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Authors: John Katzenbach

El Profesor (21 page)

BOOK: El Profesor
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Una vez, cuando estaba en la universidad, había asistido a un curso de cine, y había escrito un ensayo sobre el momento en que Eva Marie Saint en La ley del silencio deja caer su guante blanco y Marión Brando lo recoge. El director, Elia Kazan, decidió, con acierto, mantener las cámaras funcionando sobre algo que no estaba en el guión y que se convirtió en un momento clásico del cine. Yo habría hecho lo mismo, pensaba con frecuencia Michael. Él no era de los que gritarían «¡Corten!» para refugiarse en algo predecible. Le gustaba fluir. Mientras miraba la pantalla delante de él, vio a la Número 4 agarrada a su osito de peluche sollozando, y pensó que todos los grandes directores no tenían nada que ver con él, porque él estaba esculpiendo algo único, algo real y mucho más dramático e imprevisible de lo que ellos habían imaginado en toda su vida.

—Creo que debes ir tú... —sugirió él después de un momento—. Todavía parece muy asustada. Cuando yo entre en la habitación debemos aprovechar para lograr una conmoción de máximo nivel.

—Tú eres el jefe —aceptó Linda.

—Por supuesto que lo soy —respondió Michael riéndose. Se apartó de los ordenadores y se dirigió a la mesa donde estaban las armas. Buscó un momento antes de sacar una Magnum Cok 357. Linda la tomó de sus manos mientras Michael volvía a sus papeles, hojeándolos rápidamente—. Toma —dijo—. Lee esto...

Linda recorrió la página con sus ojos.

—Sí, señor —obedeció ella con una sonrisa. Miró un reloj. Era un poco después de medianoche—. Creo que le daré el desayuno —informó.

* * *

Linda abrió la puerta lentamente y se dirigió al sótano. Estaba vestida como la vez anterior: un traje protector blanco que se arrugaba produciendo un sonido sibilante y un pasamontañas negro que cubría toda la cara, excepto sus ojos. Llevaba una bandeja como las que se usan en cualquier cafetería. Sobre la bandeja había una botella de plástico, sin ninguna etiqueta, que contenía agua. Había preparado un tazón de avena instantánea, usando una receta estadounidense. También había una naranja. No había cubiertos.

La Número 4 giró sobre sí misma en dirección a Linda. Se puso tensa cuando escuchó el ruido de la puerta que se abría. Linda se dirigió a una de las X que Michael había marcado en el suelo. Escuchó un leve zumbido cuando Michael ajustó la dirección de la cámara.

—Quédese sentada donde está. No se mueva —ordenó Linda. Luego repitió la orden en alemán, francés, ruso y turco. Su dominio de esas lenguas era superficial. Había memorizado algunas frases, algunos improperios, porque resultaban útiles de vez en cuando. Sabía que su acento era malo, pero no le importaba. Al hablar en inglés, usaba ocasionalmente algunos términos propios del Reino Unido —para referirse al ascensor decía lift en vez de elevator, o para referirse al capó del coche decía bonnet en lugar de hood. No creía que estos pequeños cambios en el lenguaje pudieran engañar de verdad a un investigador experimentado, con acceso a complejos sistemas de reconocimiento de voz, pero Michael le había asegurado que la probabilidad de que cualquier organismo policial con ese tipo de refinamientos se ocupara de ellos era insignificante. Michael —como el eterno estudioso que era— había examinado cuidadosamente los dilemas jurisdiccionales que toda su serie de dramas en Internet creaban. Confiaba en que ningún organismo tuviera la paciencia de investigar lo que estaban haciendo realmente. Estaban operando, pensaba ella, en el más gris de los terrenos.

—Mire hacia delante. Ponga las manos a los lados. —Otra vez, repitió las órdenes en varios idiomas, confundiéndolos entre sí. Estaba segura de que había dicho mal algunas palabras. Daba lo mismo—. Pondré una bandeja sobre su regazo. Cuando le dé permiso, podrá comer.

La Número 4 asintió con la cabeza.

Linda se acercó a un lado de la cama y bajó la bandeja. Se quedó quieta, esperando. Podía ver que la Número 4 había empezado a temblar, y que sus músculos se anudaban con los espasmos. Eso debe de ser doloroso, pensó. Pero la Número 4 se las arregló para permanecer con los labios cerrados y, aparte de los movimientos involuntarios provocados por el miedo, obedecía a cada una de las órdenes.

—Muy bien —dijo Linda—. Puede comer.

Se aseguró de no estar bloqueando la visión de ninguna de las cámaras. Sabía que la clientela estaría fascinada por el simple acto de ver comer a la Número 4. Ésta era una de las razones por las que sus transmisiones resultaban tan atractivas: habían tomado las partes más simples, más rutinarias de la vida para convertirlas en especiales. Si cada comida de la Número 4 podía ser la última, todo adquiría un nuevo significado. Los espectadores lo comprendían, y eso, inexorablemente, los acercaba cada vez más. La incertidumbre rodeaba el destino de la Número 4, y las cosas más comunes se imponían con mayor fuerza. Linda sabía que en eso consistía la genialidad de lo que habían diseñado.

