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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (33 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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El castellano y su escudero dedicaron apenas unos segundos a esta imagen y luego continuaron con las armas en la mano hacia el interior de la ciudad.

Hacía una hora que el
Viejo de la Montaña
dejó atrás las murallas, aunque desde allí la guerra había propagado sus sonidos hasta adueñarse de toda la ciudad. Pronto llegarían las patrullas de la vanguardia franca y comenzaría la rapiña. Para entonces debía haber resuelto sus asuntos y buscado la manera de salir con vida porque su salvoconducto acababa en el paso franco. No obstante, recordó, aún disponía de algunos amigos entre los caballeros cristianos que eran deudores de sus favores. El único problema estribaba en sobrevivir hasta que acabara el pillaje y los asesinatos que a buen seguro repetirían aquí, como hicieron por donde fueron conquistando.

En cualquier caso, el líder de los Hashishin no sentía miedo, iba bien protegido con sus asesinos y en la ciudad muchos irían al verdugo sin dudarlo para defender la vida del jefe nizarí, amén de la credencial que suponía la provechosa cantidad de plata y oro que portaba consigo para casos de necesidad.

—¡Ya hemos llegado! —Aulló el guía unos codos por delante del grupo.

El
Viejo de la Montaña
se acercó al sarraceno y le preguntó si efectivamente esa era la casa, éste asintió; en ese instante extrajo una daga de su cintura y lo degolló en un único movimiento.

—¡Tú! —Gritó señalando a uno de sus
fedayines—.
Elige a dos hombres y entra en esa choza. Asegúrate de que no hay peligro, y no se te ocurra matar a nadie.

El
fedayín
señaló a dos de sus camaradas y se acercó a la puerta, le dio un empellón e irrumpió en el interior escoltado por los otros dos. Al poco, uno de los tres asesinos regresó e hizo un gesto al
Viejo de la Montaña;
ya había llegado el momento largamente esperado, ahora volvería a ver a su viejo amigo.

El castellano se había reunido con el resto de combatientes cristianos en las calles de Jerusalén. A unos doscientos codos podía ver a Godofredo de Bouillon. El general en jefe de los francos manejaba la espada con crueldad; seccionaba miembros, degollaba cabezas, hundía la acerada hoja en las tripas de sus adversarios. Sus caballeros conocían sus excesos en el combate y evitaban cruzarse en su camino, pero eran sus enemigos quienes más temían su arrojo. Aquel día no menos de cien desafortunados perecieron bajo su mano y aunque no se cobró más vidas en el campo de batalla, tal vez otros doscientos acabaron con un tajo del filo de su espada.

—¡Tomás!

El escudero se había acuclillado ante un cadáver.

—¿Señor?

—Aprovechemos que esta parte de la villa ha quedado desierta de mahometanos y tratemos de llenar los bolsillos antes de que estos francos se apoderen de las mejores riquezas.

—Mi señor, quizá sería mejor atravesar aquellas callejuelas que se vislumbran al norte.

El caballero consintió y se dirigió junto a su escudero hacia un estrecho callejón. Tras de sí dejaron numerosos cadáveres ensangrentados y a buena parte del ejército franco, que ya se había dado al pillaje y registraba a los caídos. Pronto empezarían con las casas de alrededor por lo que era mejor adentrarse en la ciudad cuando aún no habían flanqueado sus murallas el resto de las tropas de la Cristiandad.

El
Viejo de la Montaña
atravesó en dos zancadas la única habitación que poseía la vivienda, un cuartucho húmedo y oscuro con apenas una pequeña mesa, un mueble desvencijado con dos puertas y un camastro en una esquina. Frente a él dos de sus hombres retenían a un anciano decrépito con las encías prácticamente desdentadas y la ropa andrajosa.

—Busco al señor de esta casa. ¿Eres su criado?

