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Authors: Jean-Jacques Rousseau

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El contrato social (12 page)

El inconveniente mayor del gobierno de uno solo es la falta de esta sucesión continua que forma en los otros dos una relación constante. Muerto un rey, hace falta otro; las elecciones dejan intervalos peligrosos; son tormentosas, y a menos que los ciudadanos no sean de un desinterés y de una integridad que este gobierno no suele llevar consigo, la intriga y la corrupción se introducen en ellas. Es difícil que aquel a quien se ha vendido el Estado no lo venda a su vez y no se resarza con el dinero que los poderes le han arrebatado. Pronto o tarde, todo se hace venal con semejante administración, y la paz de que se goza entonces bajo los reyes es peor que el desorden de los interregnos.

¿Qué se ha hecho para prevenir estos males? Se han instituido las coronas hereditarias en ciertas familias y se ha establecido un orden de sucesión que prevé toda disputa a la muerte de los reyes; es decir, que sustituyendo el inconveniente de las regencias al de las elecciones, se ha preferido una aparente tranquilidad a una administración prudente, y asimismo el exponerse a tener por jefes niños, monstruos o imbéciles, a tener que discutir sobre la elección de buenos reyes. No se ha reflexionado que, exponiéndose de este modo a los riesgos de la alternativa, casi todas las probabilidades están en contra. Era una respuesta muy sensata la del joven Denys, a quien su padre, reprochándole una acción vergonzosa, decía: «¿Te he dado yo ejemplo de ello?», «j Ah —respondió el hijo—, vuestro padre no era un rey!»
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.

Todo concurre a privar de justicia y de razón a un hombre educado para mandar a los demás. Se preocupan mucho, según se dice, por enseñar a los jóvenes príncipes el arte de reinar, mas no parece que esta educación les sea provechosa. Sería mejor comenzar por enseñarles el arte de obedecer. Los más grandes reyes que ha celebrado la Historia no han sido educados para reinar; es una ciencia que no se posee nunca, a menos de haberla aprendido demasiado, y se adquiere mejor obedeciendo que mandando. «
Nam utilissimus idem ac brevissimus bonarum malarumque rerum delectus, cogitare quid aut nolueris sub alio principe, aut volueris
»
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.

Una consecuencia de esta falta de coherencia es la inconstancia del gobierno real, que rigiéndose tan pronto por un plan como por otro, según el carácter del príncipe que reina o de las personas que reinan por él, no puede tener mucho tiempo un objeto fijo ni una conducta consecuente; variación que hace al Estado oscilar constantemente de máxima en máxima, de proyecto en proyecto; cosa que no tiene lugar en los demás gobiernos, en que el príncipe siempre es el mismo. Se ve también que, en general, si hay más astucia en una corte, hay más sabiduría en un Senado, y que las repúblicas van a sus fines con miras más constantes y mejor atendidas, mientras que cada revolución en el ministerio produce otra en el Estado, siendo máxima común a todos los ministros, y casi a todos los reyes, el hacer en todo lo contrario que sus predecesores.

De esta misma incoherencia se deduce la solución de un sofisma muy familiar a los políticos reales; es, no solamente comparar el gobierno civil al gobierno doméstico y el príncipe al padre de familia, error ya refutado, sino además, el atribuir liberalmente a este magistrado todas las virtudes que debería tener y suponer que el príncipe es siempre lo que debería ser; suposición con ayuda de la cual el gobierno real es preferible a cualquier otro, porque es, indiscutiblemente, el más fuerte, y para ser también el mejor no le falta más que una voluntad corporativa más conforme con la voluntad general.

Pero si, según Platón, el rey, por naturaleza, es un personaje tan raro, ¿cuántas veces concurrirán la naturaleza y la fortuna a coronarlo? Y si la educación real corrompe necesariamente a los que la reciben, ¿qué debe esperarse de una serie de hombres educados para reinar? Es, pues, querer engañarse confundir el gobierno real con el de un buen rey. Para ver lo que es este gobierno en sí mismo es preciso considerarlo sometido a príncipes limitados o malos, porque, sin duda, llegarán tales al trono o el trono les hará tales.

Estas dificultades no han pasado inadvertidas a nuestros autores; pero no se han preocupado por ello. El remedio es, dicen, obedecer sin murmurar; Dios da los malos reyes en su cólera, y es preciso soportarlos, como los castigos del cielo. Este modo de discurrir es edificante, sin duda; pero no sé si sería más propio del pulpito que de un libro de política. ¿Qué se diría de un médico que prometiese milagros y cuyo arte consistiese en exhortar a su enfermo a la paciencia? Es evidente que si se tiene un mal gobierno habrá que sufrirlo; pero la cuestión está en encontrar uno bueno.

Capítulo VII
De los gobiernos mixtos

Propiamente hablando, no hay gobierno simple. Es preciso que un jefe único tenga magistrados subalternos y que un gobierno popular tenga un jefe. Así, en el reparto del poder ejecutivo hay siempre graduación, desde el mayor número al menor, con la diferencia de que unas veces depende el mayor número del pequeño y otras el pequeño del mayor.

