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Authors: George Pelecanos

Tags: #Policíaco

El jardinero nocturno (8 page)

—Rita Magner.

—Un placer.

—Gracias por el pitillo. Sólo fumo cuando viajo.

—Yo también.

—Es que me aburro. —La mujer le guiñó un ojo—. Así tengo algo que hacer.

—Las ventas pueden ser un rollo. Cada noche en un hotel…

—Camarera… —llamó ella.

Holiday le echó un buen vistazo mientras ella pedía. Advirtió la marca de bronceado en el dedo anular. Casada. Pero le parecía bien. Eso no hacía más que avivar sus ansias. Su muslo redondo se tensó al cruzarse de piernas. Holiday le miró el escote pecoso, los pechos pequeños en un suelto sujetador negro.

—A mi cuenta —le dijo Holiday a la camarera cuando sirvió a Rita su copa.

—Me vas a acostumbrar mal.

—Te dejo pagar la próxima.

—De acuerdo —aceptó ella—. Bueno, ¿tú a qué te dedicas?

—Seguridad. Vendo rastreadores, equipos de vigilancia, aparatos de escucha telefónica, esas cosas. A la policía.

Tenía un amigo, ex policía como él, que se dedicaba justo a eso, de manera que sabía lo suficiente para dar el pego.

—Ya.

—¿Y tú?

—Productos farmacéuticos.

—¿Tienes alguna muestra que quieras probar conmigo?

—No seas malo —replicó ella con una sonrisa socarrona—. Perdería el trabajo.

—Tenía que preguntarlo.

—No pasa nada por preguntar.

—¿No?

Ella bebía vodka con tónica, y él siguió con el Absolut con hielo. Rita no se quedó atrás en las copas. Terminaron el paquete de tabaco de Holiday y compraron otro. Él se acercó y ella se lo permitió, y Holiday supo que la tenía en el bote.

Le contó el momento en el que más vergüenza había pasado en su trabajo. Era una variación de una anécdota que ya había contado muchas veces, pero iba cambiando los detalles sobre la marcha. Eso también se le daba bien.

—¿Y tú? —preguntó.

—Ay, Dios —suspiró ella, apartándose el pelo de la cara—. Vale. Fue en Saint Louis, el año pasado. Había llegado en avión por la mañana, para una reunión importante durante el almuerzo, y pensé que tendría tiempo entre la llegada y la hora de la reunión, así que me puse ropa cómoda para el vuelo. Y sí, era muy cómoda, pero desde luego nada apropiada para la reunión.

—Ya me lo veo venir.

—Deja que te lo cuente. El caso es que el avión llegó con mucho retraso, y además tenía que recoger el coche de alquiler. En fin, que para cuando terminé con todo, no tenía tiempo de pasar por el hotel a cambiarme.

—¿Y dónde te cambiaste entonces?

—Pues había un parking debajo del restaurante donde teníamos la reunión.

—¿Y no podías usar los servicios del hotel?

—El parking estaba muy oscuro y no había nadie. Así que me cambié en el asiento trasero del coche. Total, que estaba desnuda de cintura para arriba, pero desnuda del todo, porque me tenía que cambiar también el sujetador, y de pronto aparece un tipo que iba a por su coche. Y en lugar de hacer lo más decente y pasar de largo, aunque fuera mirando, va el tío y se acerca a la ventanilla y da unos golpecitos. Y no veas cómo me miraba, vamos, dándome un buen repaso.

—Tampoco me extraña.

—…Y me dijo algo así como: «Señorita, ¿la puedo ayudar?»

Holiday y Rita se echaron a reír.

—Eso es lo mejor de la historia —comentó Holiday—. Ese detalle.

—Justo. Porque si no tampoco es algo tan raro. Vaya, que no era la primera vez que estaba desnuda en un coche.

—Y seguro que tampoco será la última.

Rita Magner sonrió, se sonrojó un poco, y apuró su copa.

—Aquel día del parking, ¿llevabas el tanga negro que llevas ahora?

—¿Cómo lo sabes?

—Venga, seguro que llevas tanga. Y tiene que ser negro.

—Mira que eres malo.

Luego Rita mencionó el minibar de su habitación.

Ya en el ascensor, Holiday se decidió a besarla en la boca. Ella entreabrió los labios, y contra la pared de madera sus piernas se abrieron como una flor. Él subió la mano por el muslo desnudo hasta tocar el encaje del tanga negro, y debajo el calor y la humedad. Ella gimió con sus caricias.

Una hora más tarde, Holiday volvía a su Lincoln. Rita había resultado ser tan ansiosa y voraz como esperaba, y cuando terminaron, Holiday la dejó con sus recuerdos y su culpa. Rita no hizo el más mínimo ademán para que se quedara. Era como las otras, parte del atrezo, una anécdota para contar a los chicos en el Leo's y dar rienda suelta a su imaginación y su envidia incluso. Pero Holiday ya la había borrado de su memoria, había olvidado su cara para cuando metió la llave en el contacto.

