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Authors: Jean-Jacques Rousseau

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El contrato social (2 page)

En el libro IV del CONTRATO SOCIAL (cap. II) explica Rousseau: «No hay más que una ley que por su naturaleza exija un consentimiento unánime: el pacto social […]. Fuera de este contrato primitivo la voz del mayor número obliga siempre a todos los demás: es una consecuencia del contrato mismo». El profesor Derahté interpreta el pensamiento de Rousseau diciendo que «si ciertas condiciones se han realizado (que no haya coaliciones en la Asamblea ni asociaciones parciales dentro del Estado) el criterio de la mayoría puede pasar como expresión de la voluntad general.

Es también motivo de reflexión el comentario que hace Rousseau en el capítulo II del libro IV al referirse a la unanimidad de sufragios: «Esto parece menos evidente cuando entran en su constitución (de la Asamblea) dos o más clases sociales, como en Roma los patricios y plebeyos […] pero esta excepción es más aparente que real, porque entonces, a causa del vicio inherente al cuerpo político, hay, por decirlo así, dos Estados en uno; lo que no es verdad de los dos juntos es verdad de cada uno separadamente».

Ciertamente, la teoría política de Rousseau carece de suficiente apoyatura sociológica; no parte de la realidad estructural contradictoria que tiene la sociedad civil; si bien distingue entre ésta y el Estado, no alcanza al hecho de que sólo una parte de la sociedad adquiere la hegemonía de los instrumentos decisorios. Rousseau crea, en cierto modo, una utopía política basada en la
virtud
. El pacto se basa en la
virtud política
, y, según se dice en el capítulo VIH, el paso del estado de naturaleza al estado civil tiene como consecuencia que los instintos sean sustituidos por una moral inspirada en la justicia. Ahí parece que Rousseau ha querido rectificar sus ideas de doce años atrás, en su laureado
Discurso a la Academia de Dijon
(9 de julio de 1750), cuando dice que la civilización ha hecho perder al hombre la virtud, tesis que se mantiene en lo esencial cinco años después en su
Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres
(1755). Cuando madura el pensamiento de Jean-Jacques llega a la conclusión de que la virtud del hombre del estado de naturaleza es una especie de bondad negativa, basada en la ignorancia del bien y del mal; el paso al estado civil mediante el pacto social da lugar a una bondad y a una justicia positivas, en las que intervienen la conciencia de sentirse obligado a respetar la libertad y bienes de los demás y el que sean respetados los propios.

El mismo carácter utópico se observa en la idealización de los Estados pequeños a imagen del cantón de Ginebra, que siempre tiene Rousseau presente en su obra. Pero sería una visión unilateral, en la que no pocos han caído, la que nos llevase a suponer que Rousseau sólo admitía las formas de democracia directa. En el libro ni del CONTRATO SOCIAL manifiesta lo contrario, aunque siga pensando que «según se agranda el Estado disminuye la libertad». Por otra parte, la participación de todos los ciudadanos deseada por Rousseau se refiere a la expresión de la voluntad general estatuyendo sobre una materia u objeto también general y con carácter obligatorio para todos, es decir, a la
elaboración de la ley
.

Cuando Rousseau piensa en un pequeño Estado, se opone a las sociedades parciales dentro del mismo, a los partidos, etc. La historia sociopolítica ha demostrado durante dos siglos que el vacío entre el Poder y el individuo en un Estado moderno tiene que ser llenado por cuerpos intermedios si se quiere impedir el aniquilamiento de la personalidad humana. No era ése, desde luego, el propósito de Jean-Jacques quien, por otra parte, cuidó bien de añadir que «si una de esas asociaciones es tan grande que domina todas las demás […], el criterio que resulte dominante será un criterio particular».

Sabemos que el gran escollo de la construcción teórica de Rousseau reside en que la Soberanía no puede delegarse, y la elaboración de la ley es ejercicio de la soberanía. «Los diputados del pueblo —dice— no son, pues, ni pueden ser sus representantes; no son sino sus comisarios; no pueden concluir nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no haya ratificado, es nula, no es una ley. El pueblo inglés cree ser libre y se engaña; sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; en cuanto son elegidos, él es esclavo, ya no es nada».

La idea de
Comisarios
aplicada a la delegación ejecutiva se ha visto observada, pero sólo nominalmente, en ciertos momentos de la Revolución francesa y en la Revolución rusa. La necesidad de someter las leyes a referéndum figuró también en la Constitución francesa del Año I (1793), pero jamás se aplicó ese precepto.

No es la menor paradoja de la doctrina roussoniana el haber echado las bases de la legitimidad del Estado democrático y de su funcionamiento, por medio de la voluntad general, y haberse quedado en cambio a nivel de la idea de compromisario o mandatario sin llegar a la de representante.