En ocasiones hay una división igual, bien cuando las partes constitutivas están en una dependencia mutua, como en el gobierno de Inglaterra, ya cuando la autoridad de cada parte es independiente, pero imperfecta, como en Polonia. Esta última forma es mala, porque no hay ninguna unidad en el gobierno y el Estado carece de unión.

¿Qué es preferible: un gobierno simple o un gobierno mixto? Es cuestión muy debatida entre los políticos, y a la cual hay que dar la misma respuesta que la que he dado antes sobre toda forma de gobierno.

El gobierno simple es el mejor en sí mismo, sólo por el hecho de ser simple. Pero cuando el poder ejecutivo no depende suficientemente del legislativo, es decir, cuando hay más relación del príncipe al soberano, es preciso remediar esta falta de proporción dividiendo el gobierno; pues entonces cada una de sus partes no tiene menor autoridad sobre los súbditos, y su división las hace a todas juntas menos fuertes contra el soberano.

Existiría también el mismo inconveniente si se estableciesen magistrados intermedios que, dejando al gobierno en su plenitud, sirviesen solamente para armonizar las dos poderes y mantener sus derechos respectivos. En este caso el gobierno no es mixto, sino moderado.

Se puede remediar por procedimientos semejantes el inconveniente opuesto, y cuando el gobierno es demasiado débil es también posible erigir tribunales para concentrarlo. Esto se practica en todas las democracias. En el primer caso se divide el gobierno para debilitarlo, y en el segundo, para reforzarlo; porque tanto el máximum de fuerza como el de debilidad se encuentran en los gobiernos simples, mientras que las formas mixtas ofrecen una fuerza media.

Capítulo VIII
De cómo toda forma de gobierno no es propia para todos los países

No siendo la libertad un fruto de todos los climas, no se encuentra al alcance de todos los pueblos. Mientras más se medita este principio de Montesquieu, mejor se ve su verdad; mientras más se le discute, más ocasión se ofrece de hallar nuevas pruebas que le apoyen.

En todos los gobiernos del mundo, la persona pública consume y no produce nada. ¿De dónde le viene, pues, la sustancia consumida? Del trabajo de sus miembros. Lo superfluo de los particulares es lo que produce lo necesario para el público. De donde se sigue que el estado civil no puede subsistir sino en tanto que el trabajo de los hombres produce más de lo preciso para sus necesidades.

Ahora bien; este sobrante no es el mismo en todos los países del mundo. En muchos es considerable; en otros, mediano; en algunos, nulo, y no faltan otros en los que es negativo. Esta relación depende de la fertilidad del clima, de la clase de trabajo que la tierra exige, de la naturaleza de sus producciones, de la fuerza de sus habitantes, del mayor o menor consumo que les es necesario y de otras muchas relaciones semejantes, de las cuales se compone.

De otra parte, no todos los gobiernos son de la misma naturaleza; los hay más o menos devoradores, y las diferencias se fundan sobre el principio de que mientras más se alejan de su origen, las contribuciones públicas son más onerosas. No es por la cantidad de las imposiciones por lo que hay que medir esta carga, sino por el camino que han de recorrer para volver a las manos de donde han salido. Cuando esta circulación es rápida y está bien establecida, no importa pagar poco o mucho, pues el pueblo es siempre rico y los fondos van bien. Por el contrario, por poco que el pueblo dé, cuando este poco no se le devuelve, como está siempre dando, pronto se agota: el Estado nunca es rico y el pueblo siempre mendigo.

Se sigue de aquí que, a medida que aumenta la distancia entre el pueblo y el soberano, los tributos se hacen más onerosos; así, en la democracia, el pueblo es el menos gravado; en la aristocracia lo es más; en la monarquía lleva el mayor peso. La monarquía no conviene, pues, sino a las naciones opulentas; la aristocracia, a los Estados medios en riqueza como en extensión; la democracia, a los Estados pequeños y pobres.

En efecto: mientras más se reflexiona, más diferencias se hallan entre los Estados libres y las monarquías. En los primeros todo se emplea en la utilidad común; en los otros, las fuerzas públicas y particulares son recíprocas, y una aumenta por la debilitación de la otra; en fin, en lugar de gobernar a los súbditos para hacerlos felices, el despotismo los hace miserables para gobernarlos.

He aquí cómo en cada clima existen causas naturales, en vista de las cuales se puede determinar la forma de gobierno que le corresponde, dada la fuerza del clima, y hasta decir qué especie de habitantes debe haber.

