Read El que habla con los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Había pocas personas en la plataforma y aún menos en el vagón del metro. Gormley cogió un ejemplar del
Daily
Ato que alguien había dejado. Comprobó, un tanto alarmado, que los titulares le resultaban muy extraños. ¿Se había alejado tanto de la realidad? Sí, posiblemente sí. Su trabajo le exigía un gran esfuerzo, y casi todo su tiempo; ésta era la tercera noche seguida que trabajaba hasta tarde. Ya ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez que se había sentado a leer un libro de un tirón, o que había recibido amigos en su casa. Quizá Kyle tenía razón al preocuparse por él, aunque sólo en el aspecto personal, no laboral. Tal vez debía tomarse unas vacaciones, y dejar a su subjefe al frente de la organización. Dios sabía que, tarde o temprano, tendría que hacerlo. Y él se había prometido a sí mismo que se tomaría un descanso tan pronto como hubiera introducido al joven Harry Keogh en el grupo.
Keogh… Gormley había pensado mucho en él, y en las múltiples maneras en que podía ser aprovechado su talento. Claro que por ahora eso no era más que un proyecto, pero de todos modos fascinante. En el momento en que Gormley comenzaba a darle vueltas en su cabeza a todo aquello, el tren llegó a St. James y sir Keenan sólo tuvo ojos para un par de piernas increíbles en minifalda que pasaron directamente frente a sus ojos y descendieron a la estación del metro. ¡Era un milagro que tan encantadora criatura no se muriera de frío, pensó, y eso sí que sería una pérdida!
Gormley se rió de sí mismo y de sus pensamientos. Su mujer, bendita sea, siempre se quejaba de eso, de que los ojos se le iban detrás de las chicas. Bueno, puede que su corazón no estuviera del todo bien, pero el resto de su cuerpo funcionaba a la perfección. ¡Y si tuviera treinta años menos, no se habría contentado sólo con mirar a aquella jovencita!
Tosió, volvió a concentrarse en el periódico e intentó ponerse al día con las noticias del mundo. A la mitad de la segunda columna, sin embargo, comenzó a perder todo interés. Aquello, comparado con su trabajo, era realmente aburrido. El suyo era un mundo de videntes, telépatas, y ahora, un necroscopio. De nuevo estaba pensando en Harry Keogh.
Gormley y Kyle solían practicar un juego de asociación de palabras. A veces, esto servía para que Kyle desarrollara sus videncias, le abría una ventana hacia el futuro. El talento del subjefe, por lo general, operaba con independencia de sus pensamientos conscientes; habitualmente «soñaba» sus predicciones. Si intentaba hacerlas de forma consciente, no obtenía ningún resultado. Pero si uno lo cogía desprevenido…
Habían jugado pocos días antes. Gormley estaba pensando en Keogh y había entrado en el despacho de Kyle. Cuando vio que ti PES estaba sentado allí, sonrió y dijo:
—¿Jugamos?
—Adelante —dijo Kyle, que lo había entendido de inmediato.
—Es un nombre —le advirtió Gormley, y Kyle asintió con la cabeza.
—Estoy preparado —respondió, y se irguió en su silla.
Gormley dio unos pasos por el despacho, luego se volvió, miró al otro y dijo:
—Harry Keogh.
—Mobius —respondió Kyle de inmediato.
—¿Matemáticas? —Gormley arrugó la frente.
—¡Espacio-tiempo!
Kyle se puso muy pálido, en su cara apareció una expresión de temor y Gormley se dio cuenta de que el vidente había encontrado algo. Le dijo una última palabra:
—¡Necroscopio!
—¡Nigromante! —respondió Kyle de inmediato.
—¿Cómo? ¿Nigromante? —repitió Gormley, pero Kyle aún no había terminado.
—¡Vampiro! —gritó luego, y comenzó a ponerse de pie; después, tembloroso, sacudiendo la cabeza, dijo—: Ya… ya es suficiente, señor. Lo que he visto, fuera lo que fuese, ha desaparecido.
