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Authors: George Pelecanos

Tags: #Policíaco

El jardinero nocturno (10 page)

El Leo's estaba bastante lleno, y la música de la jukebox sonaba a mucho volumen. Holiday se dirigió hacia un taburete vacío al fondo, cerca de la cocina. Un par de clientes le saludaron con la cabeza. Allí le conocían, de manera que no se le quedaron mirando como suele pasar cuando un blanco entra en un bar de un barrio negro. Entre los habituales del Leo's era de dominio público que Holiday había sido policía, que tuvo que dejar el cuerpo por haber caído en desgracia. No era del todo cierto, puesto que Holiday había dimitido en lugar de enfrentarse a la investigación oficial, pero que pensaran lo que quisieran. Un policía corrupto tenía algo de leyenda. Pero él no era corrupto. Nunca había aceptado sobornos ni había jugado a dos barajas, como algunos de los que entraron en el cuerpo a finales de los ochenta, cuando andaban locos por reclutar a cualquiera. Qué coño, él sólo había ayudado a una chica que conocía. Vale que era puta, pero así y todo…

—Vodka con hielo —pidió a Charles, el camarero del turno nocturno. Leo ya se había marchado, o estaría en la trastienda haciendo caja.

—¿Solo, Doc?

—Sí, a pelo. —A esas alturas mezclarlo con algo sería un desperdicio.

Charles le sirvió la copa. En la jukebox sonaba una versión de Jet Airliner con un aire soul-rock auténtico.

Los dos clientes a la derecha de Holiday hablaban de la canción.

—Sé que es de Paul Pena. Fue el primero que la cantó. Pero ahora, ¿quién fue el blanco que la convirtió en un éxito?

—Johnny Winters o alguno parecido. Yo qué sé.

—Fue uno de los Almond Brothers.

—¿No serán los Osmand Brothers?

—Almond. Te apuesto cinco pavos.

—Steve Miller Band —dijo Holiday.

—¿Cómo? —El cliente se volvió hacia él.

—Es un temazo, tío.

—Desde luego. Pero ¿sabes quién lo convirtió en un éxito?

—Ni idea. —El orgullo le había llevado a meterse en la conversación, pero ahora no quería seguir.

Pidió una última copa antes de que cerraran, la apuró a toda prisa y se marchó del bar poco satisfecho. Le había puesto de mal humor acordarse de su antigua vida y de cómo la había dejado.

Se dirigió hacia el este. Vivía en un apartamento con jardín junto a Prince George Plaza, cerca de la autopista East-West, y para ir desde el Leo's tenía que bajar al sur hacia Missouri y luego tomar Riggs Road. Pero se confundió cerca de Kansas Avenue, intentando acortar por las callejuelas, y al encontrarse en Blair se dio cuenta de que tenía que dar media vuelta. Giró a la izquierda por Oglethorpe Street, pensando que así llegaría a Riggs.

Pero enseguida se dio cuenta de que la había cagado. De pronto se acordó, de sus tiempos de policía, de que aquella parte de Oglethorpe acababa cortada en el metro y las vías de tren. Reconoció a su izquierda el refugio de animales y la imprenta junto a las vías. Y a la derecha uno de esos jardines comunitarios tan comunes en D.C. Este cubría varias hectáreas.

En ese momento sonó el móvil, montado en una carcasa bajo el salpicadero. Era Jerome Belton, que llamaba para contarle cómo le había ido el día. Holiday se paró en la cuneta de arena y grava y apagó el motor. Belton le habló de un aspirante a jugador al que había llevado al combate entre Tyson y McBride en el MCI Center hacía unos meses. Por lo visto llevaba unos zapatos de cocodrilo falsos que se habían descamado en el coche.

Tenía gracia, aunque no era una historia nueva. Holiday y Belton se rieron un rato y colgaron. Holiday, en la silenciosa calle cortada junto al jardín comunitario, echó atrás la cabeza y cerró los ojos. No estaba borracho. Estaba cansado.

