Read El que habla con los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Era mediados de diciembre de 1976. Tras uno de los veranos más largos y cálidos de que se tenía memoria, la naturaleza estaba intentando igualar el marcador, y el invierno prometía ser muy severo.
Boris Dragosani y Max Batu iban a Inglaterra desde un lugar mucho más frío, pero el clima, para ellos, no era un factor a tener en cuenta en sus planes. Si acaso, les sentaba bien: hacía juego con la frialdad de sus corazones, con las heladas características de su misión. Que no era nada más ni nada menos que un asesinato.
Dragosani había tenido malos pensamientos durante todo el vuelo, que los rígidos asientos de Aeroflot no hacían demasiado cómodo. Algunas de las ideas que cruzaron por la mente de Dragosani estaban llenas de ira, otras de miedo o al menos de temor, pero todas eran igualmente enfermizas, malsanas. Los pensamientos iracundos concernían a Gregor Borowitz, en primer lugar por haberlo enviado en esta misión; y el miedo aparecía en su mente cuando recordaba a Thibor Ferenczy, la criatura enterrada.
Dragosani, adormecido por el envolvente ruido de los motores y el continuo zumbido de los acondicionadores de aire, se reclinó en su asiento y repasó en su mente los detalles de su última visita a las colinas cruciformes…
Pensó en la historia de Thibor: en la naturaleza simbiótica del verdadero vampiro, y recordó su propia agonía, la huida llena de dolor antes de que un piadoso olvido descendiera sobre él cuando bajaba por la ladera. Allí precisamente había despertado al recuperar el conocimiento al amanecer; echado bajo los árboles, al borde del cortafuegos. Y una vez más había abreviado la visita a su tierra natal y había regresado directamente a Moscú, donde se había puesto en manos del mejor médico que pudo hallar. Había sido una completa pérdida de tiempo, pues su salud, al parecer, era excelente.
Las radiografías no revelaron nada inquietante; los análisis de sangre y de orina eran un ciento por ciento normales; la tensión sanguínea, el pulso y la respiración eran perfectos. ¿Había sufrido alguna vez de migrañas o de asma? No. Entonces probablemente había sido la altura. ¿Había tenido alguna molestia en los senos frontales? No. ¿Quizás había estado trabajando excesivamente? No, en absoluto. ¿Tenía alguna idea sobre cuál podía ser la causa del problema? No, no se le ocurría nada.
Sí, pero no podía soportar pensar en eso, y no podía hablar del asunto bajo ninguna circunstancia
.
El médico le había recetado un analgésico, por si los dolores volvían a aparecer, y eso había sido todo. Dragosani debería haberse dado por satisfecho, pero no lo estaba. Ni mucho menos…
Había intentado comunicarse con Thibor a distancia. Tal vez el viejo demonio conocía la respuesta; incluso una de sus mentiras podría ponerlo sobre la pista, pero no logró nada. Si Thibor lo oía, había decidido no responder.
Dragosani escudriñó por enésima vez los acontecimientos anteriores al terrible dolor, su huida, el desvanecimiento. Algo había caído desde arriba sobre su cuello. ¿Lluvia? No, la noche había sido muy seca. ¿Una hoja, acaso un trocito de corteza? No, porque había sentido algo húmedo. ¿El excremento de un pájaro, entonces? No, porque cuando se pasó la mano por el cuello la retiró limpia.
Algo había caído sobre la parte superior de su columna vertebral, y unos instantes más tarde había sentido que le retorcían y estrujaban la columna y el cerebro. Algo desconocido, pero… ¿qué? Dragosani sospechaba que lo sabía, pero no osaba pensar en eso. Claro está que había invadido sus sueños, y le había proporcionado largas noches de pesadillas, sueños que se repetían y que luego, durante el día, no podía recordar, aunque sabía que habían sido terribles.
