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Authors: Gabriel García Márquez

El otoño del patriarca (7 page)

III

Así lo encontraron en las vísperas de su otoño, cuando el cadáver era en realidad el de Patricio Aragonés, y así volvimos a encontrarlo muchos años más tarde en una época de tantas incertidumbres que nadie podía rendirse a la evidencia de que fuera suyo aquel cuerpo senil carcomido de gallinazos y plagado de parásitos de fondo de mar. En la mano amorcillada por la putrefacción no quedaba entonces ningún indicio de que hubiera estado alguna vez en el pecho por los desaires de una doncella improbable de los tiempos del ruido, ni habíamos encontrado rastro alguno de su vida que pudiera conducirnos al establecimiento inequívoco de su identidad. No nos parecía insólito, por supuesto, que esto ocurriera en nuestros años, si aun en los suyos de mayor gloria había motivos para dudar de su existencia, y si sus propios sicarios carecían de una noción exacta de su edad, pues hubo épocas de confusión en que parecía tener ochenta años en las tómbolas de beneficencia, sesenta en las audiencias civiles y hasta menos de cuarenta en las celebraciones de las fiestas públicas. El embajador Palmerston, uno de los últimos diplomáticos que le presentó las cartas credenciales, contaba en sus memorias prohibidas que era imposible concebir una vejez tan avanzada como la suya ni un estado de desorden y abandono como el de aquella casa de gobierno en que tuvo que abrirse paso por entre un muladar de papeles rotos y cagadas de animales y restos de comidas de perros dormidos en los corredores, nadie me dio razón de nada en alcabalas y oficinas y tuve que valerme de los leprosos y los paralíticos que ya habían invadido las primeras habitaciones privadas y me indicaron el camino de la sala de audiencias donde las gallinas picoteaban los trigales ilusorios de los gobelinos y una vaca desgarraba para comérselo el lienzo del retrato de un arzobispo, y me di cuenta de inmediato que él estaba más sordo que un trompo no sólo porque le preguntaba de una cosa y me contestaba sobre otra sino también porque se dolía de que los pájaros no cantaran cuando en realidad costaba trabajo respirar con aquel alboroto de pájaros que era como atravesar un monte al amanecer, y él interrumpió de pronto la ceremonia de las cartas credenciales con la mirada lúcida y la mano en pantalla detrás de la oreja señalando por la ventana la llanura de polvo donde estuvo el mar y diciendo con una voz de despertar dormidos que escuche ese tropel de mulos que viene por allá, escuche mi querido Stetson, es el mar que vuelve. Era difícil admitir que aquel anciano irreparable fuera el mismo hombre mesiánico que en los orígenes de su régimen aparecía en los pueblos a la hora menos pensada sin más escolta que un guajiro descalzo con un machete de zafra y un reducido séquito de diputados y senadores que él mismo designaba con el dedo según los impulsos de su digestión, se informaba sobre el rendimiento de las cosechas y el estado de salud de los animales y la conducta de la gente, se sentaba en un mecedor de bejuco a la sombra de los palos de mango de la plaza abanicándose con el sombrero de capataz que entonces usaba, y aunque parecía adormilado por el calor no dejaba sin esclarecer un solo detalle de cuanto conversaba con los hombres y mujeres que había convocado en torno suyo llamándolos por sus nombres y apellidos como si tuviera dentro de la cabeza un registro escrito de los habitantes y las cifras y los problemas de toda la nación, de modo que me llamó sin abrir los ojos, ven acá Jacinta Morales, me dijo, cuéntame qué fue del muchacho a quien él mismo había barbeado el año anterior para que se tomara un frasco de aceite de ricino, y tú, Juan Prieto, me dijo, cómo está tu toro de siembra que él mismo había tratado con oraciones de peste para que se le cayeran los gusanos de las orejas, y tú Matilde Peralta, a ver qué me das por devolverte entero al prófugo de tu marido, ahí lo tienes, arrastrado por el pescuezo con una cabuya y advertido por él en persona de que se iba a pudrir en el cepo chino la próxima vez que tratara de abandonar a la esposa legítima, y con el mismo sentido del gobierno