Una luz le dio en la cara y le despertó. Abrió los ojos. Distinguió un coche patrulla azul y blanco, con las luces apagadas. Se acercaba desde la rotonda junto a las vías. En el asiento trasero iba un pasajero, algún detenido. Holiday se preguntó dónde estarían sus caramelos de menta. Cuando el Crown Victoria se acercó, no lo miró directamente, aunque un fugaz vistazo le indicó que el policía que iba al volante era blanco. El detenido, de cuello y hombros delgados, iba envuelto en sombras. Holiday supo por instinto que sería una mujer o un adolescente. Vio de reojo un número el coche patrulla, en el panel delantero. El agente pasó de largo sin detenerse. Era obvio que había visto a Holiday allí aparcado, pero no se molestó en investigar. Holiday alejó la imagen de los números y pensó: «
Let it grow.
» Se echó a reír sin razón aparente y volvió a dormirse.

Cuando despertó algo después, todavía tenía la mente brumosa. Miró hacia el jardín, donde se alzaban las negras siluetas de las pérgolas apresuradamente construidas, las plantas atadas a sus palos, las bajas hileras de verduras. Una persona de edad indeterminada y altura media cruzaba el parque. Parecía un auténtico semental, pensó Holiday, observando sus andares con los ojos entornados. Pero enseguida parpadeó despacio. Se le nubló la vista y se volvió a dormir.

Despertó de nuevo confuso, pero esta vez se despejó enseguida, puesto que las horas le habían dejado sobrio. El cielo ya clareaba y las sombras navegaban por el cielo sobre los jardines, anunciando la inminente mañana. Holiday miró el reloj: las 4.43 de la mañana.

—Joder.

Tenía el cuello tieso. Necesitaba meterse en la cama. Pero primero tenía que aliviarse. Sacó de la guantera una pequeña linterna Maglite y salió del coche.

Siguió un sendero guiándose con la linterna, hasta que por fin se la puso en la boca, se abrió la bragueta y soltó un chorro de pis. Mientras orinaba miró en torno a él, girando la cabeza. La luz enfocó lo que parecía un cuerpo humano inconsciente o dormido junto a un huerto en el que todavía se veían las plantas de tomates, cosechadas hacía ya mucho. Holiday se abrochó el pantalón, se acercó al cuerpo y lo alumbró.

Mordiéndose el labio se puso en cuclillas. La luz estaba ahora más cerca e iluminaba mejor. Era un joven negro, en torno a los quince años, con una chaqueta de invierno, camiseta, tejanos y zapatillas Nike. En la sien izquierda comenzaba a coagularse una herida de bala. El proyectil había convertido en pulpa la parte superior de la cabeza en su trayectoria de salida, y la sangre y el cerebro eran densos como puré. Tenía los ojos saltones por el impacto. Holiday dejó que la luz danzara por el suelo. Iluminó una amplia zona del sendero y el jardín, pero no vio ni casquillos ni la pistola.

Volvió a enfocar al chico. Llevaba en torno al cuello una cadena con una especie de placa que yacía plana sobre la clavícula, entre los pliegues de la chaqueta. Holiday leyó el nombre.

Por fin se levantó y volvió a su coche intentando poner el menor peso posible sobre los pies. En Oglethorpe no había nadie. Puso el motor en marcha rápidamente y dio media vuelta por Blair Road sin encender los faros. Esperó a que la calle estuviera totalmente desierta antes de encender las luces. Luego se dirigió directamente al 7—Eleven de Kansas. Allí había una cabina, pero el parking estaba demasiado iluminado, de manera que fue a una tienda de licores más arriba de la calle, donde también había una cabina en un aparcamiento casi a oscuras. Desde allá llamó a la policía, de espaldas a la carretera. No dio su nombre ni localización cuando se lo preguntaron. Hizo caso omiso de las repetidas preguntas de la operadora e informó de un cadáver en el jardín comunitario entre Blair y Oglethorpe. La mujer seguía insistiendo en obtener información personal, pero él colgó el teléfono. Luego volvió deprisa al coche, salió del aparcamiento y encendió un cigarrillo. Algo le había resultado a la vez familiar e inidentificable en aquel cadáver. Ahora se encontraba espabilado y nervioso.