El asunto se había convertido en una obsesión, y en muchas ocasiones no podía pensar en otra cosa. Su obsesión no sólo se refería a lo que había sucedido, sino también a lo que el vampiro le estaba diciendo cuando sucedió. Y también a ciertos cambios que había notado en sí mismo desde que ocurrió aquello.
Cambios fisiológicos inexplicables. Y si había una explicación, Dragosani todavía no estaba preparado para aceptarla.
—Dragosani, muchacho —le había dicho Borowitz hacía menos de una semana—, está envejeciendo antes de tiempo. ¿Es que lo hago trabajar demasiado, o tal vez demasiado poco? Sí, es probable que sea lo segundo: no lo mantengo a usted lo bastante ocupado. ¿Cuándo ensangrentó por última vez sus delicados dedos? Hace un mes, ¿verdad? Sí, con ese agente doble francés. ¡Pero mírese, hombre! ¡Se está quedando calvo, y se le están poniendo las encías como las de un viejo! Y esa palidez, y esas mejillas descarnadas. Si parece anémico… Puede que la excursión a Inglaterra le siente bien…
Borowitz intentaba irritarlo para que se sublevara. Dragosani lo sabía, pero en esta ocasión no se atrevió a morder el anzuelo. Sólo conseguiría llamar más la atención, y eso era lo que menos deseaba. Además, Borowitz estaba más en lo cierto de lo que él mismo suponía.
Daba la impresión de que las entradas de su pelo se hacían más amplias, pero no era así. Dragosani tenía una pequeña mancha de nacimiento en el cuero cabelludo, cerca del nacimiento del pelo, y le servía para comprobar que no se estaba quedando calvo. La posición de la mancha con respecto a la línea de nacimiento del pelo no había cambiado en diez años; por consiguiente, su pelo no se estaba cayendo. El cambio se había producido en el cráneo, que parecía haberse alargado hacia atrás. Y lo mismo sucedía con sus encías; no era que se hubiesen encogido, como había sugerido Borowitz, sino que sus dientes habían crecido. Sobre todo los incisivos, tanto de la mandíbula superior como de la inferior.
En cuanto a la anemia, eso era ridículo. Estaba pálido, pero no débil; de hecho, se sentía más fuerte, más lleno de vitalidad que nunca. Al menos físicamente. Su palidez era probable que fuera consecuencia de su creciente fotofobia, porque en la actualidad no soportaba la luz diurna, e incluso al atardecer salía con gafas oscuras.
Físicamente estaba bien, sí, salvo por sus sueños, sus miedos innombrables, sus obsesiones…, por sus neurosis, en suma.
¡Estaba neurótico, eso era todo!
A Dragosani le disgustó reconocerlo, aunque sólo fuera ante sí mismo.
De una cosa estaba seguro: cualquiera fuese el resultado de su misión en Gran Bretaña, cuando terminara regresaría a Rumania. Allí había cosas que tenía que resolver. Thibor Ferenczy se había salido con la suya durante demasiado tiempo.
Junto a Dragosani, ocupando dos asientos y con el apoyabrazos intermedio levantado para que cupiera todo su volumen, Max Batu rió.
—Camarada Dragosani —susurró el regordete mongol—. Se supone que yo soy el que hago mal de ojo. ¿O quizás ha olvidado cuáles son nuestros papeles?
—¿Por qué dice eso? —preguntó Dragosani, que había dado un respingo en el asiento cuando Batu comenzó a hablar.
—Ignoro en qué pensaba, amigo mío, pero estoy seguro de que no augura nada bueno para alguien —explicó Batu—. ¡Su expresión era feroz!
—Ya —respondió Dragosani, tranquilizándose un poco—. Bueno, Max, mis pensamientos son cosa mía, y no le atañen en absoluto.
—Camarada, usted es un tipo frío —dijo Batu—. Los dos lo somos, creo, pero incluso a mí me hace estremecer. Su frío me penetra mientras estoy sentado aquí. —La sonrisa se desvaneció lentamente de su rostro—. ¿Lo he ofendido?
