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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (34 page)

—¿Y bien? —le preguntó Luis XIV, que al verle entrar cubrió con un gran paño verde el bufete atestado de papeles.

—Está cumplida la orden, Sire.

—¿Y Fouquet?

—El señor superintendente está ahí —replicó D'Artagnan.

—Que le introduzcan aquí dentro de diez minutos —dijo el rey despidiendo con un ademán al gascón.

Este salió, pero apenas hubo llegado al pasillo, al extremo del que Fouquet estaba aguardando, cuando volvió a llamarle la campanilla del monarca.

—¿No ha manifestado extrañeza alguna? —preguntó Luis XIV.

—¿Quién, Sire?

—“Fouquet” —repitió el rey sin decir señor, particularidad que confirmó en sus sospechas al capitán de mosqueteros.

—No, Sire.

—Está bien, podéis marcharos.

Fouquet no se había movido de la azotea donde le dejó su guía, y estaba leyendo nuevamente la carta, concebida en estos términos:

Se trama algo contra vos, y si no se atreven en palacio, será cuando regreséis a vuestra casa, ya cercada por los mosqueteros. No entréis en ella, sino dirigios detrás de la explanada, donde os espera un caballo blanco.

Fouquet había reconocido la letra y el celo de Gourville, y no queriendo que, de sobrevenirle una desgracia, aquel papel pudiese comprometer a su fiel amigo, hizo mil pedazos la carta y la arrojó al viento por el pretil de la azotea.

D'Artagnan sorprendió al superintendente mientras éste estaba mirando revolotear por el espacio los últimos pedazos de la carta.

—El rey os aguarda, monseñor —dijo el mosquetero. Fouquet avanzó con ademán resuelto por el pasillo, en el que trabajaban Brienne y Rose, mientras Saint-Aignán, sentado en una sillita no lejos de ellos y con la espada entre las piernas, parecía estar esperando órdenes y bostezaba.

A Fouquet le pareció extraño que Brienne, Rose y Saint-Aignán, siempre tan corteses y obsequiosos, apenas se hubiesen movido al pasar él, el superintendente. Pero ¿qué podía esperar de los cortesanos aquel a quien el rey ya solamente llamaba Fouquet?

El ministro irguió la cabeza, y, resuelto a arrostrarlo todo de frente, entró en el gabinete de Luis XIV tan pronto una campanilla que ya nos es conocida le hubo anunciado a Su majestad.

Luis le saludó con la cabeza, sin levantarse, y le preguntó con interés por su salud.

—Estoy con un acceso de fiebre, Sire —respondió el superintendente—; pero a la orden de Vuestra Majestad.

—Bien: mañana se reúnen los estados; ¿tenéis preparado algún discurso?

—No, Sire; pero improvisaré uno. Conozco bastante los asuntos que van a tratarse para no quedarme cortado. Sólo querría hacer una pregunta: ¿me da Vuestra Majestad licencia para que se la dirija?

—Hacedla.

—¿Por qué, siendo vuestro primer ministro, Sire, no os dignasteis advertirme en París?

—Porque estabais enfermo y no quería causaros fatiga alguna.

—Nunca me fatigan el trabajo y las explicaciones, Sire, y pues ha llegado para mí el momento de pedir una explicación a mi soberano…

—¿Sobre qué?

—Sobre las intenciones de Vuestra Majestad respecto de mí. Luis XIV se sonrojó.

—Sire —prosiguió Fouquet con viveza—, he sido calumniado y debo provocar una información.

—Habláis inútilmente —replicó el monarca—: yo sé lo que sé.

—Vuestra majestad no puede saber más que lo que le han dicho, y yo no os he dicho nada, Sire, mientras los demás han hablado qué sé yo cuántas veces.

—¿Qué queréis decir? —prorrumpió Luis XIV anheloso de dar fin a aquella embarazosa conversación.

—Voy al hecho, Sire, y acuso a un hombre de perjudicarme ante vos.

—Nadie os perjudica, señor Fouquet.

—Esta respuesta, Sire, me prueba que yo tenía razón.

