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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

El Hada Carabina (5 page)

 

Está ahora tendido en mi habitación, de costado, aunque sigue en posición sentada. Cabeza desatornillada, mirada clavada en el techo, tan rígido y ligero como un coco vacío, calla hasta el punto de que podría creérsele muerto. Pero aunque sus fauces hiedan como si viajara por las profundidades del infierno, Julius el Perro está vivo. Epilepsia. La cosa durará algún tiempo. Varios días, tal vez. Tanto tiempo como la visión que le ha provocado la crisis se agarre a su retina. Estoy acostumbrado.
—Bueno, Dostoievski, ¿qué has visto esta vez?
Lo que yo veo, tras haber abierto el sobre de Hadouch, me deja muy pensativo, y mi cena, lejana ya sin embargo, regresa amablemente a mi boca. En el sobre han escrito: INSPECTOR VANINI, y en las fotos que tengo ante mí, un tipo joven con loden verde y rubio cepillo está cascando cabezas morenas con el puño americano. Una de las cabezas ha estallado, hay un ojo fuera de su órbita. Ni el menor júbilo en el rostro del rubiales. Tan sólo una aplicación escolar. Comprendo que Hadouch no quiera que encuentren eso en su casa. Tras la muerte del pasma Vanini, al Magreb le interesa hacerse muy pequeño.
De pronto, el mundo me cansa y no tengo sueño. Que se jodan las consignas de seguridad, descuelgo el charlófono y llamo a Julie. Necesito su voz. La voz de Julie, por favor... Nada de nada, suena a vacío en plena noche.
7

 

—¿Muerta? —preguntó Pastor.
De rodillas en el carbón, el matasanos se inclinaba sobre el cuerpo de la mujer. Levantó los ojos hacia el joven inspector del ancho jersey de lana que lo iluminaba con su linterna.
—No es que valga mucho más.
La luz azulada y giratoria de la lancha fluvial pasaba sobre el cuerpo, luego la amarilla, luego era la oscuridad del carbón, luego el flash del fotógrafo. Una de las piernas de la mujer, rota, formaba un ángulo que hacía aullar. Le habían sujetado a los tobillos dos pesados brazaletes de plomo.
—Le habría costado volver a la superficie.
—Mire.
El matasanos había tomado el codo con delicadeza. Señalaba un hematoma en la parte interior de la articulación.
—Pinchazo —dijo Pastor.
Hablaban con breves palabras congeladas. Entre aquellos retazos, se escuchaba el profundo jadeo de los diesel. La barcaza olía a gasóleo y a plancha grasienta.
—¿Ya ha visto bastante?
Pastor paseó por última vez el haz de su linterna por el cuerpo de la mujer. Rastros de pinchazos, marcas de golpes y quemaduras diversas. Se demoró un rato en el rostro, azulado por el frío y las equimosis. Frente amplia, pómulos salientes, boca enérgica y carnosa. Y aquella melena dorada. El rostro se parecía al cuerpo: poderoso. Dulcificado por una especie de flexible plenitud. Pastor se dirigió al fotógrafo.
—¿Puede usted atenuar los destrozos del rostro?
—Tengo un compañero en el laboratorio, le hará un tiraje especial. Borraremos lo peor.
—Hermosa moza —dijo el doctor dejando caer la manta.
La linterna de Pastor trazó un semicírculo en la noche.
—¡Camilleros!
Los oyó caminar por el carbón como por una montaña de conchas.
—Fracturas múltiples —resumió el matasanos—, quemaduras diversas, dosis indeterminada de basura en las venas, sin mencionar las probables consecuencias pulmonares. Está jodida.
—Es fuerte —dijo Pastor.
—Está jodida —repitió el matasanos.
—¿Qué apostamos?
Había alegría en la voz del joven inspector.
—¿Siempre está de tan buen humor a la una de la madrugada y ante semejante estropicio?
—Yo estaba de guardia —respondió Pastor—, a usted lo han despertado a toda prisa.
Pastor, el matasanos y el fotógrafo escalaban el carbón siguiendo a los camilleros. Luz giratoria de la lancha fluvial, luz giratoria de la ambulancia, luz giratoria del furgón policial, linterna de Pastor, luz de posición de la barcaza, la noche parpadeaba, la voz del marinero, también; hablaba castañeteando los dientes.
—Ése soy yo, llueven tías en pelota viva sobre mi carbón, y no lo advierto.
Como todos los marineros, tenía cara de forastero destrozado por el tedio y los dados.
—Si mirara usted la lluvia de mozas —dijo Pastor pasando ante él—, se estamparía contra un pilar del puente.
Carcajada general.
—¿Está muerta? —preguntó el marinero.
—En el buen camino —respondió uno de los camilleros.
—¿Dónde está la muchacha del violín? —preguntó Pastor.
—En el furgón —repuso uno de los pasmas—. La chiquilla está como una cabra, creía que la del carbón era su madre.
Pastor dio un paso hacia el furgón, luego cambió de idea.
—¡Ah!, lo olvidaba.
Se había vuelto hacia el marinero.
—Mañana, cuando haya acabado de trabajar, irá a beber una copa en su tasca habitual, ¿no?
—Mejor dos —dijo el marinero dando saltitos.
—Ni una palabra de todo esto —añadió Pastor.
Seguía sonriendo. Pero con una sonrisa absolutamente inmóvil.
—¿Cómo?
—Ni la menor alusión. No hablará de esto con nadie. Ni siquiera consigo mismo. No ha ocurrido nada.
El marinero no podía creérselo. Dos segundos antes se las estaba viendo con un chiquillo divertido, lleno de gestos en su gran jersey de lana, y ahora, el pasma.
—Y nada de alcohol durante diez días —añadió Pastor, como si extendiera una receta.
—¿Eh?
—Un borracho dice cualquier cosa, sobre todo la verdad.
Los ojos de Pastor se habían hundido. Se hallaban muy lejos de su sonrisa.
—A régimen. ¿Comprendido?
De pronto, parecía fatigado.
—Usted es la Ley —masculló el marinero, que acababa de perder, de golpe, el carburante y el tema de conversación para toda una vida.
—Muy amable —dijo Pastor con lentitud.
Y añadió:
—Por otra parte, las mozas hermosas no caen del cielo.
—Pocas veces —convino el marinero.
—Nunca —dijo Pastor.

