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Authors: Gabriel García Márquez

El otoño del patriarca

 

Gabriel García Márquez ha declarado una y otra vez que
El otoño del patriarca
es la novela en la que más trabajo y esfuerzo invirtió. En efecto, García Márquez ha construido una maquinaria narrativa perfecta que desgrana una historia universal —la agonía y muerte de un dictador— en forma cíclica, experimental y real al mismo tiempo, en seis bloques narrativos sin diálogos, sin puntos y aparte, repitiendo una anécdota siempre igual y siempre distinta, acumulando hechos y descripciones deslumbrantes.

Gabriel García Márquez

El otoño del patriarca

ePUB v1.0

Horus01
11.03.12

Fecha de publicación: 1975

I

Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza. Sólo entonces nos atrevimos a entrar sin embestir los carcomidos muros de piedra fortificada, como querían los más resueltos, ni desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal, como otros proponían, pues bastó con que alguien los empujara para que cedieran en sus goznes los portones blindados que en los tiempos heroicos de la casa habían resistido a las lombardas de William Dampier. Fue como penetrar en el ámbito de otra época, porque el aire era más tenue en los pozos de escombros de la vasta guarida del poder, y el silencio era más antiguo, y las cosas eran arduamente visibles en la luz decrépita. A lo largo del primer patio, cuyas baldosas habían cedido a la presión subterránea de la maleza, vimos el retén en desorden de la guardia fugitiva, las armas abandonadas en los armarios, el largo mesón de tablones bastos con los platos de sobras del almuerzo dominical interrumpido por el pánico, vimos el galpón en penumbra donde estuvieron las oficinas civiles, los hongos de colores y los lirios pálidos entre los memoriales sin resolver cuyo curso ordinario había sido más lento que las vidas más áridas, vimos en el centro del patio la alberca bautismal donde fueron cristianizadas con sacramentos marciales más de cinco generaciones, vimos en el fondo la antigua caballeriza de los virreyes transformada en cochera, y vimos entre las camelias y las mariposas la berlina de los tiempos del ruido, el furgón de la peste, la carroza del año del cometa, el coche fúnebre del progreso dentro del orden, la limusina sonámbula del primer siglo de paz, todos en buen estado bajo la telaraña polvorienta y todos pintados con los colores de la bandera. En el patio siguiente, detrás de una verja de hierro, estaban los rosales nevados de polvo lunar a cuya sombra dormían los leprosos en los tiempos grandes de la casa, y habían proliferado tanto en el abandono que apenas si quedaba un resquicio sin olor en aquel aire de rosas revuelto con la pestilencia que nos llegaba del fondo del jardín y el tufo de gallinero y la hedentina de boñigas y fermentos de orines de vacas y soldados de la basílica colonial convertida en establo de ordeño. Abriéndonos paso a través del matorral asfixiante vimos la galería de arcadas con tiestos de claveles y frondas de astromelias y trinitarias donde estuvieron las barracas de las concubinas, y por la variedad de los residuos domésticos y la cantidad de las máquinas de coser nos pareció posible que allí hubieran vivido más de mil mujeres con sus recuas de sietemesinos, vimos el desorden de guerra de las cocinas, la ropa podrida al sol en las albercas de lavar, la sentina abierta del cagadero común de concubinas y soldados, y vimos en el fondo los sauces babilónicos que habían sido transportados vivos desde el Asia Menor en gigantescos invernaderos de mar, con su propio suelo, su savia y su llovizna, y al fondo de los sauces vimos la casa civil, inmensa y triste, por cuyas celosías desportilladas seguían metiéndose los gallinazos. No tuvimos que forzar la entrada, como habíamos pensado, pues la puerta central pareció abrirse al solo impulso de la voz, de modo que subimos a la planta principal por una escalera de piedra viva cuyas alfombras de ópera habían sido trituradas por las pezuñas de las vacas, y desde el primer vestíbulo hasta los dormitorios privados vimos las oficinas y las salas oficiales en ruinas por donde andaban las vacas impávidas comiéndose las cortinas de terciopelo y mordisqueando el raso de los