Observó cuando la Número 4 levantó las manos hacia la bandeja para descubrir el tazón, la naranja y la botella de agua. Primero se ocupó del agua y se la bebió con ansiedad, tragando el líquido sin freno alguno. Eso va a hacer que se descomponga, pensó Linda. Pero no dijo nada. Observó también que la Número 4 puso freno a su bebida al darse cuenta de que podría querer guardar algo de líquido para beber al terminar la comida. La Número 4 luego tocó el tazón con avena. Entonces vaciló y sus dedos revisaron la bandeja en busca de algún utensilio. Al no encontrar nada, la Número 4 abrió la boca, como para hacer una pregunta..., pero luego se detuvo. Está aprendiendo, se dio cuenta de inmediato Linda. No está mal.

La Número 4 levantó el tazón hasta su boca y empezó a tragar la avena, bocado a bocado. Sus primeros lengüetazos fueron vacilantes, pero después de sentir el sabor, devoró el resto, lamiendo el tazón hasta dejarlo limpio.

Un toque agradable, se dio cuenta Linda. A los espectadores les va a gustar eso. Todavía no se había separado de la cama. Pero cuando la Número 4 empezó a quitarle la piel a la naranja para llegar a la fruta que estaba dentro, Linda sacó lentamente el Magnum 357 del interior del traje protector. Trató de coordinar sus movimientos con los de la Número 4 para que el arma apareciera en el mismo momento en que la Número 4 mordía la naranja.

Levantó el arma mientras la naranja entraba en la boca de la Número 4. Observó mientras un poco de jugo caía de la boca de la Número 4. Bajó el percutor con el pulgar para amartillar el arma.

El ruido hizo que la Número 4 se detuviera en medio de un bocado. No sabrá exactamente de qué se trata, pensó Linda, pero comprenderá que es mortal. La Número 4 pareció quedar inmovilizada por ese ruido. La naranja estaba a unos pocos centímetros de sus labios, pero sin moverse. El cuerpo de la Número 4 temblaba. Linda dio un paso adelante, poniendo el cañón de la pistola a unos milímetros del espacio entre los ojos de la Número 4, casi tocando la máscara. Esperó un instante antes de apoyar el arma directamente sobre el rostro de la Número 4.

El olor a aceite del arma, la presión del cañón, todas estas cosas le iban a resultar inconfundibles a la Número 4, calculó Linda. Se mantuvo en esa posición. Pudo escuchar que el ruido de un gemido salía del pecho de la Número 4. Pero la adolescente no dijo nada y no se movió, aunque cada músculo en su cuerpo parecía a punto de estallar por la tensión.

—¡Bang! —susurró Linda. Lo suficientemente fuerte como para que fuera recogido por el audio, pero no más. Luego volvió a poner el percutor en posición de descanso. Exageró sus movimientos, mientras retiraba lentamente el arma alejándola de la cara de la Número 4 y volvía a colocarla dentro de su traje.

—La hora de comer ha terminado —anunció Linda con energía. Retiró el resto de la naranja de la mano de la Número 4 para luego recoger la bandeja de su regazo. Vio que el cuerpo de la Número 4 comenzaba otra vez a tener convulsiones, de los pies a la cabeza. Esperó que las cámaras hubieran captado eso. El pánico vende, se dijo mentalmente. Con movimientos estudiados, haciendo el menor ruido posible, con los pies sobre el cemento duro, Linda salió de la habitación, dejando a la Número 4 sola en la cama.

Arriba, en la sala de control, Michael sonreía. El panel interactivo de respuestas se estaba activando. Muchas opiniones, muchas respuestas. Sabía que iba a tener que revisarlas todas más tarde. Era siempre particularmente cuidadoso en su evaluación de los intercambios que se producían entre los clientes en el panel que había creado para Serie # 4.

Linda respiró hondo, cerró los ojos y se quitó el pasamontañas. Soy una actriz, se dijo interiormente.

* * *

Ni Linda, ya del otro lado de la puerta del sótano, ni Michael, arriba con los monitores, se dieron cuenta de lo que ocurrió después. Algunos de sus clientes sí se percataron de ello, inclinados sobre sus ordenadores. La Número 4 se había echado hacia atrás después de escuchar el ruido de la puerta al cerrarse, dejándola otra vez sola en la habitación. Había cogido su osito de peluche para sostenerlo contra su cuerpo, acomodando al gastado juguete entre sus pequeños pechos, acariciándole la cabeza como si fuera un bebé, repitiendo todo el tiempo algo en silencio a ese objeto inanimado. Ninguno de los que la miraban estaba seguro de lo que decía, aunque algunos pudieron conjeturar, con suerte, que estaba repitiendo una y otra vez las mismas palabras. Pero no pudieron distinguir que esas palabras eran: «Mi nombre es Jennifer mi nombre es Jennifer mi nombre es Jennifer mi nombre es Jennifer».

