Read El que habla con los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Terminó de limpiarlo en la orilla y se lo puso en el índice de la mano derecha. Le iba un poco holgado, pero no tanto como para que pudiera perderlo. Le dio vueltas pensativo, tratando de descifrar qué le transmitía. Incluso bajo el sol estaba helado, helado como el día en que su dueño lo perdió.
Luego Harry se vistió y se dirigió a Bonnyrigg. Desde allí cogería un autobús hasta Edimburgo, donde tomaría el primer tren que saliera para Hartlepool. Por el momento, no tenía más nada que hacer aquí.
Ahora que había encontrado a su madre podía volver a hablar con ella, aunque se fuera muy lejos, y también podría calmar sus temores y darle un poco de la paz que ella había buscado durante mucho tiempo. Dentro de poco ya no tendría que preocuparse por el pequeño Harry.
Pero antes de abandonar el lugar se detuvo a mirar una vez más la gran casa que se alzaba en la otra orilla del río; contempló sus antiguos tejados a dos aguas y el descuidado jardín durante unos instantes que le parecieron muy, muy largos. Harry sabía que su padrastro aún vivía y trabajaba allí. Sí, y muy pronto iría a visitarlo.
Pero antes tenía muchas cosas que hacer. Viktor Shukshin era un asesino, un hombre peligroso, y Harry debía ser muy prudente. Pretendía que su padrastro pagara por el asesinato de su madre, que recibiera el castigo merecido. No tenía sentido denunciar al hombre sin tener pruebas. No, Harry tenía que tenderle una trampa, con un cebo irresistible. Pero no había prisa, el tiempo estaba de su parte. El tiempo le permitiría aprender muchas cosas. Porque, ¿de qué le servía ser un Higroscopio si no utilizaba su don? Aún no sabía qué haría con su talento después de que hubiera vengado la muerte de su madre. Pero ya llegaría el momento de pensar en eso, sería lo que debiera ser.
Sus maestros lo estaban esperando, y eran los mejores del mundo. Sí, y ahora sabían muchas más cosas que cuando estaban vivos.
Verano de 1975
Habían pasado tres años desde la última visita de Dragosani a su tierra natal, y faltaba uno para que se cumpliera la promesa del viejo ser enterrado. Dentro de un año le revelaría sus secretos a Dragosani, los secretos del wamphyri; Dragosani, a cambio, lo devolvería a la vida o, mejor dicho, a una renovada no-muerte, le permitiría que volviera una vez más a andar sobre la tierra.
En esos tres años el nigromante se había hecho más y más fuerte en la organización, y ahora su posición como mano derecha de Gregor Borowitz era prácticamente inexpugnable. Cuando el anciano se fuera, Dragosani lo reemplazaría. Y después, con toda la organización de la Percepción Extrasensorial Soviética a sus órdenes, y todo el conocimiento del wamphyri en sus manos y en su mente, las posibilidades que se le abrían eran infinitas.
Quizá podría realizarse lo que antaño pareció un sueño imposible, y la antigua Valaquia volvería a ser una gran nación, la más grande de rodas. ¿Por qué no, si Dragosani señalaba el camino? Un simple morral puede hacer pocas cosas en el breve período de la vida humana, pero un inmortal puede hacerlo todo, puede conseguirlo todo. Y con esta idea en la mente, volvió a formularse una pregunta que ya se había hecho en otras ocasiones: si era verdad que la longevidad significaba poder, y la inmortalidad el poder absoluto, ¿por qué habían fracasado los wamphyri? ¿Por qué no eran los vampiros los soberanos de este mundo?
A Dragosani se le había ocurrido hacía tiempo una respuesta, pero no podía decir si era correcta.
Los hombres aborrecen la idea misma del vampiro. En la actualidad, si los hombres creyeran en ellos —y les fueran dadas pruebas irrefutables de contaminación vampírica—, buscarían a las criaturas y las destruirían. Esto ha ocurrido así desde que el mundo es mundo, desde los tiempos en que los hombres realmente creían en la existencia de los vampiros, y esto ha limitado las posibilidades de estos seres. Un vampiro no se atreve a revelar su condición, no debe ser visto como diferente, como extraño. Debe dominar sus pasiones, sus deseos, su natural avidez por el poder que él sabe que podría alcanzar con sus dores malignas. Porque tener poder, ya sea político, financiero, o de cualquier clase, significa ser examinado de cerca por los demás, y esto es lo que el vampiro teme por encima de todas las cosas. Si fuese examinado prolongada y cuidadosamente, podría ser descubierto y destruido.
Pero si un hombre tuviera las habilidades de un vampiro —un hombre vivo, no una criatura no-muerta—, no tendría estas limitaciones. No tendría nada que esconder, excepto su oscura sabiduría, y podría conseguirlo prácticamente todo.
Ésta era la razón por la que Dragosani había viajado una vez más a Rumania. Era consciente de que sus obligaciones lo habían mantenido lejos durante demasiado tiempo y quería hablar con el viejo demonio, ofrecerle pequeños favores y aprender todo lo que tuviera que aprender antes del próximo verano, la fecha señalada.