sillones, vimos cuadros heroicos de santos y militares tirados por el suelo entre muebles rotos y plastas recientes de boñiga de vaca, vimos un comedor comido por las vacas, la sala de música profanada por estropicios de vacas, las mesitas de dominó destruidas y las praderas de las mesas de billar esquilmadas por las vacas, vimos abandonada en un rincón la máquina del viento, la que falsificaba cualquier fenómeno de los cuatro cuadrantes de la rosa náutica para que la gente de la casa soportara la nostalgia del mar que se fue, vimos jaulas de pájaros colgadas por todas partes y todavía cubiertas con los trapos de dormir de alguna noche de la semana anterior, y vimos por las ventanas numerosas el extenso animal dormido de la ciudad todavía inocente del lunes histórico que empezaba a vivir, y más allá de la ciudad, hasta el horizonte, vimos los cráteres muertos de ásperas cenizas de luna de la llanura sin término donde había estado el mar. En aquel recinto prohibido que muy pocas gentes de privilegio habían logrado conocer, sentimos por primera vez el olor de carnaza de los gallinazos, percibimos su asma milenaria, su instinto premonitorio, y guiándonos por el viento de putrefacción de sus aletazos encontramos en la sala de audiencias los cascarones agusanados de las vacas, sus cuartos traseros de animal femenino varias veces repetidos en los espejos de cuerpo entero, y entonces empujamos una puerta lateral que daba a una oficina disimulada en el muro, y allí lo vimos a él, con el uniforme de lienzo sin insignias, las polainas, la espuela de oro en el talón izquierdo, más viejo que todos los hombres y todos los animales viejos de la tierra y del agua, y estaba tirado en el suelo, bocabajo, con el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada, como había dormido noche tras noche durante todas las noches de su larguísima vida de déspota solitario. Sólo cuando lo volteamos para verle la cara comprendimos que era imposible reconocerlo aunque no hubiera estado carcomido de gallinazos, porque ninguno de nosotros lo había visto nunca, y aunque su perfil estaba en ambos lados de las monedas, en las estampillas de correo, en las etiquetas de los depurativos, en los bragueros y los escapularios, y aunque su litografía enmarcada con la bandera en el pecho y el dragón de la patria estaba expuesta a todas horas en todas partes, sabíamos que eran copias de copias de retratos que ya se consideraban infieles en los tiempos del cometa, cuando nuestros propios padres sabían quién era él porque se lo habían oído contar a los suyos, como éstos a los suyos, y desde niños nos acostumbraron a creer que él estaba vivo en la casa del poder porque alguien había visto encenderse los globos de luz una noche de fiesta, alguien había contado que vi los ojos tristes, los labios pálidos, la mano pensativa que iba diciendo adioses de nadie a través de los ornamentos de misa del coche presidencial, porque un domingo de hacía muchos años se habían llevado al ciego callejero que por cinco centavos recitaba los versos del olvidado poeta Rubén Darío y había vuelto feliz con una morrocota legítima con que le pagaron un recital que había hecho sólo para él, aunque no lo había visto, por supuesto, no porque fuera ciego sino porque ningún mortal lo había visto desde los tiempos del vómito negro, y sin embargo sabíamos que él estaba ahí, lo sabíamos porque el mundo seguía, la vida seguía, el correo llegaba, la banda municipal tocaba la retreta de valses bobos de los sábados bajo las palmeras polvorientas y los faroles mustios de la Plaza de Armas, y otros músicos viejos reemplazaban en la banda a los músicos muertos. En los últimos años, cuando no se volvieron a oír ruidos humanos ni cantos de pájaros en el interior y se cerraron para siempre los portones blindados, sabíamos que había alguien en la casa civil porque de noche se veían luces que parecían de navegación a través de las ventanas del lado del mar, y quienes se atrevieron a acercarse oyeron desastres de pezuñas y suspiros de animal grande detrás de las paredes fortificadas, y una tarde de enero habíamos visto una vaca contemplando el crepúsculo desde el balcón presidencial, imagínese, una vaca en el balcón de la patria, qué cosa más inicua, qué país de mierda, pero se