inmediato había ordenado a un matarife que le cortara las manos en espectáculo público a un tesorero pródigo, y arrancaba los tomates de un huerto privado y se los comía con ínfulas de buen conocedor en presencia de sus agrónomos diciendo que a esta tierra le falta mucho cagajón de burro macho, que se lo echen por cuenta del gobierno, ordenaba, e interrumpió el paseo cívico y me gritó por la ventana muerto de risa ajá Lorenza López cómo va esa máquina de coser que él me había regalado veinte años antes, y yo le contesté que ya rindió su alma a Dios, general, imagínese, las cosas y la gente no estamos hechas para durar toda la vida, pero él replicó que al contrario, que el mundo es eterno, y entonces se puso a desarmar la máquina con un destornillador y una alcuza indiferente a la comitiva oficial que lo esperaba en medio de la calle, a veces se le notaba la desesperación en los resuellos de toro y se embadurnó hasta la cara de aceite de motor, pero al cabo de casi tres horas la máquina volvió a coser como nueva, pues en aquel entonces no había una contrariedad de la vida cotidiana por insignificante que fuera que no tuviera para él tanta importancia como el más grave de los asuntos de estado y creía de buen corazón que era posible repartir la felicidad y sobornar a la muerte con artimañas de soldado. Era difícil admitir que aquel anciano irreparable fuera el único saldo de un hombre cuyo poder había sido tan grande que alguna vez preguntó qué horas son y le habían contestado las que usted ordene mi general, y era cierto, pues no sólo alteraba los tiempos del día como mejor conviniera a sus negocios sino que cambiaba las fiestas de guardar de acuerdo con sus planes para recorrer el país de feria en feria con la sombra del indio descalzo y los senadores luctuosos y los huacales de gallos espléndidos que enfrentaba a los más bravos de cada plaza, él mismo casaba las apuestas, hacía estremecer de risa los cimientos de la gallera porque todos nos sentíamos obligados a reír cuando él soltaba sus extrañas carcajadas de redoblante que resonaban por encima de la música y los cohetes, sufríamos cuando callaba, estallábamos en una ovación de alivio cuando sus gallos fulminaban a los nuestros que habían sido tan bien adiestrados para perder que ninguno nos falló, salvo el gallo de la desgracia de Dionisio Iguarán que fulminó al cenizo del poder en un asalto tan limpio y certero que él fue el primero en cruzar la pista para estrechar la mano del vencedor, eres un macho, le dijo de buen talante, agradecido de que alguien le hubiera hecho por fin el favor de una derrota inocua, cuánto daría yo por tener a ese colorado, le dijo, y Dionisio Iguarán le contestó trémulo que es suyo general, a mucha honra, y regresó a su casa entre los aplausos del pueblo alborotado y el estruendo de la música y los petardos mostrándole a todo el mundo los seis gallos de raza que él le había regalado a cambio del colorado invicto, pero aquella noche se encerró en el dormitorio y se bebió solo un calabazo de ron de caña y se ahorcó con la cabuya de la hamaca, pobre hombre, pues él no era consciente del reguero de desastres domésticos que provocaban sus apariciones de júbilo, ni del rastro de muertos indeseados que dejaba a su paso, ni de la condenación eterna de los partidarios en desgracia a quienes llamó por un nombre equivocado delante de sicarios solícitos que interpretaban el error como un signo deliberado de desafecto, andaba por todo el país con su raro andar de armadillo, con su rastro de sudor bravo, con la barba atrasada, aparecía sin ningún anuncio en una cocina cualquiera con aquel aire de abuelo inútil que hacía temblar de pavor a la gente de la casa, tomaba agua de la tinaja con la totuma de servir, comía en la misma olla de cocinar sacando las presas con los dedos, demasiado jovial, demasiado simple, sin sospechar que aquella casa quedaba marcada para siempre con el estigma de su visita, y no se comportaba de esa manera por cálculo político ni por necesidad de amor como sucedió en otros tiempos sino porque ése era su modo de ser natural cuando el poder no era todavía el légamo sin orillas de la plenitud del otoño sino un torrente de fiebre que veíamos brotar ante