9

Gus Ramone entró por la puerta y oyó
Summer Nights
en el cuarto de estar al fondo de la casa. Alana estaría viendo un DVD, uno de sus musicales favoritos. A juzgar por el olor a ajo y cebolla, Regina estaba en la cocina, preparando la cena.

«Están aquí y están a salvo.» Era lo primero que pensaba nada más entrar al recibidor. Cuando llegó a la cocina pensó en Diego, preguntándose si también estaría en casa.

—¿Cómo estás, preciosa? —saludó a su hija, que estaba bailando delante del televisor, imitando los movimientos que veía en la pantalla. El cuarto de estar, que habían añadido a la casa unos años atrás, se abría a la cocina.

—Bien, papá.

—Hola —le dijo a Regina, que se hallaba de espaldas a él removiendo el contenido de un cazo con una cuchara de madera. Llevaba ropa deportiva, pantalones con rayas a un lado y camiseta a juego.

—¿Qué hay, Gus?

Ramone guardó su placa y la pistolera del cinturón con su Glock 17 en un cajón que había habilitado para tal efecto, y lo cerró con llave. Sólo él y Regina tenían la llave de ese cajón.

Luego volvió con su hija, que ahora movía la pelvis en el centro del salón imitando al joven actor de la pantalla. El hombre sonreía con lascivia, bailando en las gradas, con los movimientos ágiles y fluidos de un gato callejero, mientras su engominada cohorte le azuzaba cantando:
Tell me more, tell me more


Did she put up a fight?
—cantó Alana, mientras Ramone se inclinaba para darle un beso en la cabeza, entre una masa de densos rizos negros heredados de su padre.

—¿Cómo está mi pequeñaza?

—Estoy bien, papá.

La niña siguió bailando, alzando los pulgares como Danny Zuko. Ramone volvió a la cocina y rodeó los hombros de su mujer con los brazos para darle un beso en la mejilla. Luego se estrechó contra ella por detrás, sólo para demostrar que todavía le iba la marcha. Las arrugas en las comisuras de los ojos de Regina indicaban que sonreía.

—Oye, ¿está bien que la niña vea esa película?


Es Grease.

—Ya sé lo que es. Pero Travolta se menea como si estuviera follando y la niña lo está imitando.

—Es sólo un baile.

—¿Así lo llaman ahora?

Ramone se puso a su lado.

—¿Un buen día?

—Hemos tenido una racha de suerte. Pero no creo que nadie esté muy contento. El hombre no era ningún criminal, pero se puso loco con el crack y mató a su mujer por celos y por despecho. Ahora ella está en la morgue, a él seguramente le caerán veinticinco años y los niños se han quedado huérfanos. Tiene miga la cosa.

—Has hecho tu trabajo —replicó ella, un refrán repetido en su casa.

Todos los días Ramone hablaba con ella de su jornada. Para él era muy importante porque, según su experiencia, si un policía no hablaba de su trabajo su matrimonio acababa en desastre. Además, Regina le comprendía. Ella también había sido policía, aunque ahora le pareciera que había sido en otra vida.

—¿Dónde está Diego?

—En su cuarto.

Ramone miró el cazo. El ajo y la cebolla empezaban a dorarse en el aceite de oliva.

—Tienes el fuego demasiado alto —protestó—. Se está quemando el ajo. Y la cebolla tiene que estar transparente, no negra.

—Déjame en paz.

—El fuego sólo tiene que estar alto para hervir agua.

—Por favor.

—¿Estás haciendo una salsa? —Sí.

—¿La de mi madre?

—La mía.

—A mí me gusta la salsa de mi madre.

—Pues haberte casado con ella.

—Oye, baja el fuego, ¿quieres?

—Ve a ver a tu hijo.

—A eso voy. ¿Qué ha pasado hoy?

—Dice que no sabía que tenía el móvil encendido. Un amigo le llamó justo cuando salía del servicio, y el señor Guy lo oyó.

—¿El señor Guy o gay?

—Gus…

—Yo sólo digo que, con ese nombre, el tío tendrá algún problema.

—Desde luego no es el hombre más varonil del planeta, eso es verdad.

—¿Y por eso querían expulsar a Diego?

—Por insubordinación. Es que se negó a entregar el móvil.

—Para empezar no tendrían que haberle buscado las cosquillas.

—Ya lo sé. Pero son las reglas. En fin, por lo menos haz como que estás enfadado con él. Un poco.

—Más enfadado estoy con el colegio.

—Yo también.

—Voy a hablar con él. —Ramone se inclinó sobre el fogón—. Que sepas que estás achicharrando el ajo.

—Ve a ver a tu hijo.

Ramone le dio un beso en el cuello, justo debajo de la oreja. Regina olía un poco a sudor, pero también era un olor dulce. Era el aceite que se ponía en la piel, con un toque de grosella.

Mientras se marchaba, Ramone insistió:

—Baja un poco el fuego.

—El fuego lo puedes bajar tú —respondió ella— el día que te pongas a cocinar.