Los lugares ingratos y estériles, donde los productos no valen el trabajo que exigen, deben quedar incultos o desiertos, o solamente poblados de salvajes; los lugares donde el trabajo de los hombres no dé exactamente más que lo preciso, deben ser habitados por pueblos bárbaros: toda civilidad sería imposible en ellos; los lugares en que el exceso del producto sobre el trabajo es mediano, convienen a los pueblos libres; aquellos en que el terreno, abundante y fértil, rinde muchos producto con poco trabajo, exigen ser gobernados monárquicamente, a fin de que el lujo del príncipe consuma el exceso de lo que es superfluo a los súbditos; porque más vale que este exceso sea absorbido por el gobierno que disipado por los particulares. Hay excepciones, ya lo sé; pero estas mismas excepciones confirman la regla, porque producen, antes o después, revoluciones, que llevan la cuestión otra vez al orden de la Naturaleza.

Distingamos siempre las leyes generales de las causas particulares que pueden modificar el efecto. Aun cuando todo el Mediodía se hubiese cubierto de repúblicas y todo el Norte de Estados despóticos, no sería menos cierto que, por el efecto del clima, el despotismo conviene a los países cálidos; la barbarie, a los fríos, y la perfecta vida civil a las regiones intermedias. Veo también que, aun concediendo el principio se podrá discutir sobre su aplicación y decir que hay países fríos muy fértiles y otros meridionales muy ingratos. Pero esta dificultad no existe sino para los que no examinan las cosas en todos sus aspectos. Es preciso, como ya he dicho, apreciar lo relativo a los trabajos, a las fuerzas, al consumo, etc.

Supongamos que de dos terrenos iguales, uno produce cinco y otro diez. Si los habitantes del primero consumen cuatro y los del segundo nueve, el exceso del primer producto será un quinto y el del segundo una décima. Siendo la relación de estos dos excesos inversa a la de los productos, el terreno que no produce más que cinco dará un exceso doble que el del terreno que produzca diez.

Pero no es cuestión de un producto doble, y no creo que nadie se atreva a igualar, en general, la fertilidad de los países fríos con la de los cálidos. Sin embargo, supongamos esta igualdad; establezcamos, si se quiere, un equilibrio entre Inglaterra y Sicilia, Polonia y Egipto: más al Sur tendremos África y la India; más al Norte, nada. Para esta igualdad de productos, ¡qué diferencia en el cultivo! En Sicilia no hace falta más que arañar la tierra; en Inglaterra, ¡qué de trabajos para labrarla! Ahora bien; allí donde hacen falta más brazos para dar el mismo producto lo superfluo debe ser necesariamente menor.

Considerad, además, que la misma cantidad de hombres consumen mucho menos en los países cálidos. El clima exige que se sea sobrio para estar bien; los europeos que quieren vivir en estos países como en el suyo perecen todos de disentería o de indigestión. «Nosotros somos —dice Chardin— animales carniceros, lobos, en comparación de los asiáticos. Algunos atribuyen la sobriedad de los persas a que su país está menos cultivado, y yo creo lo contrario: que su país abunda menos en productos alimenticios porque les hace menos falta a sus habitantes. Si su frugalidad —continúa— fuese un efecto de la escasez del país, solamente los pobres serían los que comerían poco, siendo así que esto ocurre generalmente a todos, y se comería más o menos en cada región según su fertilidad, y no que se encuentra la misma sobriedad en todo el reino. Se vanaglorian mucho por su manera de vivir, diciendo que no hay más que mirar su color para reconocer cuánto mejor es que el de los cristianos. En efecto; el tinte de los persas es igual: tienen la piel hermosa, fina y lisa; mientras que el tinte de los armenios, sus súbditos, que viven a la europea, es basto y terroso, y sus cuerpos, gruesos y pesados».

Cuanto más se aproxima uno a la línea del Ecuador, con menos, viven los pueblos; casi no se come carne: el arroz, el maíz, el cuzcuz, el mijo, el cazabe son sus alimentos ordinarios. Hay en la India millones de hombres cuyo alimento no cuesta cinco céntimos diarios. Vemos, hasta en Europa, diferencias sensibles en el apetito entre los pueblos del Norte y los del Sur. Un español viviría ocho días con la comida de un alemán. En el país en que los hombres son más voraces, el lujo se inclina también hacia las cosas de consumo: en Inglaterra se manifiesta sobre una mesa cubierta de viandas, en Italia se os regala azúcar y flores.

El lujo en el vestir ofrece también análogas diferencias. En los climas en que los cambios de estación son rápidos y violentos se tienen trajes mejores y más sencillos; en aquellos en que no se viste la gente más que para el adorno se busca más apariencia que utilidad: los trajes mismos son un elemento de lujo. En Nápoles veréis todos los días pasearse en el Posilipo hombres con casaca dorada y sin medias. Lo mismo ocurre con las construcciones: se da todo a la magnificencia cuando no se tiene nada que temer de las injurias del aire. En París, en Londres, se busca un alojamiento abrigado y cómodo; en Madrid se tienen salones soberbios, pero no hay ninguna ventana que cierre y se acuesta uno en un nido de ratones.

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