La fecha señalada, sí, cuando todos los secretos del vampiro estarían expuestos ante él, tan reveladores como un cadáver destripado.
Habían pasado tres años desde la última vez que estuvo aquí, y habían sido años muy activos. Durante aquel período Gregor Borowitz había exigido el máximo de todos los miembros de la PES, incluido el nigromante. El general tenía que asegurarse, en el plazo de cuatro años que le había dado Leónidas Brezhnev, que su organización era indispensable. Y ahora el primer ministro había comprobado que realmente lo era. Además, era el más secreto de los servicios secretos, y el más independiente. Y eso era precisamente lo que quería Gregor Borowitz.
Gracias a las advertencias de Borowitz, Brezhnev había estado preparado para la caída de Richard Nixon, el presidente norteamericano con el que tan bien se había entendido. Watergate hubiera podido poner en peligro el cargo de otro primer ministro ruso, pero Brezhnev no sólo había salido indemne, sino que hasta había conseguido beneficiarse con la crisis del gobierno estadounidense. Y esto, gracias a las predicciones de Borowitz o, mejor dicho, de Igor Vlady.
—Es una pena que Nixon no tuviera a alguien como usted —le había dicho Brezhnev a Borowitz.
El primer ministro soviético ocupaba ahora una posición ventajosa —cosa que también había sido predicha— en sus negociaciones con el reemplazante de Nixon. Brezhnev, además, sabiendo de antemano que los políticos con los que tendrían que enfrentarse en el futuro serían de la línea dura, firmó antes de la caída de Nixon un acuerdo con los EE UU sobre satélites. Por otra parte, teniendo en cuenta que Norteamérica estaba mucho más adelantada en materia de tecnología espacial, el primer ministro soviético también se había apresurado a poner su firma en el proyecto de cooperación más importante con vistas a la distensión: una empresa espacial conjunta, Skylab, en la que aún continuaban trabajando.
El primer ministro soviético había tomado estas decisiones y muchas otras —entre ellas la expulsión de numerosos disidentes y la «repatriación» de los judíos— teniendo en cuenta las sugerencias o las predicciones hechas por la sección PES de los servicios secretos. Hasta el momento, estas decisiones no habían hecho sino afirmar su posición como líder indiscutible del gobierno y del partido. Y todo gracias a Borowitz y su sección, de modo que Brezhnev había cumplido de buena gana lo pactado en 1971 con el general.
Así pues, en la medida en que Brezhnev y su régimen prosperaron, prosperó también Gregor Borowitz y con él Boris Dragosani, cuya lealtad a la sección parecía incuestionable. Y de hecho lo era… por el momento.
Gregor Borowitz se había asegurado la permanencia de su sección y ascendió en la estima de Leónidas Brezhnev, pero sus relaciones con Yuri Andrópov se deterioraron en la misma proporción. No era una guerra abierta, pero entre bambalinas Andrópov estaba tan celoso como siempre, y continuaba con sus intrigas. Dragosani sabía que Borowitz vigilaba muy de cerca a Andrópov, pero el nigromante ignoraba que el general también lo vigilaba a él. Claro está que Dragosani no era vigilado por otros funcionarios de la sección ni nada por el estilo, pero había algo en su actitud que inquietaba a su superior. Dragosani siempre había sido arrogante, desobediente incluso, y Borowitz había aceptado esto, y hasta se había divertido en ocasiones. Pero lo que lo inquietaba era otra cosa. Borowitz sospechaba que podía ser ambición; eso estaba bien, siempre que el nigromante no se volviera ambicioso en exceso.
Dragosani también había observado un cambio en sí mismo. A pesar de que una de sus inhibiciones más antiguas, su mayor obsesión, había desaparecido, se había vuelto aún más frío, si esto era posible, con los miembros del sexo opuesto. Cuando poseía a una mujer siempre lo hacía brutalmente, con muy poco o ningún amor en el acto, que no era más que una descarga de sus necesidades físicas. Con respecto a la ambición, a veces controlaba a duras penas su frustración, y le resultaba difícil esperar el día en que pudiera deshacerse de Borowitz. El general era un viejo inútil, estaba chocho y era un estorbo. No era así, claro está, pero la energía de Dragosani era tanta, y tan grandes su empuje y la fortaleza de su carácter que veía de este modo a Borowitz. Y había otra razón por la que había vuelto a Rumania: para pedir consejo a la criatura enterrada. Porque Dragosani finalmente había aceptado al vampiro como una especie de figura paterna. ¿Con qué otro podría hablar, en el más absoluto secreto, de sus ambiciones y sus frustraciones? ¿Con quién, sino con el viejo dragón? Con nadie. En algún sentido el vampiro era corno un oráculo… aunque en otro no lo era. Dragosani, a diferencia de lo que sucede con un oráculo, nunca podía estar seguro de la validez de sus afirmaciones. Y esto significaba que, a pesar de que se había sentido impulsado a volver a Rumania, tenía que ser prudente en sus tratos con la criatura enterrada.
