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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (90 page)

BOOK: El quinto día
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—Yo lo sé —dijo Vanderbilt con aspereza—. Tsunamis y metano. Tendremos un problemita con el clima...

—No. —Bohrmann sacudió la cabeza—. Nada de problemitas. Tendremos nuestra sentencia de muerte. Ya se sabe qué pasó en el planeta hace cincuenta y cinco millones de años, al llegar todo el metano a la atmósfera y...

—¿Cómo diablos pretende saber lo que sucedió hace cincuenta y cinco millones de años?

—Lo hemos calculado. Y ahora lo hemos vuelto a calcular. Se abatirán sobre las costas tsunamis que destruirán las poblaciones costeras. Luego la superficie de la tierra empezará a templarse, se calentará de modo intolerable y moriremos todos. También en el Próximo Oriente, señor Vanderbilt. También sus terroristas. Sólo la liberación del metano del este de Norteamérica y del Pacífico occidental sería suficiente para sellar la suerte de todos nosotros.

De golpe se hizo un silencio mortal.

—Y contra eso —dijo Johanson en voz baja, mirando a Vanderbilt— no puede hacer nada, Jack. Porque no sabemos cómo. Y no hay ocasión de reflexionar al respecto porque la situación ya está desbordada por las ballenas, los tiburones, moluscos, medusas, cangrejos, algas asesinas y devoradores de cables invisibles que eliminan a nuestros buzos y robots subacuáticos y todo aquello con que podríamos echar una mirada bajo el agua.

—¿Cuánto tiempo puede pasar hasta que la atmósfera se haya recalentado tanto que la humanidad esté seriamente amenazada? —preguntó Li.

Bohrmann arrugó la frente.

—Calculo que unos cientos de años.

—Qué tranquilizador —gruñó Vanderbilt.

—No, de ninguna manera —dijo Johanson—. Si esos seres basan su campaña en que amenazamos su hábitat, tienen que deshacerse de nosotros rápidamente. Vistos desde la historia del planeta, un par de siglos no son nada. Pero en poco tiempo nosotros ya hemos ocasionado lo peor. De modo que han avanzado un paso más con toda la tranquilidad del mundo: han logrado detener la corriente del Golfo.

Bohrmann se quedó mirándole.

—¿Qué han hecho?

—Ya está detenida —se oyó que decía Weaver—. Tal vez aún fluya un poco más, pero son los últimos estertores. Dentro de unos años el mundo puede prepararse para una nueva glaciación. En menos de un siglo hará en la Tierra un frío mortal; quizá en menos tiempo, cincuenta o cuarenta años. Tal vez antes.

—Un momento —dijo Peak—. El metano recalentaría el planeta. Eso ya lo sabemos. La atmósfera podría estropearse. Ahora bien, ¿cómo se combina esto con una nueva glaciación, si se detiene la corriente del Golfo? ¿Qué saldrá de ahí, por todos los cielos? ¿Una compensación del terror?

Weaver le miró.

—Yo diría más bien que una potenciación.

Inicialmente había parecido que Vanderbilt estaba solo en su rechazo riguroso, pero al cabo de una hora la situación cambió. La comisión se dividió en dos bandos que se enfrentaron de modo encarnizado. Volvieron a repasarlo todo. Desde las primeras anomalías. El inicio de los ataques de las ballenas. Las circunstancias en que se descubrieron los gusanos. Era como en un partido de rugby. Se dieron codazos retóricos, se pasaron los argumentos unos a otros, los equipos se aventajaban alternativamente, atacaban al enemigo desde los flancos con aspectos siempre nuevos e intentaban esquivarlo. Se impuso un tono que a Anawak le pareció conocido. Lanzó la pregunta de si una inteligencia paralela podía disputar al ser humano su predominio. Nadie lo decía abiertamente, pero Anawak, entrenado en las polémicas sobre la inteligencia animal, percibía en cada palabra un contenido más profundo, cierto deje de agresión. La teoría de Johanson no establecía una división en la ciencia, sino en el modo de verse a sí mismo de un grupo de expertos que eran por encima de todo seres humanos. A Vanderbilt se le unieron Rubin, Frost, Roche, Shankar y el inicialmente titubeante Peak. Johanson recibió los refuerzos de Li, Oliviera, Fenwick, King, Bohrmann y Anawak. Los agentes secretos y diplomáticos se quedaron sentados un rato, como si estuviera representándose ante sus ojos una obra de teatro del absurdo. Luego empezaron a intervenir cada vez más.

Aquello era desconcertante.

Precisamente esas personas, espías profesionales, consejeros de seguridad y expertos en terrorismo hiperconservadores, se pusieron casi sin excepción del lado de Johanson. Uno de ellos dijo:

—Soy un hombre que piensa con sensatez. Cuando oigo algo y me parece plausible, en principio lo creo. Cuando se le opone algo que hay que introducir con subterfugios para que encaje en la rejilla de nuestras experiencias, no lo creo.

El primero en desertar de la pequeña tropa de Vanderbilt fue Peak. Le siguieron Frost, Shankar y Roche.

