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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (36 page)

—Pero vamos a ver ¿qué pasa? —dijo con voz de autoridad el monarca.

—Pasa, Sire, que este caballero, que no puede haber adivinado las órdenes de Vuestra Majestad, y por lo tanto no ha sabido que había salido para arrestar al señor Fouquet, el caballero, que ha hecho construir una jaula de hierro para encerrar en ella a su amo de ayer, ha enviado a Roncherat a casa del señor Fouquet, para apoderarse de los papeles de éste, y no han dejado mueble sano. Mis mosqueteros, en cumplimiento de mis órdenes, cercaban la casa desde la mañana. Y pregunto yo: ¿por qué se han propasado a hacerlos entrar? ¿Por qué les han hecho cómplices del saqueo, obligándoles a presenciarlo? ¡Vive Dios! Nosotros ser, vimos al rey, pero no el señor Colbert.

—¡Señor de D'Artagnan! —repuso con severidad Luis XIV—, no permito que en mi presencia se hable en ese tono.

—He obrado en pro de Su Majestad —dijo Colbert con voz alterada—, y es para mí muy duro verme tratado tan mal por un oficial del rey, tanto más cuanto no puedo replicaros por vedármelo el respeto que debo al mi soberano.

—¡El respeto que debéis a vuestro soberano! —prorrumpió D'Artagnan echando llamas por los ojos. El respeto que debe uno al su soberano consiste ante todo en hacer respetar su autoridad y hacer amable su persona. Todo agente de un poder absoluto representa ese poder, y cuando los pueblos maldicen la mano que los maltrata, Dios les pide cuentas a la mano real, ¿oís?

D'Artagnan tomó una actitud altiva, y con la mirada fiera, la mano sobre la espada y temblándole los labios, fingió más cólera que sentía.

Colbert, humillado y devorado por la rabia, saludó al rey como pidiéndole licencia para retirarse.

El rey, contrariado en su orgullo y en su curiosidad, no sabía qué hacer. D'Artagnan, al verle titubear, comprendió que de quedarse más tiempo en el gabinete sería cometer una falta; lo que él quería era conseguir un triunfo sobre Colbert, y la única manera de conseguirlo era herir tan hondo y en lo vivo al rey, que a éste no le quedase otra salida que escoger entre uno y otro antagonista.

D'Artagnan se inclinó; pero el rey, que ante todo quería saber nuevas exactas sobre el arresto del superintendente de hacienda, se olvidó de colbert, que nada nuevo tenía que decir, y llamó a su capitán de mosqueteros, diciéndole:

—Señor de D'Artagnan, explicadme primero cómo habéis hecho mi comisión; luego descansaréis.

El gascón, que iba a salir, se detuvo a la voz del rey y retrocedió.

Colbert se inclinó ante él, se irguió a medias ante el mosquetero, y, con los ojos animados de fuego siniestro, y la muerte en el corazón, salió del gabinete.

—Sire —dijo D'Artagnan ya solo con el monarca y más tranquilo—, sois un rey joven, y a la aurora es cuando uno adivina si el día será hermoso o triste. ¿Qué queréis que augure de vuestro reinado el pueblo que dios ha puesto bajo vuestra ley, si dejáis que entre vos y él se interpongan ministros todo cólera y violencia? Pero hablemos de mí, Sire, dejemos una discusión que os parece ociosa y tal vez inconveniente. He arrestado al señor Fouquet.

—Largo tiempo os ha costado —repuso con acritud el monarca.

—Veo que me he explicado mal —dijo D'Artagnan mirando con fijeza a Luis XIV—. ¿He dicho a Vuestra Majestad que he arrestado al señor Fouquet?

—Sí, ¿y qué?

—Que rectifico diciendo que el señor Fouquet me ha arrestado a mí.