Y eso había sido todo.
Gormley volvió al presente. Miró a su alrededor y vio que ya habían pasado la estación Victoria y que el tren estaba casi vacío. Ya se hallaban a medio camino de Sloane Square. Y entonces sintió que lo invadía una extraña depresión. Tenía la sensación de que algo estaba mal, pero no hubiera podido decir qué era. Tal vez fuera simplemente que el tren estaba vacío, lo que a esa hora era bastante extraño, y que echaba de menos el bullicio de la vida, y el contacto con otros seres humanos. Pero Gormley no creía que ésa fuera la explicación. Más tarde, cuando el tren llegó a la estación, supo que todo se debía a sus poderes de percepción extrasensorial, que se habían puesto en acción.
Las puertas se abrieron y una pareja de mediana edad descendió del tren, pero antes de que volvieran a cerrarse subieron dos hombres, y su aura de PES descendió sobre Gormley como una ola de agua helada. Sí, y ahora podía unir dos rostros a sus sensaciones de los días pasados.
Dragosani y Batu se sentaron frente a su presa y la miraron fríamente, sin expresión alguna en sus rostros. Gormley pensó que eran una pareja muy extraña y, al menos en apariencia, escasamente compatibles. El individuo más alto se inclinó hacia adelante, y a Gormley sus ojos hundidos le recordaron a Harry Keogh. Sí, en cierto sentido eran como los ojos de Keogh; probablemente se parecían en el color de la inteligencia. Y eso era algo especialmente extraño, porque uno tenía la impresión de que los ojos de una cara como la de ese hombre tenían que ser salvajes, e incluso de color rojo, y que la inteligencia que se advertía en ellos era más propia de una bestia que de un ser humano.
—Sir Keenan, usted sabe lo que somos —dijo el extranjero con una voz tan profunda como oscura, y sin intentar disimular su acento ruso—, aunque no conozca nuestra identidad. Y nosotros sabemos qué y quién es usted. Por consiguiente, sería una tontería que nos quedáramos aquí sentados, fingiendo no saber nada los unos de los otros. ¿No está de acuerdo?
—Su lógica es aplastante —asintió Gormley, y se imaginó que la sangre comenzaba a enfriársele en las venas.
—Entonces, continuemos siendo razonables —dijo Dragosani—. Si lo quisiéramos muerto, ya lo estaría. No nos han faltado las oportunidades, y usted lo sabe. Así pues, cuando bajemos del tren en South Kensington, no intente correr, no haga escándalo ni intente llamar la atención. Si lo hace, nos veremos obligados a matarlo, y eso sería una desgracia que no beneficiaría a nadie. ¿Lo ha comprendido bien? ¿Está de acuerdo?
Gormley, que se esforzó por permanecer en calma, alzó una ceja y dijo:
—Usted está muy seguro de sí mismo, señor…
—Dragosani —respondió el otro—. Boris Dragosani. Sí, estoy muy seguro de mí mismo. Y lo mismo le sucede a mi amigo aquí presente, Max Batu.
—Déjeme terminar. Iba a decir, considerando que es un extranjero —continuó Gormley—. Tengo la impresión de que me van a secuestrar. Pero ¿está seguro de que conoce bien mis costumbres, de que no se le ha pasado nada por alto? ¿Algo que su lógica no ha tenido en cuenta?
Gormley, nervioso, cogió un mechero del bolsillo de la chaqueta, lo puso sobre sus rodillas y se palpó los bolsillos como si buscara un paquete de cigarrillos, hasta que finalmente hizo un gesto como si fuera a meter la mano en el bolsillo interior del abrigo.
—¡No! —le advirtió Dragosani, que con movimientos muy veloces sacó su revólver, provisto de silenciador, y apuntó directamente a la cara de Gormley—. No, no se nos ha pasado nada por alto. ¿Puede ocuparse de esto, Max?