—Me molesta su charla —gruñó Dragosani.
—Puede que sea molesta —respondió el otro con un encogimiento de hombros—, pero debemos charlar. Se supone que usted me informará, atará todos los cabos que dejó sueltos Gregor Borowitz. Sería una buena idea que lo hiciera ahora. Aquí no nos oye nadie, ni siquiera la KGB ha sido capaz de instalar micrófonos en Aeroflot. Dentro de una hora llegaremos a Londres, y mantener una conversación como la nuestra en la embajada puede resultar difícil.
—Tiene razón —reconoció de mala gana Dragosani—. Muy bien, déjeme que le muestre todas las piezas juntas, así tendrá una visión de la totalidad.
»A Borowitz se le ocurrió la idea de la Organización E hace veinticinco años. En aquella época un grupo de científicos "marginales" comenzó a interesarse en la parapsicología, algo por entonces muy mal visto en la URSS. Borowitz, a pesar de su formación militar y de sus aspiraciones mundanas, ha estado siempre interesado en la percepción extrasensorial. La gente que posee talentos extraños lo atrajo siempre; de hecho, él mismo era un "observador", pero no se había dado cuenta. Cuando por fin advirtió que poseía este don peculiar, presentó su candidatura para la dirección de nuestra escuela de espionaje PES. En sus comienzos no era más que una escuela, sin aplicaciones prácticas sobre el terreno. La KGB no estaba interesada; la percepción extrasensorial era algo demasiado esotérico para ellos.
»De todas formas, como su período de servicio activo en el ejército llegaba a su fin, y tenía muy buenos enchufes —y no hablemos de su nada despreciable talento—, Borowitz consiguió el puesto.
»Pocos años más tarde, y en circunstancias muy peculiares, Borowitz encontró otro observador. Sucedió de esta manera: una joven telépata, una de las pocas mujeres del equipo del general, cuyo talento comenzaba a florecer, fue brutalmente asesinada. Acusaron de cometer el crimen a su novio, un tal Viktor Shukshin. La defensa argumentó que Shukshin creía que la chica estaba poseída por el demonio. El podía percibirlo en ella. A Borowitz, claro está, esto le pareció muy interesante. Realizó diversas pruebas con Shukshin, y descubrió que era un observador. Más que eso, el aura de las personas dotadas de percepción extrasensorial perturbaba a Shukshin, le hacía perder el control de sus actos y lo empujaba a cometer actos homicidas, por lo general dirigidos contra la persona dotada de estos poderes. Por una parte, Shukshin se sentía atraído por los PES, pero por otra, se veía arrastrado a destruirlos.
»Borowitz salvó a Shukshin de las minas de sal, de la misma manera que lo salvó a usted, Max, y lo tomó bajo su protección. El general pensó que podría curar a Shukshin de sus tendencias homicidas pero preservando su talento de observador. En el caso de Shukshin, sin embargo, los lavados de cerebro no resultaron. E incluso parecieron agravar el problema. Pero Gregor Borowitz odia el despilfarro y buscó la manera de utilizar las tendencias homicidas de Shukshin.
»En aquella época los americanos estaban muy interesados en la percepción extrasensorial como arma; hace muy poco han vuelto a utilizarla, aunque en mucho menor grado que nosotros. En Inglaterra, sin embargo, ya existía un rudimentario grupo PES, y los británicos estaban mucho más dispuestos a estudiar seriamente y utilizar los fenómenos paranormales. De modo que Shukshiu pasó una larga temporada en la escuela de espías de Moscú y por último lo enviaron a Gran Bretaña. Iba como desertor, una cobertura perfecta.
—¿Lo enviaron para matar a los ingleses dotados de percepción extrasensorial?
—Ésa era la idea. Tenía que encontrarlos, comunicar sus actividades, y cuando la tensión psíquica fuera demasiado grande y ya no pudiera soportarla, matarlos. Pero después de pasar unos meses en Inglaterra, Viktor Shukshin desertó de verdad.