Entonces Luis XIV enmudeció de sorpresa, D'Artagnan, con su mirada de lince, comprendió lo que pasaba en el ánimo de su soberano, y, sin darle tiempo de hablar, contó, con la poesía y gracejo que tal vez únicamente él poseía en aquel tiempo, la evasión de Fouquet, la persecución, la encarnizada carrera, y, por último, la inimitable generosidad del superintendente, que pudiendo huir y matar a su perseguidor, había preferido la prisión, y quizás otra cosa peor, a la humillación de aquel que quería arrebatarle su libertad.

A medida que iba narrando el capitán de mosqueteros, Luis XIV se agitaba y devoraba las palabras mientras hacía chasquear unas contra otras sus uñas.

—Resulta, pues, Sire, a lo menos a mis ojos que el hombre que de tal suerte se conduce es caballeroso y no puede ser enemigo del rey. Tal es mi opinión, Sire, os lo repito. Sé lo que me vais a decir, y ante todo me inclino, pues para mí es muy respetable; pero soy soldado, y cumplida que me han dado, me callo.

—¿Dónde está ahora el señor Fouquet? —preguntó tras un instante de silencio el monarca.

—En la jaula de hierro que para él ha mandado construir el señor Colbert, y que en este instante vuela hacia Angers al galope de cuatro briosos caballos.

—¿Por qué os habéis separado de él por el camino?

—Porque Vuestra Majestad no me dijo que yo fuera hasta Angers. Y la mejor prueba de ello es que Vuestra Majestad andaba buscándome hace poco. Además, me asistía otra razón, y es que, ante mí, el pobre señor Fouquet no hubiera intentado evadirse.

—¿Decís? —exclamó el rey estupefacto.

—He confiado su custodia al sargento más torpe de cuantos hay entre mis mosqueteros, al fin de que el preso se evada.

—¿Estáis loco, señor de D'Artagnan? —exclamó el rey cruzando los brazos.

—¡Ah! Sire, no esperéis que después de lo que el señor Fouquet acaba de hacer por vos y por mí que me convierta en su enemigo. No me confiéis nunca su custodia. Sire, si tenéis empeño en que quede bajo cerrojos; porque por muy fuerte que sean las rejas del la jaula, el pájaro acabará por volar.

—Me admira que no hayáis seguido desde luego la suerte de aquel a quien el señor Fouquet quería sentar en mi trono —repuso el rey con voz sombría—. Así os habríais ganado lo que os hace falta: afecto y gratitud. En mi servicio no se encuentra más que un amo.

—Si el señor Fouquet no hubiese ido por vos a la Bastilla, Sire —replicó D'Artagnan con energía—, sólo hubiese ido otro hombre, yo, y eso vos lo sabéis.

El rey se calló, nada tenía que objetar. Al escuchar a D'Artagnan, Luis XIV recordó al mosquetero de años antes, al que, en el palacio real, estaba escondido tras las colgaduras de su cama, cuando el pueblo de París, guiado por el cardenal de Retz, fue a asegurarse de la presencia del rey; al D'Artagnan a quien él saludaba con la mano desde la portezuela de su carroza al ir a Notre Dame regresando a París; al soldado que le dejó en Blois; al teniente a quien volvió a llamar junto a sí, cuando la muerte de Mazarino puso el poder en sus manos, al hombre siempre fiel, valiente y abnegado.

Luis se dirigió a la puerta y llamó a Colbert, que se presentó inmediatamente, pues no se había movido del corredor en que estaban trabajando los secretarios.

—¿Habéis mandado hacer una pesquisa en casa del señor Fouquet? —preguntó el rey al intendente.

—Sí, Sire —respondió Colbert.

—¿Qué resultado ha producido?

—El señor de Roncherat, a quien han acompañado los mosqueteros, me ha entregado algunos papeles.

—Los veré… Dadme vuestra mano.

—¿Mi mano, Sire?

—Sí, para ponerla en la del señor de D'Artagnan.

Y volviéndose hacia el gascón, que al ver al intendente tomó de nuevo su actitud altiva, añadió:

—Como no conocéis al hombre a quien tenéis ante vos, os lo presento. En los cargos subalternos no pasa de ser un mediano servidor; pero si le elevo a la cima, será un grande hombre.