Ramone atravesó el pasillo, dejando atrás el sonido de las canciones de los Thunderbirds y las Pink Ladies, y subió al piso de arriba.

Estaba más que reconsiderando la decisión de haber trasladado a Diego al colegio de Montgomery County, aunque en su momento le parecía no tener otra opción. Ramone y Regina estaban de acuerdo en que el colegio público de su zona era inaceptable. Para empezar el edificio estaba en estado de perpetua ruina, y siempre faltaba material, incluidos papel y lápices. Entre la tenue iluminación, puesto que muchos de los fluorescentes y lámparas estaban estropeados o habían desaparecido, los detectores de metales y el personal de seguridad apostado en cada puerta, aquello parecía una cárcel. Cierto es que se invertía mucho dinero en el sistema educativo de Washington D.C., pero curiosamente muy poco parecía revertir en los alumnos. Y los chicos habían empezado a encontrar problemas, tanto en el colegio como en la calle. En su zona, donde muchos padres tenían dos trabajos y otros estaban ausentes o no se involucraban en las vidas de sus hijos, algunos chicos comenzaban a tontear con la delincuencia. No era un buen ambiente para Diego, que tampoco era muy buen estudiante y de hecho se sentía atraído por aquellos que trasgredían las normas.

Gus Ramone había hablado de todo esto con su mujer, intensamente y en privado. Al final decidieron que sería bueno para Diego estar en contacto con otro ambiente. Pero incluso entonces, cuando la misma Regina se empeñó en hacer el cambio, Ramone no estaba del todo seguro de sus motivos para sacar a Diego de la enseñanza pública de D.C. Lo que le rondaba la mala conciencia era que los chicos del colegio de su barrio eran casi todos negros o hispanos.

A pesar de todo gestionaron la matrícula. Para ello tuvieron que emplear una especie de estratagema para establecer residencia en Montgomery. En los años noventa, cuando Regina daba clase y contaban con dos sueldos, habían invertido en una propiedad, una pequeña casita en Silver Spring, en una zona que en aquel entonces no valía nada. Les costó ciento diez mil dólares. Se la alquilaron a un albañil guatemalteco y su pequeña familia. Luego obtuvieron un número de teléfono de Maryland para la casa, y trasfirieron las llamadas a su dirección en D.C. Con esto y las escrituras de la casa, tenían lo necesario para solicitar la residencia en Maryland y poder cambiar a Diego de colegio.

Pero ya desde el principio pareció que habían cometido un error. El colegio de Montgomery tenía estudiantes destacados, y la mayoría de ellos eran blancos. Se mostraba menos tolerancia hacia lo que se consideraba un comportamiento negativo. Reírse o hablar alto en los pasillos o el comedor era una ofensa que a menudo se castigaba con la expulsión temporal. Igual que estar cerca de algún conflicto, aunque no se participara en él. Parecía haber distintas reglas para Diego y sus amigos, por una parte, y para los chicos de las clases de los destacados y los más dotados. Ramone suponía que se favorecía a esos chicos, blancos en su mayoría, porque elevaban los resultados académicos del colegio. Todos los demás alumnos entraban en la categoría de «otros». Cuando Regina investigó un poco el asunto, descubrió que a los chicos negros de Montgomery se los suspendía, castigaba o expulsaba tres veces más que a los blancos. Desde luego algo olía mal, y aunque ni Gus ni Regina llegaron a hablar de racismo, sospechaban que el color de su hijo, y el de sus amigos, estaba indirectamente relacionado con la etiqueta de «problemáticos» que les habían colgado.

Todo esto sucedía en un colegio situado en un barrio conocido por su activismo liberal, un lugar donde era común ver en los coches pegatinas de «Celebremos la diversidad». Los días que Ramone iba a recoger a su hijo al colegio veía que la mayoría de los alumnos negros salían juntos y echaban a andar calle abajo en dirección a los «bloques», mientras que los blancos se dirigían a sus casas en la parte alta del barrio. A veces se quedaba allí en el coche viendo todo esto y se decía: «He cometido un error con mi hijo.»

El caso es que Ramone nunca estaba seguro de estar haciendo lo mejor para sus hijos. Y los que afirmaban hacerlo o se engañaban o mentían. Por desgracia los resultados no se sabían hasta el final.

Ramone llamó a la puerta de Diego. No hubo respuesta y tuvo que llamar más fuerte.

Diego estaba sentado al borde de la cama, un colchón sobre un somier de muelles encima de la moqueta. Tenía al lado el balón de rugby con el que dormía. Llevaba puestos unos auriculares, y cuando se los quitó Ramone oyó música go-go a gran volumen. El chico llevaba una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto unos brazos delgados y bien definidos y unos hombros tan anchos como los de un hombre. Empezaba a asomarle el bigote y se había recortado las patillas en forma de dagas en miniatura. Llevaba el pelo muy corto, y cada quince días se pelaba en la barbería de la Tercera. Su tono de piel era algo más claro que el de Regina, pero había heredado los grandes ojos castaños de su madre y la gruesa nariz. El hoyuelo del mentón era de Ramone.

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