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Authors: George Pelecanos

Tags: #Policíaco

El jardinero nocturno (26 page)

Ramone se quedó sentado al volante del SUV. Estaba casi borracho, y más confuso que nunca sobre la muerte de Asa. Aquel día había visto algo, o había oído algo. Algo que se le escapaba, que le miraba como una mujer coqueta. Sólo quedaba esperar el beso.

En ese momento le sonó el móvil. Ramone miró el número y descolgó.

—¿Qué hay, Rhonda?

—Tengo algo, Gus. ¿Sabes el informe de balística que había pedido?

—Dime.

—Las marcas de las balas encontradas en los cuerpos de Asa Johnson y Jamal White son idénticas.

—¿Me estás diciendo…?

—Sí. Salieron de la misma pistola.

Cinco minutos más tarde Ramone entraba en su casa. Guardó la placa y la pistola, fue a ver a Alana y a Diego y luego entró en su dormitorio, cerrando la puerta tras él. En el baño se lavó los dientes, se enjuagó con el colutorio y se tomó un par de aspirinas. De nuevo en la habitación, trastabilló al quitarse los pantalones y oyó a Regina agitarse en la cama. Se quitó también los calzoncillos y los tiró al suelo. Apagó la lámpara y se metió desnudo en la cama, para acercarse a Regina y darle un beso tras la oreja. En la oscuridad le besó el cuello.

—¿Dónde has estado, Gus?

—En el Leo's, un bar.

—¿Estás borracho?

—Un poco.

Ramone deslizó la mano bajo el elástico del pijama de Regina, que no se resistió. Cuando comenzó a acariciarla, ella le guio la mano a un lugar mejor, lanzó un gemido y abrió la boca. Ramone le besó los labios. Ella terminó de quitarse el pantalón del pijama. Ramone se incorporó sobre un codo y ella tomó el pene con la mano para frotárselo contra la cara interna del muslo. Luego se estrechó contra él, apretando el glande contra su cálido y plano vientre.

—¿Te acuerdas de mí? —preguntó Ramone.

—Algo me suena, sí.

Esa noche hicieron el amor apasionadamente.

26

Al día siguiente las oficinas de la VCB hervían de actividad. Habían aparecido dos cadáveres y se discutían los equipos de trabajo. Además era viernes, así que los detectives se preparaban para el aumento de víctimas mortales propio de los fines de semana. Encima de todo eso, era día de cobro estatal, lo cual significaba un mayor consumo de drogas y alcohol por la tarde, que solía resultar en un aumento de delitos violentos.

Ramone, Bo Green y Bill Wilkins rodeaban a Rhonda Willis, sentada a su mesa como la abeja reina.

—¿Cómo lo sabías? —preguntó Wilkins.

—No lo sabía —contestó Rhonda—. Era dar palos de ciego, pero mira. ¡Atiné!

—No entiendo qué relación puede haber entre Asa Johnson y Jamal White —declaró Ramone—. Dominique Lyons tenía motivos para matar a White, pero ¿por qué a Asa?

Por más que lo pensaban, no daban con la respuesta. Se quedaron mirando la mesa, el techo…

—Pasaron veinticuatro horas entre los dos asesinatos —dijo por fin Green—. Podrían ser dos asesinos.

—La pistola pudo cambiar de manos. Igual se vendió —apuntó Wilkins.

—O se alquiló —añadió Green—. El que mató a Asa Johnson se la alquiló a Lyons.

Ramone miró a Rhonda.

—Bueno, en cualquier caso hay que localizar al señor Lyons —dijo ella—. Así se aclarará un poco el asunto.

—¿Ha habido algo en la calle W? —preguntó Ramone.

—Todavía no ha aparecido por allí. Ni Darcia tampoco.

—¿Cuál es el plan de hoy?

