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Authors: Gabriel García Márquez

El otoño del patriarca (15 page)

de Leticia Nazareno y el niño sin darnos tiempo de disparar por miedo de matarlos a ellos que parecía como si estuvieran ahogándose junto con los perros en un torbellino de infierno, sólo veíamos los celajes instantáneos de unas manos efímeras tendidas hacia nosotros mientras el resto del cuerpo iba desapareciendo a pedazos, veíamos unas expresiones fugaces e inasibles que a veces eran de terror, a veces eran de lástima, a veces de júbilo, hasta que acabaron de hundirse en el remolino de la rebatiña y sólo quedó flotando el sombrero de violetas de fieltro de Leticia Nazareno ante el horror impasible de las verduleras totémicas salpicadas de sangre caliente que rezaban Dios mío, esto no sería posible si el general no lo quisiera, o por lo menos si no lo supiera, para deshonra eterna de la guardia presidencial que sólo pudo rescatar sin disparar un tiro los puros huesos dispersos entre las legumbres ensangrentadas, nada más mi general, lo único que encontramos fueron estas medallas del niño, el sable sin las borlas, los zapatos de cordobán de Leticia Nazareno que nadie sabe por qué aparecieron flotando en la bahía como a una legua del mercado, el collar de vidrios de colores, el monedero de malla de almófar que aquí le entregamos en su propia mano mi general, junto con estas tres llaves, el anillo matrimonial de oro renegrido y estos cincuenta centavos en monedas de a diez que pusieron sobre el escritorio para que él las contara, y nada más mi general, era todo cuanto quedaba de ellos. A él le habría dado igual que quedara más, o que quedara menos, si hubiera sabido entonces que no eran muchos ni muy difíciles los años que le harían falta para exterminar hasta el último vestigio del recuerdo de aquel miércoles inevitable, lloró de rabia, despertó gritando de rabia atormentado por los ladridos de los perros que pasaron la noche en las cadenas del patio mientras él decidía qué hacemos con ellos mi general, preguntándose aturdido si matar a los perros no seria otra manera de matar de nuevo en sus entrañas a Leticia Nazareno y al niño, ordenó derribar la cúpula de hierro del mercado de legumbres y construir en su lugar un jardín de magnolias y codornices con una cruz de mármol con una luz más alta y más intensa que la del faro para perpetuar en la memoria de las generaciones futuras hasta el fin de los siglos el recuerdo de una mujer histórica que él mismo había olvidado mucho antes de que el monumento fuera demolido por una explosión nocturna que nadie reivindicó, y a las magnolias se las comieron los cerdos y el jardín memorable quedó convertido en un muladar de cieno pestilente que él no conoció, no sólo porque había ordenado al chófer presidencial que eludiera el paso por el antiguo mercado de legumbres aunque tengas que darle la vuelta al mundo, sino porque no volvió a salir a la calle desde que mandó las oficinas para los edificios de vidrios solares de los ministerios y se quedó sólo con el personal mínimo para vivir en la casa desmantelada donde no quedaba entonces por orden suya ni el vestigio menos visible de tus urgencias de reina, Leticia, se quedó vagando en la casa vacía sin más oficio conocido que las consultas eventuales de los altos mandos o la decisión final de un consejo de ministros difícil o las visitas perniciosas del embajador Wilson que solía acompañarlo hasta bien entrada la tarde bajo la fronda de la ceiba y le llevaba caramelos de Baltimore y revistas con cromos de mujeres desnudas para tratar de convencerle de que le diera las aguas territoriales a buena cuenta de los servicios descomunales de la deuda externa, y él lo dejaba hablar, aparentaba oír menos o más de lo que podía oír en realidad según sus conveniencias, se defendía de su labia oyendo el coro de la pajarita pinta paradita en el verde limón en la cercana escuela de niñas, lo acompañaba hasta las escaleras con las primeras sombras tratando de explicarle que podía llevarse todo lo que quisiera menos el mar de mis ventanas, imagínese, qué haría yo solo en esta casa tan grande si no pudiera verlo ahora como siempre a esta hora como una ciénaga