Batu se levantó y fue a sentarse junto a Gormley, cogió la mano que éste tenía metida dentro del abrigo, le obligó con suavidad a sacarla y luego cogió la Browning que sir Keenan sostenía con dedos temblorosos. La pistola tenía puesto el seguro. Batu vació el cargador, se guardó los proyectiles y le devolvió la automática a Gormley.
—Nada, absolutamente nada —continuó Dragosani—. Pero quiero advertirle que éste ha sido el último error que le permitiremos cometer.
Dragosani guardó el revólver y entrecruzó sus delgados dedos sobre el regazo; su postura era muy poco natural. Gormley pensó que el hombre tenía un aspecto retorcido, felino casi, y bastante afeminado. El inglés no sabía qué pensar de él.
—Un solo gesto heroico más —continuó Dragosani—, y su muerte será inmediata.
Gormley sabía que no estaba mintiendo; guardó cuidadosamente la automática en su cartuchera, y dijo:
—¿Qué quieren de mí?
—Queremos hablar con usted —respondió Dragosani—. Yo quiero… quiero hacerle algunas preguntas.
—Otros ya me han interrogado antes —respondió Gormley con una sonrisa forzada—. Supongo que serán preguntas muy agudas.
Ahora le tocó sonreír a Dragosani, y fue algo realmente horrible. Gormley sintió repulsión física. La boca de aquel hombre se abría como la de un mastín, y sus dientes alargados brillaban, blancos y afilados.
—No, sir Keenan, no habrá luces que lo cieguen ante sus ojos, si es eso lo que quiere decir —dijo Dragosani—. Tampoco drogas, tenazas para arrancarle las uñas o una manguera para llenarle el vientre de agua. No, nada de eso. Pero usted me dirá todo lo que yo quiero saber, puede estar seguro.
El tren estaba llegando a la estación South Kensington, y comenzó a aminorar la marcha. A Gormley el corazón le dio un salto en el pecho. ¡Tan cerca de casa, y sin embargo tan lejos! Dragosani tenía un abrigo liviano doblado sobre el brazo. Dejó que la punta de su arma asomara por un instante entre los pliegues, y le recordó a su prisionero:
—Nada de heroísmos.
En el andén había un puñado de gente, jóvenes en su mayoría, y una pareja de vagabundos con una botella entre ambos. Aunque Gormley buscara ayuda, no le sería fácil encontrarla allí.
—Salga de la estación por el camino que toma todas las noches —le dijo Dragosani, a su lado.
El corazón de Gormley latía aceleradamente. Sir Keenan sabía que si iba con esos hombres, todo habría terminado para él. Tenía más experiencia en ese campo que los dos agentes extranjeros. Cuando Dragosani le había dicho su nombre y el de su compañero, era lo mismo que decir: «Pero no le servirá de nada saberlos, porque no tendrá tiempo de contárselos a nadie». Tenía que huir, pero ¿cómo hacerlo?
Salieron del metro por Pelham Street y luego fueron por Brompton Road hasta Queen's Gate.
—Yo cruzo aquí, en el semáforo —dijo Gormley, pero cuando llegaron a la zona de aparcamiento, en el centro, la mano de Dragosani apretó con más fuerza el brazo de su prisionero.
—Nuestro coche está aquí —dijo, y condujo a Gormley hacia la derecha, y a lo largo de una hilera de coches aparcados hasta llegar a un Ford igual a otros muchos.
Dragosani había comprado el coche de segunda mano (aunque sospechaba que era de décima) y al contado, sin que le pidieran papeles ni le hicieran preguntas. Sería utilizado solamente durante la estancia de él y de Batu en Inglaterra, y luego lo encontrarían incendiado en algún camino poco transitado. Pero fue entonces, cuando se acercaban al coche, que Gormley pensó que había llegado su oportunidad.
Un coche de la policía aparcó a menos de veinte metros, y un agente descendió y comenzó a inspeccionar las puertas de los coches aparcados. Gormley supuso que era una inspección de rutina, aunque en lo que a él le concernía, más parecía un milagro.