—Voy a Petworth, a ver a la madre de Darcia. A ver si ella puede conseguir que Darcia asome la nariz, o darme alguna pista de su paradero. Y no sé, igual presiono un poco más a Shaylene, la amiga de Darcia. Nada, voy a ir un poco de puerta en puerta, Gus.

—A la antigua usanza —comentó Wilkins.

—¿Y vosotros?

—Bill se va a poner con el ordenador de Asa —contestó Ramone—. Yo andaré por el barrio. Todavía no he terminado por allí.

—¿Quieres compañía? —le preguntó Green a Rhonda.

—Siempre es agradable llevar refuerzos. —Rhonda señaló el corpachón de Green—. Me da confianza.

—Estamos en contacto —se despidió Ramone.

Bill Wilkins y Ramone se separaron en el aparcamiento. Ramone tomó un Taurus azul que iba razonablemente bien. Con él se dirigió al Starbucks entre la calle Octava y Penn para tomar un café. Se sentía bastante mal y pensó que la cafeína lo espabilaría.

De camino a la parte alta de la ciudad llamó a Cynthia Best, la directora del colegio de Asa.

—Ronald y Richard Spriggs.

—Los gemelos —contestó ella—. Los conozco muy bien.

—Esperaba poderlos sacar de clase un momento, con su permiso. Me gustaría hablar con ellos, si puedo.

—Un momento. —La directora se ausentó unos minutos—. Por lo visto no han venido.

—¿Están enfermos?

—No lo sé. Al ver que no aparecían esta mañana hemos llamado a su madre al trabajo para informarla de su ausencia. Es el procedimiento habitual. Hemos descubierto que es el mejor disuasorio para ellos.

—¿Faltan mucho al colegio los gemelos?

—Bueno, yo no los describiría como estudiantes modelo, detective.

—Sé por dónde viven, pero no el número de su casa. ¿Me lo podría dar?

—Ahora mismo le paso con alguien que pueda.

Los gemelos Spriggs vivían en la calle Novena, entre Peabody y Missouri, en un conjunto de viviendas de ladrillo rodeado por una verja de hierro negro. Al otro lado de la calle había otro jardín comunitario, y desde allí se veía el antiguo instituto Paul Junior, ahora una escuela pública que había mantenido el nombre. Los rasgos distintivos del barrio eran la torre de radio, parecida a la torre Eiffel, que se alzaba detrás de la comisaría del Distrito Cuatro, y otra torre más pequeña en el mismo lado de la calle Novena que el apartamento que Ramone buscaba.

Cuando llamó a la puerta le abrió Ronald Spriggs. Llevaba una camiseta con un personaje pintado con brillo, un tipo con una gorra de béisbol puesta de lado, armado con lo que parecía una pistola de rayos. Había cortado las mangas en flecos sobre los hombros. Los flecos estaban trenzados y terminaban en pequeñas bolas, el tipo de ornamento que uno podría encontrar en una lámpara. Ronald tenía talento como artista y buen ojo para el diseño, y Diego le debía varias de sus camisetas personalizadas. Había sido Ronald quien dibujó el logo de «Dago» en las gorras de Diego.

—¿Qué he hecho, señor Gus? ¿Cruzar un semáforo en rojo o algo?

—Nada tan grave. Sólo quería hablar contigo y con tu hermano, sobre Asa.

—Pase.

Las cortinas del salón estaban cerradas y no se movía una brizna de aire. Richard estaba sentado en un gastado sofá, en la penumbra, jugando al Madden 2006 en la Xbox. Ramone reconoció el juego, puesto que la banda sonora se oía a menudo en su propia casa.

—Richard, está el señor Gus.

Richard Spriggs no volvió la cabeza.

—Un momento —pidió, operando con destreza el mando de la consola.

—Ponlo en pausa —le pidió su hermano—. Para que pueda darte una paliza luego.

Pero Richard siguió jugando. Habían programado un encuentro entre Broncos y Eagles; una versión animada de Champ Bailey interceptó un pase de Donovan McNabb.

—Mierda —exclamó Richard.

