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Authors: Dai Sijie

El complejo de Di (9 page)

Ayer, convocada por la dirección del centro, la mujer de Ma Jin, una antigua cantante de ópera, acudió a confirmar la identidad del evadido. Apenas lo vio, pareció sufrir un shock. Hay que decir que hace tres años su marido se convirtió al budismo y se fue a vivir a un templo. Al parecer, había cambiado tanto físicamente que estaba casi irreconocible. La mujer pidió conversar a solas con él. Se le concedió. Estuvieron hablando durante una hora. Tras la entrevista, la ex cantante de ópera confirmó que se trataba de su cónyuge, el señor Ma Jin. Cumplimentó los trámites administrativos para obtener el alta del paciente y se lo llevó a casa. Pero esa misma noche, ¡golpe de efecto! Mientras se daba una ducha, el falso o verdadero Ma Jin volvió a escaparse por la ventana utilizando una larga cuerda hecha con toallas y camisones. Y desapareció sin dejar rastro.

Esta mañana, la antigua cantante de ópera ha declarado a los periodistas: «Tengo muchas ganas de encontrarlo.»

4
Un avión en miniatura

El tercer cajón del escritorio del Juez Di estaba entreabierto exactamente como le había dicho a Muo el abogado de Volcán de la Vieja Luna. Esa discreta abertura, apenas visible era la señal convenida de que se aceptaba recibir una carta de credencial. Convencionalmente, el corruptor debía introducir en el cajón un sobre rojo con el soborno y, conforme a la regla, el beneficiario hacia como que no había visto nada.

Tras la gafas, milagrosamente intactas, los ojos de Muo, todavía hinchados y rodeados de moretones, escrutaban la milimétrica abertura del cajón, como un agente secreto de película de espionaje que observa a un desconocido en busca de una señal convenida que le permita reconocerlo como uno de los suyos. Muo tenía el corazón palpitante y se sentía corno si un vino mágico se le hubiera a la cabeza. El secretario del juez Di se había marchado tras hacerle pasar al despacho. Ahora estaba solo, en un sofá cuyo olor a cuero viejo saturaba la habitación. Metió la mano en el portafolios y con la punta de los dedos tocó el sobre, en cuyo interior notó el sensual espesor del fajo de cien billetes nuevos de cien dólares, sujeto con una delgada goma elástica estirada al máximo.

Se levantó y se acercó al escritorio. El calor le había empañado los cristales de las gafas. Se sentía invadido por una sensación vaporosa. Nunca había estado tan cerca de la felicidad. Ante él, el escritorio estaba envuelto en un halo resplandeciente. Era como si Volcán de la Vieja Luna fuera a salir por la abertura del tercer cajón en cualquier momento. Muo miraba el cajón recreándose en la bendita fisura que había encontrado al fin en la muralla de la dictadura del proletariado.

De pronto una verdad se abrió paso hasta su cerebro: ¡evidentemente!. El famoso tercer cajón siempre estaba así. Era un semáforo permanentemente en verde. Un mensaje dirigido a todo el mundo, y no sólo a la atención de Muo. ¿Cuántas veces lo habría abierto el corrupto propietario para sacar un sobre rojo sin saber el nombre del donante ni el motivo de la donación?

Una vez calmada su exaltación, el mueble apareció ante él tal como era: de madera lustrosa, con sobremesa de polvoriento mármol, sobre la que descansaba la foto enmarcada de dos sonrientes muchachas (¿las hijas de Di?). Al lado, encima de un televisor, un rayo de sol que se colaba por la persiana veneciana derramaba confetis de luz sobre un extraño objeto, el único en todo el despacho que podía ser calificado de obra de arte. Parecían monedas de cobre, pero era un modelo a escala de avión de combate hecho exclusivamente con casquillos de bala de fusil. Centenares de casquillos, cada uno de los cuales llevaba grabados un nombre y una fecha.