en llamas, qué haría sin los vientos de diciembre que se meten ladrando por los vidrios rotos, cómo podría vivir sin las ráfagas verdes del faro, yo que abandoné mis páramos de niebla y me enrolé agonizando de calenturas en el tumulto de la guerra federal, y no crea usted que lo hice por el patriotismo que dice el diccionario, ni por espíritu de aventura, ni menos porque me importaran un carajo los principios federalistas que Dios tenga en su santo reino, no mi querido Wilson, todo eso lo hice por conocer el mar, de modo que piense en otra vaina, decía, lo despedía en la escalera con una palmadita en el hombro, regresaba encendiendo las lámparas de los salones desiertos de las antiguas oficinas donde una de esas tardes encontró una vaca extraviada, la espantó hacia las escaleras y el animal tropezó con los remiendos de las alfombras y se fue de bruces y cayó peloteando y se desnucó en las escaleras para gloria y sustento de los leprosos que se precipitaron a destrozarla, pues los leprosos habían vuelto después de la muerte de Leticia Nazareno y estaban otra vez con los ciegos y los paralíticos esperando de sus manos la sal de la salud en los rosales silvestres del patio, él los oía cantar en noches de estrellas, cantaba con ellos la canción de Susana ven Susana de sus tiempos de gloria, se asomaba por las claraboyas del granero a las cinco de la tarde para ver la salida de las niñas de la escuela y se quedaba extasiado con los delantales azules, las medias tobilleras, las trenzas, madre, corríamos asustadas de los ojos de tísico del fantasma que nos llamaba por entre los barrotes de hierro con los dedos rotos del guante de trapo, niña, niña, nos llamaba, ven que te tiente, las veía escapar despavoridas pensando madre mía Bendición Alvarado qué jóvenes que son las jóvenes de ahora, se reía de sí mismo, pero se volvía a reconciliar consigo mismo cuando su médico personal el ministro de la salud le examinaba la retina con una lupa cada vez que lo invitaba a almorzar, le contaba el pulso, quería obligarlo a tomar cucharadas de ceregén para taparme los sumideros de la memoria, qué vaina, cucharadas a mí que no he tenido más tropiezos en esta vida que las tercianas de la guerra, a la mierda doctor, se quedó comiendo solo en la mesa sola con las espaldas vueltas hacia el mundo como el erudito embajador Maryland le había dicho que comían los reyes de Marruecos, comía con el tenedor y el cuchillo y la cabeza erguida de acuerdo con las normas severas de una maestra olvidada, recorría la casa entera buscando los frascos de miel cuyos escondites se le perdían a las pocas horas y encontraba por equivocación los pitillos de márgenes de memoriales que él escribía en otra época para no olvidar nada cuando ya no pudiera acordarse de nada, leyó en uno que mañana es martes, leyó que había una cifra en tu blanco pañuelo roja cifra de un nombre que no era el tuyo mi dueño, leyó intrigado Leticia Nazareno de mi alma mira en lo que he quedado sin ti, leía Leticia Nazareno por todas partes sin poder entender que alguien fuera tan desdichado para dejar aquel reguero de suspiros escritos, y sin embargo era mi letra, la única caligrafía de mano izquierda que se encontraba entonces en las paredes de los excusados donde escribía para consolarse que viva el general, que viva, carajo, curado de raíz de la rabia de haber sido el más débil de los militares de tierra mar y aire por una prófuga de clausura de la cual no quedaba sino el nombre escrito a lápiz en tiras de papel como él lo había resuelto cuando ni siquiera quiso tocar las cosas que los edecanes pusieron sobre el escritorio y ordenó sin mirarlas que se lleven esos zapatos, esas llaves, todo cuanto pudiera evocar la imagen de sus muertos, que pusieran todo lo que fue de ellos dentro del dormitorio de sus siestas desaforadas y tapiaran las puertas y las ventanas con la orden final de no entrar en ese cuarto ni por orden mía, carajo, sobrevivió al escalofrío nocturno de los aullidos de pavor de los perros encadenados en el patio durante muchos meses porque pensaba que cualquier daño que les hiciera podía dolerle a sus muertos, se abandonó en la hamaca, temblando de la rabia de saber quiénes eran los asesinos de su