hicieron tantas conjeturas de cómo era posible que una vaca llegara hasta un balcón si todo el mundo sabía que las vacas no se trepaban por las escaleras, y menos si eran de piedra, y mucho menos si estaban alfombradas, que al final no supimos si en realidad la vimos o si era que pasamos una tarde por la Plaza de Armas y habíamos soñado caminando que habíamos visto una vaca en un balcón presidencial donde nada se había visto ni había de verse otra vez en muchos años hasta el amanecer del último viernes cuando empezaron a llegar los primeros gallinazos que se alzaron de donde estaban siempre adormilados en la cornisa del hospital de pobres, vinieron más de tierra adentro, vinieron en oleadas sucesivas desde el horizonte del mar de polvo donde estuvo el mar, volaron todo un día en círculos lentos sobre la casa del poder hasta que un rey con plumas de novia y golilla encarnada impartió una orden silenciosa y empezó aquel estropicio de vidrios, aquel viento de muerto grande, aquel entrar y salir de gallinazos por las ventanas como sólo era concebible en una casa sin autoridad, de modo que también nosotros nos atrevimos a entrar y encontramos en el santuario desierto los escombros de la grandeza, el cuerpo picoteado, las manos lisas de doncella con el anillo del poder en el hueso anular, y tenía todo el cuerpo retoñado de líquenes minúsculos y animales parasitarios de fondo de mar, sobre todo en las axilas y en las ingles, y tenía el braguero de lona en el testículo herniado que era lo único que habían eludido los gallinazos a pesar de ser tan grande como un riñón de buey, pero ni siquiera entonces nos atrevimos a creer en su muerte porque era la segunda vez que lo encontraban en aquella oficina, solo y vestido, y muerto al parecer de muerte natural durante el sueño, como estaba anunciado desde hacía muchos años en las aguas premonitorias de los lebrillos de las pitonisas. La primera vez que lo encontraron, en el principio de su otoño, la nación estaba todavía bastante viva como para que él se sintiera amenazado de muerte hasta en la soledad de su dormitorio, y sin embargo gobernaba como si se supiera predestinado a no morirse jamás, pues aquello no parecía entonces una casa presidencial sino un mercado donde había que abrirse paso por entre ordenanzas descalzos que descargaban burros de hortalizas y huacales de gallinas en los corredores, saltando por encima de comadres con ahijados famélicos que dormían apelotonadas en las escaleras para esperar el milagro de la caridad oficial, había que eludir las corrientes de agua sucia de las concubinas deslenguadas que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y trapeaban los pisos y cantaban canciones de amores ilusorios al compás de las ramas secas con que venteaban las alfombras en los balcones, y todo aquello entre el escándalo de los funcionarios vitalicios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios, y tráficos de putas y soldados en los retretes, y alborotos de pájaros, y peleas de perros callejeros en medio de las audiencias, porque nadie sabía quién era quién ni de parte de quién en aquel palacio de puertas abiertas dentro de cuyo desorden descomunal era imposible establecer dónde estaba el gobierno. El hombre de la casa no sólo participaba de aquel desastre de feria sino que él mismo lo promovía y comandaba, pues tan pronto como se encendían las luces de su dormitorio, antes de que empezaran a cantar los gallos, la diana de la guardia presidencial mandaba el aviso del nuevo día al cercano cuartel del Conde, y éste lo repetía para la base de San Jerónimo, y ésta para la fortaleza del puerto, y ésta volvía a repetirlo para las seis dianas sucesivas que despertaban primero a la ciudad y luego a todo el país, mientras él meditaba en el excusado portátil tratando de apagar con las manos el zumbido de sus oídos, que entonces empezaba a manifestarse, y viendo pasar la luz de los buques por el voluble mar de topacio que en aquellos tiempos de gloria estaba todavía frente a su ventana. Todos los días, desde que tomó posesión de la casa, había vigilado el ordeño en los establos para medir con su mano la cantidad de leche que habían de llevar las tres carretas presidenciales a los cuarteles de la ciudad, tomaba en la cocina un tazón de café