—Señor Fouquet, no me gusta que acusen.

—¡Cuándo uno es acusado!

—Basta, ya hemos hablado demasiado sobre esto.

—¿Luego Vuestra Majestad no quiere que me justifique?

—Os repito que no os acuso.

Es evidente que ha tomado una resolución, pensó Fouquet retrocediendo un paso y haciendo una ligera inclinación con la cabeza. Sólo tiene esa obstinación el que no puede volverse atrás. Sería menester estar ciego para no ver ahora el peligro, vacilar sería una necedad. Y en voz alta preguntó:

—¿Me ha enviado a buscar Vuestra Majestad para algún trabajo?

—No, sino para daros un consejo.

—Lo espero con el mayor respeto, Sire.

—Descansad; no prodiguéis más vuestras fuerzas. La sesión de los estados será corta, y cuando mis secretarios la hayan cerrado, no quiero que en Francia se hable de hacienda en quince días.

—¿Nada tiene que decirme Vuestra Majestad sobre la reunión de los estados?

—No.

—¿A mí, superintendente de hacienda?

—Os ruego que descanséis; nada más tengo que deciros.

Fouquet se mordió los labios y bajó la cabeza con señales evidentes de meditar algo grave.

—¿Acaso os fastidia veros obligado a descansar? —dijo el rey, contaminado por la inquietud que se veía en el rostro del ministro.

—Sí, Sire, no estoy acostumbrado al reposo.

—Estáis enfermo y es menester que os cuidéis.

—¿No me ha hablado Vuestra Majestad de un discurso que debe pronunciarse mañana?

Esta pregunta le turbó, el rey no respondió.

Fouquet sintió el peso de aquella vacilación, y creyó ver en los ojos del príncipe el peligro que él precipitaría con sus recelos. “Si hago ver que tengo miedo”, pensó el ministro, “estoy perdido”.

Al monarca, le tenía desasosegado la desconfianza de Fouquet.

“Como la primera palabra que me dirija sea dura”, continuó el ministro pensando, “si se irrita o finge irritarse para tomar un pretexto, ¿cómo salgo del apuro? Suavicemos la pendiente. Gourville tenía razón”. Y alzando la voz, dijo de pronto:

—Sire, pues veláis por mi salud hasta el punto de dispensarme de todo trabajo, ¿os dignaríais excusarme de asistir al consejo de mañana? Así podría pasar en cama el día, y probaría un remedio contra estas malditas fiebres si tuvieseis a bien cederme vuestro médico.

—Concedido. Os enviaré mi licencia para mañana, os enviaré mi médico, y recobraréis la salud.

—Gracias, Sire —dijo Fouquet inclinándose. Y tomando una resolución prosiguió:

—¿Tendré la honra de conducir a Vuestra Majestad a Belle-Isle, a mi casa? —El ministro miró cara a cara al rey para juzgar del efecto de su proposición.

—¿Sabéis lo que decís? —replicó el monarca sonrojándose otra vez y esforzándose en sonreírse—. ¿Belle-Isle vuestra casa?

—Es cierto, Sire.

—¿Habéis olvidado —prosiguió Luis XIV con el mismo tono jovial—, que me donasteis Belle-Isle?

—No lo he olvidado, Sire, pero como todavía no habéis tomado posesión de ella, ahora podríais hacerlo.

—Con mucho gusto.

—Por otra parte ésta era la intención de Vuestra majestad, que era la mía, y no sabría deciros cuán satisfecho y orgulloso me he sentido al ver venir de París toda la casa militar del rey para esa toma de posesión.

—No he traído solamente para eso a mis mosqueteros —balbuceó el rey.

—Lo supongo —dijo con viveza el superintendente—: Vuestra Majestad sabe muy bien que le basta ir solo a Belle-Isle con un bastoncito para que a su presencia se derrumben todas las fortificaciones.

