El centinela adolescente pasó cerca de la tapia y siguió caminando arrastrando los pies, sin mirar siquiera hacia la oscuridad en cuyo fondo estaba yo agazapado, y reprimí un escalofrío mientras luchaba con el nudo que sujetaba la cuerda a mi cintura y conseguía por fin librarme de mi molesta carga. Mis ropas negras estaban empapadas; la túnica y la capa habían absorbido como una esponja toda la humedad del suelo, después de que cayera un chaparrón hacia la medianoche, mientras reptaba pulgada a pulgada sobre la hierba húmeda hasta el lugar en que me había emboscado, arrastrando detrás de mí el pesado saco. Me costó casi dos horas llegar a mi posición actual, reptando como una sabandija y encogiéndome en los pliegues más oscuros de aquel terreno de pastos situado bajo la ceja de la colina: cien metros más o menos de campo descubierto, salvo por el resguardo relativo de la mancillada tapia de piedra seca. Había avanzado la mayor parte de las veces aprovechando el momento en que los centinelas, primero el veterano robusto y ahora el chico, marchaban hacia el lado contrario, hacia lo alto del sendero, donde echaban un vistazo rápido a su alrededor antes de emprender de nuevo la bajada. Era como un juego del escondite letal, en el que yo no encontraba ninguna diversión. Cuando el centinela miraba en mi dirección, yo enterraba la cara en la hierba húmeda y me quedaba completamente quieto, confiando en mis oídos para saber si había sido descubierto. Era importante, me habían dicho, no mirar nunca directamente al centinela, porque al parecer los hombres poseen un instinto que les advierte cuando alguien les está observando, y hay quienes están más dotados que otros para distinguir un rostro en la oscuridad.
Y sin duda yo mismo podía sentir el calor de la mirada de otra persona clavada en mí: en aquel momento preciso, estaba siendo observado, pero no por el soldado imberbe que recorría el sendero delante de mí. Mi amigo Hanno, que había sido antes un famoso cazador en las selvas negras de Baviera y ahora era el jefe de los exploradores de nuestra pequeña banda de peregrinos guerreros, estaba subido a un árbol que se alzaba justo debajo de la línea del horizonte, a unos doscientos metros de distancia, con su cuerpo hábilmente pegado al tronco y las ramas como si fuera el de una serpiente, de modo que parecía formar parte del mismo árbol en la oscuridad. Yo sabía que me estaba observando, y esperaba que mi avance mereciera su aprobación. Me había enseñado todo lo que sabía sobre la forma de moverse con sigilo durante el largo viaje de regreso a casa desde Tierra Santa —a la luz del día y a oscuras, en el bosque, en la montaña y en el desierto—; y lo que él sabía sobre ese tema era mucho. También me había instruido, trabajosamente, durante muchos meses, en el arte de matar en silencio. Y me sugirió que fuera yo quien asumiera este encargo mortal para poner a prueba mis nuevas habilidades. En nuestra andrajosa banda, a todo el mundo le pareció una buena idea, excepto a mí. De modo que aquí estaba: empapado, helado, tendido en unos pastos llenos de mierda de oveja en mitad de la noche, con la cara embadurnada de barro, a la espera del momento idóneo para degollar a un niño desprevenido.