Puede decirse que el concepto de representatividad, tal como se utiliza en el estado contemporáneo, no había sido descubierto en tiempo de Rousseau, por más que la práctica inglesa lo asemejase.

Por ejemplo, los procuradores en Cortes eran sólo mandatarios de sus ciudades. Pero si hoy nos parece superado, la voz de Rousseau puede servir de advertencia contra los excesos de la teoría de «representatividad nacional». Como es sabido, los teóricos de esta última sostienen que cada representante no representa a sus electores, sino a la nación entera; partiendo de ese primer supuesto, no pueden estar obligados por mandato, ya que «su función no es expresar una voluntad preexistente en el cuerpo nacional» (Burdeau). El voto supone una transferencia al representante cuya voluntad se convierte en voluntad de la nación (lo que de ningún modo es cierto ya que será una parte alícuota de la voluntad nacional formada por la suma algebraica de voluntades de los representantes).

Modernamente, los diferentes proyectos de control por los electores de la función parlamentaria, las constantes referencias a programas concretos a partir de los cuales son elegidos los representantes, demuestran una vinculación real entre electores y elegidos (además de las sesiones de «explicación de mandato electoral», relaciones del elegido con comisiones y cuerpos profesionales de su circunscripción, etc.), ponen de manifiesto que la doctrina de la «representación nacional» no pasa tampoco de ser una «hipótesis de trabajo», que se hacía necesaria para justificar teóricamente el funcionamiento de los cuerpos legislativos modernos.

En todo caso, el concepto del Estado y de sus límites que nos dejó Rousseau sigue teniendo, como decíamos antes, una palpitante actualidad. Porque si estableció la supremacía del soberano, también creó sus límites. Cuando en la segunda mitad del siglo xx, los progresos de la técnica y de la información concentran en el «Leviatán» de nuestros días un poderío con frecuencia inquietante para la persona humana, el problema de los límites, como el de las libertades, es un asunto de primer plano.

El poder soberano del cuerpo político está limitado por las propias convenciones del pacto social, de suerte que, por ejemplo, el cuerpo político soberano no puede obligar o cargar más a un súbdito-ciudadano que a otro; la voluntad general no puede aplicarse al mundo particular de las personas individuales, porque dejaría de ser general. La ley viene a ser la primera garantía; naturalmente, se parte de que no haya confusión entre la función soberana de proclamar la ley y la función de ejecutarla que compete, según Rousseau y los politistas clásicos, al Gobierno. «Para ser legítimo —dice en una nota— el Gobierno no tiene que confundirse con el soberano, sino ser su ministro».

La ley no es ni puede ser inmutable; las sociedades cambian, las circunstancias en que viven también. Si las leyes son para Montesquieu «relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas», Rousseau estima que «un pueblo es siempre, en todo momento, dueño de cambiar sus leyes, incluso las mejores» (libro II, cap. XII); ambas concepciones pueden equilibrarse, puesto que a fin de cuentas se trata de que la ley sea para el hombre y no el hombre para la ley; lo importante, lo que garantiza el bien de la comunidad, es que la norma obligatoria sea una ley, es decir, expresión de la voluntad general. Sólo entonces puede decirse, según Rousseau, que gobierna el interés público. Para precisar esa idea llama república a todo estado regido por leyes, cualquiera que pueda ser su forma de administración; en ese sentido roussoniano una monarquía puede ser república.

Vemos, pues, que la cuestión de la legitimidad democrática se plantea de nuevo y vigorosamente por Rousseau en el primer capítulo del libro III del CONTRATO. Su definición de gobierno es del mayor interés: «Llamo, pues,
gobierno
o suprema administración al ejercicio legítimo del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado al hombre o cuerpo encargado de esta administración».

No ignora Rousseau la predisposición de Ejecutivo a atribuirse potestades del cuerpo político soberano. Como oportunamente ha señalado Halbwachs, es fundamental en el libro III del CONTRATO SOCIAL el estudio de «la tendencia natural que tiene el gobierno a usurpar atribuciones al soberano». La significación que puede tener la monarquía dentro de la doctrina democrática de la voluntad general no deja de ser sugestiva e incluso es premonitoria respecto a una serie de monarquías de nuestro tiempo, como son las escandinavas, la belga, la holandesa y hoy la española (aparte del vasto tema de la monarquía de la British Commonwealth, que dejamos voluntariamente de lado). La fuente legítima del poder está en todos esos casos en la soberanía popular, y el monarca gobierna por delegación. Sin suda, la mecánica no es exactamente la misma que la de las llamadas monarquías parlamentarias en las cuales los decretos del monarca tienen que ir refrendados por un ministro, pero las consecuencias son las mismas; incluso en el «doctrinarismo» decimonónico (desde Guizot hasta Alonso Martínez y Cánovas del Castillo).