 

La primera persona que Pastor vio en el furgón fue el agente uniformado. Estaba encogido en un extremo de la banqueta, con un cuaderno virgen abierto sobre las rodillas juntas, tan lejos como le era posible de la muchacha del violín. La joven era muy morena, muy pálida y terriblemente adolescente. Iba toda vestida de negro, con las manos cortadas hasta la primera falange por los mitones de rejilla. «Llevo luto por el mundo, no espere hacerme sonreír», eso significaba aquel atavío de viuda siciliana. El pequeño pasma uniformado recibió a Pastor con la mirada del perro que espera ser desatado. Pastor tendió la mano a la muchacha:
—Todo listo, señorita, la acompañaré a casa.

 

En el coche de servicio, sentada junto a Pastor que conducía suavemente, la muchacha comenzó a hablar. Evocó primero el rostro de una vietnamita de edad avanzada que la había conmovido, por televisión, en el telediario de las ocho. «¿Potegel?», preguntaba la anciana, «y se advertía toda la amenaza del mundo gravitando sobre sus hombros», precisó la joven del violín. Pastor conducía en silencio. Sin luz giratoria. Sin sirena. Él con su jersey, la muchacha con sus pensamientos, habríanse dicho hermana y hermano. La joven se sentía confiada. Repitió de nuevo lo que había visto por la ventana. Lo contó en sus menores detalles: el rugido del automóvil, la mujer desnuda en el espacio...
Pero, a su entender, lo más grave era que había creído reconocer a su madre en el cuerpo que resbalaba «por su catafalco de carbón». Aparentemente, el hecho de que la mamá en cuestión durmiera tranquilamente en su alcoba, en aquellos momentos, no cambiaba las cosas.
—Es por completo como si hubiera matado a mamá, señor inspector. Se lo he intentado explicar a su colega de uniforme, pero no ha querido comprenderme.
En efecto, Pastor intentó imaginar la cara del joven pasma y estuvo a punto de saltarse un semáforo.

 

Tras haber dejado a la muchacha en su casa, Pastor regresó a la Jefatura en erupción. Pasillos atestados de árabes sentados en el suelo o apretujándose en los bancos, portazos, gritos, timbres de teléfono, ráfagas de máquinas de escribir, vaivén de expedientes a grandes zancadas de pasmas furibundos... Homenaje del comisario de división Cercaire al inspector Vanini, caído esa noche, víctima de la ciudad. Llameante luto del comisario Cercaire. Celdas y ficheros se llenaban.
Pastor se refugió en el ascensor bendiciendo al cielo por no ser un hombre de Cercaire sino un pasma del comisario Coudrier. El comisario Coudrier trataba discretamente sus casos en la penumbra de un confortable despacho. El comisario Coudrier te ofrecía café en tazas Imperio, marcadas con la imperial mayúscula N. El comisario Coudrier se dejaba ver poco. No era un pasma de acción. Si a Pastor se lo cargaban en la calle, Coudrier llevaría un luto sobrio. Tal vez se tomaría el café sin azúcar durante algunos días.