sangre y tener que soportar la humillación de verlos en su propia casa porque en aquel momento carecía de poder contra ellos, se había opuesto a cualquier clase de honores póstumos, había prohibido las visitas de pésame, el luto, esperaba su hora meciéndose de rabia en la hamaca a la sombra de la ceiba tutelar donde mi último compadre le había expresado el orgullo del mando supremo por la serenidad y el orden con que el pueblo sobrellevó la tragedia, y él apenas sonrió, no sea pendejo compadre, qué serenidad ni qué orden, lo que pasa es que a la gente no le ha importado un carajo esta desgracia, repasaba el periódico al derecho y al revés buscando algo más que las noticias inventadas por sus propios servicios de prensa, se hizo poner la radiola al alcance de la mano para escuchar la misma noticia desde Veracruz hasta Riobamba que las fuerzas del orden estaban sobre la pista segura de los autores del atentado, y él murmuraba cómo no, hijos de la tarántula, que los habían identificado sin la menor duda, cómo no, que los tenían acorralados con fuego de mortero en una casa de tolerancia de los suburbios, ahí está, suspiró, pobre gente, pero permaneció en la hamaca sin traslucir ni una luz de su malicia rogando madre mía Bendición Alvarado dame vida para este desquite, no me sueltes de tu mano, madre, inspírame, tan seguro de la eficacia de la súplica que lo encontramos repuesto de su dolor cuando los comandantes del estado mayor responsables del orden público y de la seguridad del estado vinimos a comunicarle la novedad de que tres de los autores del crimen habían sido muertos en combate con la fuerza pública y los otros dos estaban a disposición de mi general en los calabozos de San Jerónimo, y él dijo ajá, sentado en la hamaca con la jarra de jugos de fruta de la cual nos sirvió un vaso para cada uno con pulso sereno de buen tirador, más sabio y solícito que nunca, hasta el punto de que adivinó mis ansias de encender un cigarrillo y me concedió la licencia que no había concedido hasta entonces a ningún militar en servicio, bajo este árbol todos somos iguales, dijo, y escuchó sin rencor el informe minucioso del crimen del mercado, cómo habían sido traídos de Escocia en remesas separadas ochenta y dos perros de presa recién nacidos de los cuales habían muerto veintidós en el curso de la crianza y sesenta habían sido mal educados para matar por un maestro escocés que les inculcó un odio criminal no sólo contra los zorros azules sino contra la propia persona de Leticia Nazareno y el niño valiéndose de estas prendas de vestir que habían sustraído poco a poco de los servicios de lavandería de la casa civil, valiéndose de este corpiño de Leticia Nazareno, este pañuelo, estas medias, este uniforme completo del niño que exhibimos ante él para que los reconociera, pero sólo dijo ajá, sin mirarlos, le explicamos cómo los sesenta perros habían sido entrenados inclusive para no ladrar cuando no debían, los acostumbraron al gusto de la carne humana, los mantuvieron encerrados sin ningún contacto con el mundo durante los años difíciles de la enseñanza en una antigua granja de chinos a siete leguas de esta ciudad capital donde tenían imágenes de bulto de tamaño humano con ropas de Leticia Nazareno y el niño a quienes los perros conocían además por estos retratos originales y estos recortes de periódicos que le mostramos pegados en un álbum para que mi general aprecie mejor la perfección del trabajo que habían hecho esos bastardos, lo que sea de cada quién, pero él sólo dijo ajá, sin mirarlos, le explicamos por último que los sindicados no actuaban de su cuenta, por supuesto, sino que eran agentes de una hermandad subversiva con base en el exterior cuyo símbolo era esta pluma de ganso cruzada con un cuchillo, ajá, todos ellos fugitivos de la justicia penal militar por otros delitos anteriores contra la seguridad del estado, estos tres que son los muertos cuyos retratos le mostramos en el álbum con el número de la respectiva ficha policial colgada del cuello, y estos dos que son los vivos encarcelados a la espera de la decisión última e inapelable de mi general, los hermanos Mauricio y Gumaro Ponce de León, de 28 y 23 años, el primero desertor del ejército sin