Muo oyó un paso en el mármol de la entrada y luego otro en el suelo de madera del despacho, y sus ojos se apartaron del avión de combate para encontrarse con la inquisitiva mirada de un anciano de fino bigote que vestía uniforme azul marino con el emblema rojo de la República china, donde aparecía enmarcada la palabra «magistrado» bordado en una manga.

—Buenos días —murmuró Muo—. ¿Es Usted el señor Di?

—El juez Di —lo corrigió el anciano, deteniéndose ante la mesa.

El magistrado emanaba un olor a rancio. Era tan bajo como Muo pese a los zapatos negros de tacón alto. ¿Qué, edad debe de tener? Cráneo apergaminado. ¿Cincuenta y cinco años? Lo único seguro es que no se parece nada psicópata evadido con el que topé en el lugar de ejecución. No tendría fuerza para pegarme. Su violencia es de otra naturaleza, más peligrosa.

El juez Di tenía los ojos pequeños; el izquierdo que mantenía casi todo el rato cerrado, minúsculo. Sacó varios frascos del primer cajón, hizo caer unos cuantos comprimidos y pastillas y los alineó en el mármol de la mesa, contándolos sobre la marcha. Eran diez. Cogió una gran taza de té y se los tragó. Cuando Muo se presentó como redactor de una editorial científica de Pekín, el ojo derecho del juez se clavó en él y el grueso y arrugado párpado se entrecerró, detalle que delataba al tirador de élite examinando fríamente el blanco.

El sonido del teléfono móvil interrumpió bruscamente la conversación apenas iniciada sobre el motivo de la visita de Muo, que farfullaba frases inconexas mirando a diestro y siniestro en busca de las palabras que le había preparado el abogado y que él había estado repitiendo hasta recitarlas de memoria.

La llamada estaba relacionada con los Juegos Olímpicos que en esos momentos se estaban celebrando en Sidney Cuando supo que China acababa de ganar la vigésima medalla de oro, en yudo femenino lo que la situaba detrás de Estados Unidos pero delante de Rusia, el juez, nervioso, encendió el televisor. En la pantalla, dos chicas de imponente corpulencia rodaban por el tatami gruñendo y resollando a cámara lenta. El Ojo izquierdo del juez se abrió, empañado por las enternecidas lágrimas que le arrancaban las apasionantes perspectivas de la próspera patria y el derecho parpadeó de emoción. Sin dejar de hablar por teléfono, avanzó hacia su visita. Muo estaba desconcertado. No sabía cómo interpretar aquel acercamiento fuera de protocolo.

«¿Querrá abrazarme?», se preguntó.

Encantado, el juez levantó un brazo, el que tenía el emblema rojo de China bordado por encima del codo, y lo mantuvo suspendido en el aire esperando que Muo lo imitara con idéntico entusiasmo y que sus dos manos se encontraran en una palmada triunfal, como cuando un jugador de fútbol americano marca un tanto decisivo. Cada vez más perplejo, Muo pensó que quizá se trataba de otra señal secreta, convenida, que el abogado había olvidado comunicarle.

Aquella mano le hacía una señal. Pero ¿qué señal? «¿Debo hacer lo mismo? ¡Qué mano tan fantasmal, con unos dedos como difuminados por la niebla y otros más nítidos, sobre todo el índice, rechoncho, con la uña negra, de tirador de élite apretando el gatillo! ¿Debo imitar ese gesto? ¡No, Muo, eso sería un error fatal! ¿Qué otro gesto podría responder a esa señal secreta?»

Ligeramente sorprendido por la reacción de su visitante, el juez Di bajó el brazo y siguió dando vueltas por el despacho. En la pantalla del televisor no se veía más que la bandera roja con las cinco estrellas amarillas (la grande, símbolo del todopoderoso Partido Comunista, y las cuatro pequeñas, repartidas alrededor, representación de los obreros, campesinos soldados y comerciantes revolucionarios), que se alzaba sobre la tribuna, para la entrega de la medalla de oro. Interpretado por gloriosas trompetas, el himno nacional resonó con tal fuerza que el avión de combate en miniatura vibró sobre el televisor.

