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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (37 page)

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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—Lo he notado como vos.

—Reparad también en que las dos únicas barcas que quedaban en toda la isla y a las cuales envié en busca de las demás… —Aramis interrumpió a su compañero con un grito y un movimiento tan repentinos, que Porthos se calló estupefacto.

—¡Cómo! —exclamó Aramis—, ¿vos habéis enviado las dos barcas?…

—A buscar las demás, sí —respondió con sencillez Porthos.

—¡Ah, desventurado! ¿Qué habéis hecho? ¡entonces estamos perdidos!

—¡Perdidos! —exclamó el gigante despavorido—. ¿Por qué estamos perdidos, Aramis?

—Nada, nada —repuso el obispo mordiéndose los labios—. Quise decir…

—¿Qué?

—Que si quisiéramos dar un paseo por el mar, no podríamos.

—¡Valiente placer, por mi vida! para quien lo apetezca. Lo que yo deseo, no es el gusto más o menos grande que uno puede recibir en Belle-Isle, sino en Pierrefonds, Bracieux, Vallón, en mi hermosa Francia; porque aquí no estamos en Francia, amigo mío, ni sé dónde. Lo que digo con toda la sinceridad de mi alma, y perdonad mi franqueza en gracia a mi afecto, es que aquí me siento mal.

—Amigo Porthos —dijo Aramis ahogando un suspiro—, he ahí por qué es tan triste que hayáis enviado las dos barcas que nos quedaban. De no haberlas enviado, ya hubiéramos partido.

—¡Partido! ¿Y la consigna?

—¿Qué consigna?

—¡Pardiez! La consigna que diariamente y bajo cualquier pretexto me repetíais, esto es, que guardáramos a Belle-Isle contra el usurpador.

—Es verdad —murmuró Aramis.

—Ya veis, pues, que no podemos partir, y que nada nos perjudica el envío de las dos barcas.

Aramis se calló, y tendió por el inmenso mar su mirada, luminosa como la de la gaviota, para penetrar más allá del horizonte.

—A pesar de eso —continuó Porthos, que estaba tanto más aferrado a su idea—, no me dais explicación alguna respecto a lo que pueda haber sucedido al las desventuradas barcas. Doquiera paso, oigo ayes y lamentos; los niños lloran al ver llorar a las mujeres, como si yo pudiese restituir a los unos sus padres, y a las otras sus esposos. ¿Qué suponéis vos, y qué debo responderles?

—Supongámoslo todo, mi buen Porthos, y nada digamos. Este, poco satisfecho de tal respuesta, volvió la cabeza y profirió algunas palabras de mal humor.

—¿Os acordáis —dijo Aramis con melancolía y estrechando con afectuosa cordialidad ambas manos a Porthos—, que en los hermosos días de nuestra juventud, cuando éramos fuertes y valientes, los otros dos y nosotros nos hubiéramos vuelto a Francia sinos hubiese dado la gana, sin que nos hubiera detenido esa sábana de agua salada?

—¡Oh, seis leguas! —repuso Porthos.

—¿Os habríais quedado en tierra, si me hubieseis visto embarcarme en una tabla?

—No, Aramis, no; pero hoy ¡qué tabla no necesitaríamos, yo sobre todo! —dijo el señor de Bracieux riéndose con orgullo y lanzando una mirada a su colosal redondez. Y añadió—: ¿Formalmente no os aburrís un poco en Belle-Isle? ¿No preferiríais a esto las comodidades de vuestro palacio de Vannes?

—No —respondió Aramis, sin atreverse a mirar a Porthos.

—Pues quedémonos —repuso él suspirando. Y agregó—: Sin embargo, como nos propusiéramos de veras, pero bien de veras, volvernos a Francia, aunque no pudiésemos disfrutar de barca alguna…

—¿Habéis notado otra cosa, mi querido amigo? Desde la desaparición de nuestras barcas, durante esos dos días en que no ha vuelto ninguno de nuestros pescadores no ha abordado a esta isla ni una mísera barquichuela.