—¿Se pasó a los británicos?
—No. A Inglaterra en general, a su sistema político, a la seguridad que le ofrecía. A Shukshin, su patria no le importaba un comino, y ahora tenía un nuevo país, y una identidad poco menos que nueva también. No iba a cometer dos veces el mismo error. En Rusia había estado a punto de ser condenado a cadena perpetua por asesinato. ¿Debería hacer lo mismo en Inglaterra? Aquí podía llevar una vida decente, comenzar de nuevo. Conocía a la perfección la lengua rusa, la inglesa y la alemana, y hablaba bastante bien una media docena más de idiomas. No, no se pasó a nadie, simplemente desertó de la URSS, eligió la libertad.
—Usted habla como si aprobara el sistema capitalista de los ingleses —sonrió el mongol.
—No se preocupe por mi lealtad, Max —dijo con voz áspera Dragosani—. No encontrará un hombre más leal que yo.
¡A Rumania! ¡A Valaquia!
—Es bueno saberlo —dijo el mongol—. Me gustaría poder afirmar lo mismo, pero soy mongol, y mis lealtades son otras. En realidad, sólo soy leal a Max Batu.
—En ese caso, se parece bastante a Shukshin. Yo me imagino que él pensaba lo mismo. De todas formas, con el paso del tiempo, sus informes fueron más y más escasos, y finalmente desapareció de la vista. Fue una situación difícil para Borowitz, pero no podía hacer nada para remediarla. Puesto que Shukshin era un desertor, se le había concedido asilo político, y Borowitz no podía solicitar que lo devolvieran a Rusia. Todo lo que podía hacer era vigilarlo, y saber qué hacía.
—¿Temía que se uniera a los agentes PES británicos?
—No, en verdad, no. Shukshin era un psicótico, ¿recuerda? De todos modos, Borowitz no pensaba dejar nada al azar, y por fin acabó por dar con él. El proyecto de Shukshin era muy simple: se consiguió un trabajo en Edimburgo, compró una pequeña casita de pescadores en un lugar llamado Dunbar, y solicitó la ciudadanía británica. Veía a muy poca gente y llevaba una vida normal. O al menos, es lo que intentó.
—¿No lo consiguió?
—Sólo por un tiempo. Pero luego se casó con una joven descendiente de rusos. Era una médium, auténtica, no una impostora y, como es natural, su talento fue para Shukshin como un imán. Quizás intentó resistírsele, pero no lo logró. Se casó con ella, y la mató. Al menos eso es lo que piensa Gregor Borowitz. Y después de eso… nada.
—¿Y su crimen quedó impune?
—El veredicto fue muerte por accidente. Murió ahogada. Borowitz sabe más del asunto que yo. Pero los detalles no importan. Shukshin heredó la fortuna de su esposa, y su casa. Todavía vive allí…
—Y nosotros vamos a matarlo —dijo Batu—. ¿Me puede decir por qué?
—Si hubiera continuado con su vida tranquila, y nos hubiera dejado en paz, no habría tenido problemas. Por el momento, al menos, porque supongo que Borowitz al final le habría dado su merecido. Pero la suerte de Shukshin cambió, Max. Está en una mala situación económica. Y eso ha causado la perdición de muchos antes que él. Y ahora, después de tanto tiempo, ha decidido chantajeamos. Y es una amenaza para Borowitz, para toda la Organización E.
—¿Puede un individuo constituir una amenaza para una poderosa organización? —preguntó Batu, nada convencido.
—El equivalente británico de nuestra organización es una fuerza muy eficaz. No sabemos cuánto, pero puede que incluso sean mejores que nosotros. Sabemos muy poco de ellos, lo que ya es una mala señal. Podría significar que son lo bastante astutos como para tener una cobertura total, una seguridad del ciento por ciento. Y si son tan listos…