Finalmente, Vanderbilt, exhausto, propuso una pausa.

Salieron. Fuera habían preparado un tentempié con zumos, café y pastel. Weaver se acercó a Anawak.

—Es usted el que menos problemas ha tenido con la teoría de Johanson —afirmó—. ¿Cómo es eso?

Anawak la miró y sonrió.

—¿Café?

—Sí, gracias. Con leche.

Anawak llenó dos tazas y le pasó una. Weaver era sólo un poco más baja que él. De pronto notó que le gustaba, aunque hasta el momento apenas habían hablado. Le había gustado desde el primer momento, cuando sus miradas se encontraron en la puerta del Château.

—Sí —dijo—. Es una teoría muy bien pensada.

—¿Sólo por eso? ¿O porque de todos modos usted cree en la inteligencia animal?

—Nada de eso. Creo en la inteligencia en general, pero también creo que los animales son animales y los seres humanos son seres humanos. Si pudiéramos demostrar que los delfines son tan inteligentes como nosotros, con todas las consecuencias, ya no serían animales.

—¿Y cree que es así?

Anawak sacudió la cabeza.

—Creo que mientras juzguemos desde un punto de vista humano no lo averiguaremos. ¿Considera que los humanos son inteligentes, señorita Weaver?

Weaver se rió.

—Un ser humano es inteligente. Muchos seres humanos son una horda embrutecida.

Eso le gustó.

—¿Ve? —dijo—. Lo mismo podría decirse de...

—¿Doctor Anawak? —Un hombre se le acercó con pasos rápidos. Era del personal de seguridad—. ¿Es usted el doctor Anawak?

—Sí.

—Tiene una comunicación telefónica.

Anawak frunció las cejas. En el Château ninguno de ellos recibía llamadas directas. Pero había un número para que los familiares dejaran mensajes o llamaran en caso de urgencia. Li había pedido a los miembros del comité que lo distribuyeran con moderación.

Shoemaker tenía el número. ¿Quién más?

—En el vestíbulo—dijo el hombre—. ¿O quiere que le pasemos la llamada a su habitación?

—No. Está bien. Voy con usted.

—Hasta luego —le dijo Weaver mientras se iba.

Siguió al empleado de seguridad por el vestíbulo. En una de las salas laterales habían colocado una serie de cabinas telefónicas provisionales.

—La primera —dijo el hombre—. Pediré que le transfieran la llamada. Cuando suene el teléfono, levante el auricular y estará comunicado con Tofino.

¿Tofino? Shoemaker, entonces.

Anawak esperó. Sonó el teléfono. Descolgó y saludó.

—León —dijo la voz de Shoemaker—. Siento molestarte. Sé que estás en medio de algo importante, pero...

—No es nada, Tom. Anoche lo pasamos muy bien.

—¿Ah sí? Y... esto también es importante. Es... eh...

Shoemaker parecía buscar las palabras. Luego suspiró muy bajo.

—León, tengo que darte una mala noticia. Hemos recibido una llamada de Cabo Dorset.

De pronto Anawak sintió que se movía el suelo bajo sus pies. Supo lo que venía. Lo supo incluso antes de que Shoemaker dijera:

—León, tu padre ha muerto.

Se quedó paralizado.

—¿León?

—Todo en orden, yo...

Todo en orden. Como siempre. Todo en orden. Todo en orden.

¿Qué debía hacer?

¡Nada estaba en orden!

Li

—¿Extraterrestres?

El presidente estaba curiosamente sereno.

—No —repitió Li—. No son extraterrestres sino habitantes de nuestro planeta. Competencia, si lo prefiere.

Offutt y el Château estaban conectados. En la base aérea de Offutt se hallaban, además del presidente, el secretario de Defensa, el primer consejero de Seguridad, el secretario de Seguridad Nacional, la secretaria de Relaciones Exteriores y el director de la CÍA. Entretanto, ya no quedaban dudas de que Washington correría la misma suerte que Nueva York. De modo que fue evacuada. La mayor parte del gabinete se había trasladado a Nebraska. Los primeros casos mortales acentuaron el dramatismo de la situación, pero el repliegue hacia el interior del país se produjo ordenadamente y en gran medida según lo planeado. Esta vez estaban mejor preparados.

En el Château se habían reunido Li, Vanderbilt y Peak. Li sabía que los de Offutt odiaban tener que quedarse de brazos cruzados. El director de la CÍA hubiera preferido dirigir la operación desde su despacho, situado en el sexto piso de la central a orillas del Potomac. En secreto, envidiaba al director de Lucha Contra el Terrorismo, quien se había negado a evacuar a sus colaboradores.

—Ponga a su gente a salvo —le había ordenado al hombre.

—Ésta es una crisis dirigida por alguien —había sido la respuesta—. Una crisis terrorista. El personal del Global Response Center debe permanecer ante sus ordenadores y trabajar. Tienen que cumplir una tarea decisiva. Son ellos quienes vigilan el terrorismo internacional. No podemos evacuarlos.

