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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (3 page)

En algún lugar del campamento, lo sabía, tenía a una amiga y compañera, una extraña mujer normanda de edad mediana llamada Elise. Se había unido a nuestra hueste en el camino hacia Tierra Santa, y se convirtió en la portavoz de las mujeres agregadas a nuestra columna en marcha. Era una curandera hábil, y sin duda había salvado muchas vidas en el largo viaje de ida y vuelta a Ultramar, cuidando a los heridos en las batallas. Algunos susurraban que tenía otras habilidades más oscuras y que podía ver el futuro, pero aunque yo hube de admitir que buena parte de sus profecías se habían convertido en realidad, siempre eran lo bastante ambiguas para poder ser interpretadas de varias maneras.

Mi señor había enviado a Elise al campamento dos días antes, para que leyera las palmas de las manos de los soldados y contara aquellas historias prodigiosas de las que ponen la piel de gallina en los fuegos de campamento…, pero sobre todo para sembrar de forma deliberada un miedo en particular en las filas enemigas. Esperaba que se encontrara sana y salva: de ser descubierta, sufriría una muerte lenta y dolorosa.

Yo había entreoído las órdenes de Robin el día antes de que Elise nos dejara para vagabundear por el campamento disfrazada de vendedora ambulante de baratijas; para ser sincero, mi intención había sido hacerme el encontradizo para convencer a mi señor de que yo no era el hombre adecuado para la tarea de eliminar al centinela; pero tuve la impresión de que él ya esperaba esa reacción por mi parte, y evitaba hablar conmigo.

—Elise, ¿estás segura de que puedes hacerlo, de que deseas hacerlo? —dijo Robin, con sus extraños ojos plateados fijos en ella y una expresión preocupada y amable en su rostro bien parecido. Eran los dos de la misma estatura, pero ella flaca como un junco, vestida con un desastrado sayal oscuro, que en tiempos fue verde, y con el rostro rugoso enmarcado por una masa de cabellos blancos y crespos. Su aspecto era el de una gigantesca semilla de diente de león.

—Oh sí, mi señor, puedo hacerlo. Es poca cosa, sólo contar unas cuantas historias junto al fuego.

—¿Y recuerdas bien qué historias has de contar? —preguntó mi señor.

—Sí, sí claro que lo recuerdo —dijo ella impaciente—. Espíritus de hombres muertos atrapados en el interior de los ponis salvajes de estas comarcas, monstruos con cabezas de caballo que rondan de noche y se apoderan de las almas de los hombres para entregárselas al diablo… ¡Uuuh! ¡Aaagh! —Hizo una serie de ruidos fantasmales con la garganta y engarfió los dedos en el aire como una loca. Su aspecto era ridículo, incluso cómico, pero en aquella tarde cálida de septiembre sentí que la sangre se me helaba durante un instante—. No os preocupéis, señor, todos tendrán pesadillas —siguió diciendo aquella mujer extraña—. Y tampoco habéis de preocuparos por mí, señor; no va a ocurrirme ningún mal. He visto la forma del futuro en un caldero hirviendo de sopa de sangre, y todo irá bien; vos tendréis vuestra victoria, señor. Recordad mis palabras. Una gran victoria después de una noche de fuego y de miedo mortal.

Robin la abrazó, y le prometió que sería bien recompensada por los peligros a los que iba a exponerse.

—Serviros, señor, es suficiente recompensa —dijo con su acento francés la extraña criatura—. Vuestra fama durará más de mil años —siguió diciendo Elise; sus ojos parecían haberse cristalizado, y estaba claro que tenía por lo menos un pie sumergido en los pantanos de la locura—. Y los que os sirven, amo, también serán recordados: John, Tuck, Alan, incluso mi pobre marido muerto, Will… Ninguno será olvidado. Os lo repito: la recompensa de haberos servido es suficiente, es una vía a la inmortalidad.

Y soltó una carcajada corta y aguda, demasiado parecida a un cacareo para resultar agradable.