—¡Sire! —tartamudeó Colbert, fuera de sí de gozo y de temor.

—Ahora comprendo —dijo D'Artagnan al oído del rey—: estaba celoso.

—Eso es, y sus celos le ataban las alas.

—En adelante será una serpiente —murmuró el mosquetero con un resto de odio contra su adversario de hacía poco.

Pero Colbert se acercó a D'Artagnan con fisonomía tan diferente de la habitual, se presentó tan bueno, tan franco, tan comunicativo, y sus ojos cobraron una expresión de inteligencia tan noble, que el mosquetero, que era gran fisonomista, se sintió conmovido casi hasta el extremo de cambiar sus convicciones.

—Lo que el rey os ha dicho —repuso Colbert estrechando la mano de D'Artagnan—, prueba cuánto conoce su Majestad a los hombres. La encarnizada oposición que hasta hoy he desplegado, no contra individuos, sino contra abusos, prueba que no tenía otro fin que el de prestar a mi señor un gran reinado, y a mi patria un gran bienestar. Tengo muchos planes, señor D'Artagnan, y los veréis desenvolverse al sol de la paz; y si no tengo la certidumbre y la dicha de conquistarme la amistad de los hombres honrados, a lo menos estoy seguro de conseguir su estima, y por su admiración daría mi vida.

Aquel cambio, aquella súbita elevación y las muestras de aprobación del soberano, dieron mucho que pensar al mosquetero; el cual saludó muy cortésmente a Colbert, que no le perdía de vista.

El rey, al verlos reconciliados les despidió y una vez fuera del gabinete, el nuevo ministro detuvo al capitán y le dijo:

—¿Cómo se explica, señor de D'Artagnan, que un hombre tan perspicaz como vos no me haya conocido a la primera mirada?

—Señor Colbert —contestó el mosquetero—, el rayo de sol en los ojos propios impide ver el más ardiente brasero. Cuando un hombre ocupa el poder, brilla, y pues vos habéis llegado a él, ¿qué sacaríais en perseguir al que acaba de perder el favor del rey y ha caído de tal altura?

—¿Yo perseguir al señor Fouquet? ¡Nunca! Lo que yo quería era administrar la hacienda, pero solo, porque soy ambicioso, y sobre todo porque tengo la más grande confianza en mi mérito; porque sé que todo el dinero de Francia ha de venir a parar a mis manos, y me gusta ver el dinero del rey; porque si me quedan treinta años de vida, en ese tiempo no me quedará para mí ni un óbolo; porque con el dinero que yo obtenga voy a construir graneros, edificios y ciudades y a abrir puertos; porque fundaré bibliotecas y academias, y convertiré a mi patria en la nación más grande y más rica del mundo. He ahí las causas de mi animosidad contra el señor Fouquet, que me impedía obrar. Además, cuando yo sea grande y fuerte, y sea fuerte y grande la Francia, a mi vez gritaré: ¡Misericordia!

—¿Misericordia, decís? Pues pidamos al rey la libertad del señor Fouquet, en quien Su Majestad no se ensaña sino por vos.

—Señor de D'Artagnan —repuso Colbert irguiéndola cabeza—, yo no entro ni salgo en esto; vos sabéis que el rey tiene una enemistad personal contra el señor Fouquet.

—El rey se cansará, y olvidará.

—Su Majestad nunca olvida, señor de D'Artagnan… ¡Hola! el rey llama y va a dar una orden… Ya veis que yo no he influido para nada. Escuchad.

En efecto, el rey llamó a sus secretarios, y al mosquetero.

—Aquí estoy, Sire —dijo D'Artagnan.

—Dad al señor de Saint-Aignán veinte mosqueteros para que custodien al señor Fouquet.

D'Artagnan y Colbert cruzaron una mirada.