empleo ni domicilio conocidos y el segundo maestro de cerámica en la escuela de artes y oficios, y ante los cuales dieron los perros tales muestras de familiaridad y alborozo que eso hubiera bastado como prueba de culpa mi general, y él sólo dijo ajá, pero citó con honores en el orden del día a los tres oficiales que llevaron a término la investigación del crimen y les impuso la medalla del mérito militar por servicios a la patria en el curso de una ceremonia solemne en la cual constituyó el consejo de guerra sumario que juzgó a los hermanos Mauricio y Gumaro Ponce de León y los condenó a morir fusilados dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes, a menos de obtener el beneficio de su clemencia mi general, usted manda. Permaneció absorto y solo en la hamaca, insensible a las súplicas de gracia del mundo entero, oyó en la radiola el debate estéril de la Sociedad de Naciones, oyó insultos de los países vecinos y algunas adhesiones distantes, oyó con igual atención las razones tímidas de los ministros partidarios de la piedad y los motivos estridentes de los partidarios del castigo, se negó a recibir al nuncio apostólico con un mensaje personal del papa en el cual expresaba su inquietud pastoral por la suerte de las dos ovejas descarriadas, oyó los partes de orden público de todo el país alterado por su silencio, oyó tiros remotos, sintió el temblor de tierra de la explosión sin origen de un barco de guerra fondeado en la bahía, once muertos mi general, ochenta y dos heridos y la nave fuera de servicio, de acuerdo, dijo él, contemplando desde la ventana del dormitorio la hoguera nocturna en la ensenada del puerto mientras los dos condenados a muerte empezaban a vivir la noche de sus vísperas en la capilla ardiente de la base de San Jerónimo, él los recordó a esa hora como los había visto en los retratos con las cejas erizadas de la madre común, los recordó trémulos, solos, con las tablillas de los números sucesivos colgadas del cuello bajo el foco siempre encendido de la celda de agonía, se sintió pensado por ellos, se supo necesitado, requerido, pero no había hecho un gesto mínimo que permitiera vislumbrar el
rumbo de su voluntad cuando acabó de repetir los actos de rutina de una jornada más en su vida y se despidió del oficial de servicio que había de permanecer en vela frente al dormitorio para llevar el recado de su decisión a cualquier hora en que él la tomara antes de los primeros gallos, se despidió al pasar sin mirarlo, buenas noches, capitán, colgó la lámpara en el dintel, pasó las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos, se sumergió bocabajo en un sueño alerta a través de cuyos tabiques frágiles siguió oyendo los ladridos ansiosos de los perros en el patio, las sirenas de las ambulancias, los petardos, las ráfagas de música de alguna fiesta equívoca en la noche intensa de la ciudad sobrecogida por el rigor de la sentencia, despertó con las campanas de las doce en la catedral, volvió a despertar a las dos, volvió a despertar antes de las tres con la crepitación de la llovizna en las alambreras de las ventanas, y entonces se levantó del suelo con aquella enorme y ardua maniobra de buey de primero las ancas y después las patas delanteras y por último la cabeza aturdida con un hilo de baba en los belfos y ordenó en primer término al oficial de guardia que se llevaran esos perros donde yo no pueda oírlos bajo el amparo del gobierno hasta su extinción natural, ordenó en segundo término la libertad sin condiciones de los soldados de la escolta de Leticia Nazareno y el niño, y ordenó por último que los hermanos Mauricio y Gumaro Ponce de León fueran ejecutados tan pronto como se conozca esta mi decisión suprema e inapelable, pero no en el paredón de fusilamiento, como estaba previsto, sino que fueron sometidos al castigo en desuso del descuartizamiento con caballos y sus miembros fueron expuestos a la indignación pública y al horror en los lugares más visibles de su desmesurado reino de pesadumbre, pobres muchachos, mientras él arrastraba sus grandes patas de elefante mal herido suplicando de rabia madre mía Bendición Alvarado, asísteme, no me dejes de tu mano, madre, permíteme encontrar el hombre que me ayude a vengar