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Authors: Jean-Jacques Rousseau

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El contrato social (16 page)

Las elecciones por la suerte tendrán pocos inconvenientes en una verdadera democracia, en que siendo todos iguales, así en las costumbres como en el talento y en los principios como en la fortuna, la elección llegaría a ser casi diferente. Pero ya he dicho que no existe ninguna democracia verdadera.

Cuando la elección y la suerte se encuentran mezcladas, la primera debe llenar los lugares que exigen capacidad propia, tales como los empleos militares; la otra conviene a aquellos en que bastan el buen sentido, la justicia, la integridad, tales como los cargos de la judicatura, porque en un Estado bien constituido estas cualidades son comunes a todos los ciudadanos.

Ni la suerte ni los sufragios ocupan lugar alguno en el gobierno monárquico. Siendo el monarca, por derecho, único príncipe y magistrado único, la elección de los lugartenientes no corresponde sino a él. Cuando el abate Saint-Pierre proponía multiplicar los Consejos del rey de Francia y elegir sus miembros por escrutinio, no veía que lo que proponía era cambiar la forma de gobierno.

Me falta hablar de la manera de dar y recoger los votos en la asamblea del pueblo; pero acaso la historia de la cultura romana en este respecto explicará más vivamente las máximas que yo pudiese establecer. No es indigno de un lector juicioso ver un poco en detalle cómo se trataban los asuntos públicos y particulares en un consejo de doscientos mil hombres.

Capítulo IV
De los comicios romanos

No tenemos documentos muy seguros de los primeros tiempos de Roma; es más, parece que la mayor parte de las cosas que se le atribuyen son fábulas
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, y, en general la parte más instructiva de los anales de los pueblos, que es la historia de su establecimiento, es la que más nos falta. La experiencia nos enseña todos los días de qué causas nacen las revoluciones de los Imperios; pero como no se forma ya ningún pueblo, apenas si tenemos más que conjeturas para explicar cómo se han constituido.

Los usos que se encuentran establecidos atestiguan, por lo menos, que tuvieron un origen. Las tradiciones que se remontan a estos orígenes, las que aprueban las más grandes autoridades y confirman las más fuertes razones, deben pasar por las más ciertas. He aquí las máximas que he procurado seguir al buscar cómo ejercía su poder supremo el más Ubre y poderoso pueblo de la Tierra.

Después de la fundación de Roma, la república naciente, es decir, el ejército del fundador, compuesto de albanos, de sabinos y de extranjeros, fue dividido en tres clases, que de esta división tomaron el nombre de
tribus
. Cada una de estas tribus fue subdividida en diez curias, y cada curia en decurias, a la cabeza de las cuales se puso a unos jefes, llamados
curiones
o
decuriones
.

Además de esto se sacó de cada tribu un cuerpo de cien caballeros, llamado centuria, por donde se ve que estas divisiones, poco necesarias en una aldea (
bourg
), no eran al principio sino militares. Pero parece que un instinto de grandeza llevaba a la pequeña ciudad de Roma a darse por adelantado una organización conveniente a la capital del mundo.

De esta primera división resultó en seguida un inconveniente: que la tribu de los albanos
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y la de los sabinos
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permanecían siempre en el mismo estado, mientras que la de los extranjeros
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crecía sin cesar por el concurso perpetuo de éstos, y no tardó en sobrepasar a las otras dos. El remedio que encontró Servio para este peligroso abuso fue cambiar la división, y a la de las razas que él abolió, sustituyó otra sacada de los lugares de la ciudad ocupados por cada tribu. En lugar de tres tribus, hizo cuatro, cada una de las cuales tenía su asiento en una de las colinas de Roma y llevaba el nombre de éstas. Así, remediando la desigualdad presente, la previno aun para el porvenir, y para que tal división no fuese solamente de los lugares, sino de los hombres, prohibió a los habitantes de un barrio pasar a otro; lo que impidió que se confundiesen las razas.

Dobló de este modo las tres antiguas centurias de caballería y añadió otras doce, pero siempre bajo los antiguos nombres; medio simple y juicioso por el cual acabó de distinguir el cuerpo de los caballeros del pueblo sin hacer que murmurase este último.

A estas cuatro tribus urbanas añadió Servio otras quince, llamadas tribus rústicas, porque, estaban formadas de los habitantes del campo, repartidas en otros tantos cantones. A continuación se hicieron otras tantas nuevas, y el pueblo romano se encontró al fin dividido en treinta y cinco tribus, número a que quedaron reducidas hasta el final de la república.

