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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

El Hada Carabina (3 page)

—No es mala idea, Bertholet. Que me los corten si ese ovillo de lana logra que Chabralle se desmorone.

 

Trescientos metros más abajo. En la esquina del Faubourg du Temple y de la avenida Parmentier, una minúscula vietnamita tecleaba en las abiertas fauces de un cajero automático. Calcetines de lana y chanclos de madera, se había puesto de puntillas. Eran las ocho y quince; su imagen acababa de injertarse en todas las pantallas del hexágono. Planteaba en los oídos de cada hogar la angustiosa pregunta de este fin de siglo:
—¿Potegelnos?
Sin embargo, ella misma hacía que el piano de los billetes escupiera al máximo, en plena noche ciudadana, sin tomar la menor precaución.
No oyó al negro alto y al pequeño pelirrojo, puro Cabilia, que se acercaban. Apenas advirtió el perfume de canela del primero y el aliento mentolado del otro. Aquello produjo un pequeño torbellino en las fauces de la máquina. Había un tercer olor: el olor impaciente de la juventud. Sudor vivo pese al frío. Habían corrido. La mujer no se volvió. Los billetes se amontonaban ante ella. Al llegar a dos mil ochocientos, la máquina pidió perdón por no poder dar más. La anciana tomó a manos llenas los billetes y se los embolsó, en un manojo, por la abertura de su vestido thai. Uno de ellos aprovechó para escapar y pasó revoloteando ante las narices del pelirrojo. Pero el pie derecho del alto negro lo abatió brutalmente contra la acera. Fin de la fuga. Entretanto, la anciana había recuperado su tarjeta de crédito y se dirigía hacia el metro Goncourt. Había apartado con dulzura a los jóvenes. Todas las flechas de las ballestas mois se habrían quebrado contra los abdominales del negro, y el cabileño era más ancho que alto. Pero ella se había escurrido sin temor entre ambos adolescentes y caminaba, apacible, hacia el metro.
—¡Eh, abuela!
El negro la alcanzó de dos zancadas.
—¡Pierdes la pasta, mamasita!
Era un gran mossi, de la tercera generación bellevillense. Le blandía los doscientos francos ante las narices. Ella se los embolsó sin prisa, dio cortésmente las gracias y prosiguió su camino.
—¿No te acojona sacar semejante fortuna a nuestro lado?
El pelirrojo los había alcanzado. Dos incisivos separados le daban una sonrisa más ancha que él mismo.
—¿No lees los periódicos? ¿No sabes lo que nosotros, los drogatas, os hacemos a vosotros, los vejestorios?
Por entre sus separados incisivos soplaba el viento del Profeta.
—¿Vegestolios? —preguntó la anciana—. No complendel vegestolios...
—Los matusalenes, vamos —tradujo el negro alto.
—Todo lo que inventamos para mangaros la guita, ¿no estás al corriente?
—Sólo este mes, en Belleville, nos hemos cargado a tres.
—Os asamos las mollejas al Marlboro, os metemos las tenazas en las tetas, os taladramos los dedos, uno a uno, hasta que cantáis el código secreto y, luego, os cortamos en dos, a esta altura.
El gran pulgar del pelirrojo describió un arco en la base de su cuello.
—Tenemos un especialista —precisó el gran mossi.
Ahora estaban bajando los peldaños del metro.
—¿Vas a París? —preguntó el pelirrojo.
—Vel a mi nuela —respondió la vieja.
—¿Y tomas el metro con toda esa pasta encima?
El brazo diestro del pelirrojo se posó como un chal en los hombros de la anciana.
—Acaba nacel nene —explicó ella, radiante—, ¡mucho legalo!
Un convoy entró al mismo tiempo que ellos en el antro naturalista de los hermanos Goncourt.
—Te acompañamos —decidió el gran mossi.
Con seco gesto hizo saltar el pestillo de una puerta que se abrió siseando.
—No vayas a tener un mal encuentro.
El vagón estaba vacío. Los tres subieron.
4

 

