Read El que habla con los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Shukshin salió de la casa por las puertas de su estudio que daban al patio, cruzó luego deprisa el jardín y salió después por una puerta situada en el muro que daba al río. Llevaba en la mano un pico…
Harry respiró hondo, y luego exhaló el aire lentamente. Shukshin se abrió paso entre la maleza y las zarzas hasta la orilla del río. Se agachó con cuidado en el hielo, lo probó, saltó una y otra vez en distintos lugares como para comprobar su espesor y resistencia. Luego miró a su alrededor. El lugar estaba completamente desierto.
Caminó hasta el centro de la helada extensión, volvió a hacer sus comprobaciones, y una vez más pareció satisfecho. Harry miraba fascinado la escena, esa pintura monocroma que tenía la sensación de haber visto antes, y los actos de Shukshin, que estaba absolutamente seguro había realizado ya otra vez.
Porque la figura que enfocaban los anteojos se agachó, cogió el pico y marcó con él un amplio círculo sobre la superficie de hielo. Y luego, con la pasión y la fuerza de un loco, fue abriendo pequeños agujeros en el perímetro del círculo, de manera que en pocos minutos un gran disco de unos tres metros de diámetro flotaba suelto, rodeado por la compacta masa de hielo del río. Y luego, el toque final:
Shukshin, tras detenerse una vez más a mirar a su alrededor, limpió los bordes del círculo de los trozos de hielo resultantes de su trabajo con el pico. El agua volvería a congelarse, claro está, pero durante varias horas —al menos hasta la mañana siguiente— sería peligroso patinar en aquel lugar. Shukshin había tendido su trampa, pero no sabía que su víctima lo había visto.
Harry apenas si podía controlar ahora el temblor que agitaba todo su cuerpo, y que tenía muy poco que ver con la temperatura reinante. No, su causa era la condición mental de la figura agachada en el hielo. Los anteojos no eran lo bastante poderosos como para que Harry la viera con todo detalle, pero el joven estaba seguro de que había visto la horrible expresión que desfiguraba la cara de Shukshin mientras picaba el hielo. Era el rostro de un lunático, que por alguna razón deseaba desesperadamente matar a Harry, de la misma manera que había deseado con desesperación —y lo había logrado— quitarle la vida a la madre del joven.
Harry quería saber por qué, y no descansaría hasta conseguir una respuesta. Y sólo había una manera de obtenerla.
Viktor Shukshin se sentía física y mentalmente fatigado, pero sabía que su trabajo aún no había terminado, y regresó a la casa. Una vez en el patio, arrastró el pico por las losas heladas y luego lo dejó caer antes de entrar a su estudio. Con la cabeza baja y los brazos colgando a los costados, Shukshin avanzó dos pasos… y se quedó completamente inmóvil.
¿Qué pasaba? ¿Keogh ya había llegado? Toda la casa parecía llena de fuerzas extrañas, impregnada de un aura FES; la atmósfera vibraba con una energía peculiar.
Shukshin, instantáneamente alerta, percibió un movimiento: las puertas que comunicaban el patio y el estudio se cerraron tras él. Se dio la vuelta, observó, y completamente desconcertado, preguntó, ahogándose con las palabras:
—¿Quiénes son? ¿Qué quieren?
En su estudio había dos hombres; lo habían estado esperando, y uno de ellos le apuntaba con un revólver. Shukshin reconoció el arma; era rusa, y la utilizaban los servicios secretos de aquel país; también reconoció las miradas heladas e inexpresivas de los hombres, y sintió que el hado comenzaba a cerrar su puño sobre él. Pero en algún sentido esto no era algo totalmente inesperado. Había pensado que un día quizá recibiría una visita de esta clase. ¡Pero que fuera precisamente hoy!
—Siéntese, camarada —dijo el hombre más alto, con una voz que sonó áspera como una lima sobre los tensos nervios de Shukshin.
