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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

El Hada Carabina (2 page)

—Has hecho otro borrón, Verdún...
Es tan desgarrador que el ex seminarista Stojilkovitch, ex revolucionario, ex vencedor de los ejércitos Vlassov y de la hidra nazi, que Stojil, conductor ahora de un autobús para turistas CCCP, y para ancianas sólo los sábados y los domingos, que Stojil, como decía, se aclara la garganta y gruñe:
—Si Dios existe, espero que tenga una buena excusa.

 

Pero la que se encarga del trabajo gordo en esa hora crítica del anochecer es mi hermana Thérèse.
Actualmente, en su rincón de bruja, Thérèse remienda la moral de yayo Mediasuela. El viejo Mediasuela no se encama en casa. Es el antiguo zapatero de nuestra calle de la Folie-Régnault. Tiene su domicilio justo al lado del nuestro. Nunca ha caído. Con él, es cosa de prevención. Es viejo, es viudo, no tiene hijos, la jubilación lo hace polvo: es una presa ideal para los de la jeringa. Un instante de descuido y el viejo Mediasuela estará tan pinchado como un blanco de concurso. Tras cincuenta años de currar entre zapatos, olvidado por todo el mundo, Mediasuela pasea por el fondo de su depre. Afortunadamente, Jérémy dio la señal de alarma. «¡Alerta!» Y Jérémy envió inmediatamente al Alcalde de Alcaldes un papelucho donde solicitaba (imitando perfectamente la temblorosa escritura de Mediasuela) la Medalla de la Ciudad como recompensa por cincuenta años de trabajo en el mismo tugurio. (Sí, en París te condecoran por eso.) ¡Qué alegría la de Mediasuela cuando el Alcalde de Alcaldes respondió OK! El Alcalde de Alcaldes en persona recordaba al viejo Mediasuela. ¡Mediasuela tenía un cuchitril en la memoria del Alcalde de Alcaldes! Mediasuela era uno de los sagrados adoquines de París. ¡Oh Gloria! ¡Oh Felicidad!
No obstante, esta noche, en vísperas del gran día, Mediasuela las pasa canutas. Tiene miedo de no estar a la altura durante la ceremonia.
—Todo irá bien —asegura Thérèse manteniendo la mano abierta del anciano ante ella.
—¿Estás segura de que no voy a hacer tonterías?
—Como se lo digo. ¿Acaso me he equivocado alguna vez?
Mi hermana Thérèse es rígida como el Saber. Tiene la piel seca, un largo cuerpo huesudo y la voz pedagoga. Es el grado cero del encanto. Trafica con una magia que yo repruebo y, sin embargo, no me canso de verla operar. Cada vez que un viejo se planta en casa, absolutamente hecho unos zorros en su interior, convencido de no ser ya nada incluso antes de haber muerto, Thérèse se lo lleva a su rincón, toma autoritariamente la vieja mano entre las suyas, despliega uno a uno los oxidados dedos, alisa largo rato la palma, como se hace con las hojas arrugadas, y, cuando siente aquella zarpa perfectamente relajada (¡manos que no se han abierto realmente desde hace años!), Thérèse comienza a hablar. No sonríe, no halaga, se limita a «hablarles del porvenir». Y es la cosa más increíble que podía sucederles: ¡el Porvenir! Las tropas astrales de Thérèse actúan de buena gana: Saturno, Apolo, Venus, Júpiter y Mercurio organizan pequeños encuentros sentimentales, elaboran minuciosamente éxitos de última hora, abren perspectivas; en resumen, devuelven prestancia a los viejos esqueletos, demostrándoles que todavía queda hilo en el ovillo. Y siempre sale un jovencito de las manos de Thérèse. Clara saca entonces su aparato fotográfico para fijar la metamorfosis. Y las fotos de esos recién nacidos adornan las paredes de nuestro apartamento. Sí, mi Thérèse de edad indefinida es una fuente de juventud.
—¡Una mujer! ¿Estás segura? —exclama el viejo Mediasuela.
—Joven, morena y con los ojos azules —precisa Thérèse.
Mediasuela se vuelve hacia nosotros con una sonrisa de tres mil vatios.
—¿Lo oís? Thérèse dice que mañana, cuando me entreguen la medalla, conoceré a una preciosidad que transformará mi vida.
—No sólo su vida —rectifica Thérèse—, transformará la vida de todos nosotros.

 

De buena gana me demoraría en la inquietud que se adivina en la voz de Thérèse si el teléfono no comenzara a sonar y yo no reconociera a Louna, mi tercera hermana, al otro extremo del hilo:
—¿Y?
Desde que mamá está preñada (por séptima vez, y por séptima vez de padre desconocido), Louna ya no dice: «¿Sí?», dice: «¿Y?».
—¿Y?
Lanzo una furtiva ojeada a mamá. Está sentada en su sillón, por debajo de su vientre, inmóvil y serena.
—Y nada.
—Pero ¿qué coño espera ese crío, joder?
—La enfermera diplomada eres tú, Louna, no yo.
—¡Pero pronto hará diez meses, Ben!
Cierto es que el pequeño séptimo está ya muy caducado.
—Tal vez tenga la tele dentro, vea el mundo tal cual es y no tenga prisa por salir.
Fuerte risa de Louna. Sigue preguntando:
—¿Y los abuelos?
—Marea baja.
—Laurent dice que puedes doblar el Valium si es necesario.
(Laurent es el marido matasanos de la hermana enfermera. Cada noche, me pegan un telefonazo a la misma hora. Parte meteorológico del alma.)
—Louna, ya le dije a Laurent que, en adelante, su Valium somos nosotros.
—Como quieras, Ben, tú llevas el timón.