Capítulo 18

Terri Collins caminaba de un lado a otro en la entrada de la casa de Adrián mientras éste le mostraba dónde estaba situado cuando descubrió la furgoneta. Arrastró los pies por el suelo y dio una patada a una piedra suelta mientras él se deslizaba detrás del volante de su automóvil para mostrarle dónde había aparcado.

—¿Y ahí exactamente es donde usted estaba la noche en que Jennifer desapareció? —le preguntó ella.

Adrián asintió con la cabeza. Se dio cuenta de que la detective medía ángulos de visión y distancias, imaginando las sombras que caían sobre la calle aquella noche.

—Ella no puede verlo —le dijo Brian. Estaba sentado en el asiento del acompañante. El también estaba mirando el sitio de la calle donde la furgoneta había disminuido la velocidad para detenerse y luego acelerar.

—¿Qué quieres decir? —susurró Adrián. —Lo que quiero decir es —respondió Brian con enérgica jactancia— que no se permite imaginar el delito. Todavía no. Está mirando directamente el sitio, pero todavía está tratando de ver las razones por las que no ocurrió, no las razones por las que sí ocurrió. Aquí es donde entras tú, hermano. Persuádela. Haz que ella dé el siguiente paso.

Tienes que ser lógico. Tienes que ser enérgico. Vamos, Audie.

—Pero...

—Tu tarea es hacer que ella vea lo que tú viste aquella noche. Eso es lo que cualquier investigador hace..., aunque podría no querer admitirlo porque parece una locura. Ella imagina todo lo que ocurrió tal como si hubiera estado presente... y eso le dice hacia dónde mirar después.

Brian estaba vestido otra vez con su desteñida ropa de militar. Había apoyado sus gastadas botas de andar por la selva sobre el salpicadero y, echado hacia atrás, fumaba un cigarrillo. Brian joven. Brian mayor. Brian muerto. Adrián se dio cuenta de que su hermano era un camaleón de la memoria alucinatoria. Desde Vietnam hasta Wall Street. Lo mismo ocurría con Cassie, y con Tommy, y con cualquier otra persona de su pasado que decidiera llegar al poco presente que le quedaba. Adrián inspiró, y pudo sentir el olor acre del humo que se mezclaba con la espesa, húmeda, sofocante y tropical sensación que lo envolvía, como si Brian hubiera traído la selva y sus vapores consigo. La limpidez de principios de primavera en Nueva Inglaterra estaba ausente. O, pensó Adrián, por lo menos no estaba en ningún lugar donde él pudiera encontrarla.

—¿Por qué nadie más vio nada? —quiso saber Terri Collins. Adrián no estaba seguro de si se suponía que debía responder a esa pregunta, porque ella la pronunció con una voz queda dirigida más bien a las franjas de luz diurna que a él.

—No sé —dijo Adrián—. La gente vuelve a su casa. Quiere su cena. Quiere ver a su familia. Cierran la puerta de la calle y dan por terminado el día. ¿Quién está mirando lo que ocurre en la calle a esa hora del día? ¿Quién está buscando algo fuera de lo común? No mucha gente, detective. Las personas buscan la rutina. Buscan la normalidad. Eso es lo que esperan. Un unicornio podría pasar trotando por la calle y probablemente nadie se daría cuenta. —Adrián dijo esto y cerró los ojos un instante, esperando que sus palabras no hicieran aparecer a un mítico animal blanco, con un cuerno en la cabeza, trotando por la calle, al que sólo él pudiera ver.

—Alguien tendría que haber notado algo —continuó Terri, como si no hubiera escuchado nada de lo que Adrián había dicho.

—Pero no fue así. Sólo yo lo vi —replicó él.

La detective se giró.

—Entonces ¿cómo avanzamos? —preguntó. No esperaba realmente que él respondiera. Miró cuando Adrián se movió en su asiento antes de bajar del coche. Una vez había entrevistado a un esquizofrénico en medio de un episodio psicótico que constantemente se giraba hacia un lado y hacia el otro porque oía sonidos que no existían, pero al final, con paciencia, había obtenido una sensata descripción del ladrón. Y también hubo muchas ocasiones en las que había sondeado los recuerdos de estudiantes universitarios que sabían que había ocurrido algo malo —usualmente una violación— pero no estaban exactamente seguros de qué era lo que habían visto o escuchado, o presenciado. Demasiadas drogas. Demasiado licor. Toda clase de sustancias que alteraban la capacidad de observación.

Pero su piel se erizó ligeramente, una sensación de picazón, cuando conoció a Adrián. Era lo mismo, pero era diferente. Su aspecto era liviano, esbelto, delgado, como si algo le estuviera devorando segundo a segundo cada vez que ella se encontraba cara a cara con él. Tenía la rara sensación de que se estaba desvaneciendo poco a poco, infinitesimalmente, a cada segundo que pasaba. Le estaba ocurriendo algo, pero ella no sabía qué.

La detective Collins parecía absorta en sus pensamientos. La voz de Brian estaba llena de vigor. Adrián pensó que sonaba tal como debió de haber sido cuando estaba al mando de hombres en la guerra, o como cuando llegaba el momento de sacar la verdad a un testigo reticente en la sala de un tribunal.

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