Max Batu le acercó una silla y Shukshin se desplomó en ella. Batu se situó a su espalda, y Dragosani enfrente. El aura PES envolvía ahora a Shukshin, como si su mente nadara en bilis. ¡Claro que sí, estos dos venían del
château
Bronnitsy!
El rostro del chantajista estaba desfigurado, los ojos hundidos profundamente en sus cuencas. Batu miró a Dragosani por encima de la cabeza de Shukshin, y dijo con una sonrisa:
—¡Camarada Dragosani, hasta hoy, yo pensaba que usted era la persona que tenía peor cara!
—¡Agentes PES! —dijo Shukshin como si escupiera las palabras—. Hombres de Borowitz. ¿Qué quieren de mí?
—Tiene motivos para tener mala cara, Max —dijo Dragosani con voz profunda—. Es un traidor, un chantajista, y posiblemente un asesino…
Dio la impresión de que Shukshin se iba a poner en pie de un salto, y Batu apoyó sus pesadas manos sobre sus hombros.
—Les he preguntado qué quieren de mí —volvió a decir Shukshin.
—Su vida —respondió Dragosani. Cogió un silenciador del bolsillo, lo puso en el cañón de su revólver, dio un paso hacia adelante y lo apoyó contra la frente de Shukshin—. Solamente su vida —repitió.
Shukshin se dio cuenta de que Max Batu, que estaba detrás, se había hecho a un lado, y supo que lo iban a matar.
—¡Esperen! —graznó—. Van a cometer un error, y a Borowitz no le gustará nada. Sé muchas cosas sobre los británicos, y sólo le he dado unos pocos detalles a Borowitz, pero es mucho más lo que me he reservado. Además, y a mi manera, todavía trabajo para ustedes. ¡Si ahora mismo estaba en medio de un trabajo! Sí, precisamente ahora.
—¿Y de qué trabajo se trata? —preguntó Dragosani.
No había sido su intención matar a Shukshin; sólo quería atemorizarlo. La reacción de Max, al apartarse de la línea de fuego, era algo natural. Por otra parte, no era conveniente para un nigromante que el sujeto de sus investigaciones hubiera muerto a causa del disparo de un arma de fuego. Dragosani había planeado para Shukshin una muerte mucho más interesante.
Cuando le hubiera sacado todo lo que pudiera de esta manera, un simple interrogatorio, lo llevaría al cuarto de baño y lo ataría. Después lo pondría en la bañera, medio llena de agua fría, y con uno de sus bisturís le haría dos profundos cortes en las muñecas para abrirle las venas. Y mientras Shukshin yacía en el agua, que estaría cada vez más roja a medida que la vida se le escapaba, Dragosani volvería a interrogarlo. Le prometería que si lo decía todo, le vendarían las heridas y lo soltarían. Dragosani le mostraría vendas y esparadrapo. Pero, claro está, Shukshin tendría muy poco tiempo para responder; el agua estaría cada vez más roja y espesa, hasta que por fin el ruso yaciera en una sopa púrpura y helada. También le dirían que si Shukshin continuaba intentando chantajear a Borowitz, ellos, Batu y Dragosani, volverían para acabar definitivamente con él. Pero la verdad era que no pensaban marcharse sin terminar aquel trabajo, allí y entonces.
Pero aun así Shukshin quizá se guardara alguna información. Algo que tal vez no consideraba importante, que había olvidado, o demasiado condenatorio para hablar de ello. Como, por ejemplo, que desde hacía tiempo trabajaba para los británicos…
Pero, dijera lo que dijese, su destino no cambiaría. Cuando estuviera muerto, lavarían su cadáver, lo sacarían de la bañera y Dragosani continuaría el interrogatorio.
Dragosani apartó el revólver de la frente de Shukshin, y se sentó frente al hombre.
—Estoy esperando —dijo—. ¿Qué trabajo?
Shukshin tragó saliva y se esforzó para que su temor —y su odio por los horribles poderes de percepción extrasensorial de aquellos hombres— retrocediera a un remoto rincón de su mente.