 

Apenas he colgado cuando el charlófono, como el cartero (o el tren, ya no me acuerdo), llama por segunda vez.
—¿Me toma usted el pelo, Malaussène?
Jobar, reconozco a esta cigarra furibunda. Es la reina Zabo, suma sacerdotisa de las Ediciones del Talión, mi patrona.
—¡Hace dos días que debería estar trabajando!
Absolutamente cierto. Debido a esta historia de abuelos drogatas, le saqué a la reina Zabo dos meses de vacaciones con el pretexto de una hepatitis vírica.
—Ha hecho bien en llamar, Majestad —le digo—, precisamente iba a pedirle una prolongación de un mes.
—Ni hablar del peluquín, lo espero mañana a las ocho en punto.
—¿A las ocho de la mañana? ¡Se levanta usted muy pronto para esperar todo un mes!
—No esperaré un mes. Si no está usted aquí mañana a las ocho, se encontrará en el paro.
—No hará una cosa así.
—¡Ah! ¿No? ¿Se considera tan indispensable, Malaussène?
—En absoluto. En las Ediciones del Talión sólo usted es irreemplazable, Majestad. Pero si me da usted con la puerta en las narices, me veré obligado a poner a mis hermanas a hacer la carrera, y también a mi hermano menor, un niño adorable que lleva gafas rosadas. Una falta moral que usted no se perdonaría.
Me ofrece su carcajada. (Una risa amenazadora como un escape de gas.) Luego, sin transición:
—Malaussène, le contraté como chivo expiatorio. Le pagan para recibir broncas por mí. Me hace usted mucha falta.
(Chivo, sí, ése es mi curro. Oficialmente «Director literario», pero en realidad: chivo.)
Prosigue, brutal:
—¿Por qué quiere usted esa propina?
De una ojeada, abarco a Clara, tras sus fogones, al Pequeño, en la mano de Verdún, a Jérémy, a Thérèse, a los abuelos y a mamá, que reina sobre todo ello, a mamá, lisa y fosforescente como las vírgenes ahítas de los maestros italianos.
—Digamos que mi familia me necesita, especialmente, en estos momentos.
—¿Qué tipo de familia tiene usted, Malaussène?
Tendido a los pies de mamá, Julius el Perro, con su lengua colgante, representa bastante bien el buey y la mula. En sus hermosos marcos, las fotografías de los abuelos parecen apostar por el porvenir: ¡auténticos reyes magos!
—Del tipo Sagrada Familia, Majestad...
Hay un breve silencio al otro lado del hilo, luego, la voz chirriante:
Le concedo quince días, y ni un minuto más.
Una pausa.
—Pero escúcheme bien, Malaussène: ¡no se imagine que deja de ser chivo expiatorio porque se toma unas vacaciones! Usted es chivo hasta el tuétano de sus huesos. Mire, si en este momento están buscando al responsable de una gran tontería en la ciudad, tiene usted todas las posibilidades de ser el elegido.
3

 