esta sangre inocente, un hombre providencial que él había imaginado en los desvaríos del rencor y que buscaba con una ansiedad irresistible en el trasfondo de los ojos que encontraba a su paso, trataba de descubrirlo agazapado en los registros más sutiles de las voces, en los impulsos del corazón, en las rendijas menos usadas de la memoria, y había perdido la ilusión de encontrarlo cuando se descubrió a sí mismo fascinado por el hombre más deslumbrante y altivo que habían visto mis ojos, madre, vestido como los godos de antes con una chaqueta de Henry Pool y una gardenia en el ojal, con unos pantalones de Pecover y un chaleco de brocados con visos de plata que había lucido con su elegancia natural en los salones más difíciles de Europa cabestreando con una traílla un dobermann taciturno del tamaño de un novillo con ojos humanos, José Ignacio Sáenz de la Barra para servir a su excelencia, se presentó, el último vástago suelto de nuestra aristocracia demolida por el viento arrasador de los caudillos federales, barrida de la faz de la patria con sus áridos sueños de grandeza y sus mansiones vastas y melancólicas y su acento francés, un espléndido cabo de raza sin más fortuna que sus 32 años, siete idiomas, cuatro marcas de tiro al pichón en Dauville, sólido, esbelto, color de hierro, cabello mestizo con la raya en el medio y un mechón blanco pintado, los labios lineales de la voluntad eterna, la mirada resuelta del hombre providencial que fingía jugar al cricket con el bastón de cerezo para que le tomaran un retrato de colores con el fondo de primaveras idílicas de los gobelinos de la sala de fiestas, y en el instante en que él lo vio exhaló un suspiro de alivio y se dijo éste es, y ése era. Se puso a su servicio con el compromiso simple de que usted me entrega un presupuesto de ochocientos cincuenta millones sin tener que rendirle cuentas a nadie y sin más autoridad por encima de mí que su excelencia y yo le entrego en el curso de dos años las cabezas de los asesinos reales de Leticia Nazareno y el niño, y él aceptó, de acuerdo, convencido de su lealtad y su eficacia al cabo de las muchas pruebas difíciles a que lo había sometido para escrutarle los vericuetos del ánimo y conocer los límites de su voluntad y las grietas de su carácter antes de decidirse a ponerle en las manos las llaves de su poder, lo sometió a la prueba final de las partidas inclementes de dominó en las que José Ignacio Sáenz de la Barra se impuso la temeridad de ganar sin licencia, y ganó, pues era el hombre más valiente que habían visto mis ojos, madre, tenía una paciencia sin esquinas, sabía todo, conocía setenta y dos maneras de preparar el café, distinguía el sexo de los mariscos, sabía leer música y escritura para ciegos, se quedaba mirándome a los ojos, sin hablar, y yo no sabia qué hacer ante aquel rostro indestructible, aquellas manos ociosas apoyadas en el pomo del bastón de cerezo con una piedra de aguas matinales en el anular, aquel perrazo acostado a sus pies vigilante y feroz dentro de la envoltura de terciopelo vivo de su piel dormida, aquella fragancia de sales de baño del cuerpo inmune a la ternura y a la muerte del hombre más hermoso y con mayor dominio que vieron mis ojos cuando tuvo la valentía de decirme que yo no era un militar sino por conveniencia, porque los militares son todo lo contrario de usted, general, son hombres de ambiciones inmediatas y fáciles, les interesa el mando más que el poder y no están al servicio de algo sino de alguien, y por eso es tan fácil utilizarlos, dijo, sobre todo a los unos contra los otros, y no se me ocurrió nada más que sonreír persuadido de que no habría podido ocultar su pensamiento ante aquel hombre deslumbrante a quien dio más poder del que nadie tuvo bajo su régimen después de mi compadre el general Rodrigo de Aguilar a quien Dios tenga en su santa diestra, lo hizo dueño absoluto de un imperio secreto dentro de su propio imperio privado, un servicio invisible de represión y exterminio que no sólo carecía de una identidad oficial sino que inclusive era difícil creer en su existencia real, pues nadie respondía de sus actos, ni tenía un nombre, ni un sitio en el mundo, y sin embargo era una verdad pavorosa que se