De esta distinción de las tribus de la ciudad y de las tribus del campo resultó un efecto digno de ser observado, porque no hay ejemplo semejante y porque Roma le debió, a la vez, la conservación de sus costumbres y el crecimiento de su Imperio. Se podría creer que las tribus urbanas se arrogaron en seguida el poder y los honores y no tardaron en envilecer las tribus rústicas: fue todo lo contrario. Es sabido el gusto de los primeros romanos por la vida campestre. Esta afición provenía del sabio fundador, que unió a la libertad los trabajos rústicos y militares y relegó, por decirlo así, a la ciudad las artes, los oficios, las intrigas, la fortuna y la esclavitud.

Así, todo lo que Roma tenía de ilustre procedía de vivir en los campos y de cultivar las tierras, y se acostumbraron a no buscar sino allí el sostenimiento de la república. Este Estado, siendo el de los más dignos patricios, fue honrado por todo el mundo; la vida sencilla y laboriosa de los aldeanos fue preferida a la vida ociosa y cobarde de los burgueses de Roma, y aquel que no hubiese sido sino un desgraciado proletario en la ciudad, labrando los campos llegó a ser un ciudadano respetado. No sin razón —dice Varron— establecieron nuestros magnánimos antepasados en la ciudad un plantel en estos robustos y valientes hombres, que los defendían en tiempos de guerra y los alimentaban en los de paz. Plinio dice positivamente que las tribus de los campos eran honradas a causa de los hombres que las componían, mientras que se llevaban como signo de ignominia de la ciudad a los cobardes, a quienes se quería envilecer. El sabino Apio Claudio, habiendo ido a establecerse a Roma, fue colmado de honores e inscrito en una tribu rústica, que tomó desde entonces el nombre de su familia. En fin, los libertos entraban todos en las tribus urbanas, jamás en las rurales; y no hay durante toda la república un solo ejemplo de ninguno de estos libertos que llegase a ninguna magistratura, aunque hubiese llegado a ser ciudadano.

Esta máxima era excelente; pero fue llevada tan lejos, que resultó, al fin, un cambio y ciertamente un abuso en la vida pública.

En primer lugar, los censores, después de haberse arrogado mucho tiempo el derecho de transferir arbitrariamente a los ciudadanos de una tribu a otra, permitieron a la mayor parte hacerse inscribir en la que quisiesen; permiso que seguramente no convenía para nada y suprimía uno de los grandes resortes de la censura. Además, los grandes y los poderosos se hacían inscribir en las tribus del campo, y los libertos convertidos en ciudadanos quedaron con el populacho en la ciudad; las tribus, en general, llegaron a no tener territorio: todas se encontraron mezcladas de tal modo que ya no se podía discernir quiénes eran los miembros de cada una sino por los Registros; de suerte que la idea de la palabra
tribu
pasó así de lo real a lo personal, o más bien se convirtió casi en una quimera.

Ocurrió, además, que estando más al alcance de todos las tribus de la ciudad, llegaron con frecuencia a ser las más fuertes en los comicios y vendieron el Estado a los que compraban los sufragios de la canalla que las componían.

Respecto a las curias, habiendo hecho el fundador diez de cada tribu, se halló todo el pueblo romano encerrado en los muros de la ciudad y se encontró compuesto de treinta curias, cada una de las cuales tenía sus templos, sus dioses, sus oficiales, sus sacerdotes y sus fiestas, llamadas
compitalia
, análogas a la
paganalia
que tuvieron posteriormente las tribus rústicas.

No pudiendo repartirse por igual este número de treinta entre las cuatro tribus en el nuevo reparto de Servio, no quiso éste tocarlas y las curias independientes de las tribus llegaron a ser otra división de los habitantes de Roma; pero no se trató de curias, ni en las tribus rústicas ni en el pueblo que las componía, porque habiéndose convertido las tribus en instituciones puramente civiles, y habiendo sido introducida otra organización para el reclutamiento de las tropas, resultando superfluas las divisiones militares de Rómulo. Así, aunque todo ciudadano estuviese inscrito en una tribu, distaba mucho de estarlo en una curia.

Servio hizo una tercera división que no tenía ninguna relación con las dos precedentes, y esta tercera llegó a ser por sus efectos la más importante de todas. Distribuyó el pueblo romano en seis clases, que no distinguió ni por el lugar ni por los hombres, sino por los bienes; de modo que las primeras clases las nutrían los ricos; las últimas, los pobres, y las medias, los que disfrutaban una fortuna intermedia. Estas seis clases estaban subdivididas en ciento noventa y tres cuerpos, llamados centurias, y estos cuerpos distribuidos de tal modo que la primera clase comprendía ella sola más de la mitad de aquéllos, y la última exclusivamente uno. De esta suerte resulta que la clase menos numerosa en hombres era la más numerosa en centurias, y que la última clase no contaba más que una subdivisión, aunque contuviese más de la mitad de los habitantes de Roma.