negro con cazabe sin saber muy bien para dónde lo arrastraban las ventoleras de la nueva jornada, atento siempre al cotorreo de la servidumbre que era la gente de la casa con quien hablaba el mismo lenguaje, cuyos halagos serios estimaba más y cuyos corazones descifraba mejor, y un poco antes de las nueve tomaba un baño lento de aguas de hojas hervidas en la alberca de granito construida a la sombra de los almendros de su patio privado, y sólo después de las once conseguía sobreponerse a la zozobra del amanecer y se enfrentaba a los azares de la realidad. Antes, durante la ocupación de los infantes de marina, se encerraba en la oficina para decidir el destino de la patria con el comandante de las tropas de desembarco y firmaba toda clase de leyes y mandatos con la huella del pulgar, pues entonces no sabía leer ni escribir, pero cuando lo dejaron solo otra vez con su patria y su poder no volvió a emponzoñarse la sangre con la conduerma de la ley escrita sino que gobernaba de viva voz y de cuerpo presente a toda hora y en todas partes con una parsimonia rupestre pero también con una diligencia inconcebible a su edad, asediado por una muchedumbre de leprosos, ciegos y paralíticos que suplicaban de sus manos la sal de la salud, y políticos de letras y aduladores impávidos que lo proclamaban corregidor de los terremotos, los eclipses, los años bisiestos y otros errores de Dios, arrastrando por toda la casa sus grandes patas de elefante en la nieve mientras resolvía problemas de estado y asuntos domésticos con la misma simplicidad con que ordenaba que me quiten esta puerta de aquí y me la pongan allá, la quitaban, que me la vuelvan a poner, la ponían, que el reloj de la torre no diera las doce a las doce sino a las dos para que la vida pareciera más larga, se cumplía, sin un instante de vacilación, sin una pausa, salvo a la hora mortal de la siesta en que se refugiaba en la penumbra de las concubinas, elegía una por asalto, sin desvestirla ni desvestirse, sin cerrar la puerta, y en el ámbito de la casa se escuchaba entonces su resuello sin alma de marido urgente, el retintín anhelante de la espuela de oro, su llantito de perro, el espanto de la mujer que malgastaba su tiempo de amor tratando de quitarse de encima la mirada escuálida de los sietemesinos, sus gritos de lárguense de aquí,
váyanse a jugar en el patio que esto no lo pueden ver los niños, y era como si un ángel atravesara el cielo de la patria, se apagaban las voces, se paró la vida, todo el mundo quedó petrificado con el índice en los labios, sin respirar, silencio, el general está tirando, pero quienes mejor lo conocieron no confiaban ni siquiera en la tregua de aquel instante sagrado, pues siempre parecía que se desdoblaba, que lo vieron jugando dominó a las siete de la noche y al mismo tiempo lo habían visto prendiendo fuego a las bostas de vaca para ahuyentar los mosquitos en la sala de audiencias, ni nadie se alimentaba de ilusiones mientras no se apagaban las luces de las últimas ventanas y se escuchaba el ruido de estrépito de las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos del dormitorio presidencial, y se oía el golpe del cuerpo al derrumbarse de cansancio en el suelo de piedra, y la respiración de niño decrépito que se iba haciendo más profunda a medida que montaba la marea, hasta que las arpas nocturnas del viento acallaban las chicharras de sus tímpanos y un ancho maretazo de espuma arrasaba las calles de la rancia ciudad de los virreyes y los bucaneros e irrumpía en la casa civil por todas las ventanas como un tremendo sábado de agosto que hacía crecer percebes en los espejos y dejaba la sala de audiencias a merced de los delirios de los tiburones y rebasaba los niveles más altos de los océanos prehistóricos, y desbordaba la faz de la tierra, y el espacio y el tiempo, y sólo quedaba él solo flotando bocabajo en el agua lunar de sus sueños de ahogado solitario, con su uniforme de lienzo de soldado raso, sus polainas, su espuela de oro, y el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada. Aquel estar simultáneo en todas partes durante los años pedregosos que precedieron a su primera muerte, aquel subir mientras bajaba, aquel extasiarse en el mar mientras agonizaba de malos amores no eran un privilegio de