Dragosani sintió una repentina tensión en Gormley, y adivinó sus movimientos antes de que los hiciera. Batu, que había abierto las puertas trasera y delantera del lado donde estaban, comenzaba a darse la vuelta para mirarlos cuando su compañero le susurró:
—¡Ahora, Max!
Batu no estaba preparado, pero se agachó de inmediato en su posición de ataque y su rostro de luna llena sufrió una metamorfosis monstruosa. Dragosani, que tenía agarrado a Gormley, desvió la vista en el último momento. Gormley había abierto la boca para pedir ayuda, pero sólo emitió una especie de graznido. Vio la cara de Batu recortada contra la oscuridad, un ojo semejante a una ranura amarilla, el otro redondo, verde y latiendo como si estuviera lleno de un pus movedizo. Algo se deslizó desde el rostro de Batu hacia Gormley, rápido como el golpe de un cuchillo mental, y su filo localizó el espíritu de sir Keenan, su alma, y la partió en dos. No se oía más ruido que el de los escasos coches que pasaban por la calle, pero Gormley escuchó el cacofónico tañir de una gran campana rota que resonaba en su interior, y supo que se trataba de su corazón.
Éste debería haber sido el final de todo, pero no fue así. Gormley, arrojado hacia atrás por la conmoción provocada por el terrible poder de Batu, golpeó ruidosamente contra el costado de un coche aparcado detrás del Ford. El agente de policía se volvió para averiguar qué sucedía mientras su compañero bajaba del patrullero. Otro vehículo, un Porsche, frenó con estrépito, y sus faros iluminaron las tres figuras, recortándolas contra la oscuridad. Un segundo después un joven bajó del Porsche, y con rostro preocupado sostuvo a Gormley para que no cayera.
—¡Tío! —dijo mirando a los ojos desorbitados de Gormley, y su tez azulada—. ¡Dios mío, tiene que ser su corazón!
Los dos policías se dieron prisa para ver lo que pasaba.
Dragosani estaba poco menos que paralizado por el cambio en la situación. Todo comenzaba a complicarse. Hizo un esfuerzo para recuperar el dominio de sí mismo y le susurró a Max Batu:
—¡Deprisa! ¡Al coche! —Y luego se volvió hacia el recién llegado; los policías ya estaban junto a ellos, y ofrecían su ayuda.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó un agente.
Dragosani reaccionó rápidamente.
—Vi que este hombre se tambaleaba —dijo—, pensé que estaba borracho, pero de todos modos me ofrecí a ayudarlo, y le pregunté si podía hacer algo por él. Murmuró algo sobre su corazón… Iba a llevarlo a un hospital cuando llegó este caballero y…
—Soy Arthur Banks —intervino el aludido—. Éste es sir Keenan Gormley, mi tío. Iba a encontrarme con él en la estación cuando lo vi con estos dos hombres. Pero éste no es el momento ni el lugar para explicaciones. Mi tío sufre del corazón, y tenemos que llevarlo a un hospital. ¡Y de inmediato!
Los dos policías se pusieron en acción. Uno le dijo a Dragosani:
—¿Nos llamará más tarde, señor? Así podemos averiguar uno o dos detalles más. Gracias. —Después ayudó a Banks a subir a su tío al Porsche mientras el conductor del patrullero corría al coche y encendía la luz azul. Luego, cuando Banks arrancó y dio la media vuelta con el Porsche, el agente le gritó:
—¡Síganos, señor! ¡Estaremos en el hospital en un momento!
Un instante más tarde se sentó en el patrullero junto al conductor, y la sirena comenzó a sonar incesante. Dragosani, oscilando entre el estupor y la incredulidad, vio alejarse a los dos coches. Se quedó mirándolos hasta que desaparecieron de la vista y luego, lentamente, subió al Ford y, temblando de ira, se sentó junto a Batu. Un momento después Dragosani cerró la puerta con tal fuerza que por poco se queda con el tirador en la mano.