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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (19 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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He visto a innumerables actores de mimo e imitadores, payasos y cómicos, pero nada rozaba siquiera la horrible maravilla que contemplé entonces: aquel reflejo convulsivo y automático, prácticamente instantáneo, de todos los rostros y todos los cuerpos. Pero no sólo era una imitación, con todo lo extraordinario que habría sido esto. La mujer no sólo adoptaba y asimilaba las características de innumerables personas, las remedaba. Cada reflejo era también una parodia, una burla, una exageración de expresiones y gestos distintivos, pero una exageración que era en sí misma tan convulsiva como intencional… una consecuencia de la distorsión y la aceleración violentas de todos sus movimientos. Así, una sonrisa lenta, monstruosamente acelerada, se convertía en una mueca violenta que duraba milésimas de segundo; un gesto amplio, se convertía, acelerado, en un movimiento ridículo y convulsivo.

En la extensión de una manzana pequeña esta anciana frenética caricaturizó convulsivamente los rasgos de cuarenta o cincuenta transeúntes en una secuencia vertiginosa de imitaciones caleidoscópicas, que duraban un segundo o dos cada una, a veces menos, y la vertiginosa secuencia completa muy poco más de dos minutos.

Y había imitaciones ridículas de segundo y tercer orden; porque la gente de la calle, asombrada, ofendida, desconcertada por las imitaciones de la anciana, adoptaba como reacción esas expresiones; y esas expresiones eran a su vez, re-reflejadas, re-dirigidas, re-deformadas, por la víctima del tourettismo, lo que provocaba un grado aun mayor de conmoción y cólera. Esta grotesca resonancia involuntaria, o reciprocidad, por la que todos se veían arrastrados a una interacción absurdamente amplificante, era el origen del alboroto que yo había visto desde lejos. Aquella mujer que, convirtiéndose en todos, perdía su propio yo, se convertía en nadie. Una mujer con mil rostros, máscaras,
personae,
¿cómo debía sentirse ella en aquel torbellino de identidades? Pronto llegó la respuesta… sin un segundo de retraso; porque la acumulación de presiones, la suya y las de los demás, se aproximaba rápidamente al punto de explosión. Súbita, desesperadamente, la anciana se desvió, entró en una calleja que la alejó de la calle principal. Y allí, con todas las apariencias de una persona muy enferma, expulsó, tremendamente acelerados y abreviados, todos los gestos, las posturas, las expresiones, los comportamientos, todos los repertorios de conducta, de las últimas cuarenta o cincuenta personas con las que se había cruzado. Efectuó una regurgitación vasta y pantomímica, en la que vomitó las identidades engullidas de las últimas cincuenta personas que la habían poseído. Y si la asimilación había durado dos minutos, el vómito fue una exhalación única: cincuenta personas en diez segundos, un quinto de segundo o menos para el repertorio condensado de cada persona.

Yo pasaría más tarde cientos de horas hablando con pacientes del síndrome de Tourette, observándolos, grabando sus conversaciones, aprendiendo de ellos. Pero creo que nada me enseñó tanto, tan de prisa, tan penetrante, tan abrumadoramente como aquellos dos minutos fantasmagóricos en una calle de Nueva York.

Se me ocurrió en aquel momento que esos «supertouretters» han de hallarse, por una singularidad orgánica, de la que no son en modo alguno culpables, en una posición existencial de lo más extraordinaria, verdaderamente única, que guarda ciertas analogías con la de los «superkorsakovs» extremos, aunque tengan, claro, una génesis completamente distinta… y un objetivo. Ambos pueden verse precipitados a la incoherencia, al delirio de identidad. La víctima del síndrome de Korsakov, quizás afortunadamente, nunca lo sabe, pero el que padece tourettismo percibe su desdicha con una agudeza aplastante, y quizás irónica en último término, aunque puede que sea incapaz de hacer algo al respecto, o que ni siquiera desee hacerlo.