Para que el pueblo no se diese cuenta de las consecuencias de esta última reforma, Servio afectó darle un aspecto militar; insertó en la segunda clase dos centurias de armeros, y dos de instrumentos de guerra en la cuarta; en cada clase, excepto en la última, distinguió los jóvenes de los viejos, es decir, los que estaban obligados a llevar armas de aquellos que por su edad estaban exentos, según las leyes; distinción que, más que la de los bienes, produjo la necesidad de rehacer con frecuencia el censo o empadronamiento; en fin, quiso que la asamblea tuviese lugar en el campo de Marte, y que todos aquellos que estuviesen en edad de servir acudiesen con sus armas.

La razón por la cual no siguió esta misma separación de jóvenes y viejos en la última clase es que no se concedía al populacho, del cual estaba compuesta, el honor de llevar las armas por la patria; era preciso tener hogares para alcanzar el derecho de defenderlos, y de estos innumerables rebaños de mendigos que lucen hoy los reyes en sus ejércitos, acaso no haya uno que hubiese dejado de ser arrojado con desdén de una cohorte romana cuando los soldados eran los defensores de la libertad.

Se distinguió, sin embargo, en la última clase a los
proletarios
de aquellos a quienes se llamaba
capite censi
.

Los primeros no estaban reducidos por completo a la nada y daban, al menos, ciudadanos al Estado; a veces, en momentos apremiantes, hasta soldados. Los que carecían absolutamente de todo y no se les podía empadronar más que por cabezas, eran considerados como nulos, y Mario fue el primero que se dignó alistarlos.

Sin decidir aquí si este último empadronamiento era bueno o malo en sí mismo, creo poder afirmar que sólo las costumbres sencillas de los primeros romanos, su desinterés, su gusto por la agricultura, su desprecio por el comercio y por la avidez de las ganancias, podían hacerlo practicable. ¿Dónde está el pueblo moderno en el cual el ansia devoradora, el espíritu inquieto, la intriga, los cambios continuos, las perpetuas revoluciones de las fortunas, puedan dejar subsistir veinte años una organización semejante sin transformar todo el Estado? Es preciso notar bien que las costumbres y la censura, más fuertes que esta misma institución, corrigieron los vicios de ella en Roma, y que hubo ricos que se vieron relegados a la clase de los pobres por haber ostentado demasiado su riqueza.

De todo esto se puede colegir fácilmente por qué no se ha hecho mención, casi nunca, más que de cinco clases, aunque realmente haya habido seis. La sexta, como no proveía ni de soldados al ejército ni de votantes al campo de Marte
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, y como además no era casi de ninguna utilidad en la república, rara vez se contaba con ella para nada.

Tales fueron las diferentes divisiones del pueblo romano. Veamos ahora el efecto que producían en las asambleas. Estas asambleas, legítimamente convocadas, se llamaban comicios; tenían lugar ordinariamente en la plaza de Roma o en el campo de Marte y se distinguían en comicios por curias, comicios por centurias y comicios por tribus, según cuál de estas tres formas le servía de base. Los comicios por curias habían sido instituidos por Rómulo; los por centurias, por Servio, y los por tribus, por los tribunos del pueblo. Ninguna ley recibía sanción, ningún magistrado era elegido sino en los comicios, y como no había ningún ciudadano que no fuese inscrito en una curia, en una centuria o en una tribu, se sigue que ningún ciudadano era excluido del derecho de sufragio y que el pueblo romano era verdaderamente soberano, de derecho y de hecho.

Para que los comicios fuesen legítimamente reunidos, y lo que en ellos se hiciese tuviese fuerza de ley, eran precisas tres condiciones: primera, que el cuerpo o magistrado que los convocase estuviese revestido para esto de la autoridad necesaria; segunda, que la asamblea se hiciese uno de los días permitidos por la ley, y la tercera, que los augurios fuesen favorables.

La razón de la primera regla no necesita ser explicada; la segunda es una cuestión de orden; así, por ejemplo, no estaba permitido celebrar comicios los días de feria y de mercado, en que la gente del campo, que venía a Roma para sus asuntos, no tenía tiempo de pasar el día en la plaza pública. En cuanto a la tercera, el Senado tenía sujeto a un pueblo orgulloso e inquieto y templaba el ardor de los tribunos sediciosos; pero éstos encontraron más de un medio de librarse de esta molestia.

Las leyes y la elección de los jefes no eran los únicos puntos sometidos al juicio de los comicios. Habiendo usurpado el pueblo romano las funciones más importantes del gobierno, se puede decir que la suerte de Europa estaba reglamentada por sus asambleas. Esta variedad de objetos daba lugar a las diversas formas que tomaban aquéllas según las materias sobre las cuales tenía que decidir.

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