Lanzando un prolongado suspiro, Muo se quitó las gafas y limpió los cristales en el faldón de la chaqueta. El gesto no pasó inadvertido al tirador de élite.

—¿Llora usted de emoción? —le preguntó—. Me había parecido frío e indiferente.

El brazo del juez Di volvió a alzarse hacia Muo en busca de la fallida palmada.

Decidido a correr el riesgo, Muo levantó una pierna en el aire y permaneció en equilibrio sobre el pie izquierdo, en una conmovedora postura de mutilado de guerra.

—No, es con la mano —dijo el juez guiñándole el ojo derecho con excepcional indulgencia.

Muo malinterpretó la frase y se agarró la pantorrilla con la mano. Centímetro a centímetro, con inhumano dolor, levantó el pie hasta el hombro, como una bailarina haciendo ejercicios de calentamiento El ojo izquierdo de Di se cerró. El derecho juzgó a Muo fríamente. De pronto, el juez apagó el móvil.

—¿Qué se ha creído, que esto es un circo? ¿Sabe usted dónde está? ¡Está en el despacho del juez Di!

—Es culpa del abogado —farfulló Muo bajando la pierna. Pero... Es que... Discúlpeme... Es el abogado de mi amiga, Volcán de la Vieja Luna.

La risa del Juez cortó el penoso tartamudeo de Muo. Aquella risa de timbre tan cascado tan siniestro, heló la sangre en las venas de Muo que vio en ella el preludio de un anuncio cruel. En la pantalla del televisor la campeona china que canturreaba con la cabeza erguida el himno nacional, cedió el sitio al partido de la final de hockey entre Rusia y Canadá.

—¿Volcán de la Vieja Luna? —preguntó el juez sentándose en su sillón de Gran Inquisidor.

—Sí, es amiga mía.

—¡Qué horror! Esa joven que vendió fotos a la prensa extranjera...

—No las vendió. No ganó un yuan con ellas.

Los dedos del juez tamborilearon en el teclado del móvil.

—Espere, tengo que hacer una llamada al secretario general del Partido.

Es difícil describir el abismo de desesperación en el que aquella frase sumió a Muo. ¡Qué peligro! ¿Por qué esa llamada? Seguramente, por Volcán de la Vieja Luna. ¿Se enfrentaba a una pena tan dura que era necesaria la conformidad del jefe del Partido? La camisa, que había empapado en sudor durante sus torpes acrobacias, ahora estaba helada.

La conversación telefónica fue larga. Al principio, Muo oyó que el juez sugería un levantamiento excepcional de la prohibición de los petardos para permitir al pueblo que celebrara la victoria deportiva. Luego, cambiando de asunto, pasó de puntillas sobre el tema de la seguridad, se exaltó con el deporte, regateó con el presupuesto de Justicia, propugnó la construcción de un nuevo palacio de Justicia y acabó proponiendo a su interlocutor un encuentro para jugar una partida de
mah-jong
. Ése fue el momento en que Muo oyó aquel elogio inolvidable: «Tan exquisita como la mano de marfil de una muchacha virgen.»

La espera se tomó tortura. Muo estaba al borde del agotamiento físico; el menor cambio de tono, una tos imperceptible, una palabra severa hacían que el corazón le palpitara como un conejo asustado y abrían ante él perspectivas horripilantes. Un respeto equivocado a las conveniencias le impidió hacer lo que debería haber hecho: sacar su regio regalo, abrir el tercer cajón y meter el sobre dentro. ¿Quién sabe?

El comentarista de la televisión china gritaba de desesperación: un delantero ruso había marcado un punto decisivo en el último minuto del partido. Los aficionados rusos estaban eufóricos. La bandera rusa se alzó sobre la tribuna.