nuestros ojos de sus manantiales primarios, de modo que bastaba con que él señalara con el dedo a los árboles que debían dar frutos y a los animales que debían crecer y a los hombres que debían prosperar, y había ordenado que quitaran la lluvia de donde estorbaba las cosechas y la pusieran en tierra de sequía, y así había sido, señor, yo lo he visto, pues su leyenda había empezado mucho antes de que él mismo se creyera dueño de todo su poder, cuando todavía estaba a merced de los presagios y de los intérpretes de sus pesadillas e interrumpía de pronto un viaje recién iniciado porque oyó cantar la pigua sobre su cabeza y cambiaba la fecha de una aparición pública porque su madre Bendición Alvarado encontró un huevo con dos yemas, y liquidó el séquito de senadores y diputados solícitos que lo acompañaban a todas partes y pronunciaban por él los discursos que nunca se atrevió a pronunciar, se quedó sin ellos porque se vio a si mismo en la casa grande y vacía de un mal sueño circundado por unos hombres pálidos de levitas grises que lo punzaban sonriendo con cuchillos de carnicero, lo acosaban con tanta saña que adondequiera que él volviese la vista se encontraba con un hierro dispuesto para herirlo en la cara y en los ojos, se vio acorralado como una fiera por los asesinos silenciosos y sonrientes que se disputaban el privilegio de tomar parte en el sacrificio y de gozarse en su sangre, pero él no sentía rabia ni miedo sino un alivio inmenso que se iba haciendo más hondo a medida que se le desaguaba la vida, se sentía ingrávido y puro, de modo que él también sonreía mientras lo mataban, sonreía por ellos y por él en el ámbito de la casa del sueño cuyas paredes de cal viva se teñían de las salpicaduras de mi sangre, hasta que alguien que era hijo suyo en el sueño le dio un tajo en la ingle por donde se me salió el último aire que me quedaba, y entonces se tapó la cara con la manta empapada de su sangre para que nadie le conociera muerto los que no habían podido conocerle vivo y se derrumbó sacudido por los estertores de una agonía tan verídica que no pudo reprimir la urgencia de contársela a mi compadre el ministro de la salud y éste acabó de consternarlo con la revelación de que aquella muerte había ocurrido ya una vez en la historia de los hombres mi general, le leyó el relato del episodio en uno de los mamotretos chamuscados del general Lautaro Muñoz, y era idéntico, madre, tanto que en el curso de la lectura él recordó algo que había olvidado al despertar y era que mientras lo mataban se abrieron de golpe y sin viento todas las ventanas de la casa presidencial que en la realidad eran tantas cuantas fueron las heridas del sueño, veintitrés, una coincidencia terrorífica que culminó aquella semana con un asalto de corsarios al senado y la corte de justicia ante la indiferencia cómplice de las fuerzas armadas, arrancaron de raíz la casa augusta de nuestros próceres originales cuyas llamas se vieron hasta muy tarde en la noche desde el balcón presidencial, pero él no se inmutó con la novedad mi general de que no habían dejado ni las piedras de los cimientos, nos prometió un castigo ejemplar para los autores del atentado que no aparecieron nunca, nos prometió reconstruir una réplica exacta de la casa de los próceres cuyos escombros calcinados permanecieron hasta nuestros días, no hizo nada para disimular el terrible exorcismo del mal sueño sino que se valió de la ocasión para liquidar el aparato legislativo y judicial de la vieja república, abrumó de honores y fortuna a los senadores y diputados y magistrados de cortes que ya no le hacían falta para guardar las apariencias de los orígenes de su régimen, los desterró en embajadas felices y remotas y se quedó sin más séquito que la sombra solitaria del indio del machete que no lo abandonaba un instante, probaba su comida y su agua, guardaba la distancia, vigilaba la puerta mientras él permanecía en mi casa alimentando la versión de que era mi amante secreto cuando en verdad me visitaba hasta dos veces por mes para hacerme consultas de naipes durante aquellos muchos años en que aún se creía mortal y tenía la virtud de la duda y sabía equivocarse y confiaba más en las barajas que en su instinto