—Vaya cagada —se burló Ronald.

—Te voy a dar una paliza, Ronald.

—¿Sí? ¿Cuándo?

Richard puso el juego en pausa y la pantalla del televisor se quedó azul. Ramone se sentó en una butaca frente a la mesa de centro donde estaban la Xbox y los mandos, junto con una bolsa vacía de Doritos y varias latas de refresco abiertas. Ronald se sentó en el sofá junto a su hermano. Richard llevaba unos pantalones pirata cortados deshilachados, algo estilo Dogpatch a lo D.C. Ramone supuso que serían también creación de Richard.

—¿Qué, estáis con gripe o algo? —preguntó.

—Sólo había medio día de clase —contestó Ronald.

—Había reunión de profesores —sonrió Richard.

—¿Le han pasado a la brigada de Menores, señor Gus?

—No es mi departamento. De eso ya se encargará vuestra madre.

—Se ha puesto como una moto cuando han llamado del colegio.

—Le hemos dicho que estábamos malos —explicó Richard—. Tuvimos que comer algo que nos sentó mal, porque a los dos nos duele el estómago.

Ramone se limitó a asentir con la cabeza. Conocía a los gemelos desde muy pequeños. No eran malos chicos. Podían dar algo de guerra, pero no les iba la violencia ni la provocación. Vivían con su madre, siempre muy ocupada con dos trabajos para poder sacar adelante a sus hijos y además darles los equipos electrónicos, los juegos y la ropa de marca que llevaban otros chicos. Era toda una lucha ganar dinero suficiente para comprar a sus hijos prendas Nike, North Face y Lacoste, y eso la mantenía lejos de casa y todavía más lejos de sus vidas.

Ramone y Regina, capaces de cometer los mismos errores que todo el mundo, se sentían presionados a hacer lo mismo por sus hijos, y a menudo sucumbían a ello, aun sabiendo que era un error.

En ausencia de su madre, y con un padre inexistente, los gemelos Spriggs empezaban a meterse en líos. Sus actos no eran distintos ni más graves que los hurtos menores y el vandalismo que Ramone había perpetrado con sus amigos cuando tenía su edad. Los chicos tenían adrenalina, y la quemaban de mala manera.

Los gemelos Spriggs sabían muchas cosas, puesto que se pasaban la mayor parte del tiempo en la calle. Cuando a Diego le robaron la bicicleta del jardín, Ramone acudió a ellos, y esa misma noche la devolvieron sin más comentario. Ramone no les preguntó cómo la habían recuperado, ni tampoco olvidó lo que habían hecho. El invierno anterior, los detuvieron y los llevaron a la comisaría del Distrito Cuatro por robar objetos de jardines vecinos. Ramone acudió con su madre y sacó a los chicos libres de cargos.

Se preocupaba por ellos, pero sin inmiscuirse porque no eran sus hijos. Richard, a quien le faltaban motivación y dirección, era el que probablemente se encontrara en aguas más turbulentas con el paso de los años. Sería una pena que Ronald, que contaba con las herramientas para lograr algo en la vida, siguiera a su hermano por lealtad.

—Bueno, lo de Asa —comenzó Ramone.

—No sabemos nada de Asa — contestó Ronald—. Sentimos lo que le ha pasado y todo eso, pero…

—Vosotros salíais con él, ¿no?

—Ya no mucho.

—¿Por qué no? ¿Pasó algo entre vosotros?

—La verdad es que no —dijo Ronald.

—Entonces ¿por qué os distanciasteis?

Ronald y Richard se miraron.

—¿Por qué? —insistió Ramone.

—No nos gustaba hacer las mismas cosas —dijo por fin Ronald.

—¿Qué, atracar a las ancianitas para robarles el bolso?

—Eso nunca lo hemos hecho. —Richard esbozó una tímida sonrisa.

—Era broma.

—No, digo cosas normales, como jugar al baloncesto, ir a fiestas, a conciertos… —repuso Ronald.

