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Authors: Brian Lumley

El origen del mal (70 page)

Durante unos momentos Shaithis se quedó desorientado; de haber sido un señor, o incluso el más bajo de sus lugartenientes, habría conseguido abrirse paso. Por fin, con una sarcástica sonrisa y un ademán de la cabeza, reveló que había comprendido quién era el hombre que se encontraba atrapado.

—¡Karl!

La sonrisa del vampiro desapareció de su rostro con la misma rapidez con que había aparecido.

—Un habitante de los infiernos. ¡Yo tengo que arreglar cuentas con los habitantes de los infiernos!

Apartó los bloques de piedra y masas cartilaginosas extrañamente fusionadas y abriéndose paso en medio de la oscuridad consiguió sacar a Vyotsky. Su trato con el ruso no fue especialmente amable, máxime teniendo en cuenta que Vyotsky tenía las piernas rotas por debajo de las rodillas y que gritaba a más y mejor:

—¡No, no! ¡Oh, Dios… mis piernas!

Shaithis lo movía sin piedad hasta que sus ojos pareció que iba a salírsele de las órbitas.

—¿Tus piernas? —le dijo con voz sibilante—. ¿Tus piernas? Pero, hombre, fíjate en mí.

Dejó a Vyotsky sentado en una piedra plana y dejó caer su capa para que quedara al descubierto su cuerpo maltrecho, al tiempo que se volvía lentamente para que el otro pudiera inspeccionarlo. Pese a que el ruso temblaba de dolor, no pudo por menos de dar un respingo al hacerse cargo de las heridas de Shaithis.

—Sí —asintió Shaithis—, es terrible, ¿verdad?

Pero Vyotsky no dijo nada y continuó sentado donde estaba, muy erguido, apuntalándose en la superficie de la roca con las palmas de las manos. De este modo ejercía una cierta presión en las piernas, que le temblaban como si fueran de gelatina.

—Y ahora, Karl —le dijo Shaithis, mirándolo abiertamente a la cara—, creo recordar una conversación que tuvimos la vez aquella en la que estuvimos a punto de atrapar a tus amigos de la Tierra de los Infiernos, antes de que interviniera el Habitante. ¿Te acuerdas?

Vyotsky no dijo nada y pensó que ojalá pudiera desmayarse en aquel momento, si bien no se atrevía a fingirlo. Sus sufrimientos eran atroces, pero sabía que, si ahora se derrumbaba, lo más probable es que no volviera a despertarse nunca más. Jadeó y cerró los ojos, una nueva oleada de dolor subía por su cuerpo como si sus piernas maltrechas proyectaran una llamarada de fuego.

—¿No lo recuerdas? —dijo Shaithis con fingida sorpresa, al tiempo que levantaba su guantelete, cerraba y abría la mano y desplegaba ante los ojos del ruso, para que pudiera examinarlas detenidamente, las docenas de hojas mortíferas del arma que tenía en ella.

Un solo golpe del guantelete podía desollar totalmente la cara de una persona. Esto era algo que Vyotsky sabía muy bien. O podía rebanarle el cráneo y dejárselo pelado como un huevo.

—Pues bien, yo sí lo recuerdo —prosiguió el vampiro—, y creo recordar que te advertí qué haría contigo si alguna vez tratabas de huir de mi lado. Te dije que te entregaría a mi guerrero favorito, salvo el corazón, que pensaba reservármelo para mí. Seguro que lo recordarás, ¿verdad?

Los ojos de Vyotsky estaban ahora muy abiertos y sus labios temblaban como para ponerse a tono con el desmesurado esfuerzo de sus brazos.

—¡Lástima que ya no tenga ningún guerrero y que no pueda mantener la promesa! —dijo Shaithis—. De lo contrario lo haría, puedes creerme. Claro que nosotros no sabemos que tú estuvieses huyendo. Pero resulta que también recuerdo haberle dicho a Gustan que tenía que llevarte a ti, en su misma montura, cuando fuéramos a saquear el jardín del Habitante. Puede ser que Gustan se olvidara de lo que yo le mandé. Pues sería una verdadera lástima, porque yo deseaba que tú también estuvieras allí, a fin de que pudieras ser testigo de la manera como trataba a aquella mujer, Zek, y a aquel hombre, Jazz. ¿O es que te escondías y esperabas a que nosotros nos fuéramos para tratar de salirte con la tuya?

