumplen con su propósito: paralizarnos y desbordarnos. Si los fenómenos siguen acrecentándose, estados enteros perderán el control y otros estados se aprovecharán de ello, con lo que se llegará a conflictos regionales y a otros mayores que exacerbarán, y al final nadie ganará. Nosotros solos nos debilitaremos. Las estructuras de las organizaciones internacionales de socorro se derrumbarán, las redes de atención médica se paralizarán. No tendremos suficientes medios, energía ni conocimientos, y al final tampoco tendremos tiempo suficiente para impedir lo que sucede en silencio, más allá de las acciones bélicas abiertas.
—¿Cuál sería...? —preguntó Vanderbilt, aburrido.
—La destrucción de la humanidad.
—¿Cómo?
—¿No es evidente? Han decidido proceder con nosotros como proceden los seres humanos con las plagas. Quieren exterminarnos...
—¡Ahora sí que ya tengo bastante!
—... antes de que nosotros exterminemos la vida en los mares.
El hombre de la CÍA se incorporó con gran esfuerzo y apuntó a Johanson con un índice tembloroso.
—¡Ésa es la mayor imbecilidad que jamás he escuchado! ¿Para qué cree que está aquí? ¿Ha visto demasiadas películas? ¿Quiere hacernos creer que ahí abajo, en el mar, están esos... esos E.T. mejorados de
Abyss
y que nos amenazan con el dedo porque nos portamos mal?
—¿
Abyss
?—Se preguntó Johanson—. Ah, claro. No, no me refiero a esos seres. Ésos eran extraterrestres.
—Otra estupidez igual que ésta.
—No. En
Abyss
se trata de seres del espacio que se instalan en nuestros mares. La película los presenta como seres humanos mejores. Tienen un mensaje moral; pero por encima de todo, no nos expulsan de la cúspide de la evolución en la Tierra, como haría una raza inteligente que se hubiera desarrollado aquí en este planeta, paralelamente a nosotros.
—¡Doctor! —Vanderbilt sacó un pañuelo y se secó el sudor de la frente y el labio superior—. Usted no es un profesional del secreto como nosotros. No tiene nuestra experiencia. Le honra habernos entretenido maravillosamente durante un cuartito de hora, pero si quiere destapar canalladas, primero tendrá que saber cuáles son sus fines. ¿Quién se beneficia? ¡Ésta es la pregunta que le pondrá en la pista correcta! No andar revolviendo en...
—Nadie se beneficia —dijo alguien.
Vanderbilt se volvió pesadamente.
—Se equivoca, Vanderbilt. —Bohrmann se había puesto en pie—. Hasta ayer noche Kiel estuvo desarrollando escenarios virtuales para ver qué sucederá si siguen colapsando taludes continentales.