Oí al chico llegar al final de su recorrido, en la parte más baja del sendero, toser, escupir y volverse para reanudar despacio su camino de vuelta colina arriba. Quedaba fuera de mi vista, pero le oí llegar, más cerca que nunca de la tapia. Pasó de largo de nuevo, y entonces se detuvo de pronto a pocos pasos de mí. ¿Me había visto? Sin duda tuvo que oír los golpes desaforados de mi corazón en el pecho, como un gran tambor. Pero no, sólo había hecho una pausa para mirar despacio la uña luminosa de la luna que adornaba el cielo, para intentar adivinar la hora. Parecía tan exageradamente joven, pensé, aunque una voz me decía en mi interior que posiblemente era tan sólo uno o dos años menor que yo mismo. Se pasó de un hombro al otro la larga lanza que empuñaba, y con la mano libre se rascó los granos inflamados de las mejillas. Ahora estaba lo bastante cerca, a no más de dos pasos largos de distancia; lo suficiente para mi ataque, ahora que me había liberado del peso del saco rezumante. Y cuando se volvió para seguir su marcha, me dije a mí mismo que era el momento de alzarme y golpear. Puse mi cuerpo en tensión, flexioné los talones y coloqué mi mano en el puño de la daga, a la espera de que él empezara a moverse. Inspeccioné el área que nos rodeaba, estrechando los ojos y moviéndolos despacio para que ningún reflejo llamara la atención de algún observador; nadie se movía, el campo guardaba un silencio pétreo a aquella hora. Todo estaba claro. En el momento en que empezara a caminar de nuevo, aprovechando el ruido de sus propios pasos, me arrojaría sobre él como el gato de una granja al acecho de una paloma perezosa.
Pero el chico seguía inmóvil, vuelto a medias en mi dirección, y seguía mirando la luna como un bobo, mientras se hurgaba sin descanso la nariz. «Date la vuelta, date la vuelta de una vez, idiota —gritaba yo para mis adentros—. Date la vuelta y acabemos ya con esto». Pero él seguía plantado como una de aquellas estatuas de mármol que yo había visto en mis viajes por el Mediterráneo, y seguía mirando el cielo tachonado de estrellas y hurgándose la nariz.
Mi cuerpo estaba empezando a temblar, y no sólo por el frío y la humedad: mis músculos en tensión me exigían una acción inmediata. Quería moverme mientras aún conservaba impulso suficiente para cometer el asesinato: porque iba a ser un asesinato alevoso, a pesar de que la sobreveste negra que llevaba el muchacho, con los cheurones rojos en el pecho, lo señalaba como mi enemigo. Sabía en mi interior que aquella muerte a traición no era más digna que una ejecución vergonzosa, y me resistía a llevarla a cabo. No sería el primer hombre, ni el primer muchacho, al que había dado muerte; no, ni de lejos. Había matado antes muchas veces en mi joven vida, en el calor de la batalla y fuera de ella… Pero sentí que aquello era distinto. Ignominioso. No sólo era mi amigo Hanno quien me observaba desde lo alto; sentí que el propio Dios veía mis actos. Y el Señor de los ejércitos decía a mi conciencia, clara y distintamente, que aquello era un pecado mortal.
Sabía que Robin se habría echado a reír de poder leer mis pensamientos ante aquel homicidio: pensaría que yo era blando, afeminado como un cura. Se encogería de hombros con una media sonrisa si adivinara mis escrúpulos sobre el hecho de matar a aquel chico. Y sabía exactamente lo que me diría si se encontrara a mi lado: «Es necesario, Alan», susurraría, y luego me quitaría la misericordia de la mano y lo haría él mismo: con rapidez y eficiencia, sin perder un momento. Y no perdería ni un átomo de sueño, después.