 

Cuando Pastor abrió la puerta de su propio despacho, descubrió allí a una minúscula vietnamita, con sus chanclos de madera, atareada tragándose un vaso lleno de una materia blanquecina con un rictus cianúrico.
8

 

Pastor cerró la puerta del despacho sin sorprenderse.
—¿Te estás suicidando, Thian? Y sin embargo me han dicho que esta noche, por la tele, has tenido mucho éxito.
Con la cabeza echada hacia atrás, la vietnamita levantó una mano que exigía silencio. El despacho era un despacho de pasma con pequeño presupuesto. Dos mesas, dos máquinas de escribir, un teléfono y archivadores metálicos. Pastor había instalado allí un catre de campaña. Dormía en él cuando no le quedaban fuerzas para regresar a casa. Pastor era un heredero del bulevar Maillot. Una casa grande, junto al bosque. Una gran casa vacía. Desde la muerte del Consejero y de Gabrielle, Pastor dormía en el despacho.
Cuando hubo dejado el vaso y tras secarse los labios con el dorso de la mano, la vietnamita dijo:
—No me busques las cosquillas, chiquillo; esta noche odio a la juventud.
No tenía ya el menor acento de su lejana llanura de los juncos. Tenía la voz de Gabin: algo como un rodar de guijarros, acompasado por las irrefutables entonaciones del distrito duodécimo.
—¿Es la muerte de Vanini lo que te ha puesto en ese estado? —preguntó Pastor.
Con gesto cansado, la vietnamita se quitó la peluca de lisos cabellos, lo que hizo brotar en la superficie de su viejo cráneo un cepillo grisáceo y escaso, pero tieso como el furor.
—Vanini era un pequeño gilipollas que ha debido de avanzar demasiado su peón —dijo—, y se ha tragado un roscón, la paz sea consigo. No se trata de eso, chiquillo, ayúdame, ¿quieres?
La vietnamita ofreció su espalda a Pastor, que desabotonó el vestido thai y, con un solo movimiento de cremallera, abrió la seda hasta el inicio de las nalgas. La forma humana que abandonó el vestido era por completo masculina y thermolactyl. Pastor dejó de respirar.
—Pero ¿qué utilizas como perfume?
—Mil Flores de Asia, ¿te gusta?
Pastor expiró como si se purgara.
—¡Es increíble que Cercaire no te haya reconocido!
—Ni siquiera yo me reconocería —gruñó el inspector Van Thian, sacando el arma de servicio oculta en el hueco de sus delgados muslos.
Añadió:
—Palabra, chiquillo, es como si me hubiera convertido en mi propia viuda.
Despojado de los atributos de la viuda Ho (era tan escrupuloso que llevaba incluso dos pechos de látex, planos como un bistec ablandado con la tajadera), el inspector Van Thian era un pasma delgado, viejo y con depresión crónica. Abrió un frasco rosado de Tranxène, propulsó dos cápsulas hasta la palma de su mano y las hizo pasar ayudándose con el vaso de bourbon que Pastor le tendía.
—Todas mis úlceras han despertado de golpe.
El inspector Van Thian cayó sentado en una silla frente a su joven colega Pastor. Pastor recuperó el vaso, lo llenó de agua, echó dos comprimidos de aspirina efervescente, lo puso sobre la mesa y también se sentó. Los dos hombres, con el mentón en sus dedos cruzados, contemplaron en silencio el burbujeante vals. Cuando el viejo Thian se hubo zampado la aspirina, dijo:
—Esta noche he creído que iba a echar mano a dos.
—¿Dos chiquillos? —preguntó Pastor.
—Algo así. Simon el Cabileño y Mo el Mossi. Son trileros por cuenta de Hadouch Ben Tayeb. Entre los dos no deben sumar los cuarenta tacos. Comparados conmigo, unos mocosos. Pero por lo que se refiere a la vida, han bailado ya lo suyo, créeme.
A Pastor le gustaban esas horas nocturnas en las que el inspector Van Thian abandonaba las alturas de Belleville para mecanografiar sus informes en jefatura. Por una razón que Pastor no se explicaba, la presencia del viejo Thian le recordaba la del Consejero, tal vez porque Thian le contaba historias (las tribulaciones de la viuda Ho) como hacía el Consejero cuando Pastor era niño. O la edad, sencillamente... La cercanía de la edad provecta.
—Escúchame bien, chiquillo, me han sorprendido en el cajero automático del Faubourg du Temple con la avenida Parmentier. ¿Te lo imaginas? Un mossi de acero y un cabileño de cemento contra la pequeña viuda Ho. Les he hecho ventear casi trescientos talegos. He perdido incluso, voluntariamente, un billete. ¿Y sabes qué? Pues bien, Mo el Mossi me ha seguido trotando para... devolvérmelo. Bueno, me he dicho, será más tarde, quieren limpiármelo todo, sin riesgos, en algún rincón cómodo, el metro por ejemplo. Vaya por el metro. Bajan conmigo, susurrándome auténticos horrores con risitas gilipollas, como que me abrasarán las mollejas, me retorcerán las tetas, en fin, ya ves de qué va la cosa... Me obligan a subir a un vagón vacío, me emparedan entre ambos y, en vez de aliviarme del paquete, siguen recitándome su catálogo de chinerías. Transbordamos en République y nos dirigimos hacia Italie. (Les había dicho que iba a ver a mi nuera que acababa de parir.) Y la cosa continúa viento en popa, hasta el punto de que he pensado que querían, además, follarse a mi nuera y dejarme frita en su catre. Resultado, ¡nanay! Me han acompañado hasta el pie del edificio donde está la choza de mi supuesta nuera y se han largado cuando me disponía a subir al ascensor, así, sin avisar.

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