Porque mientras que al que padece el síndrome de Korsakov lo impulsa la amnesia, la ausencia, a la víctima del síndrome de Tourette la arrastra el impulso extravagante… un impulso del que es al mismo tiempo creador y víctima, impulso que puede repudiar pero que no puede ignorar. Se ve así arrastrado, a diferencia del paciente del síndrome de Korsakov, a una relación ambigua con su trastorno: lo vence, es vencido por él, juega con él… hay todo tipo de conflictos y de connivencias.

El ego de la víctima del síndrome de Tourette, al carecer de las barreras protectoras normales de inhibición, los límites normales, orgánicamente determinados, del yo, se halla sometido a un bombardeo que dura toda la vida. Se ve seducido, asaltado, por impulsos que vienen de dentro y de fuera, impulsos que son orgánicos y convulsivos, pero también personales (o más bien pseudopersonales) y seductores. ¿Cómo soportará, cómo puede soportar el ego este bombardeo? ¿Sobrevivirá la identidad? ¿Puede
desarrollarse
, frente a este aniquilamiento, frente a estas presiones… o quedará aplastada, produciendo un «alma tourettizada» (en expresión conmovedora de un paciente al que conocería más tarde)? Hay una presión fisiológica, existencial, casi teológica, que pesa sobre el alma de la víctima del tourettismo… ya logre mantenerse completa y soberana, ya se vea arrebatada, poseída y desposeída, por todos los impulsos y las necesidades primordiales.

Hume, como ya hemos indicado, escribió:

Me atrevo a afirmar… que no somos más que un amasijo o colección de diversas sensaciones, que se suceden con rapidez inconcebible, en un movimiento y un flujo perpetuos.

Así pues, para Hume, la identidad personal es una ficción: no existimos, no somos más que una sucesión de sensaciones o percepciones.

Esto no se cumple, evidentemente, en el caso de un ser humano normal, porque éste
posee
sus propias percepciones. No son un mero flujo, sino que son
suyas
, están unidas por una individualidad o yo duradero. Pero lo que dice Hume puede aplicarse sin duda a un ser tan inestable como la víctima del supertourettismo, cuya vida es, hasta cierto punto, una sucesión de movimientos y percepciones convulsivos o imprevisibles, una agitación fantasmagórica sin centro ni sentido alguno. En ese aspecto el paciente del síndrome de Tourette es un ser «humeano» más que humano. Éste es el destino filosófico, casi teológico, que aguarda, si la relación entre impulso y yo es demasiado abrumadora. Tiene afinidades con el hado «freudiano», al que también abruma el impulso, pero el hado freudiano tiene sentido (aunque sea trágico), mientras que el hado «humeano» es insensato, absurdo.

Así pues, la víctima del supertourettismo se ve obligada a luchar, como no se ve obligado ningún otro, simplemente para sobrevivir… para convertirse en un individuo, y sobrevivir como tal, frente a un impulso constante. Puede tener que afrontar, desde la más temprana infancia, barreras extraordinarias a la individuación, a la posibilidad de convertirse en una persona real. Lo milagroso es que en la mayoría de los casos lo consigue… pues la capacidad de supervivencia, la voluntad de sobrevivir, y de sobrevivir como individuo único e inalienable, es, no cabe duda alguna, la más fuerte de nuestro yo: más que cualquier impulso, más que la enfermedad. La salud, la salud militante, es normalmente la que triunfa.

TERCERA PARTE

ARREBATOS

Introducción

Si bien hemos criticado el concepto de función, intentando incluso una redefinición bastante radical, nos hemos atenido a él, estableciendo, en los términos más amplios, contraposiciones basadas en «déficit» o «exceso». Pero es evidente que hay que utilizar también términos totalmente distintos. Si abordamos los fenómenos en cuanto tales, el carácter concreto de la experiencia o del pensamiento o de la acción, tenemos que utilizar términos que evocan más un poema o un cuadro. ¿Cómo va a ser inteligible un sueño, por ejemplo, en términos de función?

