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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (28 page)

A esas alturas, Javier ya había comprendido que las dos caras ligeramente bronceadas que percibió repetidas veces esa mañana pertenecían a dos esbirros de Al Qaeda, seguramente a los dos que los habían perseguido desde España. También sospechaba de una joven y su acompañante, los dos les observaban sin disimulo, pero de esto no estaba del todo seguro. En tanto pensaba el siguiente paso decidió aparentar normalidad y se detuvo de pronto a contemplar una de las obras de la siguiente sala, el médico casi chocó contra él.

—¿Qué pasa?

—Nada —le contestó Javier—. Me duele un poco la espalda.

El agente se giró, dejando a su espalda el cuadro, y se llevó la mano a la espalda como si sufriera de repente un dolor de riñones, después se estiró y movió el cuello varias veces, todo ello con movimientos pausados y sin dejar de examinar lo que percibía a su alrededor. El doctor Salvatierra le miraba extrañado y Javier no hizo nada por aclararle; cuando emprendieron de nuevo la marcha hacia la salida, el agente ya se había hecho con su arma.

Al médico le alivió que volvieran a caminar, sentía mitigado su miedo al disponer ya del mensaje, como si tal circunstancia constituyera el final de la aventura, como si en lugar de encontrar la tarjeta de memoria ya hubieran dado con Silvia.

Entraron en una sala repleta de piezas orientales cuando, por el otro lado de la habitación, a través de una puerta de madera profusamente decorada, se precipitaron los dos agentes británicos con una mal disimulada calma. Javier no los conocía si bien sus prisas le hicieron desconfiar. En cambio, los terroristas árabes sí reconocieron al MI6 en las dos personas que entraban e intuyeron que se encontraban en una ratonera.

Javier se sentía mareado, aún no llevaba demasiado tiempo en el CNI, ¿sabría cómo actuar? Agarró bien la pistola y echó un rápido vistazo a la habitación de forma instintiva, debía buscar un lugar para proteger al médico. Encontró el hueco apropiado pero inmediatamente sintió un destello de cobardía, si disparaba aquello se convertiría en una masacre, lo veía en los ojos de los terroristas, también en los de los espías británicos.

Todo el mundo parecía desear apretar el gatillo. Todos menos el inspector inglés, Jeff se dejó arrastrar por Alex hasta el museo pero no estaba dispuesto a morir y menos aún a que la mataran a ella, no ahora, no después de haber descubierto que podía ser su salvavidas; y entonces se le reveló con claridad, únicamente podía hacer una cosa.

Javier, al fin, fue el primero en reaccionar. Agarró al médico y lo empujó violentamente hasta debajo de una mesa. Los sicarios de Al-Qaeda se cubrieron detrás de un elefante de jade, los ingleses retrocedieron y se ocultaron tras un biombo chino; en medio de la habitación permanecían petrificados el inspector inglés y Alex. Durante un par de segundos el silencio se apoderó de la estancia. En ese instante alguien disparó, fue El-Mufid.

La detonación de su arma pareció despertarles. En mitad de un bosque de balas, Jeff tomó de una mano a Alex y la condujo hasta situarla detrás de una mesa de raíz laqueada que no aparentaba ser un buen refugio. El médico, visiblemente asustado, se encogía con las manos en la cabeza y los ojos cerrados, como queriendo borrar de su mente esa realidad; sólo pensaba en Silvia y en su hijo. Javier lo ocultó tras su propio cuerpo; en realidad nadie sabía quién era el enemigo, todos los eran, que es lo mismo que decir ninguno.

El único que no descargaba su arma era el inspector británico. Jeff protegía el cuerpo de Alex con el suyo propio, manteniendo su pistola en la mano sin usarla. Recordaba a sus hijos y a su esposa, y se preguntaba por qué ellos habían pagado por sus pecados, no debieron morir. Él arrojó al sumidero su matrimonio, él lo negó miles de veces hasta que las evidencias lo silenciaron, él discutió con su esposa, él fue quien le permitió huir con la cólera pintada en el rostro, frenética, histérica, él fue el culpable de que no se detuviera en aquel
Stop,
él la empujó a marcharse, la llevó hasta ese cruce con sus dos hijos. La culpabilidad que había anidado en su conciencia durante meses se manifestó claramente, y supo que no tenía con qué pagar aquel daño, aunque viviera miles de años no podría. Entonces soltó el arma y se apretó contra Alex abandonándose a unas amargas lágrimas que habían pugnado por salir desde la muerte de su familia.

Minuto y medio después invadieron la sala diez o doce policías rusos con metralletas. Los agentes ingleses arrojaron sus armas al suelo y alzaron las manos; uno de los dos terroristas, Bari, consiguió retroceder huyendo atropelladamente y el cadáver del segundo yacía en el suelo con la cabeza sobre un charco de sangre.

Javier miraba al médico, acurrucado bajo la mesa aparentemente sin daños, a él le habían agujereado el brazo aunque la bala le atravesó limpiamente, la herida no tenía importancia. También había arrojado la pistola al suelo y levantaba por encima de su cabeza el brazo que no fue alcanzado.