Lanzó las preguntas como dardos pero el viejo no hacía más que exhibir una sonrisa mellada y babeante, y una expresión ausente.

—¿Sabes dónde puedo hallarle? —Insistió mientras le zarandeaba.

El anciano permaneció en su mutismo.

—He preguntado por tu amo, viejo loco. —Esta vez acompañó su interrogatorio de una violenta bofetada.

—Señor, trae mala suerte golpear a un loco —repuso uno de sus asesinos.

—¿Loco? Maldita sea, aunque esté loco le voy a sacar las palabras a trompicones —dijo levantando de nuevo la mano.

Y cuando estaba a punto de descargar otro sopapo una joven surgió desde el interior del mueble y se abalanzó gritando hacia él. Fue entonces cuando la actitud del anciano cambió.

—¡No, Zaida! Te advertí que te escondieras.

Uno de los asesinos inmovilizó a la muchacha, de no más de veinte años.

—Veo que esta joven tiene la virtud de hacerte hablar. ¿Cómo te llamas hermosa? —Preguntó al tiempo que le acariciaba sus turgentes pechos con lascivia ante un forcejeo inútil por parte de ella.

—¡Déjala en paz! No te atrevas a tocarla.

—Muy bien, juguemos a las adivinanzas. Por una esclava no pondrías tantos reparos, quizá por tu amante, pero a tu edad hace tiempo que tu verga ya no provoca placeres a las mujeres —dijo mientras reía acompañado por sus asesinos—. Podría ser tu hija. Aunque tampoco lo creo, es demasiado joven, quizá tu nieta. Sí, eso es, esta pequeña era es tu nieta, ¿no es así, El-Jozjani?

—Es mi nieta. ¿Podrías quitarle tus asquerosos dedos de encima? —Le pidió con un ligero temblor en los labios.

—Lo haré. Aunque antes tú tienes que hacer algo por mí. He tardado muchos años y al fin te vuelvo a ver.

El-Jozjani entrecerró los párpados y le examinó con detenimiento.

—¿Acaso no me reconoces, viejo amigo? Un día tú y yo tuvimos el mismo maestro, aunque no por mucho tiempo, la verdad. No porque yo no quisiera, digamos que me abandonasteis. ¿Te viene algo a la memoria, viejo?

El-Jozjani parecía buscar en su mente intentado encontrar una imagen, un indicio que le aclarase. No era fácil, ya tenía más de setenta años. ¿Quién podía ser?, se preguntaba hasta que un brillo repentino le delató.

—Ya lo sabes, ¿verdad?

—¡Hasan As-Sabbah! —Le lanzó las palabras como si escupiera a la cara de su interlocutor.

—En persona. La vida ha tratado mal a tu cuerpo pero conservas buena memoria. ¿Entonces recordarás también cómo os servisteis de mí para escapar del emir El-Dawla?

—¿Nos servimos? Creo que yerras en tu afirmación. El maestro te pidió un favor y te lo pagamos con creces. Si no me equivoco te envié a Kadin Khuzayma, y sé que usaste bien nuestra influencia.

—¡Migajas! Tú me apartaste del maestro porque sabías que yo era mejor que tú y, por desgracia, Ibn Sina se dejó engañar por tus palabras. Luego, como en una especie de compensación, me mandaste a quien no era ni un pálido reflejo del maestro. El-Jozjani, me usasteis y me tirasteis como se hace con una túnica raída.

El ayudante de Ibn Sina dirigió sus ojos hacia el suelo. Se veía agotado.

—Después de tantos años, ¿vienes acaso a recriminarme mi abandono, a clamar venganza?

—Vengo a reclamar lo que es mío, lo que busco desde hace años, desde la noche en la que el maestro y el emir se reunieron en secreto para hablar de un poder desconocido.

El-Jozjani levantó la cabeza bruscamente. Su cara revelaba que las palabras de As-Sabbah le habían causado una profunda impresión; sus ojos, ya de por sí hundidos por el paso del tiempo, desaparecieron tras los pliegues de sus párpados, sus labios temblaron, sus manos, antes caídas, se crisparon.