Tenemos siempre dos universos de discurso (llamémosles «físico» y «fenoménico», o como se quiera), uno que aborda cuestiones de estructura formal y cuantitativa, el otro que aborda esas cualidades que constituyen un «mundo». Todos tenemos mundos mentales propios característicos, paisajes e itinerarios interiores, y éstos no exigen, en la mayoría de los casos, ningún «correlativo» neurológico claro. Podemos explicar normalmente la historia de un individuo, relatar pasajes y escenas de su vida, sin recurrir a consideraciones neurológicas y fisiológicas de ningún género: estas consideraciones parecerían, en principio, superfluas, cuando no francamente absurdas u ofensivas. Pues nos consideramos, con toda justicia, «libres»… o determinados, al menos, por consideraciones éticas y humanas sumamente complejas, más que por las vicisitudes de nuestras funciones nerviosas o nuestros sistemas nerviosos. Normalmente, pero no siempre, porque la vida de un individuo puede quedar cercenada a veces, transformada, por un trastorno orgánico, y si es así su historia exige una correlación fisiológica o neurológica. Esto se cumple, claro, en el caso de todos los pacientes de los que hablamos aquí.

En la primera mitad del libro abordamos casos de individuos patentemente patológicos, situaciones en las que había un déficit neurológico o un exceso notorios. Tarde o temprano se hace evidente para estos pacientes, o para sus familias, lo mismo que para sus médicos, que hay «algún problema» a nivel físico. El mundo interior del individuo, su disposición, puede alterarse realmente, transformarse; pero, como resulta evidente, esto se debe a una modificación notable (y casi cuantitativa) de la función nerviosa. En esta tercera sección, abordaremos la reminiscencia, la percepción alterada, la imaginación, el «sueño». Son cuestiones que no suelen ser objeto de atención neurológica o médica. Estos «arrebatos» (que suelen ser de viva intensidad, y estar cargados de sentido y de sentimientos personales) tienden a considerarse, como los sueños, psíquicos: como una manifestación, quizás, de actividad inconsciente o preconsciente (o, en los individuos de tendencia mística, de algo «espiritual»), no como algo «médico», y mucho menos «neurológico». Tienen un «sentido» dramático, o narrativo, o personal, y no se los puede considerar «síntomas». Quizás forme parte de la naturaleza misma de estos arrebatos el que sea más probable que se destinen exclusivamente a psicoanalistas o confesores, que se consideren psicosis, o que se propaguen como revelaciones religiosas, que que se encomienden a los médicos. Porque no pensamos nunca, en principio, que una visión pueda ser cosa «médica»; y si se localiza o sospecha una base orgánica, se puede considerar que ésta «devalúa» la visión (aunque, claro está, no es así: los valores, las valoraciones, no tienen nada que ver con la etiología).

Todos los arrebatos que se describen en esta sección tienen determinantes orgánicos más o menos claros (aunque no fuese evidente en un principio, y fuese necesaria una investigación cuidadosa para descubrirlo). Esto no merma en modo alguno su trascendencia psicológica o espiritual. Si Dios, o el orden eterno, se reveló a Dostoievski en los ataques de que fue víctima, ¿por qué no habrían de servir otras condiciones orgánicas como «puertas de acceso» al más allá o a lo desconocido? Esta sección es, en cierto modo, un estudio de esas puertas.