«Mientras, en casa de los Malaussène», como dicen en los tebeos belgas de mi hermano Jérémy, los abuelos y los niños han comido, han quitado la mesa, se han pulido la vajilla, han hecho sus abluciones, se han puesto los pijamas y, ahora, están sentados en sus catres superpuestos, con las pantuflas colgando en el vacío y los ojos desorbitados. Pues la cosita esférica que gira a todo trapo silbando malignamente por el suelo de la habitación les hiela, literalmente, la sangre. Es negra, es compacta, es pesada y gira sobre sí misma, a vertiginosa velocidad, escupiendo como un nido de víboras. Soy de la opinión de que si el chirimbolo estalla, toda la familia saltará con él. Encontrarán pedazos de picadillo y de catres metálicos desde Nation a Buttes Chaumont.
Pero no es eso lo que me fascina, ni el congelado terror de los mocosos y los vejestorios; lo que me los pone por corbata es el rostro del viejo Risson, el que está contando, con la mirada fija, la voz cavernosa, sin el menor gesto, más concentrado que la carga explosiva de esa peonza maléfica. El viejo Risson cuenta todas las noches a la misma hora, y en cuanto abre la boca todo se hace más real que lo real. En el mismo instante en que se pone en medio de la habitación, sentado muy erguido en su taburete, con la mirada llameante, aureolado por su increíble melena blanca, las camas, las pantuflas, los pijamas y las paredes del tugurio se hacen inconcebibles en el más alto grado. Ya nada existe salvo lo que está contando a los niños y a los abuelos: de momento, esa masa negra que gira a sus pies prometiéndoles la muerte dispersora. Es un obús francés, disparado el 7 de septiembre de 1812 en la batalla de Borodino (una carnicería de narices, donde batallones de hadas transformaron en flores a batallones de tipos). El obús ha caído a los pies del príncipe Andrei Bolkonski, que se mantiene allí, de pie, indeciso, dando ejemplo a sus hombres mientras su ordenanza se arroja de narices en el lodo. El príncipe Andrei se pregunta si es la muerte lo que gira ante sus ojos, y el viejo Risson, que ha leído
Guerra y paz
hasta el final, sabe perfectamente que es la muerte. Pero prolonga el placer en la penumbra de la habitación, donde sólo dejan encendida una pequeña lámpara de pie, cubierta de cachemira por Clara, y que difunde a ras de suelo una luz de oro viejo.

 

Antes de que el viejo Risson estuviera con nosotros, era yo, Benjamin Malaussène, el indispensable hermano mayor, quien les servía a los mocosos su rebanada de ficción prenocturna. Todas las noches y desde siempre: «Benjamin, cuéntanos una historia». Me creía el mejor en ese papel. Yo era mejor que la tele en una época en que la tele era ya mejor que todo. Y luego apareció Risson. (Aparece siempre, antes o después, el gallito que se carga al gallito...) Sólo necesitó una sesión para ponerme a la altura de la linterna mágica y atribuirse la dimensión cinemascope-panavision-sensorrounding con temblores y todo lo demás. Y no les suelta a los niños la colección infantil Harlequin, sino las más ambiciosas cimas de la literatura, inmensas novelas conservadas, vivitas y coleando, en su memoria de librero apasionado. Las resucita con sus menores detalles ante un auditorio metamorfoseado en un único y gigantesco oído.
No lamento haber sido difuminado por Risson. En primer lugar, comenzaba a estar falto de saliva y a mirar de reojo los televisores de segunda mano; y luego, esos alucinados relatos han salvado definitivamente a Risson de la droga. Ha recuperado su cerebro, su juventud, su pasión, su única razón de vivir.

 