El miedo continuaba allí, no desaparecería, pero por ahora tenía que tratar de ignorarlo. Su vida pendía de un hilo y él lo sabía. Debía poner en orden sus pensamientos, mentir como no había mentido nunca antes. Algo de lo que iba a decir, con todo, era verdad, y al menos de eso podría hablar con absoluta convicción.
—¿Sabe que soy un observador?
—Claro, por eso Borowitz lo envió a este país, para encontrar a la gente dotada de PES y matarla. Al parecer, no ha tenido mucho éxito.
Dragosani hablaba con evidente sarcasmo. Pero Shukshin decidió ignorarlo.
—Cuando he entrado hace unos minutos, en el instante mismo en que he penetrado en la habitación, he sabido que estaban aquí. Era como si pudiera sentir el sabor de su presencia. Ustedes son PES muy poderosos, ambos. Usted, sobre todo —dijo Shukshin, mirando a Dragosani—. En usted hay un talento inmenso, monstruoso. ¡Me… me hace daño!
—Sí, Borowitz también me habló de eso —respondió secamente Dragosani—. Pero sé todo lo que hay que saber sobre los observadores, Shukshin, de modo que déjese de rodeos y vaya al grano.
—No estaba dando rodeos. Intentaba hablarle del hombre que voy a matar hoy.
Dragosani y Batu se miraron, y luego Batu se dirigió a Shukshin, desde su posición a espaldas del ruso, y le preguntó:
—¿Estaba por matar a un PES británico? ¿Por qué? ¿Y quién es?
—Era mi manera de congraciarme nuevamente con Borowitz —mintió Shukshin—. Se llama Harry Keogh y es mi hijastro. Heredó su talento, no sé específicamente de qué es capaz, de su madre. Hace dieciséis años también la maté a ella… —Shukshin continuaba mirando a Dragosani—. Ella me fascinaba… ¡y me sacaba de quicio! ¿Usted aludía a ella cuando dijo que yo posiblemente era un asesino? Quite el «posiblemente», pues la maté. Esa mujer, como todos los PES, me hacía daño. ¡Su talento me desquiciaba!
—La mujer no nos interesa —lo interrumpió, brusco, Dragosani—. ¿Qué pasa con ese Keogh?
—De eso intentaba hablarle. Con ustedes dos, a pesar del poderoso talento que poseen, he tenido que entrar en la casa para percibir que estaban aquí. Pero con Harry Keogh…
—¿Sí?
—Él es diferente. ¡Su talento… es inmenso! Sé que lo es. Cuanto más grande es el talento, más daño me hace. De modo que no deseo matarlo sólo por complacer a Borowitz, sino por mí mismo.
Dragosani estaba interesado. Si Harry Keogh era tan poderoso, quería saber más cosas de él. Además, si era miembro de la Organización E británica, sería como matar dos pájaros con una sola piedra. Pero su creciente interés hizo que olvidara preguntarle a Shukshin lo más importante: ¿pertenecía Keogh a la Organización E británica?
—Creo que, después de todo, podremos complacerlo —dijo por fin Dragosani—. Es muy bueno poder entenderse con los viejos amigos. —Dragosani dejó de apuntar con su revólver a Shukshin—. Dígame exactamente cuándo pensaba matar a ese hombre, y cómo.
Shukshin se lo contó todo.
Cuando Shukshin regresó a la casa, Harry volvió al coche y rué hasta el pie de la colina, en dirección a Bonnyrigg. Aparcó fuera de la carretera, y luego siguió a pie, a través de un prado, hasta el río. La zona no le resultaba familiar, y todo le pareció aún más desconocido cuando comenzaron a caer los primeros copos de nieve. El paisaje adquirió el velado aspecto de una pintura impresionista.
Harry emprendió el camino río arriba. El lugar de descanso de su madre estaba allí, aunque no podía señalar el lugar con precisión. Ésa era una de las razones por las que había regresado, para averiguar exactamente dónde estaba ella, y poder así encontrarla siempre, en cualquier circunstancia. Caminando sobre las aguas heladas, su mente se puso en contacto con la de su madre.