Éstos eran algunos de los pensamientos que cruzaron por su mente mientras conducía desde Bucarest hacia Pitesti; y cuando su Volga pasó junto a un poste que señalaba que la ciudad se encontraba a dieciséis kilómetros, Dragosani recordó que tres años antes viajaba rumbo a Pitesti cuando Borowitz lo llamó a Moscú. Era extraño, pero desde ese día no había vuelto a pensar en la biblioteca de Pitesti, pero ahora sintió deseos de visitarla. Aún sabía muy pocas cosas sobre el vampirismo y los no-muertos, y este conocimiento, al provenir del mismo vampiro, era dudoso. Y la biblioteca de Pitesti era famosa por su abundante material sobre las leyendas y tradiciones del lugar.
Dragosani la recordaba de sus años de instituto en Bucarest. En el colegio a menudo habían solicitado en préstamo antiguos documentos y crónicas relacionados con Valaquia y Rumania, porque durante la Segunda Guerra Mundial habían puesto a salvo en Pitesti abundante material histórico que antes se hallaba en Bucarest y en Ploiesti. En el caso de Ploiesti había sido un acierto, porque esta ciudad había sufrido algunos de los peores bombardeos de la guerra. En todo caso, gran parte del material no había sido devuelto a sus museos y bibliotecas de origen, y permanecía en Pitesti. Dragosani recordaba que dieciocho o diecinueve años antes aún estaba allí.
Así pues, la vieja criatura enterrada tendría que esperar un poco más el regreso de Dragosani. Primero iría a la biblioteca en Pitesti, más tarde comería en la ciudad y sólo entonces se dirigiría a la tierra que lo vio nacer.
Dragosani llegó a las once de la mañana a la biblioteca, se presentó al bibliotecario de turno y le pidió ver todos los documentos relacionados con las familias boyardas, tierras, batallas, monumentos, ruinas y camposantos, y las crónicas y anales de las regiones de Valaquia y Moldavia de mediados del siglo XV. El bibliotecario parecía amable y deseoso de ayudar a Dragosani, pese a que sonrió ante el pedido de éste, como si lo divirtiera. Cuando el hombre lo condujo a la habitación donde se guardaban los antiguos documentos, el mismo Dragosani pudo advertir el aspecto divertido del asunto.
El salón era enorme, y en las estantería había libros y documentos suficientes como para llenar varios camiones del ejército… y todos estaban relacionados con la investigación que quería llevar a cabo.
—Pero… ¿no están catalogados? —preguntó.
—Claro que sí, señor —respondió el bibliotecario, y le entregó un montón de catálogos cuya lectura, si Dragosani hubiese estado dispuesto a emprender esta tarea, le habría llevado varios días.
—¡Pero me llevaría un año o más examinar todo esto! —se quejó por último Dragosani.
—Otros lo han hecho, fundamentalmente para catalogarlos, y les ha llevado veinte años. Pero ésa no es la única dificultad. Aun si usted tuviera todo ese tiempo, no podría examinarlos. Las autoridades han decidido dividir el material: una parte vuelve a Bucarest, otra irá a Budapest, y Moscú ha solicitado también algunos documentos. Los envíos se efectuarán dentro de los próximos tres meses.
—Tiene usted razón —dijo Dragosani—. No tengo más que unos pocos días para dedicar a esto, no años ni meses. Me pregunto si habrá alguna manera de limitar el campo de mi investigación.
—También está la cuestión de la lengua —dijo el bibliotecario—. ¿Quiere ver usted los documentos escritos en turco? ¿En húngaro? ¿O en alemán? ¿Su interés concierne al área de cultura eslava, otomana, o cristiana? ¿Tiene algún punto específico de referencia? El material que hay aquí tiene, como mínimo, trescientos años de antigüedad, pero hay documentos de hace siete siglos, o incluso anteriores. Estoy seguro de que usted sabe que, en el lapso que pretende investigar, estas regiones han tenido épocas de cambios casi constantes. Tenemos aquí documentos sobre los conquistadores extranjeros, sí, pero también sobre aquellos que los expulsaron. ¿Puede usted comprender los textos de estas obras? Después de todo, tienen más de cinco siglos de antigüedad. Si usted puede descifrarlos, es realmente un erudito. Yo no tengo la certeza de comprenderlos, al menos con un razonable grado de exactitud, y eso que he estudiado para poder leerlos.
Y luego, al ver la expresión de impotencia de Dragosani, el hombre había añadido:
—Tal vez si pudiera ser más concreto, señor…
Dragosani no vio razón para responder con una evasiva.
—Estoy interesado en el mito del vampiro, que parece tener su origen aquí: en Transilvania, Moldavia, Valaquia, y, por lo que se sabe, data del siglo XV.
El bibliotecario retrocedió un paso y dejó de sonreír. De repente, parecía desconfiar.