—Los que atacan Nueva York utilizan armas biológicas —había contestado el director de la CÍA—. Observe lo que sucede allí. En Washington no será distinto.

—El Global Response Center no fue creado para desaparecer en situaciones como ésta.

—De acuerdo, pero su gente puede morir.

—Bien, pues morirán.

También el secretario de Defensa hubiera preferido dirigir la situación desde el escritorio de su inmenso despacho, y al presidente prácticamente había que atarlo para que no regresara a la Casa Blanca en el siguiente avión. Podían decirse muchas cosas de él, pero no que fuera un cobarde. En realidad mostraba tal valentía que según algunos de sus adversarios era demasiado ignorante para sentir miedo.

El caso es que la base de Offutt estaba equipada como una segunda sede de gobierno. Pero habían tenido que refugiarse en ella, ése era el problema. Y por eso, estimó Li, habían aceptado de forma tan espontánea la hipótesis del poder inteligente que actuaba desde el mar. Tener que replegarse ante enemigos humanos a los que no sabían cómo enfrentarse habría supuesto un oprobio intolerable para la Administración. La teoría de Johanson arrojaba una luz completamente nueva sobre el asunto. Con carácter retroactivo les quitaba un peso de encima a los consejeros de seguridad, al Departamento de Defensa y al presidente.

—¿Qué opinan? —Preguntó el presidente—. ¿Es posible algo así?

—Lo que yo considere posible no tiene ninguna importancia —dijo el secretario de Defensa bruscamente—. Los expertos están en el Château. Si han llegado a tal conclusión, tenemos que tomarla en serio y preguntarnos qué pasos debemos seguir.

—¿Pretende tomarla en serio? —preguntó Vanderbilt, perplejo—. ¿Extraterrestres? ¿Hombrecitos verdes?

—No son extraterrestres —reiteró Li pacientemente.

—Tendremos que afrontar otro problema —observó la secretaria de Relaciones Exteriores—. Supongamos que esa teoría es correcta. ¿Hasta qué punto podemos informar a la opinión pública?

—¿Qué? ¡No podernos decir nada! —El director de la CÍA sacudió enérgicamente la cabeza—. Tendríamos en seguida un conflicto internacional.

—Ya lo tenemos.

—No importa. Los medios nos despedazarían, nos declararían locos. Primero, no nos creerán. Y segundo, no querrán creernos. La existencia de semejante raza cuestionaría la importancia de la humanidad.

—Eso es más bien una cuestión religiosa —dijo el secretario de Defensa con un gesto de displicencia—. En términos políticos no es relevante.

—Ya no hay política —dijo Peak—. El miedo y la desgracia se ciernen sobre cuanto nos rodea. Vayan a Manhattan y lo entenderán. No podrán creer lo que rezan personas que jamás han estado en una iglesia.

El presidente miró al techo con un gesto pensativo.

—Debemos preguntarnos —dijo— qué planes tiene Dios en este asunto.

—Dios no forma parte de su gabinete, señor, si me permite la observación —dijo Vanderbilt—. Y tampoco está de nuestro lado.

—Ése no es un buen punto de vista, Jack —dijo el presidente frunciendo las cejas.

—He dejado de clasificar los puntos de vista en buenos y malos, me basta con que tengan sentido. Parece que todos ustedes son de la opinión de que esa teoría es interesante. Me pregunto entonces quién de nosotros está chiflado...

—Jack... —advirtió el director de la CÍA.

—... pero estoy dispuesto a admitir que soy yo. Sólo cederé si veo pruebas, si puedo hablar con esos tipejos, con esos seres que habitan en el agua. Mientras tanto, me opongo rotundamente a que excluyamos la posibilidad de un ataque terrorista de grandes proporciones y a que bajemos la guardia.

Li le puso una mano en el brazo.

—Jack, ¿por qué atacarían los seres humanos de modo semejante?

—Para hacer creer a personas como usted que E.T. nos tiene en su punto de mira. Y funciona. ¡Diablos, si funciona!

—No pueden engañarnos tan fácilmente —dijo enfadado el consejero de Seguridad—. No descuidaremos la vigilancia, pero seamos sinceros, Jack, con su psicosis del terrorismo no avanzamos ni una pulgada. Podemos esperar hasta que encontremos musulmanes dementes o criminales multimillonarios; entretanto se desprenderán más taludes, nuestras ciudades se inundarán y morirán americanos inocentes. De modo que ¿cuál es su propuesta, Jack?

Vanderbilt cruzó furioso los brazos sobre el abdomen. Parecía un buda ofendido.

—Ya ha presentado una propuesta —dijo Li despacio.

—¿Y cuál es?

—Hablar con esos tipos. Entablar contacto.

El presidente juntó las yemas de los dedos. Luego dijo circunspecto:

—Estamos ante una prueba. Una prueba para la humanidad. Quizá Dios decidió crear este planeta para dos razas. Tal vez la Biblia tenga razón cuando habla del animal que sale del agua. Dios dijo «someted la tierra», pero no se lo dijo a ningún ser del mar.

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