—Mamá, ¿me oyes?
—¿Eres tú, Harry? —le respondió ella enseguida—. ¡Qué cerca estás! —Y de inmediato, el recelo, el miedo que sentía por su hijo—. ¡Harry! ¿Lo harás… lo harás hoy?
—Sí, madre. Será hoy. Pero no me crees más problemas de los que ya tengo. Necesito tu ayuda, no discutir contigo. Nada debe perturbar mi mente.
—¡Oh, Harry, Harry! ¿Qué puedo decirte? Soy tu madre, ¿como no preocuparme por ti?
—Entonces ayúdame. No digas nada, quédate callada. Quiero ver si puedo hallarte a ciegas…
—¿A ciegas? Yo no…
—¡Mamá, por favor!
Ella se quedó en silencio, pero Harry podía percibir su inquietud, semejante al caminar inquieto de alguien amado en una pequeña habitación. El joven siguió caminando, cerró los ojos y fue hacia su madre. Cien metros, quizás algo más, y supo que había llegado al lugar que buscaba. Se detuvo y abrió los ojos. Estaba en la curva del río, en un lugar donde la orilla había sido socavada por las aguas. Su madre estaba allí, bajo el hielo grueso y blanco que le servía de lápida. Ahora sabía que siempre podría encontrarla.
—Estoy aquí, mamá —dijo agachándose en el hielo; después apartó una capa de nieve con los pies, y miró el pesado martillo que llevaba en la enguantada mano.
Cuando comenzó a golpear el hielo, ella dijo:
—Ahora lo veo claro, Harry. Me has menudo —le reprochó—. Piensas que, después de todo, habrá problemas.
—No, mamá, no lo creo. Ahora soy mucho más vigoroso en todos los sentidos. Pero sería un tonto si no me cubriera las espaldas ante cualquier problema que pueda presentarse.
Aquí, cerca de la orilla, el hielo era un poco más grueso. Harry empezó a transpirar, pero muy pronto consiguió abrir un agujero de unos noventa centímetros de diámetro. Quitó los trozos de hielo sueltos que flotaban en la zona que había despejado y se puso de pie. Allí abajo el agua se arremolinaba, oscura. Y debajo del agua, debajo del frío lodo y los sedimentos…
Ahora que ya estaba todo hecho, Harry debía marcharse, y deprisa. Estaba sudado, y no le convenía coger frío. Además, la nevada comenzaba a hacerse más espesa. Y junto con la nieve había llegado la temprana oscuridad del atardecer invernal. Tenía tiempo de tomar un coñac en el hotel, y después, sería ya la hora de su confrontación con Viktor Shukshin.
—Harry, te quiero mucho, hijo mío. ¡Que tengas suerte! —le dijo su madre mientras él cruzaba el prado y se dirigía al coche.
Una hora más tarde, Dragosani y Batu estaban apostados detrás de un macizo de jóvenes coníferas, a la orilla del río y a unos veinte o veinticinco metros de la casa de Shukshin. Aún no hacía media hora que estaban allí, pero el frío comenzaba a traspasar sus abrigos. Para combatirlo, Batu había comenzado a balancear rítmicamente sus brazos, y Dragosani acababa de encender un cigarrillo cuando finalmente la luz amarilla que había encima de la puerta del patio de Shukshin se encendió. Era la señal que esperaban, e indicaba que el escenario del crimen ya estaba preparado. Dos hombres salieron de la casa.
En realidad, y teniendo en cuenta la hora, aún no era de noche, pero la oscuridad invernal hacía que lo pareciera. Si no hubiera sido por la luna, que comenzaba a salir, y por las primeras estrellas, la visibilidad habría sido mala. Las nubes, que una hora antes eran muy densas, se habían alejado, y no había caído más nieve, pero hacia el oeste el cielo estaba cubierto, y el viento soplaba desde esa dirección. Esa noche iba a nevar, y mucho. Pero por el momento las estrellas iluminaban la escena con su luz suave y fría, y la luna convertía el río helado en una cinta de plata.