Robin tenía esa maravillosa habilidad, la de conquistar el amor de las personas que le rodeaban, no importa lo que hiciera. Y yo mismo no era inmune a ese sentimiento: había visto cometer a Robin los crímenes más aterradores, y sin embargo seguía siendo su fiel perro guardián. Oír la declaración de lealtad de aquella mujer medio loca me remordió la conciencia, y me alejé de Robin sin tratar con él el tema de la muerte del centinela. No pude soportar ser tenido por menos valeroso, o menos leal a Robin, que aquella bruja esquelética y medio ida.

Evité la luz de las fogatas mientras caminaba a través del campamento enemigo aquella noche oscura, y di rodeos para pasar por detrás de las tiendas cuando me fue posible, siguiendo siempre la dirección sudoeste, hacia la mole oscura e imponente del castillo de Kirkton, la ciudadela de Robin que dominaba el valle de Locksley. Aunque mi jefe era señor de Sheffield, Ecclesfield, Grimesthorpe y Greasborough, además de una docena de posesiones menores repartidas por todo el norte de Inglaterra, el castillo de Kirkton había sido su hogar. También era el hogar de la esposa de Robin, Marian, condesa de Locksley, y ella se encontraba ahora dentro de sus muros, sitiada por los mismos hombres junto a cuyos cuerpos dormidos pasaba yo, y cuyos ronquidos y resoplidos podía oír muy bien ahora. Sin embargo, con la ayuda de Dios y de la astucia de Robin, el castillo no seguiría mucho tiempo más asediado.

El campamento del sitiador, sir Ralph Murdac, en tiempos alguacil de Nottinghamshire, Derbyshire y los Bosques Reales, se extendía iluminado levemente por la luna en creciente, muy a resguardo del alcance de un tiro de flecha, a unos trescientos cincuenta metros al nordeste de Kirkton. Algunos hombres de Robin, incluido yo mismo, lo habíamos vigilado ocultos en lo alto de las colinas durante cuatro días y cuatro noches: sabíamos que albergaba a más de trescientos hombres armados en total; lanceros en su mayor parte, pero también algunos ballesteros y ochenta jinetes aproximadamente, una fuerza que superaba con creces a la pequeña guarnición del castillo.

Robin había partido de Inglaterra dos años y medio atrás, para tomar parte en la gran peregrinación a Tierra Santa con un pequeño pero bien entrenado ejército de arqueros, lanceros y jinetes; pero las batallas, las enfermedades y la insalubridad de Levante habían diezmado nuestras filas, hasta el punto de que, cuando desembarcamos en Dover diez días atrás, mareados, aturdidos y empapados después de una ardua travesía del Canal, éramos tan sólo una treintena de hombres capaces de montar un corcel de batalla, y poco más de una veintena de arqueros. Aun así, a pesar de que formábamos un grupo harapiento, maltrecho por la dureza de un viaje tan largo y por la pérdida de tantos compañeros, los fuegos de la guerra en Tierra Santa y el brutal viaje de regreso nos habían templado como el acero más fino, de modo que estábamos convencidos de valer tanto como cualquier hueste el doble de numerosa que la nuestra. Fuera como fuese, por muy endurecidos que estuviéramos por la guerra, y por mucha que fuera la confianza que tuviéramos en nuestra destreza, no podíamos hacer frente a un contingente como el que sir Ralph Murdac había reunido aquí —superior a nosotros en una proporción de seis a uno—, en una batalla abierta y limpia, y tener alguna esperanza de salir victoriosos.