había impuesto por el terror sobre los otros órganos de represión del estado desde mucho antes de que su origen y su naturaleza inasible fueran establecidos a ciencia cierta por el mando supremo, ni usted mismo previo el alcance de aquella máquina de horror mi general, ni yo mismo pude sospechar que en el instante en que aceptó el acuerdo quedé a merced del encanto irresistible y el ansia tentacular de aquel bárbaro vestido de príncipe que me mandó a la casa presidencial un costal de fique que parecía lleno de cocos y él ordenó que lo pongan por ahí donde no estorbe en un armario de papeles de archivo empotrado en el muro, lo olvidó, y al cabo de tres días era imposible vivir por el tufo de mortecina que atravesaba las paredes y empañaba de un vapor pestilente la luna de los espejos, buscábamos el hedor en la cocina y lo encontrábamos en los establos, lo espantaban con sahumerios de las oficinas y les salía al encuentro en la sala de audiencias, saturó con sus efluvios de rosal de podredumbre los resquicios más recónditos a donde no llegaron ni escondidos en otras fragancias los hálitos más tenues de la sarna de los aires nocturnos de la peste, y estaba en cambio donde menos lo habíamos buscado en el costal que parecía de cocos que José Ignacio Sáenz de la Barra había mandado como primer abono del acuerdo, seis cabezas cortadas con el certificado de defunción respectivo, la cabeza del patricio ciego de la edad de piedra don Nepomuceno Estrada, 94 años, último veterano de la guerra grande y fundador del partido radical, muerto según certificado adjunto el 14 de mayo a consecuencia de un colapso senil, la cabeza del doctor Nepomuceno Estrada de la Fuente, hijo del anterior, 57 años, médico homeópata, muerto según certificado adjunto en la misma fecha que su padre a consecuencia de una trombosis coronaria, la cabeza de Eliécer Castor, 21 años, estudiante de letras, muerto según certificado adjunto a consecuencia de diversas heridas de arma punzante en un pleito de cantina, la cabeza de Lídice Santiago, 32 años, activista clandestina, muerta según certificado adjunto a consecuencia de un aborto provocado, la cabeza de Roque Pinzón, alias Jacinto el invisible, 38 años, fabricante de globos de colores, muerto en la misma fecha que la anterior a consecuencia de una intoxicación etílica, la cabeza de Natalicio Ruiz, secretario del movimiento clandestino 17 de octubre, 30 años, muerto según certificado adjunto a consecuencia de un tiro de pistola que se disparó en el paladar por desilusión en amores, seis en total, y el correspondiente recibo que él firmó con la bilis revuelta por el olor y el horror pensando madre mía Bendición Alvarado este hombre es una bestia, quién lo hubiera imaginado con sus ademanes místicos y su flor en el ojal, le ordenó que no me mande más tasajo, Nacho, me basta con su palabra, pero Sáenz de la Barra le replicó que aquél era un negocio de hombres, general, si usted no tiene hígados para verle la cara a la verdad aquí tiene su oro y tan amigos como siempre, qué vaina, por mucho menos que eso él hubiera hecho fusilar a su madre, pero se mordió la lengua, no es para tanto, Nacho, dijo, cumpla con su deber, así que las cabezas siguieron llegando en aquellos tenebrosos costales de fique que parecían de cocos y él ordenaba con las tripas torcidas que se los lleven lejos de aquí mientras se hacía leer los pormenores de los certificados de defunción para firmar los recibos, de acuerdo, había firmado por novecientas dieciocho cabezas de sus opositores más encarnizados la noche en que soñó que se veía a si mismo convertido en un animal de un solo dedo que iba dejando un rastro de huellas digitales en una llanura de cemento fresco, despertaba con un relente de hiel, sorteaba la desazón del alba sacando cuentas de cabezas en el estercolero de recuerdos agrios de las cuadras de ordeño, tan abstraído en sus cavilaciones de viejo que confundía el zumbido de los tímpanos con el rumor de los insectos en la hierba podrida pensando madre mía Bendición Alvarado cómo es posible que sean tantas y todavía no llegaban las de los verdaderos culpables, pero Sáenz de la Barra le había hecho notar que por cada seis cabezas se producen sesenta enemigos