—¿No sabías que yo conocía vuestro secreto? —Le preguntó con sorna—. Pues sí, lo ·averigüé aquella noche en la que vosotros abandonasteis el campamento. Y no porque lo buscara. Casualmente me encontraba en el interior de la tienda cuando se presentó el emir para conversar con el maestro. Yo acababa de tomar mi lección, Ibn Sina salió a recibir al príncipe y yo, bueno, Alá sabe que quise salir también, pero me entró pánico.

El sonido de espadas y voces aisladas comenzó a filtrarse en la habitación.

—El retumbar de los cascos de los caballos me daba pavor por aquel entonces, ¿recuerdas? Me escondí, y eso me concedió la oportunidad de oírlo todo, o por lo menos lo suficiente.

—De poco te servirá —aseguró El-Jozjani, aún con la mirada preocupada.

—Tal vez sí, tal vez no. Por ventura, ¡¿no es esta tu nieta?! —Gritó agarrando a la muchacha por el cuello. La joven forcejeaba aunque As-Sabbah tenía más vigor que ella y pudo lamerle la cara sin apenas resistencia.

—¡Puaj! —La muchacha le escupió apenas tuvo ocasión—. Podrás hacerme lo que quieras pero no tendrás el manuscrito.

—¡Zaida! ¡¿Qué estás diciendo?!

—¿Un manuscrito? Yo no he hablado de manuscrito alguno, ¿no es cierto? —Preguntó a sus asesinos, que se apresuraron a negar varias veces con la cabeza—. Entonces, lo que anhelo es un documento.

Las voces se habían convertido en gritos y los ruidos aislados de entrechocar metálico en estruendo de batalla.

El
Viejo de la Montaña
reclamó silencio. Uno de los asesinos que aprisionaba a la muchacha le soltó un brazo, tomó un pañuelo y la amordazó torpemente. La joven no dejaba de forcejear, así que el otro captor le dio un testarazo en la cabeza que la dejó momentáneamente inconsciente. Su abuelo fue a gritar y uno de los hombres que lo tenía amarrado le tapó la boca; y, tras un zarandeo inofensivo, el anciano acabó por derrumbar la barbilla sobre su pecho.

—Manteneos en silencio —ordenó As-Sabbah—. Los perros infieles deben haber alcanzado esta parte de la ciudad.

—¿Y los otros
fedayín?
—Indagó ingenuamente uno de los asesinos.

—Ya sabrán defenderse —le espetó su jefe.

Los soldados de ambos bandos luchaban por los callejones, dentro de las casas, saltando las tapias, sobre las huertas. En una desbandada general, los mahometanos se retiraban o caían; los francos no les daban cuartel. En el interior de la casa se oían gritos en el idioma sarraceno, voces extranjeras de diferentes naciones, quejidos, chocar de hierros, golpes en los muros, carreras.

Fuera, el castellano era embestido por un joven barbilampiño, más bien corto de estatura, enjuto de carnes, de rostro pillo y destreza en el uso de la cimitarra. Con esta arma, que parecía tan débil ante la rotundidad de la espada bastarda, el mahometano había sabido encontrar los puntos flacos de su adversario, utilizando en su propio beneficio la rigidez de la cota de mallas y del pesado hierro de su contrario.

En el interior de la casa los sonidos se espaciaban en el tiempo hasta que sólo sintieron lo que podría ser una pugna entre dos espadachines consumados.

El encuentro entre ambos contrincantes se alargaba y a su alrededor ya sólo existían cadáveres. Los pocos que sobrevivieron del lado sarraceno huían por las calles perseguidos por infantes y caballeros francos, y también por Tomás, que en su euforia de dominación había olvidado a su señor.