—Es verdad; antes de estos funestos días, veíamos llegar barcas y lanchas.

—Habrá que informarse —dijo de repente Aramis—. Aun cuando deba hacer construir una balsa…

Aramis continuó paseándose con todas las señales de una agitación creciente.

Porthos, que se cansaba siguiendo los febriles movimientos de su amigo, y en su calma y en su credulidad no comprendía el por qué de aquella exasperación que se resolvía en sobresaltos continuos, detuvo al Aramis y le dijo:

—Sentémonos en esta roca, uno junto a otro… Ahora os conjuro por última vez que me expliquéis de manera que yo lo comprenda qué hacemos aquí.

—Porthos… —dijo Aramis con turbación.

—Sé que el falso rey ha intentado destronar al rey legítimo. Esto lo comprendo. ¿No es falso lo que me dijisteis?

—Sí —respondió Aramis.

—Sé, además, que el falso rey ha proyectado vender Belle-Isle a los ingleses. Eso también lo comprendo. Y sé y comprendo que nosotros, ingenieros y capitanes, hemos venido a Belle-Isle para tomar la dirección de las obras de defensa y el mando de diez compañías reclutadas y pagadas por el señor Fouquet, o más bien, de las diez compañías de su yerno.

Aramis se levantó con impaciencia, como león importunado por un mosquito, pero Porthos le retuvo por el brazo, y prosiguió:

—Mas lo que no comprendo, lo que, a pesar de todos los esfuerzos de mi inteligencia y de mis reflexiones, no acierto ni acertaré a comprender, es que en vez de enviarnos hombres, víveres y municiones, nos dejen sin embarcaciones y sin auxilio; que en vez de establecer con nosotros una correspondencia, por señales, o por comunicaciones escritas o verbales, intercepten toda la relación con nosotros. Vamos, Aramis, respondedme, o más bien antes de hacerlo dejad que os diga lo que pienso.

El obispo levantó la cabeza.

—Pues bien, lo que yo creo es que en Francia ha pasado algo grave. Toda la noche la he pasado soñando con el señor Fouquet.

—¿Qué es lo que se ve allá abajo, Porthos?

—Interrumpió de pronto Aramis levantándose y mostrando a su amigo un punto negro que resaltaba sobre la encendida faja del mar.

—¡Una embarcación! Sí, es una embarcación. ¡Ah, por fin vamos a tener noticias!

—¡Dos! —dijo el prelado descubriendo otra arboladura—, ¡tres, cuatro!

—¡Cinco! —repuso Porthos a su vez—. ¡Seis! ¡Siete! ¡Dios mío, es una flota!

—Probablemente son nuestras barcas que regresan —dijo Aramis desasosegado, con fingida serenidad.

—Son muy grandes para ser barcas de pescar —objetó Porthos—; y además, ¿no notáis que vienen del Loira? Mirad, todo el mundo las ha visto aquí como nosotros; las mujeres y los niños empiezan a poblar las escolleras.

—¿Son nuestras barcas? —preguntó Aramis a un anciano pescador que pasó en aquel instante.

—No, monseñor —respondió el interpelado—, son chalanas del servicio real.

—¡Chalanas del servicio real! —exclamó Aramis estremeciéndose—. ¿En qué lo conocéis?

—En el pabellón.

—¿Cómo podéis divisar el pabellón, si el buque es apenas visible? —objetó Porthos.

—Veo que hay uno —replicó el anciano—, y nuestras barcas y chalanas mercantes no lo izan. Esa clase de pinazas que llegan, por lo general sirven para el transporte de tropas.

—¡Ah! —exclamó Aramis.

—¡Viva! —gritó Porthos—, nos envían refuerzos, ¿no es verdad, Aramis?

—Porthos —exclamó de improviso el prelado tras un corto instante de meditación—, haced que toquen generala.

—¡Generala! ¿Estáis loco?

—Sí, y que los artilleros suban a su sitio, sobre todo en las baterías de la costa.