Con paso vacilante, Muo se acercó al escritorio Tenía la sensación de que el juez Di seguía sus movimientos con la mirada. En ese instante, comprendió que aquello era lo que secretamente esperaba. Toda aquella pantomima, que por otro lado había interpretado bastante bien, no tenía otro propósito que empujarlo a realizar aquel gesto.

Harto de no ser más que una marioneta movida por hilos invisibles, miró el avión de combate en miniatura, sobre el que ya no llovían confetis de luz. El cobre de los casquillos se había oscurecido.

Por pura casualidad, se fijó en un detalle: varios casquillos llevaban la misma fecha. La verdad iluminó su mente como un relámpago: los nombres grabados en los casquillos pertenecían a otros tantos condenados a muerte fusilados por Di, el ex tirador de élite, y las fechas eran las de las ejecuciones. En ocasiones, había ejecutado a varios el mismo día. Cada casquillo era la reliquia de una bala asesina, salida de un fusil, que había atravesado el pequeño cuadrado entre los dedos índice y medio del fusilado, tras el que se encontraba su corazón.

Aunque la antigua actividad del juez Di no era ningún descubrimiento, Muo se sintió invadido por una profunda repugnancia hacia aquella obra, creada con tanto esmero, tanto mimo, tanta dedicación y, sobre todo, tanto amor. De pronto, el hombre al que tenía delante le pareció un demonio sediento de sangre, la encarnación del terror en estado puro, de la crueldad gratuita y del mal. ¿Dónde estaban los fantasmas vengadores? Al parecer, en ningún sitio. Muo, siempre escéptico sobre la existencia de Dios, creía en la de los fantasmas desde niño. ¿Has visto al fantasma? Una noche negra como la pez... Libertad de fantasmas. Justicia de fantasmas. Ahora, todo eso se desmorona. Debo pagar el tributo a un tirano, cuya vida no se atreven a perturbar ni siquiera los fantasmas. Por no atreverse, no se atreven ni a ponerle los pelos de punta. Nada de aparecerse después de muertos. Que ningún espectro lo atormente. Toda la voluntad de actuar, en este mundo, en beneficio de Volcán de la Vieja Luna se disipó dentro de Muo, muy a su pesar. Volvió a guardar el sobre en el portafolios y se dirigió hacia la puerta.

Cuando el ruido de sus pasos se convertía en frenética carrera por el pasillo, el juez Di se preguntó qué había ocurrido. Al acercarse a la puerta, vio a Muo pasando a toda prisa junto al secretario y poniéndole algo en las manos. Sin duda, un billete de veinte yuans. Esto es para usted. Mudo agradecimiento. Adiós.

5
El padrino

Un resucitado. Durante al menos uno o dos minutos, Muo creyó estar ante un resucitado. No lo reconoció de inmediato porque aún tenía los ojos hinchados. Simplemente, tuvo la sensación de haber visto con anterioridad a aquel hombre que apareció en lo alto de las largas escaleras mecánicas, cubiertas por una bóveda de cristal, de un centro comercial ultramoderno, imitación del Georges Pompidou de París. Dos ojos melancólicos, familiares. Pero ¿de quién? ¿Dónde los he visto antes? ¿Sufro una alucinación? Un traje gastado, pelo entrecano cortado al cepillo, rostro huesudo y, sobre todo, aquellos dos profundos surcos que bajaban a cada lado de la nariz, contorneaban las comisuras de los labios, cruzaban el mentón y acababan fundiéndose con los pliegues del cuello. Finamente tamizado, el sol atravesaba los cristales mate y lechosos del abovedado túnel. Las escaleras mecánicas seguían deslizándose, paralelas: el resucitado bajaba y Muo subía. El hombre avivó el paso, se detuvo a su altura y se inclinó hacia él. Sus grandes zancadas también tenían algo familiar. ¿Quién es? Muo oyó que lo llamaban como en la infancia: «Pequeño Muo.» Por la voz, sí lo reconoció: el yerno del alcalde, condenado a muerte, que debería llevar años fusilado.

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