Precisamente, de pie en la ciudad, petrificado en su abrigo de cuero a menos de doce grados nocturnos, con los ojos clavados en el cadáver de Vanini, el comisario de división Cercaire buscaba un responsable.
—¡Destrozaré a quien lo haya hecho!
Pálido dolor en torno a sus mostachos negros, era por completo la clase de pasma capaz de pronunciar este tipo de frases.
—¡A quien lo haya hecho, lo destrozaré!
(Y de repetirla invertida, con los ojos clavados en su reflejo, ante el oscuro espejo del hielo.)
A sus pies, el agente uniformado que trazaba con yeso la silueta de Vanini en mitad del cruce se lamentaba como un chiquillo:
—Joder, Cercaire, ¡se me resbala en el hielo!
Cercaire era también la clase de pasma que se hacía llamar por su apellido. No «jefe». Y menos todavía «señor comisario». El apellido, directamente: «Cercaire». A Cercaire le gustaba su apellido.
—Usa eso.
Le tendió una navaja que el agente utilizó como punzón para hielo antes de dibujarle a Vanini su traje de asfalto. La cabeza del rubiales parecía, realmente, una flor abierta: roja en el centro, pétalos amarillos, y cierto desorden, bermellón también, en la periferia.
El agente vaciló un momento.
—El trazo, lo más ancho posible —ordenó Cercaire.
Mantenidas a distancia por el cordón azul policial, todas las miradas del barrio seguían el trabajo del de la tiza. Diríase que iban a llover las monedas.
—Y ni un solo testigo, ¿no es cierto?
El comisario Cercaire había hecho la pregunta con voz sonora.
—Sólo espectadores.
Silencio. Pequeña multitud enguatada, con aliento de algodón hidrófilo. Friolento ovillo de lana de los Pirineos que apenas se entreabrió para que pasara la cámara de la tele.
—¡Ese muchacho ha muerto por usted, señora!
Cercaire acababa de dirigirse a una vietnamita de primera fila, una minúscula anciana, muy erguida en su vestido thai, con gruesos calcetines de jesuita metidos en unos chanclos de madera. La vieja le lanzó una mirada incrédula y, luego, advirtiendo que el coloso le dirigía realmente la palabra, asintió con gravedad:
—¡Ela muy goven!
—Sí, los admiten muy jóvenes para protegerlas.
Cercaire sentía el cacharro televisivo lamiéndole el rostro. Pero era un pasma capaz de ignorar el objetivo.
—¿Potegelnos? —preguntó la anciana.
Dentro de un cuarto de hora, en el telediario, su largo rostro atento y escéptico recordaría el de Ho Chi Minh a los telespectadores más enterados.
—Eso es, ¡para protegerlas!, a todas sin excepción, a todas las señoras de este barrio. Para que puedan vivir con seguridad. SE-GU-RI-DAD, ¿comprende usted?
Y de pronto, de cara a la cámara, con un sollozo atascado en su voz, el comisario de división Cercaire declaró:
—Era el mejor de mis hombres.
El cámara fue devorado ipso flauta por el coche de producción, que desapareció tras derrapar. La muchedumbre regresó a sus locales, y fue de nuevo la soledad de la pasma en la ciudad. Sólo la vietnamita permanecía plantada allí, con su pensativa mirada posada en el cadáver de Vanini, que cargaban en la ambulancia.
—Bueno —preguntó Cercaire—, ¿no va usted a verse, como todo el mundo, por la tele? ¡El telediario es dentro de diez minutos!
Ella negó con la cabeza.
—¡Yo bago a Palís!
Decía «bajar a París» por oposición a Belleville, como los más antiguos habitantes del barrio.
—¡La vamilia! —precisó con una sonrisa descarnada.
Cercaire la soltó tan deprisa como se había interesado por ella. Chasqueó los dedos para reclamar el cuchillo que el pequeño pasma uniformado se había embolsado y, luego, ladró:
—¡Bertholet! ¡Me pones al diez, al once y al veinte a trabajar en el asunto! Que hagan un buen peinado y me lleven todo lo que encuentren a Jefatura.
Desde lo alto de su congelado esqueleto, el inspector Bertholet entrevió una noche consagrada a despertar a un ejército de parpadeantes sospechosos.
—Será mucha gente...
Cercaire desdeñó la objeción metiéndose la navaja en el bolsillo.
—Siempre resulta demasiada gente antes de dar con el bueno.
No apartaba los ojos de la luz giratoria de la ambulancia que se llevaba a Vanini. El gran Bertholet se sopló en los dedos.
—Y además, tenemos que acabar con el interrogatorio de Chabralle...
Inmóvil en su cuero, Cercaire jugaba al monumento, en el lugar donde había caído Vanini.
—Quiero al cabrón que lo ha hecho.
Se tragaba unas lágrimas de piedra. Hablaba con el calmo dolor de los jefes.
—¡Rediós, Cercaire! La detención de Chabralle termina a las ocho. ¿Quieres que se largue?
La voz del gran Bertholet había subido medio tono. Con el tiempo que hacía que el equipo trasteaba a Chabralle, la idea de ver a aquel asesino largándose al amanecer le minaba la moral. ¡Chabralle tomándose un café con leche y una pasta, no!
—Chabralle nos lleva de cráneo desde hace casi cuarenta horas —dijo Cercaire sin volverse—, no se derrumbará en el último momento. Mejor será liberarlo enseguida.
Nada que hacer. Había venganza en el ambiente. Bertholet capituló. Sin embargo, hizo una sugerencia.
—¿Y si recurriéramos a Pastor, para que se trabajara a Chabralle?
—¿Al Pastor del comisario Coudrier?
Esta vez, Cercaire se había vuelto por completo. En un abrir y cerrar de ojos imaginó la confrontación Chabralle-Pastor. Chabralle, asesino entre los asesinos, con su piel de cocodrilo, y el angélico Pastor, el marquesito del comisario Coudrier flotando en los jerséis siempre demasiado anchos que le tejía su madre. ¡Chabralle contra Pastor! ¡La propuesta de Bertholet era una gran idea! Acurrucado tras su dolor, Cercaire se tronchaba francamente. Hacía un año entero que los comisarios Cercaire y Coudrier utilizaban, uno contra otro, a sus dos retoños, Pastor y Vanini. Vanini, el pequeño genio antidisturbios, y Pastor, el superdotado del interrogatorio... De creer a Coudrier, Pastor podía lograr que confesara un mausoleo. Vanini era de acero templado y Vanini estaba muerto. Era hora ya de eliminar a Pastor, el Principito de Coudrier... simbólicamente, al menos.

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