Murdac era un hombre odioso, un noble normando bajo y moreno con la misma caridad cristiana que una víbora furiosa, y tan digno de confianza como una rata rabiosa. Mientras fue alguacil —antes del ascenso del rey Ricardo al trono—, mi señor había sido un afortunado ladrón y proscrito, el famoso Robin Hood de las canciones y las historias nada menos, y había humillado a sir Murdac de muchas maneras, robando y matando a sus servidores sin el menor signo de remordimiento. Se odiaron durante largos años, pero sólo chocaron en una batalla abierta en una ocasión hasta ahora, más de tres años atrás, en la mansión de Linden Lea, al norte de Nottingham. En aquella ocasión, después de dos días de horrible carnicería, Robin salió victorioso, pero sólo por los pelos. Murdac huyó del país para evitar la ira justiciera del rey Ricardo, que deseaba interrogar a su alguacil sobre una gran cantidad de dinero procedente de los tributos que se había volatilizado, y la pequeña comadreja se refugió en Escocia, bajo la protección de parientes poderosos. Pero cuando Ricardo abandonó su reino para emprender la gran peregrinación al otro lado del mar, Murdac salió de su madriguera escocesa y se puso al servicio del príncipe Juan, el traicionero hermano menor del rey Ricardo. Protegido ahora por Juan, sir Ralph Murdac había ofrecido una rica recompensa en plata por la cabeza de Robin, y por lo menos una persona, que yo supiera, había muerto al intentar hacerse con ella.

Aparte de su rabiosa enemistad contra mi señor, yo también tenía motivos personales para odiar a Ralph Murdac: cuando tenía nueve años, sus soldados irrumpieron en nuestro hogar de campesinos antes del amanecer, sacaron a mi padre de la cama y, después de acusarlo falsamente de ladrón, lo ahorcaron de una rama de un roble en el centro del pueblo. Cuatro años después, el mismo Ralph Murdac me amenazó con cortarme la mano derecha cuando fui atrapado robando una empanada en el mercado de Nottingham; y más tarde aún, me torturó de forma sádica en una mazmorra de Winchester, en un intento de obtener información sobre Robin. Si en alguna ocasión se me presentara la oportunidad, lo mataría sin dilación con el mayor placer: a mis ojos valía menos que un puñado de algas podridas, y el mundo sería un lugar mejor cuando se viera libre de su asquerosa presencia.

Por la gracia de Dios y la amabilidad de Robin, yo había ascendido de rango desde los días en que era un pobre huérfano de pueblo obligado a robar para poder comer. Ahora era Alan de Westbury, señor de una pequeña propiedad en el condado de Nottingham, que me había sido regalada por el conde de Locksley. Por ese regalo le estaré eternamente agradecido. Yo era un don nadie, un cortabolsas hambriento, y ahora tenía un lugar entre los hombres de honor, entre los nobles guerreros, no sólo como peregrino recién regresado de Ultramar, sino como titular de un pequeño feudo señorial. Había conseguido dar el salto imposible e impensable que me llevó de mi condición de humilde labriego al rango de caballero, señor de tierras; y eso debía agradecérselo a Robin.

Hice todo lo que estuvo en mi mano para pagar mi deuda con Robin siendo su fiel servidor en la guerra y en la paz, y ofreciéndole el don de mi música. Porque ahora, además de ser uno de su capitanes, un cabecilla de su hueste desharrapada, yo era el
trouvère
de Robin, su músico personal. Tarareaba entre dientes un fragmento de melodía mientras cruzaba por en medio del campamento de mi enemigo mortal, caminando con un desenfado simulado e intentando no tropezar en la oscuridad con los vientos que sujetaban las tiendas.

Atrajo mi atención una tienda mayor que las demás en el centro del campamento; los reflejos mortecinos de la lumbre de los fuegos me permitieron ver que la tela de la cubierta era roja y negra a tiras verticales. Mis pasos me condujeron como por propio impulso hacia aquel lugar, y al acercarme vi una figura de corta estatura vestida de negro, de pie a la entrada del pabellón, junto a los restos de una gran fogata. A la luz de las brasas moribundas, vi que se trataba del propio Murdac que, en la oscura noche y sin protección aparente, examinaba una arqueta con joyas incrustadas; daba vueltas entre sus manos a aquel objeto, y las piedras preciosas relucían al reflejar la luz de la hoguera.