su naturaleza, como lo proclamaban sus aduladores, ni una alucinación multitudinaria, como decían sus críticos, sino que era la suerte de contar con los servicios íntegros y la lealtad de perro de Patricio Aragonés, su doble perfecto, que había sido encontrado sin que nadie lo buscara cuando le vinieron con la novedad mi general de que una falsa carroza presidencial andaba por pueblos de indios haciendo un próspero negocio de suplantación, que habían visto los ojos taciturnos en la penumbra mortuoria, que habían visto los labios pálidos, la mano de novia sensitiva con un guante de raso que iba echando puñados de sal a los enfermos arrodillados en la calle, y que detrás de la carroza iban dos falsos oficiales de a caballo cobrando en moneda dura el favor de la salud, imagínese mi general, qué sacrilegio, pero él no dio ninguna orden contra el suplantador sino que había pedido que lo llevaran en secreto a la casa presidencial con la cabeza metida en un talego de fique para que no fueran a confundirlo, y entonces padeció la humillación de verse a sí mismo en semejante estado de igualdad, carajo, si este hombre soy yo, dijo, porque era en realidad como si lo fuera, salvo por la autoridad de la voz, que el otro no logró imitar nunca, y por la nitidez de las líneas de la mano en donde el arco de la vida se prolongaba sin tropiezos en torno a la base del pulgar, y si no lo hizo fusilar en el acto no fue por el interés de mantenerlo como suplantador oficial, pues esto se le ocurrió más tarde, sino porque lo inquietó la ilusión de que las cifras de su propio destino estuvieran escritas en la mano del impostor. Cuando se convenció de la vanidad de aquel sueño ya Patricio Aragonés había sobrevivido impasible a seis atentados, había adquirido la costumbre de arrastrar los pies aplanados a golpes de mazo, le zumbaban los oídos y le cantaba la potra en las madrugadas de invierno, y había aprendido a quitarse y a ponerse la espuela de oro como si se le enredaran las correas sólo por ganar tiempo en las audiencias mascullando carajo con estas hebillas que fabrican los herreros de Flandes que ni para eso sirven, y de bromista y lenguaraz que había sido cuando soplaba botellas en la carquesa de su padre se volvió meditativo y sombrío y no ponía atención a lo que le decían sino que escudriñaba la penumbra de los ojos para adivinar lo que no le decían, y nunca contestó a una pregunta sin antes preguntar a su vez y usted qué opina y de holgazán y vividor que había sido en el negocio de vender milagros se volvió diligente hasta el tormento y caminador implacable, se volvió tacaño y rapaz, se resignó a amar por asalto y a dormir en el suelo, vestido, bocabajo y sin almohada, y renunció a sus ínfulas precoces de identidad propia y a toda vocación hereditaria de veleidad dorada de simplemente soplar y hacer botellas, y afrontaba los riesgos más tremendos del poder poniendo primeras piedras donde nunca se había de poner la segunda, cortando cintas inaugurales en tierra de enemigos y soportando tantos sueños pasados por agua y tantos suspiros reprimidos de ilusiones imposibles al coronar sin apenas tocarlas a tantas y tan efímeras e inalcanzables reinas de la belleza, pues se había conformado para siempre con el destino raso de vivir un destino que no era el suyo, aunque no lo hizo por codicia ni convicción sino porque él le cambió la vida por el empleo vitalicio de impostor oficial con un sueldo nominal de cincuenta pesos mensuales y la ventaja de vivir como un rey sin la calamidad de serlo, qué más quieres. Aquella confusión de identidades alcanzó su tono mayor una noche de vientos largos en que él encontró a Patricio Aragonés suspirando hacia el mar en el vapor fragante de los jazmines y le preguntó con una alarma legítima si no le habían echado acónito en la comida que andaba a la deriva y como atravesado por un mal aire, y Patricio Aragonés le contestó que no mi general, que la vaina es peor, que el sábado había coronado a una reina de carnaval y había bailado con ella el primer vals y ahora no encontraba la puerta para salir de aquel recuerdo, porque era la mujer más hermosa de la tierra, de las que no se hicieron para uno mi general, si usted la viera, pero él replicó con un suspiro de alivio que qué carajo, ésas