Los únicos que no se movían eran los dos ingleses desconocidos para el médico y el agente del CNI, la mujer se encontraba boca arriba con los ojos cerrados y el hombre sobre ella con los brazos abiertos, como si hubiera estado protegiéndola a toda cosa con su propio cuerpo. Al doctor Salvatierra le conmovió.

Uno de los policías se acercó hasta ellos apuntándoles con su metralleta y golpeó al hombre en un pie, pero no reaccionó, de modo que se agachó y lo apartó de la mujer. No tenía constantes vitales. Avisó al médico que atendía a Javier y éste se acercó inmediatamente y constató que había muerto.

En el cuello descubrió una mancha de sangre, le apartó la chaqueta y halló el agujero, la bala había entrado limpiamente por un lado del cuello y quedó retenida en el interior del cuerpo o quizá salió por el pecho; debía someterle a una inspección más detenida.

—¿Ella? —Preguntó el policía. El médico ruso le tomó el pulso.

—Está bien, aunque habrá que hacerle una exploración.

Fuera, sirenas de policía y ambulancia, gritos, pasos apresurados... Dentro, el caos, que se incrementó con la llegada de enfermeros, bomberos y empleados del museo, que corrían a proteger sus obras de arte. Alex abrió los ojos a tiempo para ver cómo levantaban el cuerpo de Jeff y lo depositaban sobre una camilla, entonces tuvo conciencia de lo que había ocurrido. Observó a su alrededor, nadie reparaba en que había despertado. Echó un vistazo a su izquierda, bajo una mesa la pistola de Jeff.

Javier, al fondo de la habitación, estaba cercado por policías, el cadáver del terrorista derrumbado junto al elefante de jade era preparado para su traslado, y el doctor Salvatierra, conmocionado, se había sentado a un par de metros de Alex. La joven se levantó, se acercó al doctor y le encañonó. Alguien, a unos pasos, dio la voz de alarma. De repente los policías la rodearon apuntándole con sus armas. Ella, olvidada de todo, sólo pensaba en su padre y en Jeff. Aproximó la pistola a la cabeza del médico y se detuvo en su mirada. Alex deseaba con todas su fuerzas apretar el gatillo, sin embargo sus manos se derrumbaron, sus ojos se desbordaron y cayó al suelo inconsciente.

La comisaría central de la policía de San Petersburgo era una jungla de papeles desordenados, mesas arrinconadas cubiertas de polvo, ordenadores de primera generación, armarios desvencijados, delincuentes con poblados bigotes y policías de rostro enrojecido por el vodka cobrando a sus fulanas. Y en mitad de aquel desconcierto, el doctor y Javier prestaban declaración ante un funcionario que contemplaba el reloj de su pulsera mientras comía un
donut
bañado en chocolate. El médico miraba de reojo a su compañero con cara de desesperación.

—¿Vamos a permanecer mucho más tiempo aquí?

El inspector ruso paró de teclear en su vieja computadora y miró de soslayo al intérprete, que le tradujo la pregunta del médico.

—¿No está usted cómodo? Aquí mismo disponemos de unas celdas con asientos mullidos... —respondió el policía con un brillo de burla en la mirada.

El intérprete le trasladó la respuesta del ruso aunque trató de suavizarla. No obstante, el tono era suficientemente explícito.

—Llevamos aquí varias horas. Le hemos contado repetidas veces lo mismo —advirtió con una mueca de exasperación—. No tenemos nada que ver con el tiroteo, mi amigo y yo somos turistas, él es, además, agente del Cuerpo Nacional de Inteligencia de España y posee licencia para portar armas. Nos vimos metido en medio de un percance entre terroristas y él no tuvo más remedio que usar su pistola. Eso es todo. ¡Cuántas veces más vamos a tener que repetirlo!

El policía dejó su
donut
sobre una servilleta de papel, se limpió la comisura de los labios con un gesto estudiadamente lento y se levantó, acercándose a la ventana mientras oía al intérprete.

—¿Ven ustedes ahí afuera? —preguntó desde la ventana—. Esa es la Iglesia de la Sangre Derramada. Y eso sólo puede significar que estamos en Rusia.

A medida que hablaba sus palabras iban adquiriendo mayor energía.

—Y si estamos en mi país, ¡su licencia de armas y su estúpido carné de agente no valen una mierda! —les vociferó casi a la cara—. Ahora van a ir derechitos a la celda, y no van a salir hasta que yo no tenga claro qué demonios ha pasado esta mañana en el Hermitage. ¿Lo entiende ahora, doctor?

La traducción hizo comprender al doctor Salvatierra que no iba a ser tan fácil solucionar aquello.

El médico, rojo de ira, abrió la boca para responder con rotundidad, pero Javier, que hasta ese momento no había intervenido, le interrumpió.

—Tiene razón, agente. Esperaremos el tiempo que usted estime conveniente —dijo en ruso. Luego sonrió al doctor. Tranquilo, todo se arreglará, parecía querer transmitirle.