Mis pies me llevaron más y más cerca de aquella silueta odiada. Sin duda era una oportunidad que Dios me enviaba: Murdac solo, en la oscuridad, vuelto de espaldas a mí. Me detuve a tan sólo una docena de metros del hombrecillo, y la lanza pareció saltar por sí misma de mi hombro y adoptar una posición horizontal. «Puedo hacerlo —me dije a mí mismo—; si soy capaz de matar a un chico inocente que hacía de centinela, también puedo librar al mundo de esta mierda repugnante. No sentiré el menor remordimiento por haber enviado al diablo
su
alma apestosa».

Aferré la lanza con más fuerza, y estaba a punto de echar a correr adelante para clavar su punta aguzada en los hígados de Murdac, cuando el enano bastardo se inclinó, recogió un puñado de ramas de un montón de leña menuda y las arrojó al fuego. Y al prender aquel nuevo combustible, las llamas crecieron y me revelaron la presencia de dos hombres más al otro lado del fuego. Me detuve en seco y quedé parado, firme como una roca, con la lanza extendida al frente, murmurando en silencio una oración a san Miguel por no haber salido aún de la oscuridad nocturna y ser invisible para los que se encontraban dentro del círculo de luz creado por la fogata.

No pude verles con claridad a la luz vacilante de las llamas, pero distinguí en la penumbra dos siluetas características: a la izquierda un hombre alto, media cabeza más alto que yo, que mido metro ochenta y tres descalzo; sin embargo, mientras que yo tengo los hombros anchos, el tórax fuerte y brazos musculosos por las largas horas de práctica con una espada pesada, él era flaco, enfermizamente flaco, como un hombre que ha sobrevivido a una larga hambruna o a una peste terrible.

Su altura y su delgadez quedaban aún más de relieve por el contraste con la forma extraordinaria de la silueta en sombra de su compañero: era un hombre grueso y calvo, y juro por Nuestro Señor Jesucristo que era tan ancho como alto; una masa esférica, sin cuello, compacta y de músculos abultados, parecido a un ogro de un cuento infantil. El aspecto de los dos allí reunidos era el de un bastón y una pelota.

Entonces Ralph Murdac habló, y su tono agudo con el familiar deje francés me provocó un escalofrío:

—Agradeced a mi señor príncipe su noble regalo —dijo, alzando levemente la caja enjoyada—, y decidle que antes de un mes me presentaré en su real corte; en cuanto haya concluido el asunto que me retiene aquí.

—Señor —gruñó el ogro rechoncho en francés, y su voz parecía el rechinar de dos grandes piedras al rozarse—. Su alteza ha requerido vuestra presencia mañana mismo; ha recibido malas noticias del extranjero, y desea contar con vuestro consejo. Insistió mucho en que debéis reuniros con él mañana mismo.

—Lo haré tan pronto como me sea posible —respondió Murdac de mal humor—. Pero antes he de tener a mi hijo… Debo rescatar a mi hijo de este cubil de bandidos. Sin duda su alteza real lo comprenderá…

Los dos hombres no respondieron, pero el ogro se encogió de hombros, y los dos se volvieron a un tiempo y desaparecieron en el interior de la gran tienda.

Yo deseaba encontrarme muy lejos de allí; la conciencia de que había estado a punto de desperdiciar mi vida en un ataque insensato y suicida había hecho que mi cuerpo empezara a sudar profusamente. Había evitado la muerte por un segundo. Aquellos dos hombres grotescos habrían gritado para advertir a Murdac mucho antes de que yo lo tuviera al alcance de mi lanza, y luego probablemente yo fallaría el golpe y sería perseguido por todo el campamento como una rata solitaria atrapada en un pozo lleno de mastines furiosos. Yo era Daniel en el pozo de los leones, me dije a mí mismo, y sólo si lo tenía muy en cuenta y me olvidaba de mis deseos de vengarme de Murdac, viviría lo bastante para ver amanecer el día siguiente.

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