son vainas que le suceden a los hombres cuando están estreñidos de mujer, le propuso secuestrársela como hizo con tantas mujeres retrecheras que habían sido sus concubinas, te la pongo a la fuerza en la cama con cuatro hombres de tropa que la sujeten por los pies y las manos mientras tú te despachas con la cuchara grande, qué carajo, te la comes barbeada, le dijo, hasta las más estrechas se revuelcan de rabia al principio y después te suplican que no me deje así mi general como una triste pomarrosa con la semilla suelta, pero Patricio Aragonés no quería tanto sino que quería más, quería que lo quisieran, porque ésta es de las que saben de dónde son los cantantes mi general, ya verá que usted mismo lo va a ver cuando la vea, así que él le indicó como fórmula de alivio los senderos nocturnos de los cuartos de sus concubinas y lo autorizó para usarlas como si fuera él mismo, por asalto y de prisa y con la ropa puesta, y Patricio Aragonés se sumergió de buena fe en aquel cenagal de amores prestados creyendo que con ellos le iba a poner una mordaza a sus anhelos, pero era tanta su ansiedad que a veces se olvidaba de las condiciones del préstamo, se desbraguetaba por distracción, se demoraba en pormenores, tropezaba por descuido con las piedras ocultas de las mujeres más mezquinas, les desentrañaba los suspiros y las hacía reír de asombro en las tinieblas, qué bandido mi general, le decían, se nos está volviendo avorazado después de viejo, y desde entonces ninguno de ellos ni ninguna de ellas supo nunca cuál de los hijos de quién era hijo de quién, ni con quién, pues también los hijos de Patricio Aragonés como los suyos nacían sietemesinos. Así fue como Patricio Aragonés se convirtió en el hombre esencial del poder, el más amado y quizá también el más temido, y él dispuso de más tiempo para ocuparse de las fuerzas armadas con tanta atención como al principio de su mandato, no porque las fuerzas armadas fueran el sustento de su poder, como todos creíamos, sino al contrario, porque eran su enemigo natural más temible, de modo que les hacía creer a unos oficiales que estaban vigilados por los otros, les barajaba los destinos para impedir que se confabularan, dotaba a los cuarteles de ocho cartuchos de fogueo por cada diez legítimos y les mandaba pólvora revuelta con arena de playa mientras él mantenía el parque bueno al alcance de la mano en un depósito de la casa presidencial cuyas llaves cargaba en una argolla con otras llaves sin copias de otras puertas que nadie más podía franquear, protegido por la sombra tranquila de mi compadre de toda la vida el general Rodrigo de Aguilar, un artillero de academia que era además su ministro de la defensa y al mismo tiempo comandante de las guardias presidenciales, director de los servicios de seguridad del estado y uno de los muy pocos mortales que estuvieron autorizados para ganarle a él una partida de dominó, porque había perdido el brazo derecho tratando de desmontar una carga de dinamita minutos antes de que la berlina presidencial pasara por el sitio del atentado. Se sentía tan seguro con el amparo del general Rodrigo de Aguilar y la asistencia de Patricio Aragonés, que empezó a descuidar sus presagios de conservación y se fue haciendo cada vez más visible, se atrevió a pasear por la ciudad con sólo un edecán en un carricoche sin insignias contemplando por entre los visillos la catedral arrogante de piedra dorada que él había declarado por decreto la más bella del mundo, atisbaba las mansiones antiguas de calicanto con portales de tiempos dormidos y girasoles vueltos hacia el mar, las calles adoquinadas con olor de pabilo del barrio de los virreyes, las señoritas lívidas que hacían encaje de bolillo con una decencia ineluctable entre los tiestos de claveles y los colgajos de trinitarias de la luz de los balcones, el convento ajedrezado de las vizcaínas con el mismo ejercicio de clavicordio a las tres de la tarde con que habían celebrado el primer paso del cometa, atravesó el laberinto babélico del comercio, su música mortífera, los lábaros de billetes de lotería, los carritos de guarapo, los sartales de huevos de iguana, los baratillos de los turcos descoloridos por el sol, el lienzo pavoroso de la mujer que se había convertido en alacrán por desobedecer a