Una vez en su casa se metió en la cama, pero no se durmió. Se quedó mirando el techo mientras el sol empezaba a filtrarse por las cortinas venecianas. Pero no veía el techo. Más bien se veía de joven, de uniforme, en un jardín comunitario muy parecido al que acababa de dejar. En su memoria, el agente de homicidios T. C. Cook estaba trabajando, con su abrigo y su sombrero marrón. Veía el escenario del crimen iluminado por las luces estroboscópicas de los coches patrulla y los ocasionales flashes de las cámaras.

Era como ver una fotografía en su mente. Veía las luces, a los jefes, al periodista de Canal 4 y muy claramente a sí mismo y al detective T. C. Cook.

También en la fotografía, joven y de uniforme, estaba Gus Ramone.

11

Mientras los trabajadores iban llegando a sus puestos en el refugio de animales y la imprenta, la policía de Homicidios y la Científica trabajaban en torno al cadáver de un joven en un jardín comunitario entre las calles Oglethorpe y Blair Road. Varios agentes y la cinta policial mantenían a raya a los mirones, que especulaban entre ellos y llamaban por móvil a su familia y amigos, lejos de la escena.

El detective Bill Garloo Wilkins, que tenía el turno de doce a ocho de la mañana en la VCB, estaba a punto de terminar la jornada cuando llegó la llamada con la denuncia anónima. Acudió al jardín con el detective George Loomis, un tipo de hombros caídos que se había criado en Section Eights, cerca del hogar Frederick Douglass en Southeast. Wilkins estaba a cargo del caso.

Mientras Wilkins y Loomis trabajaban en el escenario del crimen, Gus Ramone llegaba a las oficinas de la VCB para su turno de ocho a cuatro. Rhonda Willis ya estaba en su mesa. Le gustaba llegar temprano, tomarse un café y preparar la agenda del día. Como siempre, comentaron los planes para la jornada, así como cualquier actividad relacionada con el crimen violento que hubiera podido desarrollarse. Mencionaron a la víctima no identificada encontrada junto a Blair Road, así como que Garloo Wilkins se encargaba de la investigación. Ramone todavía tenía que terminar con William Tyree, y Rhonda testificaría en un caso de drogas que había cerrado varios meses antes. Ramone quería interrogar a una posible testigo de un homicidio antes de que la mujer entrara en su trabajo en el McDonald's, en Howard U. Rhonda accedió a acompañarle. Luego irían juntos a los juzgados entre la Cuarta y E.

La posible testigo, una mujer joven llamada Trashon Morris, resultó no ser de gran ayuda. La habían visto en un club a las afueras de Shaw, con un joven involucrado en un asesinato cometido esa misma noche. El joven, Dontay Walker, había estado discutiendo en el club, decían los testigos, con un tipo al que más tarde encontraron muerto a tiros dentro de su Nissan Altima, en la Sexta, al sur de U. A Walker lo buscaban en relación con el asesinato, y de momento andaba en paradero desconocido. Pero cuando Ramone interrogó a Trashon Morris, a quien interceptó cuando salía de su edificio, ella no recordaba ninguna discusión en el club ni ninguna otra cosa de aquella noche, por lo visto.

—No me acuerdo —insistió, sin mirar a Ramone a los ojos ni reconocer siquiera la presencia de Rhonda Willis—. Yo no sé nada de ninguna pelea. —Morris tenía unas uñas postizas extra largas, pintadas de color chillón, grandes aros en las orejas y mucho pelo.