montuno, llegaba siempre tan asustado y viejo como la primera vez en que se sentó frente a mí y sin decir una palabra me tendió aquellas manos cuyas palmas lisas y tensas como el vientre de un sapo no había visto jamás ni había de ver otra vez en mi muy larga vida de escrutadora de destinos ajenos, puso las dos al mismo tiempo sobre la mesa casi como la súplica muda de un desahuciado y me pareció tan ansioso y sin ilusiones que no me impresionaron tanto sus palmas áridas como su melancolía sin alivio, la debilidad de sus labios, su pobre corazón de anciano carcomido por la incertidumbre cuyo destino no sólo era hermético en sus manos sino en cuantos medios de averiguación conocíamos entonces, pues tan pronto como él cortaba el naipe las cartas se volvían pozos de aguas turbias, se embrollaba el sedimento del café en el fondo de la taza donde él había bebido, se borraban las claves de todo cuanto tuviera que ver con su futuro personal, con su felicidad y la fortuna de sus actos, pero en cambio eran diáfanas sobre el destino de quienquiera que tuviera algo que ver con él, de modo que vimos a su madre Bendición Alvarado pintando pájaros de nombres foráneos a una edad tan avanzada que apenas si podía distinguir los colores a través de un aire enrarecido por un vapor pestilente, pobre madre, vimos nuestra ciudad devastada por un ciclón tan terrible que no merecía su nombre de mujer, vimos un hombre con una máscara verde y una espada en la mano y él preguntó angustiado en qué lugar del mundo estaba y las cartas contestaron que estaba todos los martes más cerca de él que los otros días de la semana, y él dijo ajá, y preguntó de qué color tiene los ojos, y las cartas contestaron que tenía uno del color del guarapo de caña al trasluz y el otro en las tinieblas, y él dijo ajá y preguntó cuáles eran las intenciones de ese hombre, y aquélla fue la última vez en que le revelé hasta el final la verdad de las barajas porque le contesté que la máscara verde era de la perfidia y la traición, y él dijo ajá, con un énfasis de victoria, ya sé quién es, carajo, exclamó, y era el coronel Narciso Miraval, uno de sus
ayudantes más próximos que dos días después se disparó un tiro de pistola en el oído sin explicación alguna, pobre hombre, y así ordenaban la suerte de la patria y se anticipaban a su historia de acuerdo con las adivinanzas de las barajas hasta que él oyó hablar de una vidente única que descifraba la muerte en las aguas inequívocas de los lebrillos y se fue a buscarla en secreto por desfiladeros de mulas sin más testigos que el ángel del machete hasta el rancho del páramo donde vivía con una bisnieta que tenía tres niños y estaba a punto de parir otro de un marido muerto el mes anterior, la encontró tullida y medio ciega en el fondo de una alcoba casi en tinieblas, pero cuando ella le pidió que pusiera las manos sobre el lebrillo las aguas se iluminaron de una claridad interior suave y nítida, y entonces se vio a sí mismo, idéntico, acostado bocabajo en el suelo, con el uniforme de lienzo sin insignias, las polainas y la espuela de oro, y preguntó qué lugar era ése, y la mujer contestó examinando las aguas dormidas que era una habitación no más grande que ésta con algo que se ve aquí que parece una mesa de escribir y un ventilador eléctrico y una ventana hacia el mar y estas paredes blancas con cuadros de caballos y una bandera con un dragón, y él volvió a decir ajá porque había reconocido sin dudas la oficina contigua a la sala de audiencias, y preguntó si había de ser de mala manera o de mala enfermedad, y ella le contestó que no, que había de ser durante el sueño y sin dolor, y él dijo ajá, y le preguntó temblando que cuándo había de ser y ella le contestó que durmiera con calma porque no había de ser antes de que cumplas mi edad, que eran los 107 años, pero tampoco después de 125 años más, y él dijo ajá, y entonces asesinó a la anciana enferma en la hamaca para que nadie más conociera las circunstancias de su muerte, la estranguló con la correa de la espuela de oro, sin dolor, sin un suspiro, como un verdugo maestro, a pesar de que fue el único ser de este mundo, humano o animal, a quien le hizo el honor de matarlo de su propia mano en la paz o en la