—Y que desde Angers trasladen al preso a la Bastilla de París —continuó el monarca.

—Tenéis razón —dijo el capitán al ministro.

—Saint-Aignán —prosiguió Luis XIV—, mandaréis fusilar a todo el que hable por el camino en voz baja al señor Fouquet.

—¿Y yo, Sire? —preguntó Saint-Aignán.

—Vos solamente le hablaréis en presencia de los mosqueteros.

Saint-Aignán hizo una reverencia y salió para hacer ejecutar la orden; y D'Artagnan iba a retirarse también, cuando el rey le detuvo, diciéndole:

—Vais a salir inmediatamente para tomar posesión de la isla del feudo de Belle-Isle.

—¿Yo solo, Sire?

—Llevaos cuantas tropas sean necesarias para no sufrir un descalabro si la plaza se resiste.

Del grupo de cortesanos partió un murmullo de incredulidad aduladora.

—Ya se ha visto —repuso D'Artagnan.

—Lo presencié en mi infancia, y no quiero presenciarlo otra vez. ¿Habéis oído? Pues manos a la obra, y no volváis sino con las llaves de la plaza.

—Es esta una misión que, si la desempeñáis bien —dijo Colbert al gascón—, os dará el bastón de mariscal de Francia.

—¿Por qué me decís si la desempeño bien?

—Porque es difícil.

—¿En qué?

—En Belle-Isle tenéis amigos, y a hombres como vos no les es tan fácil pasar por encima del cuerpo de un amigo para triunfar.

D'Artagnan bajó la cabeza, mientras Colbert se volvía al gabinete del rey.

Un cuarto de hora después el gascón recibió por escrito la orden de hacer volar a Belle-Isle, en caso de resistencia, y confiriéndole el derecho de todo justicia sobre todos los habitantes de la isla o “refugiados”, con prescripción de no dejar escapar ni uno.

—Colbert tenía razón —dijo entre sí D'Artagnan—, mi bastón de mariscal va a costar la vida a mis dos amigos. Pero se olvidan que mis amigos son listos como los pájaros, y que no aguardarán a que les caiga encima la mano del pajarero par desplegar las alas; y yo voy a mostrarles tan bien la mano, que tendrán tiempo de verla. ¡Pobre Porthos, pobre Aramis! No, mi fortuna no os costará ni una pluma de vuestras alas.

Habiendo concluido esto, D'Artagnan concentró el ejército real, lo hizo embarcar en Paimboeuf, y se dio a la vela sin perder un momento.

Belle-Isle-En-Mer

Hacia el extremo del muelle en el paseo que bate furioso mar durante el flujo de la tarde, dos hombres asidos del brazo tenían una conversación animada y expansiva, sin que nadie pudiese oír lo que decían, porque el viento se llevaba una a una sus palabras como la blanca espuma arrancada a la cresta de las olas.

El sol se había puesto tras el océano, encendido como un crisol gigantesco.

Algunas veces, uno de los dos interlocutores se volvía hacia el Este, y sombrío interrogaba la superficie del mar, mientras el otro quería leer en las miradas de su compañero. Luego, reanudaban su paseo, taciturnos.

Los dos sujetos eran los proscriptos Porthos y Aramis, refugiados en Belle-Isle después de la ruina de sus esperanzas y del desquiciamiento del vasto plan de Herblay.

—Por más que digáis, mi querido Aramis —repuso Porthos respirando con todas sus fuerzas el aire salino que henchía su robusto pecho—, no es natural la desaparición de todas las barcas de pesca que hace dos días se hicieron al la mar, porque no se ha desencadenado temporal alguno y ha reinado constante calma. Ni con tormenta podían haber zozobrado todas las barcas. Repito que me extraña.

Tenéis razón, Porthos —contestó Aramis—, es extraño.

—Y además —prosiguió el gigante, a quien el asentimiento del obispo de Vannes despertaba las ideas—, si las barcas hubiesen naufragado, hubiera llegado algún resto a estas playas.

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