—¿Había bebido usted mucho esa noche? —preguntó Ramone, queriendo determinar su credibilidad en el caso improbable de que recuperara la memoria y acudiera a testificar ante el juez.

—¿Usted qué cree? Estaba en un club. Claro que bebí.

—¿Cuánto?

—Lo que me apeteció. Era fin de semana y tengo veintiún años.

—Según me han dicho se marchó del club con Dontay Walker.

—¿Quién?

—Dontay Walker.

—La gente dice lo que le da la gana. —Trashon se miró el reloj—. Oiga, me tengo que ir a trabajar.

—¿Tiene alguna idea de dónde puede estar escondido Dontay desde aquella noche?

—¿Quién?

Ramone le dio su tarjeta.

—Si vuelve a ver a Dontay, o sabe algo de él, o recuerda algo que no nos haya dicho, llámeme.

—Tengo que ir a trabajar —repitió ella. Y echó a andar hacia la estación del metro, al final de la manzana.

—Muy dispuesta a colaborar —comentó Ramone, mientras se dirigía con Rhonda hacia un Impala granate de la policía, aparcado junto a la cuneta.

—Una de esas chicas fabulosas del gueto —dijo Rhonda—. Más vale que a mis hijos no se les ocurra traerme a casa a nadie con esas pintas, porque sale disparada de una patada.

—Estará furiosa con su madre, por ponerle Trashon.

—Sí, vaya nombrecito —repuso Rhonda—. Hay nombres que son un karma.

En los juzgados, Ramone y Rhonda Willis subieron a la primera planta a rellenar el formulario para su comparecencia en juicio, y luego a la novena, donde trabajaban los fiscales estatales, los fiscales federales que llevaban los casos desde la detención del sospechoso hasta el juicio. Tanto en los pasillos como en los despachos se veía a muchos policías de homicidios. Lo normal. Unos llevaban buenos trajes, otros trajes baratos, y alguno iba con sudadera. Acudían a testificar, charlar, informar de los progresos en algún caso y hacer horas extras. Algunos días había más policía en aquellas oficinas que en la comisaría o en la calle.

Ramone encontró al fiscal Ira Littleton en su despacho. Hablaron del caso de Tyree y la comparecencia ante el juez, una conversación que consistió en un sermón de Littleton sobre etiqueta y procedimientos en el tribunal. Ramone le permitió soltar su discurso. Cuando terminó, fue al despacho de Margaret Healy, una pelirroja inteligente y endurecida, de unos cuarenta y cinco años, que dirigía el equipo de fiscales del Estado. Los papeles rebosaban de su mesa y se extendían por el suelo. Ramone se dejó caer en una de las cómodas butacas.

—Me han dicho que has sido muy rápido en el caso del apuñalamiento.

—Gracias a Boo Green.

—Es un trabajo de equipo —replicó Healy, utilizando una de sus expresiones favoritas.

—Enhorabuena por los hermanos Salinas —la felicitó Ramone a su vez. La reciente condena, tras un interminable caso de asesinato, de dos hermanos miembros de la banda MS–13 había llamado la atención de la prensa debido a los crecientes problemas con las pandillas hispanas tanto en D.C. como en los alrededores.

—La verdad es que estuvo muy bien. Estoy muy orgullosa de Mary Yu, que supo llegar hasta el final.

Ramone señaló con el mentón una fotografía sobre la mesa de la fiscal.

—¿Cómo está la familia?

—Imagino que bien. A ver si este año me tomo unos días de vacaciones y lo averiguo.

Una secretaria llamó a la puerta abierta e informó a Ramone de que tenía una llamada de su mujer. Seguramente le habría llamado al móvil, pero el edificio tenía muy mala cobertura. Y para insistir tanto, debía de ser alguna emergencia. Alana o Diego, pensó inmediatamente, mientras se levantaba.

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