guerra, pobre mujer. Semejantes evocaciones de sus fastos de infamia no le torcían la conciencia en las noches del otoño, al contrario, le servían como fábulas ejemplares de lo que había debido ser y no era, sobre todo cuando Manuela Sánchez se esfumó en las sombras del eclipse y él quería sentirse otra vez en la flor de su barbarie para arrancarse la rabia de la burla que le cocinaba las tripas, se acostaba en la hamaca bajo los cascabeles del viento de los tamarindos a pensar en Manuela Sánchez con un rencor que le perturbaba el sueño mientras las fuerzas de tierra, mar y aire la buscaban sin hallar rastros hasta en los confines ignotos de los desiertos de salitre, dónde carajo te has metido, se preguntaba, dónde carajo te piensas meter que no te alcance mi brazo para que sepas quién es el que manda, el sombrero en el pecho le temblaba con los ímpetus del corazón, se quedaba extasiado de cólera sin hacerle caso a la insistencia de su madre que trataba de averiguar por qué no hablas desde la tarde del eclipse, por qué miras para adentro, pero él no contestaba, se fue, mierda madre, arrastraba sus patas de huérfano desangrándose a gotas de hiel con el orgullo herido por la amargura irredimible de que estas vainas me pasan por lo pendejo que me he vuelto, por no ser ya el arbitro de mi destino como lo era antes, por haber entrado en la casa de una guaricha con el permiso de su madre y no como había entrado en la hacienda fresca y callada de Francisca Linero en la vereda de los Santos Higuerones cuando todavía era él en persona y no Patricio Aragonés quien mostraba la cara visible del poder, había entrado sin siquiera tocar las aldabas de acuerdo con el gusto de su voluntad al compás de los dobles de las once en el reloj de péndulo y yo sentí el metal de la espuela de oro desde la terraza del patio y comprendí que aquellos pasos de mano de pilón con tanta autoridad en los ladrillos del piso no podían ser otros que los suyos, lo presentí de cuerpo entero antes de verlo aparecer en el vano de la puerta de la terraza interior donde el alcaraván cantaba las once entre los geranios de oro, cantaba el turpial aturdido por la acetona fragante de los racimos de guineo colgados en el alar, se solazaba la luz del aciago martes de agosto entre las hojas nuevas de los platanales del patio y el cuerpo del venado joven que mi marido Poncio Daza había cazado al amanecer y lo puso a desangrar colgado por las patas junto a los racimos de guineo atigrados por la miel interior, lo vi más grande y más sombrío que en un sueño con las botas sucias de barro y la chaqueta de caqui ensopada de sudor y sin armas en la correa pero amparado por la sombra del indio descalzo que permaneció inmóvil detrás de él con la mano apoyada en la cacha del machete, vi los ojos ineludibles, la mano de doncella dormida que arrancó un guineo del racimo más cercano y se lo comió de ansiedad y luego se comió otro y otro más, masticándolos de ansiedad con un ruido de pantano de toda la boca sin apartar la vista de la provocativa Francisca Linero que lo miraba sin saber qué hacer con su pudor de recién casada porque él había venido para darle gusto a su voluntad y no había otro poder mayor que el suyo para impedirlo, apenas si sentí la respiración de miedo de mi marido que se sentó a mi lado y ambos permanecimos inmóviles con las manos cogidas y los dos corazones de tarjeta postal asustados al unísono bajo la mirada tenaz del anciano insondable que seguía a dos pasos de la puerta comiéndose un guineo después del otro y tirando las cascaras en el patio por encima del hombro sin haber pestañeado ni una vez desde que empezó a mirarme, y sólo cuando acabó de comerse el racimo entero y quedó el vástago pelado junto al venado muerto le hizo una señal al indio descalzo y le ordenó a Poncio Daza que se fuera un momento con mi compadre el del machete que tiene que arreglar un negocio contigo, y aunque yo estaba agonizando de miedo conservaba bastante lucidez para darme cuenta de que mi único recurso de salvación era dejar que él hiciera conmigo todo lo que quiso sobre el mesón de comer, más aún, lo ayudé a encontrarme entre los encajes de los pollerines después de que me dejó sin resuello con su olor de