—No —exclamó el rey—, no quiero que unas fortificaciones tan costosas se derrumben. Queden en pie contra los holandeses y los ingleses. Lo que yo deseo ver en Belle-Isle, no lo adivinaríais: son las hermosas campesinas, solteras y casadas, del interior o de la costa, que bailan tan bien y son tan seductoras con sus sayas rojas. Me han dicho grandes alabanzas de vuestras vasallas, señor superintendente; mostrádmelas.

—Cuando Vuestra Majestad quiera.

—¿Tenéis dispuesto algún buque?

—No, Sire —respondió el superintendente, que vio la poco hábil indirecta—; como ignoraba que Vuestra Majestad tuviera tal deseo, y sobre todo que tuviese tanta prisa por ver a Belle-Isle, no he hecho preparativos.

—Sin embargo, ¿no tenéis una embarcación?

—Cinco poseo, Sire, pero unas están en Port y otras en Paimboeuf, y para legar adonde están y hacer que vengan, se necesitan a lo menos veinticuatro horas. ¿Quiere Vuestra Majestad que envíe un correo o que vaya yo por alguna de ellas?

—Dejad que pase vuestra calentura. Aguardad a mañana.

—Decís bien, Sire… ¿Quién sabe qué ideas tendremos mañana? —replicó Fouquet, ya libre de toda duda e intensamente pálido.

El rey se estremeció y alargó la mano hacia su campanilla; pero el ministro se le anticipó, diciendo:

—Sire, me da la calentura y estoy tiritando. Si estoy aquí un segundo más, es fácil que me desmaye. Déme Vuestra majestad licencia para ir a acostarme.

—En efecto, tiritáis, y da compasión veros. Recogeos, señor Fouquet; ya enviaré a preguntar por vuestra salud.

—Vuestra Majestad me colma de atenciones. Dentro de una hora estaré mucho mejor.

—Quiero que alguien os acompañe —dijo el rey.

—Como os plazca, Sire; de buena gana me apoyaría en el brazo de alguno.

—¡Señor de D'Artagnan! —gritó el rey tocando de la campanilla.

—¡Oh! Sire —repuso Fouquet riéndose de un modo que dio calambres al soberano—, ¿para que me acompañe a mi casa me dais al capitán de mosqueteros? Es un honor muy equívoco, Sire. Me basta un simple lacayo.

—¿Por qué, señor Fouquet? ¿No me acompaña a mí el señor de D'Artagnan?

—Sí, Sire; pero cuando os acompaña es para obedecer, en tanto que yo…

—¿Qué?

—En tanto que yo, Sire, si entro en mi casa con vuestro capitán de mosqueteros, la gente va a decir que habéis mandado arrestarme.

—¡Arrestaros! —profirió Luis XIV, poniéndose todavía más pálido que Fouquet.

—¿Por qué no, Sire? —prosiguió Fouquet sin cesar de reírse—. Y apostaría que algunos se alegrarían de ello.

Esta salida desconcertó al monarca que, gracias a la habilidad de Fouquet, retrocedió ante la apariencia del golpe que estaba meditando, y al ver entrar a D'Artagnan, ordenó a éste que designara un mosquetero para que acompañase al superintendente.

—Es inútil —repuso Fouquet—; espada por espada, prefiero a Gourville, que me está aguardando abajo; pero esto no impide que yo goce de la compañía del señor D'Artagnan, que me gustaría que viese Belle-Isle, siendo tan perito en materia de fortificaciones. D'Artagnan se inclinó sin comprender nada.

Fouquet hizo una nueva reverencia, y se salió afectando la lentitud del hombre que se pasea; una vez fuera de palacio, dijo entre sí mientras desaparecía entre la muchedumbre:

—Estoy salvado. Si, verás a Belle-Isle, rey infame, pero cuando ya no estaré en ella.

—Capitán —dijo el rey al mosquetero—, vais a seguir al señor Fouquet a cien pasos de distancia. Se encamina a su casa, y allá vais a ir vos también; le arrestáis en mi nombre y le encerráis en una carroza.

—¿En una carroza? Corriente.

—De manera que por el camino no pueda hablar con persona alguna, ni arrojar ningún escrito.