Vyotsky, como pudo, negó con la cabeza y sólo consiguió articular un leve tartamudeo:

—Yo…, yo…

—¡Sí, claro! —asintió Shaithis, sonriendo de una manera sumamente desagradable—, yo…, yo…

Y mientras la sonrisa desaparecía por segunda vez de su cara, se acercó nuevamente al lugar donde el ruso había quedado atrapado. Esta vez sacó la metralleta de Vyotsky y un saco de cuero que contenía provisiones.

Vyotsky volvió a quejarse en voz alta, cerrando los ojos y balanceando el cuerpo a consecuencia del dolor que lo torturaba. Pero Shaithis se echó a reír, dándose a la vez un palmetazo en el muslo como si acabase de escuchar un chiste que tuviera mucha gracia…, si bien de pronto dejó de reír, avanzó el guantelete y dio con él un zarpazo a las rodillas de Vyotsky. Para Shaithis aquello no pasaba de una caricia y tenía la suavidad de una pluma. Sin embargo, hizo una abertura en los pantalones de combate de Vyotsky y una herida en la rótula de la que manó una buena cantidad de sangre. Vyotsky, en este punto, se desmayó y se derrumbó de lado sobre una piedra, si bien Shaithis lo amparó con el brazo antes de que se hiciera todavía más daño. Entonces…

Sin concederse otra pausa, el vampiro se lo cargó sobre el hombro que tenía en buenas condiciones y se adentró con él en las negras entrañas de sus talleres…

La situación de la zona no era tan mala como Shaithis había supuesto. Aquí y allá se habían desmoronado trozos del techo de piedra y cartílagos y algunas de las cosas protoplasmáticas que había en sus profundos pozos habían quedado encerradas en su interior, con lo que sus gritos insensatos quedaban amortiguados por masas de piedras desprendidas. Por lo demás, todo estaba en orden. Las tinas más grandes estaban intactas y la nueva montura de Shaithis estaba incólume. Al verlo, se puso a gimotear, doblando hacia él su cabeza destellante, acorazada y en forma de espátula. A no tardar, los líquidos de la tina serían absorbidos por aquella criatura y su piel se transformaría en cuero membranoso. Después ya podría realizar un vuelo de prueba y Shaithis estaría en condiciones de emprender su gran viaje hacia el norte.

Antes de esto, sin embargo, todavía le quedaba una labor que realizar, un acto final de venganza que debía cumplirse en aquel lugar. Ya había dicho al habitante de los infiernos Karl Vyotsky que sus guerreros habían muerto todos. Bien, ésta era la verdad, aunque esto no quería decir que no estuviera en condiciones de fabricarse uno. De hecho, la creación de guerreros y otras bestias era un arte de los wamphyri y era evidente que Shaithis era un gran artista en este campo. Además, disponía de los materiales necesarios. ¡Este sería el guerrero!

En un experimento reciente, Shaithis había creado una pequeña criatura que poseía una astucia tan primitiva y una vileza tan insidiosa que su creación incluso lo sorprendía a él mismo. Aquella cosa estaba gobernada —suponiendo que gobernar sea la palabra apropiada— por la minúscula mente de un troglodita sometida a ciertas alteraciones sutiles, mientras que su componente físico principal no había sido la carne humana sino la de criaturas salvajes. Habían intervenido en gran medida los tejidos de un gran murciélago y de un lobo salvaje, así como la carne protoplasmática del pozo de Shaithis. Pero aquel ser se había escapado por dos veces, cosa que lo indujo a retirarlo y a eliminarlo.

