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Authors: Jean-Jacques Rousseau

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El contrato social (3 page)

Conviene recordar que si en el CONTRATO dice Rousseau ignorar cómo se ha operado históricamente el paso del estado de naturaleza al estado civil, siete años antes, en su
Discurso sobre el origen de la desigualdad
… ha esbozado un hipotético esquema de cómo se ha producido ese cambio. Y allí se fundamenta históricamente la formación del estado civil en la necesidad de afirmar la propiedad, transformándola en norma de derecho: «El primero que habiendo cercado un terreno se ocupó de decir
esto es mío
, y encontró gentes lo bastante simples para creerlo, fue el verdadero fundador de la sociedad civil». Esta idea, que por otra parte tiene un relativo precedente en los
Pensamientos
de Pascal, es ampliamente desarrollada. Y el
Discurso
concluye que si la desigualdad apenas existía en el estado de naturaleza «[…] se hace por fin estable y legítima mediante el establecimiento de la propiedad y de las leyes».

Sabemos que esa visión pesimista es la que intentó superar Rousseau escribiendo el CONTRATO SOCIAL. Para ello renuncia a la explicación histórica y opta por la política y moral. Pero tiene siempre conciencia de que la igualdad jurídica no lo es todo; recordemos una nota suya al capítulo IX del libro I donde dice: «Bajo los malos gobiernos esta igualdad es exclusivamente aparente e ilusoria; sólo sirve para mantener al pobre en su miseria y al rico en su usurpación. De hecho, las leyes son siempre útiles para los que poseen algo y perjudiciales para los que no tienen nada». Quiere decir, como se desprende en el contexto, que son útiles a aquellos que más poseen, que poseen demasiado. Así, Rousseau no podrá ser nunca el ideólogo de la «democracia» censataria El estricto liberalismo, para el que el Estado no es sino la garantía de los derechos de libertad y de propiedad anteriores al pacto social —anclados en una concepción estrictamente iusnaturalista— está representado por Locke. Pero con razón se ha dicho que Rousseau (al contrario de su interpretación por los liberales decimonónicos) representa un punto de ruptura en la concepción clásica iusnaturalista.

Esta reinterpretación roussoniana —que debe mucho a los italianos Humberto Cerroni y Galvano Della Volpe— es otra de las razones que reactualizan la obra de Jean-Jacques. Según este punto de vista, Rousseau abre en cierto modo la crisis del iusnaturalismo, puesto que no concede el primado a unos derechos individuales anteriores al pacto, sino a la creación de una nueva asociación política
orgánica
, de la que van a partir los nuevos derechos que se tienen no como individuos en sí, sino como miembros de la comunidad. El tema central de Rousseau no es la garantía de esos derechos, sino el ejercicio directo y continuado de la soberanía popular. Lo que Rousseau ha captado como esencia es la realidad del consenso confirmado posterior y cotidianamente, que es razón y soporte de la sociedad civil. En palabras de Cerroni, «en Rousseau la soberanía profundiza en sus raíces políticas afrontando la construcción no ya de un estado custodio de los derechos individuales, sino la de un Estado que realiza la comunidad popular, la de un
yo común
». «No se trata para Rousseau de garantizar la esfera individual como tal por medio del Estado (con lo cual Cerroni se opone a su compatriota Del Vecchio, que sólo veía esa función en el pacto social), sino de resolver la individualidad y el carácter privado en una comunidad pública en la que todos actúan como iguales, articulada por la directa participación de los individuos».

Rousseau escribe a mediados del siglo XVIII en una encrucijada decisiva de la historia del mundo. Si por una parte está inevitablemente condicionado por él, por otra va y ve más allá que los ideólogos de una burguesía —sobre todo comercial y de negocios— ante todo apetente del poder, que se presenta entonces como clase hegemónica nacional. De ahí sus contradicciones; por un lado, la preocupación, cara al Derecho natural, de que el individuo, aun después del pacto, no obedezca sino a sí mismo (lo que no deja de ser una ficción jurídica y moralista); por otra, la consecuencia a que se llega de crear un cuerpo nuevo, del que emana la soberanía y, por consiguiente, los derechos de la persona como miembro de la comunidad, como partícipe en la formación de la voluntad general.