—Lo que Vuestra Majestad me ordena es muy dificil; yo no puedo hacer morir por asfixia al señor Fouquet, y si me pide que le deje respirar, no voy a impedírselo cerrando cristales y cortinillas. Ya veis, pues, que puede gritar y arrojar papeles por la ventanilla.

—Y está previsto el caso; los dos inconvenientes de que acabáis de hablar los obviará una carroza con un enrejado de hierro.

—¡Ah! —exclamó D'Artagnan—; pero como no hay quien labre en media hora un enrejado de hierro para una carroza, y Vuestra Majestad me ordena que vaya enseguida a casa del señor Fouquet…

—Ya está —replicó el rey.

—Esto es distinto —repuso el capitán.

—Todo está pronto, y el cochero y el lacayo aguardan en el patio de servicio.

—Sólo me falta preguntar adónde debo conducir al señor Fouquet —dijo D'Artagnan inclinándose.

—Por ahora al castillo de Angers. Luego, veremos. ¡Ah! ya habéis notado que para arrestar al señor Fouquet no me valgo de mis guardias, lo cual pondrá furioso al señor de Gesvres. Esto quiere decir que tengo confianza en vos.

—Ya lo sé, Sire, y es inútil que lo ponderéis.

—Os lo he dicho con el objeto de manifestaros que si, por casualidad, por una casualidad cualquiera, el señor Fouquet se evadiera… Porque se han dado casos, señor capitán…

—Con frecuencia, Sire; pero eso va con los demás, no conmigo.

—¿Por qué no con vos?

—Porque por un instante he tenido la idea de salvar al señor Fouquet.

El rey se estremeció.

—Porque —prosiguió el capitán—, habiendo adivinado yo vuestro plan sin que vos me hubieseis dicho sobre él una palabra, y siéndome simpático el señor Fouquet, al intentar salvarlo estaba en mi derecho.

—En verdad, no podéis tranquilizarme respecto de vuestros servicios —repuso el soberano.

—Si yo lo hubiese salvado entonces, mi inocencia no pudiera negarse; y me aventuro a decir que habría obrado bien, porque el señor Fouquet no es un criminal. Pero en vez de escucharme, se ha entregado en brazos del destino, y ha dejado escapar la hora de la libertad. El sufrirá las consecuencias. Ahora he recibido órdenes para mí ineludibles; por lo tanto, dad por arrestado al señor superintendente, Sire, y por encerrado en el castillo de Angers.

—Todavía no le habéis echado la mano, capitán.

—Esto es cosa mía; cada uno a lo suyo, Sire. Lo único que os digo, es que lo reflexionéis con madurez. ¿Me dais formalmente la orden de arrestar al señor Fouquet, Sire?

—No una, sino mil veces os la doy si fuera menester.

—Pues venga por escrito.

—Aquí está.

D'Artagnan la leyó, saludó al monarca, salió, y al legar a la azotea vio pasar todo satisfecho a Gourville en dirección de la casa del superintendente.

El caballo blanco y el caballo negro

—Es sorprendente —dijo entre sí el gascón—; ¡Gourville corriendo alegre por la calle, cuando está casi seguro de que al señor Fouquet le amaga un peligro, y cuando es también casi seguro de que él es quien ha avisado al superintendente por medio de la carta que éste ha rasgado en mil pedazos aquí mismo! ¿Gourville se restriega las manos? señal de que ha hecho algo de provecho. ¿De dónde vendrá? Llega por la calle de las Hierbas. ¿Adónde va a parar esa calle?

D'Artagnan miró por encima de las casas de Nantes, dominadas por el palacio, la línea trazada por las calles, como pudiera haberlo hecho en el plano topográfico; sólo que en vez de un papel extendido, vacío y desierto, el plano viviente se levantaba en relieve con los movimientos, el vocerío y las figuras de personas y cosas. Extramuros se extendía la verde llanura, cerrada por el encendido horizonte y surcada por las azuladas aguas del Loira y por las verdinegras aguas de los pantanos. De las puertas de Nantes partían dos blancos caminos que divergían como dos dedos separados de una mano gigantesca.

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