sus padres, el callejón de miseria de las mujeres sin hombres que salían desnudas al atardecer a comprar corbinas azules y pargos rosados y a mentarse la madre con las verduleras mientras se les secaba la ropa en los balcones de maderas bordadas, sintió el viento de mariscos podridos, la luz cotidiana de los pelícanos a la vuelta de la esquina, el desorden de colores de las barracas de los negros en los promontorios de la bahía, y de pronto, ahí está, el puerto, ay, el puerto, el muelle de tablones de esponja, el viejo acorazado de los infantes más largo y más sombrío que la verdad, la estibadora negra que se apartó demasiado tarde para dar paso al cochecito despavorido y se sintió tocada de muerte por la visión del anciano crepuscular que contemplaba el puerto con la mirada más triste del mundo, es él, exclamó asustada, que viva el macho, gritó, que viva, gritaban los hombres, las mujeres, los niños que salían corriendo de las cantinas y las fondas de chinos, que viva, gritaban los que trabaron las patas de los caballos y bloquearon el coche para estrechar la mano del poder, una maniobra tan certera e imprevista que él apenas tuvo tiempo de apartar el brazo armado del edecán reprendiéndolo con voz tensa, no sea pendejo, teniente, déjelos que me quieran, tan exaltado con aquel arrebato de amor y con otros semejantes de los días siguientes que al general Rodrigo de Aguilar le costó trabajo quitarle la idea de pasearse en una carroza descubierta para que puedan verme de cuerpo entero los patriotas de la patria, qué carajo, pues él ni siquiera sospechaba que el asalto del puerto había sido espontáneo pero que los siguientes fueron organizados por sus propios servicios de seguridad para complacerlo sin riesgos, tan engolosinado con los aires de amor de las vísperas de su otoño que se atrevió a salir de la ciudad después de muchos años, volvió a poner en marcha el viejo tren pintado con los colores de la bandera que se trepaba gateando por las cornisas de su vasto reino de pesadumbre, abriéndose paso por entre ramazones de orquídeas y balsaminas amazónicas, alborotando micos, aves del paraíso, leopardos dormidos sobre los rieles, hasta los pueblos glaciales y desiertos de su páramo natal en cuyas estaciones lo esperaban con bandas de músicas lúgubres, le tocaban campanas de muerto, le mostraban letreros de bienvenida al patricio sin nombre que está sentado a la diestra de la Santísima Trinidad, le reclutaban indios deshalagados de las veredas que bajaban a conocer el poder oculto en la penumbra fúnebre del vagón presidencial, y los que conseguían acercarse no veían nada más que los ojos atónitos detrás de los cristales polvorientos, veían los labios trémulos, la palma de una mano sin origen que saludaba desde el limbo de la gloria, mientras alguien de la escolta trataba de apartarlo de la ventana, tenga cuidado, general, la patria lo necesita, pero él replicaba entre sueños no te preocupes, coronel, esta gente me quiere, lo mismo en el tren de los páramos que en el buque fluvial de rueda de madera que iba dejando un rastro de valses de pianola por entre la fragancia dulce de gardenias y salamandras podridas de los afluentes ecuatoriales, eludiendo carcachas de dragones prehistóricos, islas providenciales donde se echaban a parir las sirenas, atardeceres de desastres de inmensas ciudades desaparecidas, hasta los caseríos ardientes y desolados cuyos habitantes se asomaban a la orilla para ver el buque de madera pintado con los colores de la patria y apenas si alcanzaban a distinguir una mano de nadie con un guante de raso que saludaba desde la ventana del camarote presidencial, pero él veía los grupos de la orilla que agitaban hojas de malanga a falta de banderas, veía los que se echaban al agua con una danta viva, un ñame gigantesco como una pata de elefante, un huacal de gallinas de monte para la olla del sancocho presidencial, y suspiraba conmovido en la penumbra eclesiástica del camarote, mírelos cómo vienen, capitán, mire cómo me quieren. En diciembre, cuando el mundo del Caribe se volvía de vidrio, subía en el carricoche por las cornisas de rocas hasta la casa encaramada en la cumbre de los arrecifes y se pasaba la tarde jugando dominó con los

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