¡De hecho se salvó por un jodido milagro! Los cabellos de mi alma se erizan todavía cuando recuerdo su primera aparición en nuestra casa.
Fue un anochecer, hace ahora un mes. Yo aguardaba la visita de Julie que nos había prometido un nuevo abuelo. Estábamos todos sentados a la mesa. Clara y yayo Riñón nos habían preparado unas codornices cebadas como los mocosos de Gilles de Rais. Con los tenedores y los cuchillos levantados, estábamos acabando con ellas, desnudas en sus lechos, cuando de pronto: «¡Ring!».
—¡Es Julia! —exclamo.
Y mi corazón salta solo hacia la puerta.
Era, en efecto, mi Corrençon, su pelo, sus volúmenes, su sonrisa y todo lo demás. Pero tras ella... Tras ella, el vejestorio más destrozado que nunca hubiera introducido aquí. Debía de ser más bien alto, pero se había encorvado tanto que ya no tenía talla. Debía de ser más bien apuesto, pero si los muertos tienen color, la piel del tipo era de ese color. Una piel despegada en la que flotaba un esqueleto agudísimo. Cada gesto formaba un ángulo que amenazaba con perforarla. El pelo, los dientes, las uñas y el blanco de los ojos eran amarillos. No había ya labios. Pero lo más impresionante era que, en el interior de aquel armazón y en el fondo de aquella mirada, se advertía una vitalidad horrible, algo decididamente irrompible, la imagen misma de la muerte viviente que despierta la gazuza de heroína en los drogatas con el mono. ¡Drácula en persona!
Julius el Perro se había largado, gruñendo, para esconderse bajo un catre. Cuchillos y tenedores habían caído de nuestras manos y, en los platos, a las codornices se les había puesto la carne de gallina.
Fue, por fin, Thérèse la que salvó la situación. Se levantó, tomó al desenterrado de la mano y lo llevó hasta su mesita, donde comenzó inmediatamente a fabricarle un porvenir, como había hecho con los otros tres abuelos.
Yo llevé a Julie hasta mi habitación y le representé la escena del furor susurrado.
—¿No te faltará un tornillo? ¡Traernos a un tipo en semejante estado! ¿Quieres que reviente aquí? ¿Te parece que mi vida es demasiado fácil?
Julie tiene un don. El don de las preguntas que me destrozan. Preguntó:
—¿No lo has reconocido?
—Ah, se supone que lo conozco...
—Es Risson.
—¿Risson?
—Risson, el antiguo librero del Almacén.
El Almacén era la empresa que me empleaba antes de Ediciones del Talión. Desempeñaba allí el mismo papel de chivo expiatorio y logré que me despidieran después de que Julie publicara en su periódico un gran artículo sobre la naturaleza de mi curro. Había allí, en efecto, un anciano librero, erguido, de cabeza blanca, espléndido, loco por la literatura, pero con una nostalgia salvajemente nazipollas. ¿Risson? Recuperé la imagen del viejecito arruinado que acababa de soltarnos, y la comparé... ¿Risson? Tal vez.
Entonces, dije:
—Risson es un viejo de mierda, su cerebro ha estado adobándose en la mierda, no puedo encargarme de él.
—¿Y los demás abuelos? —preguntó Julie sin echarse atrás.
—¿Qué pasa con los demás?
—¿Qué sabes tú de su pasado, de lo que eran hace cuarenta años? Peluca, por ejemplo, ¿no sería tal vez un chivato de la Gestapo? Un peluquero se entera de todo, ¿no? Y habla pues... ¿Y Verdún? Quedó vivito y coleando al finalizar la Última, ¿no se escondería, por casualidad, detrás de sus colegas? ¿Y te imaginas a Riñón, carnicero en Argelia? «El carnicero de Tlemcen», sonaría bastante bien como firma de una matanza...
Mientras murmuraba, comenzaba a soltar nuestros primeros botones y su rugido de las sábanas penetraba directamente en el terciopelo de mi oído.
—No, créeme, Benjamin, mejor no examinar a nadie; la prescripción tiene cosas buenas.
—¡Y una mierda, prescripción! Recuerdo al pie de la letra mi última conversación con el viejo Risson: tiene una cruz gamada por corazón.
—¿Y qué?
(La primera vez que la vi, Julie robaba una prenda en el departamento de jerséis del Almacén. Sus dedos corrían por sí solos, y su mano aspiraba. Decidí ipso flauta convertirme en el jersey de Julie.)
—Benjamin, lo importante no es saber qué ha hecho o pensado un Risson cuando su cerebro estaba en buen estado, sino combatir a los cabrones que transformaron ese cerebro en aceite viejo de automóvil.
No sé cómo lo hizo, pero la última frase fue ya pronunciada entre las sábanas, y creo que no quedaba ya ni el menor trapito en el sector. Sin embargo, no abandonaba el tema.
—¿Sabes por qué Risson ha despegado así?
—Me importa un huevo.
Era cierto. No me importaba. Y no en nombre de una ética antirrissoniana, sino porque las tetas de Julie son el lecho de mi corazón. De todos modos, ella quiso explicarme mientras yo me servía. Y con sus dedos en mis cabellos, me contó la aventura de Risson.

 

 

 

TRAGEDIA EN 5 ACTOS

 

Acto I
: Cuando me despidieron del Almacén, el año pasado, después del artículo de Julie, la Inspección de Trabajo se echó encima de la dirección. Quería saber cómo era una empresa que empleaba a un chivo expiatorio encargado de pasar la esponja por los follones berreando como un ternero ante los clientes protestones. Y la señora Inspección encontró un montón de cosas. Entre otras, un Risson que mantenía su librería en negro cuando hubiera debido estar jubilado desde hacía diez buenos años. Mutis de Risson. Fin del primer acto.
Acto II
: Emparedado, solo en el mundo entre las paredes de su pequeño apartamento de la calle Broca, Risson se acuesta y se deprime. La clase de aprendiz de cadáver que los vecinos de olfato fino suelen encontrar seis meses más tarde, en su catre, hechos mermelada podrida... Pero una mañana...
Acto III
: Dios es bondadoso, Risson ve llegar a su casa una muchacha, muy joven, para cuidarlo y hacer las tareas domésticas, según dice como un regalo de la Municipalidad. Una morenita de ojos azules. Vivaracha como un hurón y dulce como un sueño de mujer. ¡Oh alegría! ¡Oh postrer idilio! La mocita mima a Risson, le da marcha, y le suelta toneladas de inconfesables medicamentos para curar sus languideces.
Acto IV
: Risson se gasta hasta el último céntimo para comprar cada vez más bombones mágicos, pasa con toda naturalidad de la píldora al pinchazo, pierde pie, seniliza a todo trapo y, cierta mañana, muy eufórico tras una buena lavativa intravenosa, se empelota en pleno mercado de Port-Royal. ¡Revuelo de los hortelanos ante el striptease de Matusalén!
Acto V
: Policía, internamiento forzoso en Sainte-Anne, ése hubiera debido ser el final lógico de esta horrendez. Pero Julie le pisaba los talones a la morenita desde hacía ya algún tiempo, decidida a librar a Risson de sus zarpas en forma de jeringa. De modo que cuando el viejo hace su
happening
entre frutas y verduras, Julia, que lo seguía, le pone su abrigo en los hombros (de estupendo cuero negro, reluciente como la capota de un Buick), lo mete en un taxi y, tras dos días y dos noches de sueño forzoso, nos lo trae aquí, a la casa Malaussène, como a los otros tres abuelos, con fines desintoxicacionistas.

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