Por fin el chico dejó de mirar la luna con la boca abierta, me volvió la espalda y dio un primer paso de mala gana sendero arriba. Yo tragué saliva, parpadeé y me forcé a mí mismo a ponerme en pie tan silenciosamente como pude en mi rincón oscuro, dejando en la sombra el pesado saco, pero sacando la daga de mi bota mientras me erguía. Tenía la mente casi en blanco, sólo pensaba «Ahora voy a hacerlo, ahora voy a hacerlo». Y al dar el primer paso vacilante, mi pie pisó un charco embarrado. Me quedé inmóvil y me afirmé sobre mis piernas vacilantes, pero mi víctima no había oído nada. De pronto el coraje bulló en mi interior como el agua en un cazo puesto al fuego: di rápidamente tres pasos, y me arrojé sobre su espalda; mi mano izquierda rodeó su cabeza para tapar su boca y su nariz, de modo que no pudiera emitir ningún sonido, y mi pecho impactó contra su espina dorsal. Cayó hacia delante sobre la hierba que crecía al borde del sendero embarrado; yo caí también encima de él, y el impacto de nuestro aterrizaje casi me hizo soltar la daga. Casi…, pero no la solté. Se revolvió con fuerza debajo de mí, pero yo tenía la hoja de la misericordia en la posición adecuada junto a su nuca, en el hueco de la base del cráneo, con la punta fina apoyada en los eslabones de malla de acero de su capucha, y empujé con un golpe seco hacia arriba, con fuerza, de modo que la hoja de veinte centímetros de largo y base triangular perforó la malla, la piel, el músculo, la médula espinal y penetró profundamente en los tejidos blandos del cerebro. Hice girar la misericordia a izquierda y derecha, como un hombre que revuelve con una cuchara unos huevos con manteca. Su cuerpo tuvo un último y poderoso espasmo bajo el mío; todos sus músculos se tensaron y luego se relajaron, y noté que se ensuciaba los calzones acompañando el repentino descenso de la mierda con un largo pedo. Pero después, loados sean Dios y todos sus santos, no se movió más.
Mi respiración jadeante me raspaba en la garganta, tenía la mano aplastada entre su cara y la hierba, mi corazón latía como si quisiera salir de mi pecho…, y deseaba con desesperación vomitar, mear, vaciar mis propios intestinos. Las lágrimas ardían bajo mis párpados, y tuve que reprimir aquellas urgencias indignas. Volví la cabeza, y miré por encima del hombro el campamento dormido. Todo estaba en silencio. Hasta el momento, al parecer, nadie se había dado cuenta de nada. Salvo por el cadáver inmóvil y sucio de mierda tendido bajo mi cuerpo, podía no haber ocurrido nada.
Extraje de su cabeza inerte mi daga resbaladiza, la froté en la hierba para limpiarla, la sequé en mi manga y volví a enfundarla en la vaina de cuero de mi bota izquierda. Vi que, en el espasmo de la agonía, el muchacho me había mordido el dedo corazón de la mano izquierda, pero no sentí dolor en aquel momento, mientras me vendaba rápidamente el dedo con una tira de tela rasgada de mi camisa. Luego saqué el cadáver fuera del sendero y, no sin dificultad, le quité la sobreveste negra y roja y me la puse sobre mis propias ropas negras empapadas. Le quité el casco, recogí su espada y su lanza, y lo puse todo a un lado. Luego fui a buscar el saco que había dejado junto a la tapia, lo abrí y saqué de su interior una enorme pieza pegajosa de carne y huesos, de cerca de medio metro de longitud, provista de orejas puntiagudas y ojos inmóviles en blanco; era la cabeza de un poni salvaje de los páramos, cortada justo debajo de la mandíbula cuadrada, y vaciada casi por completo de sangre. Miré a mi alrededor inquieto, al campamento dormido; nadie se movía aún.
Utilicé la espada del muchacho para cortarle la cabeza con tanta limpieza como pude, una tarea difícil en la oscuridad con una hoja larga e incómoda; serré y corté las vértebras, la tráquea y los músculos y tendones del cuello, procurando hacer el menor ruido posible. La espada era mala, sin filo, mellada, y con la empuñadura de madera suelta que golpeaba la espiga. No fue un trabajo limpio, y me aterraba que alguien oyera en el campamento el ruido sordo de mi carnicería chapucera, pero por fin acabé aquel sórdido trabajo y, procurando no mancharme la ropa, coloqué el cadáver descabezado en posición sentada en una zanja al lado del camino, y puse la cabeza del caballo sobre el tronco, entre los hombros, donde habría estado la del chico. Fijé en su lugar la cabeza del animal con la cuerda delgada que había empleado para atarme al saco; la pasé cruzándola por la frente del caballo, delante de las orejas, y la sujeté bajo las axilas del muchacho. Luego me senté y contemplé mi obra con un estremecimiento lleno de satisfacción. Era una visión realmente horripilante, fantasmal y extraña: el cuerpo de un hombre rematado por una gran cabeza de caballo. En cuanto a la del muchacho, la agarré por la larga cabellera y la arrojé tan lejos como pude, hacia la oscuridad. Sin duda la encontrarían al final, pero el aterrador cadáver con cabeza de caballo ya habría producido su efecto en los hombres que lo descubrieran.