En efecto, no habría sido prudente dejarlo vivir, por lo menos aquí, ni arriesgarse tampoco a que los demás wamphyri aprendieran de él, ya que mientras la Naturaleza ofrecía a menudo a las criaturas salvajes un huevo de vampiro, por lo general se consideraba impropio que los wamphyri realizasen este tipo de experimentos.

Y en cambio esto es lo que había hecho precisamente Shaithis. Despreciado por un señor de segundo plano, lo desafió y lo mató, con lo que obtuvo el derecho a quemar sus restos. Pero en lugar de eso llevó su cuerpo a su taller, le extrajo el vampiro que llevaba dentro y trasplantó el huevo a la criatura que había creado él. Sin embargo, al comprobar que aquel ser era incontrolable, lo obligó a atravesar la Puerta. Le había parecido una gran proeza el que aquel ser creado por él se llevara a la Tierra de los Infiernos el sello infernal que él le había puesto.

Pero todo esto había ocurrido antes de que él pudiera comprobar hasta qué punto era infernal la Tierra de los Infiernos. Shaithis ahora apenas dudaba de que todos sus males tuvieran su origen en aquel lugar desconocido situado al otro lado de la deslumbrante puerta-esfera. ¡Si hasta el propio Habitante procedía de aquel sitio! Ésta era la razón de que ahora se dispusiera a crear al GUERRERO de todos los guerreros. ¿Y quién habría podido asegurarlo? Tal vez incluso podía ser el último de los guerreros. Quizá, entonces, cuando vieran lo que él les había enviado, a lo mejor los brujos del otro mundo se lo pensaran dos veces antes de hacer que sus mercenarios se aventurasen a venir a este mundo.

Mientras iba pensando todas estas cosas, Shaithis arrojó el fláccido cuerpo de Karl Vyotsky sobre la gran losa de piedra que era su banco de trabajo, después fue a buscar los demás ingredientes que le permitirían realizar su labor y ciertos instrumentos con los que podría amalgamarlos…

Se trataba de una labor muy entretenida; se levantó el sol y se volvió a marchar y ya estaba empezando un nuevo período sin sol. Por fin Shaithis terminó su trabajo. Contempló con cierta satisfacción la cosa que iba ondeando y emitiendo siseos y se iba formando dentro de una enorme tina, paseándose de un extremo a otro de la misma y admirando la rápida formación del mortal despliegue de armas. Después implantó dentro de su mente rudimentaria y primitiva los mandos que harían que en su vida existiera una sola finalidad, un único objetivo, y dejó que se valiera por sí misma. Al emerger de allí dentro de unos momentos, el guerrero descubriría las cosas que había en el pozo, las devoraría y encontraría el camino para salir de él. Es posible que la salida fuera muy exigua, pero Shaithis no dudaba de que aquel guerrero podría hacerla más grande.

Entretanto puso a prueba la bestia voladora y pudo comprobar que era mejor que ninguna de las que había poseído antes, es decir, un corcel apropiado para el largo viaje que quería emprender. Sin embargo, Shaithis quería antes que nada contemplar una vez más el rostro de la madre de todas las traiciones: las hermosas facciones de lady Karen. Salió volando en dirección al nido de águilas de ésta y, sin hostilidad alguna, comenzó a dar vueltas a su alrededor, llamándola a la manera de los wamphyri hasta que hizo que se asomara a una ventana.

—Así que, Karen —le gritó, levantando una oleada de viento—, tú eres la última. ¿O tal vez la primera? En realidad, no importa demasiado, porque todos estamos perdidos por culpa tuya.

—Shaithis —respondió—, de todos los grandes wamphyri embusteros tú eres el más grande. ¡Hasta te mientes a ti mismo! Me echas la culpa de todas tus desgracias o echas la culpa a quien a ti se te antoja, cuando sabes en realidad que tú eres el único culpable de que los wamphyri hayan tenido ese final. De todos modos, ¿qué te importan los demás? ¡Nada! Lo único que a ti te importa es lord Shaithis.

—¡Ah, qué criatura más fría y más cruel eres, Karen! —dijo moviendo la cabeza y reprendiéndola a través del abismo de aire.