Porthos abrió unos ojos tamaños y miró atentamente a su amigo como para convencerse de que éste estaba en su juicio.

—Si vos no vais, iré yo, mi buen Porthos —dijo Aramis con voz suave.

—Voy, voy —repuso Porthos, y dejó al obispo para hacer ejecutar la orden, mirando al cada momento hacia atrás para ver si aquél había padecido una alucinación y si, reflexionando mejor, volvía a llamarle.

Clarines y tambores tocaron generala, y la campana grande del torreón tocó a rebato.

Los muelles se llenaron de curiosos y de soldados, y brillaron las mechas en las manos de los artilleros colocados tras los cañones de grueso calibre sentados en sus cureas de piedra.

Cuando estuvieron cada uno en su sitio y hechos todos los preparativos de la defensa, Porthos dijo con timidez al oído de Herblay:

—Ayudadme a comprender.

—Demasiado pronto comprenderéis —contestó Aramis a su teniente.

—La escuadra que llega a velas desplegadas en demanda del puerto de Belle-Isle, es la flota real, ¿no es verdad?

—Pero como en Francia hay dos reyes, hay que saber a cuál de los dos pertenece esa escuadra.

—¡Oh! acabáis de abrirme los ojos —dijo Porthos, convencido por aquel argumento; por lo cual se encaminó apresuradamente a las baterías para vigilar a su gente y exhortar a cada uno al cumplimiento de su deber.

Entretanto, Aramis, con la mirada siempre fija en el horizonte, veía las naves acercarse por momentos. La muchedumbre y los soldados, subidos sobre las cumbres y las fragosidades de las rocas, veían progresivamente los palos, las velas bajas y los cascos de las pinazas, que llevaban en el tope el pabellón real de Francia.

Era ya noche cerrado cuando una de las chalanas cuya presencia conmovió tan hondamente a los habitantes de Belle-Isle, echó anclas a tiro de cañón de la plaza.

Aun con la obscuridad, se vio que a bordo reinaba gran movimiento, y que de uno de sus costados desatracaba un bote que, tripulado por tres remeros, avanzó hacia el puerto y atracó al pie del fuerte.

El patrón del bote saltó en tierra, y esgrimió en el aire una carta como solicitando comunicarse con alguno.

Aquel hombre, a quien conocieron inmediatamente muchos soldados, era uno de los pilotos de la isla, patrón de una de las barcas conservadas por Aramis y enviadas por Porthos a buscar las barcas perdidas.

El piloto pidió que lo condujesen donde Herblay. A una seña de un sargento, dos soldados le escoltaron hasta el muelle, donde estaba Aramis, envuelto casi en tinieblas a pesar de la luz de las hachas de viento que llevaban los soldados que seguían al obispo en su ronda.

—¡Cómo! —exclamó Herblay—, ¿eres tú, Jonatás? ¿De parte de quién vienes?

—De parte de los que me han tomado, monseñor. —¿Quién te ha atrapado?

—Ya sabéis que salimos a buscar a nuestros compañeros, monseñor.

—Pues bien, apenas hubimos navegado una legua, cuando nos apresó un quechemarín del rey.

—¿De qué rey? —preguntó Porthos.

— Jonatás miró a Porthos asombrado.

—Prosigue —dijo el prelado.

—Pues nos llevaron adonde estaban reunidos los que fueron apresados antes que nosotros.

—¡Hombre! ¿a qué esa manía de apresaros a todos? —exclamó Porthos.

—Para impedirnos que os diéramos noticias, señor —contestó Jonatás.

—¿Y para qué os han soltado hoy? —preguntó Porthos.

—Para que os diga que nos han apresado.

—Cada vez lo entiendo menos —dijo entre sí el honrado Porthos.

—¿Luego una escuadra bloquea la costa? —dijo Aramis, que había estado meditando mientras hablaban Porthos y Jonatás.

—Sí, monseñor —respondió el piloto entregando una carta.

—¿Quién la manda?

—El capitán de los mosqueteros del rey.

—¿D'Artagnan? —dijo Aramis.