Alex permanecía encerrada en los calabozos de la misma comisaría. Recostada sobre un banco de cara a la pared, trataba de mantenerse ajena a cuanto la rodeaba y, más aún, a cuanto había vivido en los últimos días. Si duro era de por sí haber perdido a su padre en un asesinato, a ello ahora añadía la muerte de Jeff, de la que se sentía enteramente responsable, el fracaso en la misión que se había impuesto de buscar a la asesina y la impotencia de saber que nunca recuperaría la tranquilidad.

Sus compañeras de celda cuchicheaban frases que Alex no entendía, aunque por las risas y las miradas cómplices, la mayoría de las palabras debían referirse a ella. No llevaba consigo dinero, así que no tenía con qué pagar a los agentes rusos para que le proporcionaran lo que ellos denominaban eufemísticamente comodidades, es decir, un lugar privado para orinar sin miradas indiscretas Y algo que llevarse a la boca. Allí nada era gratis, ni la comida. Sin embargo, nada de eso le preocupaba. En esos momentos sus pensamientos regresaban a Jeff, se sentía tan culpable que su dolor rebasaba la línea emocional y se convertía en algo físico que le arrancaba vómitos.

En ese estado la encontraron el médico y el agente del CNI cuando los encerraron en la celda de enfrente, separada por un pasillo de apenas metro y medio. Al principio no la reconocieron. Javier apenas la había entrevisto en el Hermitage entre tanto policía, si bien más tarde tuvo ocasión de ojear varias fotos suyas, y las condiciones mentales del doctor no fueron precisamente las adecuadas mientras Alex le apuntaba. Tuvo que pasar más de media hora para que Javier tomara conciencia de que ese guiñapo de mujer era aquella joven que había visto una y otra vez en las imágenes que desfilaron ante sus ojos poco antes.

La policía rusa suponía que formaba parte de alguna célula terrorista chechena o uzbekistaní porque en algunas ocasiones estas células colaboraban con Al Qaeda. El agente del CNI no quiso desmentir esas suposiciones pero sabía que no existía relación alguna con los terroristas. Descubrió su apellido en la ficha y no tardó en comprender que se trataba de la hija de Anderson, después de aquello sólo era cuestión de atar cabos para adivinar que supo de la muerte de su padre y que culpaba de ello a la esposa del doctor Salvatierra. Lo que no entendía muy bien es cómo había dado con ellos en tan poco tiempo, quizá con la ayuda de ese inspector de Scotland Yard, pensó. El agente del CNI le expuso al médico sus deducciones, y éste se giró para contemplarla, no recordaba su rostro aunque al tratar de rememorar la situación le sobrevino un sentimiento: la compasión. Se acordaba con exactitud de sus ojos anegados en lágrimas, ahogados por una pena enorme, agrietados de venas rojas tras horas de sufrimiento, circundados de una aureola negra de noches perdidas de sueño, y no pudo evitar sentir piedad y ternura por ese ser humano. Aunque en ese preciso momento portara un arma y le apuntara a la cabeza, quien estaba más desvalido de los dos no era él. Fue entonces cuando decidió que debía hacer algo.

—¿Qué están dónde? —Preguntó colérico Álvarez a su ayudante.

—Están en....

—Sí, sí... Era una pregunta retórica. ¡Cómo puede ser que una operación como ésta se vaya a ir al garete! No puedo consentirlo... —El director de Operaciones del CNI no daba crédito a lo que oía. Llevaba semanas preparando el operativo, había situado a hombres de confianza en el seguimiento, se había encargado personalmente de implicar a Javier Dávila, a quien consideraba fácil de engatusar, y sin embargo, mucho antes de alcanzar su objetivo, el médico era detenido como un vulgar delincuente—. ¿Todavía tienes contactos en el FSB?

—Por supuesto.

Su ayudante había trabajado durante una decena de años como agente de campo en la Europa del Este. Además, parte de ese tiempo lo dedicó a hacer de enlace entre los servicios secretos de ambos países, por lo tanto manejaba una agenda que ahora les podría ser de gran utilidad.

—Tienes que conseguir que salgan libres hoy mismo, en un par de horas como máximo.

—Haré lo que pueda.

El director de Operaciones clavó los ojos en él y, gesticulando exageradamente, le replicó:

—¡No!, no harás lo que puedas. Lo conseguirás y punto.

Dos horas y media después de su traslado a los calabozos de la comisaría rusa, el doctor Salvatierra y el agente del CNI eran conducidos de nuevo a las oficinas del piso superior. Allí, el mismo policía que los envío a la celda en actitud abiertamente áspera ahora se deshacía en atenciones. Javier comprendió que la mano del FSB andaba detrás de ese cambio de conducta, alguien del CNI debía haberse puesto en contacto con el servicio secreto ruso y todo quedó aclarado en poco tiempo. El policía, que sospechaba que había metido la pata al encerrar a dos personas con tan buenos contactos en el Kremlin, agachaba la cabeza una y otra vez y pedía perdón con una sonrisa de bobalicón ebrio.

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