—Salir con chicas —dijo Richard.

—De todas formas su padre no le dejaba salir —explicó Ronald—. No sé. El caso es que dejamos de verle.

—¿Qué más?

Richard, el más gallito de los dos, chasqueó la lengua.

—Se volvió un blando.

—¿En qué sentido?

—Que cambió mucho. Ahora sólo le interesaban los libros y eso.

—¿Y eso os parece mal?

—Vaya, que a mí no me va pasarme el día en la biblioteca.

—De hecho el día que le vimos llevaba un libro —agregó Ronald.

—¿Qué día?

—El día que lo mataron. Richard y yo volvíamos a casa. Veníamos de jugar al baloncesto con Diego y Shaka.

—¿Y dónde estabais, exactamente?

—Un par de manzanas detrás del Coolidge. Supongo que estaríamos en Underwood.

—¿Y hacia dónde iba Asa?

—Hacia Piney Branch Road.

—¿Hablasteis?

Ronald lo pensó un momento.

—Le dijimos hola, pero él no se paró. Yo le pregunté adónde iba y él me contestó, pero sin pararse.

—¿Y qué te contestó?

—Que iba al monumento de Lincoln y Kennedy, nada más.

—¿El Lincoln Memorial?

—El monumento —le corrigió Ronald.

—¿Visteis el título del libro que llevaba?

—Qué va.

—No tenía título, idiota —repuso Richard.

—¿Cómo?

—Que en la portada del libro no ponía nada —dijo Richard—. Me acuerdo porque me pareció raro.

«Un diario», pensó Ramone.

—No le diga a mi madre que estábamos jugando con la Xbox —le pidió Ronald.

—Le hemos dicho que estábamos estudiando —apuntó Richard.

—No deberíais mentirle a vuestra madre. Es una buena mujer.

—Ya lo sé. Pero si le decíamos la verdad, que no nos apetecía ir al colegio, se iba a preocupar —dijo Ronald.

—Y además, paso de que me dé una torta —explicó Richard.

Ronald señaló la chaqueta de Ramone.

—¿Lleva encima la Glock?

Ramone asintió y el chico sonrió.

—Mola llevar pipa, ¿eh?

—Espero que os mejoréis. —Ramone dejó una tarjeta de visita sobre la mesa—. Descansad un poco.

Volvió al coche y puso rumbo a la casa de Terrance Johnson con la intención de reunirse con Bill Wilkins, que ahora estaría investigando el ordenador de Asa. Cuando iba por Peabody le sonó el móvil.

—Regina.

—Gus…

—¿Qué pasa?

—No te vayas a enfadar.

—Dime qué pasa.

—Han expulsado a Diego del colegio.

—¿Otra vez?

—Es por lo de la pelea de su amigo Toby. El señor Guy ha dicho que no ha querido cooperar como testigo, y luego no sé qué de insubordinación.

—Gilipolleces.

—Además, también ha mencionado que la directora nos quiere hacer unas preguntas sobre nuestro lugar de residencia.

—Supongo que habrán descubierto que vivimos en D.C.

—Yo qué sé. Voy a recoger ahora a Diego. He hablado con él por teléfono y se ha tomado esto bastante mal. Supongo que intentaré hablar con la directora, ya que estoy allí.

—No, tú sólo recógelo. Ya hablaré yo con ella.

—Pero cálmate antes de ir para allá.

—Ve a por Diego. Luego te llamo.

Ramone paró el Taurus y llamó a Bill Wilkins, a casa de los Johnson.

—Bill, soy Gus. Voy a tardar un buen rato en llegar.

—Estoy revisando los archivos del historial de Asa —informó Wilkins en voz baja—. Deberías echar un vistazo a una cosa.

—En cuanto llegue. Dime, ¿tú has oído hablar de un monumento a Lincoln?

—Pues sí.

—A ver si encuentras ahí alguna referencia.

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