amoníaco y me desgarró las bragas de un zarpazo y me buscaba con los dedos por donde no era mientras yo pensaba aturdida Santísimo Sacramento qué vergüenza, qué mala suerte, porque aquella mañana no había tenido tiempo de lavarme por estar pendiente del venado, así que él hizo por fin su voluntad al cabo de tantos meses de asedio, pero lo hizo de prisa y mal, como si hubiera sido más viejo de lo que era, o mucho más joven, estaba tan aturdido que apenas si me enteré de cuándo cumplió con su deber como mejor pudo y se soltó a llorar con unas lágrimas de orín caliente de huérfano grande y solo, llorando con una aflicción tan honda que no sólo sentí lástima por él sino por todos los hombres del mundo y empecé a rascarle la cabeza con la yema de los dedos y a consolarlo con que no era para tanto general, la vida es larga, mientras el hombre del machete se llevó a Poncio Daza al interior de los platanales y lo hizo tasajo en rebanadas tan finas que fue imposible componer el cuerpo disperso por los marranos, pobre hombre, pero no había otro remedio, dijo él, porque iba a ser un enemigo mortal para toda la vida. Eran imágenes de su poder que le llegaban desde muy lejos y le exacerbaban la amargura de cuánto le habían aguado la salmuera de su poder si ni siquiera le servía para conjurar los maleficios de un eclipse, lo estremecía un hilo de bilis negra en la mesa de dominó ante el dominio helado del general Rodrigo de Aguilar que era el único hombre de armas a quien había confiado la vida desde que el ácido úrico le cristalizó las coyunturas al ángel del machete, y sin embargo se preguntaba si tanta confianza y tanta autoridad delegadas en una sola persona no habrían sido la causa de su desventura, si no era mi compadre de toda la vida quien lo había vuelto buey por tratar de quitarle la pelambre natural de caudillo de vereda para convertirlo en un inválido de palacio incapaz de concebir una orden que no estuviera cumplida de antemano, por el invento malsano de mostrar en público una cara que no era la suya cuando el indio descalzo de los buenos tiempos se bastaba y se sobraba solo para abrir una trocha a machetazos a través de las muchedumbres de la gente gritando apártense cabrones que aquí viene el que manda sin poder distinguir en aquel matorral de ovaciones quiénes eran los buenos patriotas de la patria y quiénes eran los matreros porque todavía no habíamos descubierto que los más tenebrosos eran los que más gritaban que viva el macho, carajo, que viva el general, y en cambio ahora no le alcanzaba la autoridad de sus armas para encontrar a la reina de mala muerte que había burlado el cerco infranqueable de sus apetitos seniles, carajo, tiró las fichas por los suelos, dejaba las partidas a medias sin motivo visible deprimido por la revelación instantánea de que todo acababa por encontrar su lugar en el mundo, todo menos él, consciente por primera vez de la camisa ensopada de sudor a una hora tan temprana, consciente del hedor de carroña que subía con los vapores del mar y del dulce silbido de flauta de la potra torcida por la humedad del calor, es el bochorno, se dijo sin convicción, tratando de descifrar desde la ventana el raro estado de la luz de la ciudad inmóvil cuyos únicos seres vivos parecían ser las bandadas de gallinazos que huían despavoridas de las cornisas del hospital de pobres y el ciego de la Plaza de Armas que presintió al anciano trémulo en la ventana de la casa civil y le hizo una señal apremiante con el báculo y le gritaba algo que él no logró entender y que interpretó como un signo más en aquel sentimiento opresivo de que algo estaba a punto de ocurrir, y sin embargo se repitió que no por segunda vez al final del largo lunes de desaliento, es el bochorno, se dijo, y se durmió al instante, arrullado por los rasguños de la llovizna en los vidrios de bruma de los filtros del duermevela, pero de pronto despertó asustado, quién vive, gritó, era su propio corazón oprimido por el silencio raro de los gallos al amanecer, sintió que el barco del universo había llegado a un puerto mientras él dormía, flotaba en un caldo de vapor, los animales de la tierra y del cielo que tenían la facultad de vislumbrar la muerte más allá de los presagios