—Exacto —respondió—. ¿Te figuras que yo no conocía los planes que tenías conmigo? La verdad es que tú me subvalorabas, Shaithis. Me subvalorabas a mí, al Habitante, a todo. Estabas tan envanecido con tus proyectos y tenías tal ansia de dominio, que te figurabas que eras invencible. Ahora vemos que estabas completamente equivocado.

Se acercó un poco más y en su cara, curada ya en parte, se reflejó toda la enorme furia que llevaba dentro. Pero entonces ella lo puso en guardia:

—¡Cuidado, Shaithis! Dispongo de un guerrero. No me costaría ni un segundo lanzarlo sobre ti.

Él retrocedió.

—¡Vaya, si ya lo he visto! ¿A eso le llamas tú un guerrero? Dudo que se encontrase a mi altura si yo estuviese completo. Y algún día lo estaré.

—¿Estás en situación de amenazar?

Shaithis la miró fijamente y de pronto vio aparecer un segundo rostro en la ventana.

—¡Ah, ya veo que te las has arreglado para buscarte un compañero! —dijo—. Un amante para que te acompañe en la soledad que te espera, ¿verdad? Pero a ése no lo conozco. Dime, ¿quién es?

—Tengo boca y sé hablar —respondió Harry Keogh—. Yo soy un habitante de los infiernos, Shaithis, el padre de aquel que vosotros llamáis el Habitante.

Shaithis jadeó ruidosamente y se hizo más atrás. Sin embargo, su valor no tardó en volver. Por lo que sabía del Habitante y de los suyos, si tuvieran tanto interés en que estuviera muerto, a esas horas ya lo estaría. Tal vez estaban satisfechos con lo que habían conseguido.

La curiosidad lo dominó y Shaithis acercó un poco más la bestia en la que iba montado.

—Dime sólo una sola —le preguntó—, ¿a qué has venido aquí? ¿A destruir a los wamphyri?

Harry negó con la cabeza.

—Las cosas han salido así y nada más. —Después, acordándose de una promesa que había hecho, dijo—: Quizá sería mejor que me preguntases quién me ha enviado.

Shaithis asintió:

—Dilo, pues.

—Alguien que se llama Belos —dijo Harry— y que me dijo: «Diles que te envía Belos».

Aquello no significaba nada para Shaithis, que nunca había sido gran cosa para estudiar las historias y las leyendas. Frunció el entrecejo, se encogió de hombros y, desviando la bestia en la que montaba, se dirigió hacia el norte. Los vientos trajeron los ecos de su última palabra:

—¡Adiós!

Pero ellos sabían que esa palabra no tenía ningún sentido para él…

Chingiz Khuv, acompañado de dos de sus hombres de la KGB, se encaminaba al Centro de Control del Protector de Fallos. Eran las dos de la madrugada y el turno de Khuv duraría seis horas, después de las cuales sería relevado por el siguiente oficial de servicio encargado del protector de fallos. Eran las primeras horas de la mañana, si bien aquí en el Projekt el tiempo no contaba demasiado, salvo porque se agotaba rápidamente: para Khuv, para su pelotón de mando y quizás incluso para el propio Projekt.

Éstas eran las cosas en las que pensaba Khuv mientras recorría los corredores de acero y goma con los hombres a sus flancos. Uno de ellos iba armado con una metralleta y el otro llevaba un lanzallamas. Khuv, por su parte, sólo llevaba su pistola automática, aunque sin el seguro puesto, en la pistolera.

Khuv estaba pensando qué eran ocho días, ocho días que ahora le parecían un infierno. Mañana no tenía obligaciones de carácter oficial y podría descansar, pero el día siguiente… sería el señalado para que él y su pelotón atravesasen la Puerta. Esto de por sí —los preparativos, las preocupaciones por lo que le esperaba al otro lado— ya era suficientemente inquietante, pero las treinta y seis horas entre esos momentos también estarían marcadas por el hecho importante de conservar la vida.

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