Hughlings Jackson, al describir en 1880 estos «arrebatos» o «puertas de acceso» o «estados de ensueño» en el curso de ciertas epilepsias, utilizó un término general, «reminiscencia». Escribió lo siguiente:

Nunca diagnosticaría epilepsia por la aparición paroxísmica de «reminiscencia», sin otros síntomas, aunque sospecharía epilepsia si ese estado mental superpositivo comenzase a aparecer con mucha frecuencia… nunca me han consultado por «reminiscencia» sólo…

Pero
a mí
me han consultado: por la reminiscencia forzada o paroxísmica de melodías, de «visiones», de «presencias» o escenas… no sólo en la epilepsia, sino en una variedad de condiciones orgánicas distintas. Estos arrebatos o reminiscencias no son en modo alguno excepcionales en la jaqueca (ver «Las visiones de Hildegard», capítulo veinte). Esta sensación de «ir hacia atrás», tenga una base epiléptica o tóxica, impregna «Un pasaje a la India» (capítulo diecisiete). Subyace una base claramente tóxica o química en «Nostalgia incontinente» (capítulo dieciséis) y en la extraña hiperosmia del capítulo dieciocho, «El perro bajo la piel». Y la espantosa «reminiscencia» de «Asesinato» (capítulo diecinueve) viene determinada por una actividad tipo ataque o una desinhibición del lóbulo frontal.

El tema de esta sección es el poder de la imaginería y la memoria para «arrebatar» a una persona como consecuencia de una estimulación anormal de los lóbulos temporales y del sistema límbico del cerebro. Esto puede aclararnos algo incluso sobre la base cerebral de ciertas visiones y sueños y sobre cómo el cerebro (al que Sherrington llamaba «un telar encantado») puede tejer una alfombra mágica para arrebatarnos, para raptarnos y transportarnos.

15. Reminiscencia

La señora O'C. estaba un poco sorda, pero gozaba por lo demás de buena salud. Vivía en una residencia para ancianos. Una noche, en enero de 1979, soñó clara y nostálgicamente con su infancia en Irlanda y sobre todo con las canciones que cantaban allí y con cuya música bailaban. Cuando se despertó aún seguía sonando la música, muy alto y muy claro. «Aún debo seguir soñando», pensó, pero no era así. Se levantó, agitada y desconcertada. Se encontró con que era aún de noche. Alguien debe haberse dejado la radio puesta, supuso. ¿Pero por qué era ella la única persona que la oía? Comprobó todos los aparatos de radio que pudo encontrar: estaban todos apagados. Luego se le ocurrió otra idea: había oído decir que los empastes dentales podían actuar a veces como un receptor cristalino, recogiendo emisiones descarriadas con extraordinaria intensidad. «Es eso», pensó. «Uno de los empastes que tengo me está dando la lata. No me la dará mucho. Haré que me lo arreglen por la mañana.» Se quejó a la enfermera del turno de noche, pero ésta le dijo que los empastes parecían en perfecto estado. Entonces se le ocurrió otra idea: «¿Qué emisora de radio», razonó, «emitiría canciones irlandesas, ensordecedoramente, en mitad de la noche? Canciones, sólo canciones, sin introducción ni comentario. Y sólo canciones que conozco yo. ¿Qué estación de radio iba a poner mis canciones y nada más?». Entonces se preguntó: «¿Estará la radio en mi cabeza?».

A estas alturas estaba ya totalmente desconcertada… y la música seguía, ensordecedora. Su última esperanza era su ENT, el otólogo que la examinaba: él la tranquilizaría, le diría que eran sólo «ruidos en el oído», algo relacionado con su sordera, nada que pudiese ser motivo de preocupación. Pero cuando lo vio, aquella misma mañana, el otólogo le dijo: «No, señora O'C., no creo que sean sus oídos. Un simple zumbido o un silbido o un rumor, quizás. Pero un concierto de canciones irlandesas… eso no son los oídos. Quizás», añadió, «debiera ver usted a un psiquiatra». La señora O'C. pidió hora a un psiquiatra aquel mismo día. «No, señora O'C.», le dijo el psiquiatra, «no es su mente. No está usted loca… y los locos no oyen música, oyen sólo "voces". Ha de ver usted a un neurólogo, a mi colega el doctor Sacks». Y así fue como vino a mi la señora O'C.

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