Rousseau llega a captar la contradicción política del mundo moderno y contemporáneo, el problema de la conjunción de igualdad y libertad (ésta no existe sin aquélla), el de la fundamentación de las decisiones del cuerpo político, en suma, la legitimidad democrática mediante el consenso, y esto con un criterio de participación activa. En cambio, la contradicción realsociológica, no llegó a ser enteramente captada por él, el gran tema de cómo la contradicción política no puede desglosarse, en su aspecto funcional, de la contradicción socioreal. De ahí su tendencia al utopismo moralizante; tendencia que no es unívoca y que se contradice no sólo en el
Discurso sobre el origen de la desigualdad
…, sino también en numerosos pasajes del CONTRATO: el grave riesgo que la desigualdad económica supone para la comunidad política (visto en la óptica eticista, de ricos y pobres, más que en la científica de relaciones de producción), el total escepticismo sobre la verdadera democracia (libro III, cap. IV), donde llega a decir que «si hubiese un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Mas un gobierno tan perfecto no es propio para los hombres». ¿Qué significa esto? Significa, a mi entender, que Rousseau es menos utópico de lo que pudiera creerse tras una lectura superficial. Ese capítulo es un grito de desesperación al reconocer que la mecánica política exige el establecimiento de numerosas funciones delegadas, lo que a la postre supone un cambio en la administración; que el equipo más restringido que resuelve los asuntos (lo que nosotros llamaríamos «ejercicio cotidiano del poder») acaba naturalmente por tener más autoridad (formación de la élite del personal político). Rousseau tenía la suficiente lucidez para entrever los peligros; pero si reconoce que la democracia no es perfecta, eso no invalida las bases de la legitimidad democrática, con todas las imperfecciones que pueda tener.

Pero no sabríamos cerrar este prefacio sin una referencia a las críticas más contemporáneas recibidas por el CONTRATO SOCIAL y las ideas roussonianas. Dejamos de lado, para no prolongar en exceso estas líneas, las críticas de los adversarios de la Revolución francesa que escriben bajo el impacto de ésta y se obstinan en vincular literalmente la obra de Rousseau con los avatares de la Revolución: se trata de Burke, de Bonald y de tantos otros ideólogos de la Restauración. Nos referimos a otro género de politistas que han abundado después de la segunda guerra mundial. El más renombrado ha sido el norteamericano de origen israelí J. L. Talmon, que en 1952 ha presentado su obra
The Origins of totalitarian democracy
suscitando el tema acariciado por algunos de trazar una línea ininterrumpida que iría desde la Voluntad General del CONTRATO SOCIAL que significaría el aplastamiento de las voluntades individuales, hasta nuestros días. Esta tesis ha gozado de cierta audiencia entre los partidarios de reducir la Revolución francesa a unos simples episodios sin significación social, destacando de ella tan sólo el Terror que, con evidente arbitrariedad, ponen en línea por un lado con Rousseau y por otro con el «gulag» ruso que así se ven sorpresivamente emparentados.

Dejando de un lado lo que esas interpretaciones «fin de siglo» puedan tener de superficial, no es menos cierto que la confusión entre Rousseau y sus posibles epígonos de siglos después parece muy forzada.

Eminentes historiadores y politistas se han ocupado de este debate: así el profesor Jean Touchard en su célebre
Histoire des idées politiques
(1961) recuerda las palabras de Juan Jacobo: «Un pueblo libre obedece, pero no sirve; tiene jefes, pero no amos; obedece a las leyes, pero no obedece más que a las leyes; y es por la fuerza de las leyes por lo que no obedece a los hombres». En suma, el Estado de derecho, expresión antitética del totalitarismo y de todo despotismo. En cuanto a Robert Derathé, ha escrito: «Lo que nunca dijo Rousseau es que la minoría deba someterse a la voluntad de la mayoría ni que sea libre siguiendo un criterio contrario al suyo».

Jacques Julliard, en su polémico libro publicado en 1985 (
La faute à Rousseau
, que puede traducirse por
La culpa es de Rousseau
, título no exento de ironía) hace brillantemente de «abogado del diablo» y se plantea la siguiente cuestión: «antes de preguntarse lo que Rousseau ha querido decir, hay que mencionar brevemente lo que no quiso decir […] Una cosa es segura: el Rousseau histórico, el Rousseau auténtico no tiene mucho que ver con el demócrata revolucionario que hicieron de él los jacobinos, ni con el pensador pretotalitario imaginado por sus adversarios». Y añade más adelante la cita de Rousseau contra las facciones políticas que concluye así: «Cuando una de las asociaciones es tan grande que excede sobre todas las demás […] ya no habrá voluntad general y la opinión que domina no es sino una opinión particular».

Julliard comenta: «¿Cómo los partidarios de la interpretación totalitaria de Rousseau han podido olvidar textos que muestran claramente que había para él algo peor que el régimen de partidos rivales; el del partido único?».

Muy probablemente, lo más importante a tener en cuenta es no incurrir en anacronismos al estudiar la obra de Rousseau. Tal vez por eso merecen señalarse las palabras de uno de los más sólidos «roussoneistas» de nuestros días, el profesor Bronislaw Baczko, de origen polaco y profesor de la Universidad de Ginebra, en su colaboración en la
Nouvelle histoire des idées politiques
(París, 1987, dirigida por Pascal Ory). Baczko se esfuerza por señalar «la originalidad de Rousseau en relación con las ideas políticas de su tiempo: los orígenes y los fundamentos de toda institución política, principalmente del Estado, se remontan necesariamente a la socialización de los hombres que son libres, iguales e independientes por naturaleza. Ningún poder del hombre sobre el hombre es natural ni providencial». Ciertamente, así quedaban echados los cimientos de la secularización política y se minaba «
avant la lettre
» el terreno de la «legitimidad» carismática.