Más sugestivas aparecen algunas interpretaciones de la voluntad general —a las que hemos hecho alusión— expresadas en el último decenio de nuestro siglo —en los ochenta quiero decir—, a saber: la de Alexis Philonenko en el tomo III de su obra
Jean-Jacques Rousseau et la pensée du malheur
(Vrin, 1984), que estima que la idea de voluntad general se apoya en una rigurosa base matemática, la del cálculo infinitesimal, tal como éste se desarrolló en el siglo XVIII tras los trabajos de Leibniz que, al parecer, fueron conocidos por Rousseau. Otros politistas, Luc Ferry y Alain Renaut, en su obra
Philosophie politique, III. Des droits de l'homme a l'idée républicaine
(París, 1985) han afirmado que la voluntad general no es el resultado de un simple recuento auténtico de las voluntades particulares, sino una verdadera
integral
en el sentido matemático.

Sea como fuere resulta evidente que la idea de Voluntad General de Rousseau estaba inserta en un modelo moralizante con gran carga de utopía y suponía una sociedad que no estuviese escindida en grupos con intereses antagónicos; en su proyecto de organización social ésta se movía a impulsos de la cooperación y la solidaridad y no de la lucha y la competencia.

El problema práctico que se le presentó era de cómo a partir de una sociedad ya corrompida por el egoísmo, la Ley podría ser expresión de la voluntad general.

En todo caso, Rousseau era consciente de las grandes dificultades que suponía la aplicación empírica de su modelo: «el pueblo de por sí quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve. La Voluntad General es siempre recta, mas el juicio que la guía no siempre es claro».

Y a veces parece ganado por el desaliento: «Para descubrir las mejores reglas de sociedad que convienen a las naciones —escribe en el CONTRATO—, sería precisa una inteligencia superior que viese todas las pasiones de los hombres y que no experimentase ninguna».

En el capítulo VII del libro II, al tratar del Legislador, dice Rousseau que «para instituir hay que sentirse en estado de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana, de transformar a cada individuo». En resumen, opta por la vía pedagógica o modelo educativo, como muchos pensadores sociales lo han hecho después.

La aportación roussoniana cobra nuevos valores en la sociedad de nuestro tiempo. No solamente por las razones ya aducidas; hay más. En primer lugar está el tema de las libertades y la difícil ecuación de libertad c igualdad. Rousseau se refería tan sólo a la igualdad jurídicoformal, la de todos los hombres ante la ley. Digamos de antemano que ya no es parva cosa, y que su vigencia es un supuesto previo de cualquier otra igualdad. Pero, además, hay que leer todo Rousseau, y saber que también dice aquello de que «ningún ciudadano sea tan opulento para poder comprar a otro, y que ninguno sea tan pobre para estar obligado a venderse». Y en una nota dice que para que un Estado tenga consistencia «no hay que sufrir ni personas opulentas ni miserables».

Rousseau concibe todavía un Estado pequeño formado esencialmente por agricultores (el impacto fisiocrático en él es bastante neto), artesanos y pequeños comerciantes. Escribía en una época esencialmente precapitalista, que no había conocido todavía la revolución industrial. Por consiguiente, su manera de enfocar la cuestión de la propiedad, se centra sobre la propiedad de bienes de uso adquirida con el trabajo personal, y en modo alguno entra en línea de cuenta el tema, sin embargo clave, de la propiedad de medios de producción.

Se ha repetido mil veces que el derecho de propiedad figura en primer plano de la Declaración de 1789 y que ello refleja el carácter burgués de la Revolución francesa. Sin duda, el CONTRATO SOCIAL legitima el derecho de propiedad, cambia la simple tenencia, el derecho del primer ocupante, etc., en la figura jurídica de propiedad. Pero sería erróneo confundir el pensamiento de Rousseau con el de los ideólogos, más o menos ocasionales, de la burguesía que accede al poder en Francia a fines del siglo XVIII. La Declaración de 1789 sitúa en primer plano la libertad y la propiedad como derechos naturales. En la Declaración de 1793 (mucho más roussoniana) se insiste preferentemente en la igualdad y se dice que «cada ciudadano tiene igual derecho a concurrir a la formación de la ley y al nombramiento de sus mandatarios». La Constitución del Año I (1793) es la que sigue más fielmente la teoría del Estado del CONTRATO SOCIAL; es ella la que establece el sufragio universal directo y el refrendo necesario de las asambleas primarias sin cuyo acuerdo las leyes votadas por el Cuerpo legislativo no tienen completa validez; y es ella quien concibe el Ejecutivo como agente delegado de la asamblea.

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