El caballero castellano sudaba por el intenso calor del mediodía y la pesada cota de mallas con que cubría su cuerpo. Su enemigo, sin embargo, parecía que acabara de despertar; en su camisa no asomaba rastro de transpiración, sus miembros se movían ágiles y sus ojos traslucían un gesto burlón. ¿Acaso la pelea le estuviera divirtiendo?, se preguntaba el castellano, conteniendo una y otra vez, con mayor esfuerzo en cada ocasión, los golpes precisos del muchachuelo.

Hasta en dos oportunidades se vio con el alma en vilo. El mahometano daba saltos hacia un lado y hacia otro, esquivaba los férreos movimientos de la espada castellana, introducía la punta de su cimitarra por sitios insospechados desgarrando la cota de mallas de un solo tajo. El castellano no acostumbraba a luchar de esa manera, más arecía un saltimbanqui que otra cosa, se decía abrumado. Pero en uno de esos saltos para eludir el acero afilado de la espada bastarda, sarraceno tropezó con el cadáver de uno de sus hermanos en la religión de Alá y vino a caer boca arriba, ofreciéndole al caballero la coyuntura precisa para abatirse sobre él con la espada a modo de lanza.

El castellano le atravesó de punta a punta ensartándolo con el cadáver con el que trastabilló, después ojeó alrededor con precaución y He dejó caer apoyando la espalda en la pared de una casa cercana. Y durante unos minutos estuvo recuperando el resuello y agradeciendo en su fuero interno ese interludio que le había proporcionado el combate.

En el interior de la casa, la joven volvía de su inconsciencia. Su abuelo hacía tiempo que permanecía ajeno a todo. El silencio se había apoderado de las calles cercanas, aunque podía oírse débilmente los últimos coletazos de la embestida franca en el interior de Jerusalén.

As-Sabbah aguantó dos minutos más y, en vista de que la calle volvía a quedar muda, reanudó su operación. Primero abofeteó a El-Jozjani, después se acercó a su nieta, que sollozaba impotente, y le apretó los pechos.

—Me vas a contar lo que quiero y luego ya veremos qué hacemos con esta.

La puerta se abrió con sigilo a la espalda del
Viejo de la Montaña,
pero la luz de la calle y el tintineo de la armadura delataron al castellano.

El
Viejo de la Montaña
se giró.

—¿Qué buscáis? —Preguntó en francés esgrimiendo su alfanje con aparatosidad. Los cuatro
fedayines
se mantenían en los mismos puestos, dos agarrando a la muchacha y los otros dos sujetando al anciano, si bien parecían prestos a saltar en cualquier instante.

—Eso debería preguntártelo yo. Esta será a partir de ahora mi ciudad, y en mi ciudad sólo cometen fechorías los vencedores. Y tú no estás en ese lado del combate.

—Yo no soy de Jerusalén. Me importa poco lo que hagáis con vuestra ciudad, sólo me interesan —As-Sabbah pareció dudar—mis asuntos.

—En Jerusalén ya no hay asuntos individuales, ¿has entendido? Suéltalos.

El
Viejo de la Montaña
dirigió una breve mirada a sus asesinos y después abrió su zurrón, descubriendo decenas de monedas de oro.

—Aquí tienes tu botín. Déjanos.

—Mis hombres aguardan una señal ahí fuera. No me importan tus riquezas.

El
Viejo de la Montaña
se le enfrentó.

—Sois un estúpido. ¡¿Vais a perder esto —le preguntó arrojando la bolsa al suelo— por esta perra?!

—Ya me has oído —respondió alzando la espada amenazadoramente y llevándose la otra mano a la daga de la cintura.

As-Sabbah apretó los labios.

—Soltaremos a la muchacha y al viejo pero debéis permitirnos la retirada. Un caballero, como desde luego sois vos, preferiría morir en combate antes que preso. Dejad, pues, que mis hombres y yo podamos huir para perecer en la batalla.

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