—¡D'Artagnan! —exclamó Porthos.

—Creo que así se llama —repuso Jonatás.

—¿Y es él quien te ha entregado esta carta?

—Sí, monseñor.

—Acercaos —dijo Aramis a los de las hachas de viento.

Aramis leyó con avidez las siguientes líneas:

Manda el rey que me apodere de Belle-Isle, que pase a cuchillo a la guarnición si se resiste, o la haga prisionera de guerra. Anteayer arresté al señor Fouquet para enviarle a la Bastilla.

D'Artagna\1.

—¿Qué pasa? —preguntó Porthos al ver que Aramis estrujaba la carta.

—Nada, amigo mío, nada. —Y volviéndose hacia Jonatás añadió—: ¿Has hablado con el señor de D'Artagnan?

—Sí, monseñor.

—¿Qué te ha dicho?

—Que para más amplios informes hablará con vos.

—¿Dónde?

—A bordo de su buque. El señor mosquetero —continuó Jonatás— me ha dicho que os tome a vos y al señor ingeniero en mi bote y os lleve a su buque.

—Vamos allá —dijo Porthos—; ¡Oh! buen D'Artagnan.

—¿Estás loco? —exclamó Aramis deteniendo a su amigo. ¿Quién os asegura que no nos armen un lazo?

—¿El otro rey? —dijo Porthos con misterio.

—Sea lo que fuere es un lazo, y es cuanto puede decirse, amigo mío.

—Puede que sí. ¿Qué hacemos, pues? Sin embargo, si D'Artagnan nos envía a buscar…

—¿Quién os asegura que sea D'Artagnan?

—¡Ah!… Pero la letra es suya…

—Cualquiera falsea la letra, y ésta está falsificada, trémula.

—¿Qué hago? —preguntó Jonatás.

—Te vuelves a bordo —respondió Aramis—, y le dices al capitán que le rogamos que venga él en persona a la isla.

—Comprendo —repuso Porthos.

—Está bien, monseñor —dijo el piloto—, pero ¿y si rehúsa venir?

—Si rehúsa, haremos uso de los cañones, que para eso los tenemos.

—¿Contra D'Artagnan?

—Si es D'Artagnan —replicó Aramis—, vendrá. Ve, Jonatás, a bordo.

—Por quien soy que no entiendo nada —murmuró Porthos.

—Ha llegado el momento de hacéroslo comprender todo, amigo mío —dijo Herblay—. Sentaos en esta cureña y escuchadme atentamente.

Aramis tomó la mano de su amigo y dio comienzo a sus explicaciones.

Las explicaciones de Aramis

—Lo que voy a deciros, amigo Porthos —dijo Herblay—, va a sorprenderos, pero también a instruiros.

—Prefiero quedar sorprendido —repuso con benevolencia Porthos—; no os andéis con miramientos. Soy duro para las emociones; nada temáis, pues.

—Es difícil, Porthos… porque en verdad, os repito que tengo que deciros cosas muy singulares, muy extraordinarias.

—Os expresáis tan bien, mi querido amigo, que me pasaría días enteros escuchando. Hacedme, pues, la merced de explicaros, y… se me ocurre una idea: para facilitaros el trabajo, para ayudaros a decirme esas cosas, voy a interrogaros.

—Muy bien.

—¿Por qué vamos a pelear, mi querido Aramis?

—Como me hagáis pregunta como esa, no me ayudaréis en nada; todo lo contrario; pues precisamente es ese el nudo gordiano. Mirad, amigo mío, con un hombre generoso y abnegado como vos, lo mejor es hablar. Os he engañado, mi buen amigo.

—¿Vos me habéis engañado?

—Sí.

—¿Lo hicisteis por mi bien?

—Así lo creí con toda sinceridad.

—Entonces —repuso el probo señor de Bracieux—, me habéis hecho una merced y os lo agradezco, porque si vos no me hubieseis engañado, pudiera yo haberme engañado a mí mismo. ¿Y en qué me habéis engañado, Aramis?

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