torpes y las ciencias mejor fundadas de los hombres estaban mudos de terror, se acabó el aire, el tiempo cambiaba de rumbo, y él sintió al incorporarse que el corazón se le hinchaba a cada paso y se le reventaban los tímpanos y una materia hirviente se le escurrió por las narices, es la muerte, pensó, con la guerrera empapada de sangre, antes de tomar conciencia de que no mi general, era el ciclón, el más devastador de cuantos fragmentaron en un reguero de islas dispersas el antiguo reino compacto del Caribe, una catástrofe tan sigilosa que sólo él la había detectado con su instinto premonitorio mucho antes de que empezara el pánico de los perros y las gallinas, y tan intempestiva que apenas si hubo tiempo de encontrarle un nombre de mujer en el desorden de oficiales aterrorizados que me vinieron con la novedad de que ahora sí fue cierto mi general, a este país se lo llevó el carajo, pero él ordenó que afirmaran puertas y ventanas con cuadernas de altura, amarraron a los centinelas en los corredores, encerraron las gallinas y las vacas en las oficinas del primer piso, clavaron cada cosa en su lugar desde la Plaza de Armas hasta el último lindero de su aterrorizado reino de pesadumbre, la patria entera quedó anclada en su sitio con la orden inapelable de que al primer síntoma de pánico disparen dos veces al aire y a la tercera tiren a matar, y sin embargo nada resistió al paso de la tremenda cuchilla de vientos giratorios que cortó de un tajo limpio los portones de acero blindado de la entrada principal y se llevó mis vacas por los aires, pero él no se dio cuenta en el hechizo del impacto de dónde vino aquel estruendo de lluvias horizontales que dispersaban en su ámbito una granizada volcánica de escombros de balcones y bestias de las selvas del fondo del mar, ni tuvo bastante lucidez para pensar en las proporciones tremendas del cataclismo sino que andaba en medio del diluvio preguntándose con el sabor de almizcle del rencor dónde estarás Manuela Sánchez de mi mala saliva, carajo, dónde te habrás metido que no te alcance este desastre de mi venganza. En la rebalsa de placidez que sucedió al huracán se encontró solo con sus ayudantes más próximos navegando en una barcaza de remos en la sopa de destrozos de la sala de audiencias, salieron por la puerta de la cochera remando sin tropiezos por entre los cabos de las palmeras y los faroles arrasados de la Plaza de Armas, entraron en la laguna muerta de la catedral y él volvió a padecer por un instante el destello clarividente de que no había sido nunca ni sería nunca el dueño de todo su poder, siguió mortificado por el relente de aquella certidumbre amarga mientras la barcaza tropezaba con espacios de densidad distinta según los cambios de color de la luz de los vitrales en la fronda de oro macizo y los racimos de esmeraldas del altar mayor y las losas funerarias de virreyes enterrados vivos y arzobispos muertos de desencanto y el promontorio de granito del mausoleo vacío del almirante de la mar océana con el perfil de las tres carabelas que él había hecho construir por si quería que sus huesos reposaran entre nosotros, salimos por el canal del presbiterio hacia un patio interior convertido en un acuario luminoso en cuyo fondo de azulejos erraban los cardúmenes de mojarras entre las varas de nardos y los girasoles, surcamos los cauces tenebrosos de la clausura del convento de las vizcaínas, vimos las celdas abandonadas, vimos el clavicordio a la deriva en la alberca íntima de la sala de canto, vimos en el fondo de las aguas dormidas del refectorio a la comunidad completa de vírgenes ahogadas en sus puestos de comer frente a la larga mesa servida, y vio al salir por los balcones el extenso espacio lacustre bajo el cielo radiante donde había estado la ciudad y sólo entonces creyó que era cierta la novedad mi general de que este desastre había ocurrido en el mundo entero sólo para librarme del tormento de Manuela Sánchez, carajo, qué bárbaros que son los métodos de Dios comparados con los nuestros, pensaba complacido, contemplando la ciénaga turbia donde había estado la ciudad y en cuya superficie sin límites flotaba todo un mundo de gallinas

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