Tracé la señal de la cruz sobre mi obra ensangrentada, para que su espíritu no se sublevara, murmuré una plegaria pidiendo perdón a san Miguel, el arcángel armado con la espada y santo patrón de las batallas, y recogí el casco, el cinto con la espada y la lanza de mi víctima. Luego empecé a subir por el sendero embarrado. Todo mi cuerpo se estremecía, mis pasos eran inseguros, y de repente apareció de la nada el dolor de mi dedo mordido, rugiendo como un oso furioso. Pasé la lanza a mi otra mano, y me apoyé en ella para combatir el mareo que hacía que mi cabeza diera vueltas. Mi víctima había sido algo más baja que yo, incluso antes de que le cortara la cabeza granujienta; y también ligeramente más delgada, pero calculé que en la oscuridad de la noche y a una distancia de cien metros más o menos, podría pasar por él ante un observador desprevenido. Finalmente conseguí controlar mi cuerpo y mi mente, y ahuyenté el recuerdo del crimen infernal que acababa de cometer; hundí ligeramente los hombros, e intenté imitar su modo de arrastrar los pies de mala gana mientras me alejaba de su cadáver mutilado.
Cuando llegué a lo alto de la colina, y me detuve un instante simulando inspeccionar la zona como un centinela concienzudo, oí sonar por tres veces la lúgubre llamada de un búho desde el árbol que se alzaba a mi derecha en la cresta de la colina. Y por primera vez en varias horas, sonreí.
Era la señal, un mensaje que me calentó el corazón como los mimos de una madre cariñosa.
De haber oído el ladrido agudo de una zorra al aparearse, el mensaje habría significado: «Corre para salvar la vida, has sido descubierto. ¡Corre!».
Pero la hábil imitación de Hanno de un búho cazando me decía que, por el momento, estaba a salvo. Y, en ese instante, le quise por aquello.
Podía imaginar su fea carota redonda, su amplia sonrisa asomando entre los cañones de una barba mal afeitada, y oír su voz de fuerte acento extranjero alabando mi forma de ejecutar un trabajo desagradable, difícil y sangriento; y me volví hacia el árbol en el que sabía que estaba escondido, apenas a ciento cincuenta metros del lugar en el que me encontraba yo ahora, en lo alto de la colina, y hube de resistir el impulso de alzar la mano para saludarlo. En lugar de hacerlo, giré sobre mis talones y caminé, osado, confiado incluso, con los faldones de la sobreveste rozándome las pantorrillas y la lanza apoyada con descuido en mi hombro izquierdo, colina abajo, apartándome del sendero embarrado y de mi amigo Hanno, hasta introducirme en pleno campamento enemigo.
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Caminé con determinación, en silencio pero en modo alguno a escondidas, por entre las tiendas de mis enemigos durmientes, con lo que esperaba que fuera una sonrisa despreocupada fija en mi rostro; aunque, desde luego, la noche era demasiado cerrada para que alguien viera mi expresión. Algunos fuegos de campamento aún humeaban entre las tiendas, y un puñado de hombres de armas dormitaban junto a ellos envueltos en mantas, o estaban sentados con los morros hundidos en sus jarras de cerveza. La noche serena de septiembre retenía un poco del calor del verano, pero la mayoría de los hombres se habían retirado a las grandes tiendas bajas de lana, dispersas casi por toda la superficie del campo abierto.