y por cada sesenta se producen seiscientos y después seis mil y después seis millones, todo el país, carajo, no acabaremos nunca, y Sáenz de la Barra le replicó impasible que durmiera tranquilo general, acabaremos cuando ellos se acaben, qué bárbaro. Nunca tuvo un instante de incertidumbre, nunca dejó un resquicio para una alternativa, se apoyaba en la fuerza oculta del dobermann en eterno acecho que era el único testigo de las audiencias a pesar de que él trató de impedirlo desde la primera vez en que vio llegar a José Ignacio Sáenz de la Barra cabestreando el animal de nervios azogados que sólo obedecía a la maestranza imperceptible del hombre más gallardo pero también el menos complaciente que habían visto mis ojos, deje ese perro fuera, le ordenó, pero Sáenz de la Barra le contestó que no, general, no hay un lugar del mundo donde yo pueda entrar que no entre Lord Kóchel, de modo que entró, permanecía dormido a los pies del amo mientras sacaban cuentas de rutina de cabezas cortadas pero se incorporaba con un palpito anhelante cuando las cuentas se volvían ásperas, sus ojos femeninos me estorbaban para pensar, me estremecía su aliento humano, lo vi alzarse de pronto con el hocico humeante con un borboriteo de marmita cuando él dio un golpe de rabia en la mesa porque encontró en el saco de cabezas la de uno de sus antiguos edecanes que además fue su compinche de dominó durante muchos años, carajo, se acabó la vaina, pero Sáenz de la Barra lo convencía siempre, no tanto con argumentos como con su dulce inclemencia de domador de perros cimarrones, se reprochaba a si mismo la sumisión al único mortal que se atrevió a tratarlo como a un vasallo, se rebelaba a solas contra su imperio, decidía sacudirse de aquella servidumbre que iba saturando poco a poco el espacio de su autoridad, ahora mismo se acaba esta vaina, carajo, decía, que al fin y al cabo Bendición Alvarado no me parió para recibir órdenes sino para mandar, pero sus determinaciones nocturnas fracasaban en el instante en que Sáenz de la Barra entraba en la oficina y él sucumbía al deslumbramiento de los modales tenues de la gardenia natural de la voz pura de las sales aromáticas de las mancuernas de esmeralda de los puños de par afina del bastón sereno de la hermosura seria del hombre más apetecible y más insoportable que habían visto mis ojos, no es para tanto, Nacho, le reiteraba, cumpla con su deber, y seguía recibiendo los costales de cabezas, firmaba los recibos sin mirarlos, se hundía sin asideros en las arenas movedizas de su poder preguntándose a cada paso de cada amanecer de cada mar qué sucede en el mundo que van a ser las once y no hay un alma en esta casa de cementerio, quién vive, preguntaba, sólo él, dónde estoy que no me encuentro, decía, dónde están las recuas de ordenanzas descalzos que descargaban los burros de hortalizas y los huacales de gallinas en los corredores, dónde están los charcos de agua sucia de mis mujeres lenguaraces que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y lavaban las jaulas y sacudían alfombras en los balcones cantando al compás de las escobas de ramas secas la canción de Susana ven Susana tu amor quiero gozar, dónde están mis sietemesinos escuálidos que se cagaban detrás de las puertas y pintaban dromedarios de orín en las paredes de la sala de audiencias, qué se hizo mi escándalo de funcionarios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios, mi tráfico de putas y soldados en los retretes, el despelote de mis perros callejeros que correteaban ladrando a los diplomáticos, quién me ha vuelto a quitar mis paralíticos de las escaleras, mis leprosos de los rosales, mis aduladores impávidos de todas partes, apenas si atisbaba a sus últimos compadres del mando supremo detrás del cerco compacto de los nuevos responsables de su seguridad personal, apenas si le daban ocasión de intervenir en los consejos de los nuevos ministros nombrados a instancias de alguien que no era él, seis doctores de letras de levitas fúnebres y cuellos de paloma que se anticipaban a su pensamiento y decidían los asuntos del gobierno sin consultarlos conmigo si al fin y al cabo el gobierno soy yo, pero

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