Refiriéndose al proceso de intenciones totalitarias que se ha hecho a Rousseau (Talbot, Popper, etc.) Baczko lo califica de «debate de términos confusos que se hunde fácilmente en el anacronismo al proyectar sobre la obra de Rousseau conceptos, problemas e interrogaciones propios de otra época distinta de la nuestra que no se planteaban ni a él ni a sus contemporáneos».

Por eso la conclusión del profesor Baczko nos parece de lo más atinado: «Comprender el pensamiento de Rousseau significa, en primer lugar, restituirlo a su tiempo. A su manera, con sus dudas y sus ambigüedades, participa en la empresa intelectual y política que representa la invención de la democracia moderna, obra apenas comenzada en el siglo XVIII. Por otra parte Rousseau ha formulado cuestiones cuyo alcance sobrepasa a su época…».

Por donde Baczko continúa la línea de Ernest Cassirer cuando en su célebre
Filosofía de la Ilustración
, escribía hace más de medio siglo: «Rousseau se levanta sobre su inmediato cerco histórico y rebasa el círculo de ideas y pensamiento de la Enciclopedia […] El entusiasmo por la fuerza y la dignidad de la ley es lo que caracteriza la ética y la política de Rousseau y lo que a él le convierte en un predecesor de Kant y Fichte».

Lo que nadie ha superado hasta hoy es la legitimación del Poder propuesta por Rousseau. A la larga, viene a decirnos, no basta con la fuerza para mandar; también es preciso que el pueblo crea en la justicia de esa fuerza que le manda. «Después de todo, la pistola que empuña el bandolero es también un poder», dice criticando la «razón» de la fuerza.

¿Serán acaso las pistolas —o las ametralladoras— la «última ratio»? Eso es lo que jamás admite Rousseau, y por eso, precisamente ha encontrado su teoría más de cuatro enemigos.
La voluntad general
, por imperfecta que sea, evita esa «última ratio». La soberanía popular es irremplazable, es el cimiento universalmente reconocido de la organización y funcionamiento de cualquier Estado; es igualmente reconocido que los hombres nacen y viven libres, que son iguales ante la ley, que sus libertades y derechos son inalienables. Ciertamente, más de dos siglos han sido necesarios para que estos principios tengan la categoría de valores universales, y para ello ha sido necesario superar la intoxicación que suponían las «legitimaciones» que trataron de arrebatar al pueblo sus poderes y al hombre sus derechos.

Y si, siguiendo el ejemplo de don Antonio Machado, hacemos nuestro el proverbio de «Nadie es más que nadie. Porque por mucho que valga un hombre nunca tendrá valor mayor que el de ser hombre», tendremos que reconocer que la
voluntad general
y el respeto de sus decisiones es el único camino para cumplirlo.

Gracias, pues, al solitario pensador de Ginebra. Su libro, publicado en Ámsterdam, en abril de 1762, quemado dos meses después en París y en Ginebra, guarda todo su vigor y puede enseñarnos mucho todavía. El CONTRATO SOCIAL y su autor entraron por el gran portón de la historia de la cultura universal. ¿Quien se acuerda ya de quienes lo condenaron a la hoguera? ¿Quién conoce sus nombres? Como dijo el poeta, murieron «sin recuerdo en los hombres que juzguen el pasado sombrío de la tierra»
[1]
.

MANUEL TUÑÓN DE LARA

Advertencia

Este pequeño tratado es el extracto de otro más extenso emprendido ha tiempo sin haber consultado mis fuerzas, y abandonado hace no poco. De los diversos trozos que se podían entresacar de lo que había terminado, éste es el más importante, y además lo he creído el menos indigno de ser ofrecido al público. Los
demás
no existen ya.

Libro Primero

Quiero averiguar si puede haber en el orden civil alguna regla de administración legítima y segura tomando a los hombres tal como son y las leyes tales como pueden ser. Procuraré aliar siempre, en esta indagación, lo que la ley permite con lo que el interés prescribe, a fin de que la justicia y la utilidad no se hallen separadas.

Entro en materia sin demostrar la importancia de mi asunto. Se me preguntará si soy príncipe o legislador para escribir sobre política. Yo contesto que no, y que por eso mismo es por lo que escribo sobre política. Si fuese príncipe o legislador, no perdería el tiempo en decir lo que es preciso hacer, sino que lo haría o me callaría.

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