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Authors: Dai Sijie

El complejo de Di (10 page)

La escalera mecánica continuaba su ascensión. Con el brazo sujeto por la firme mano de su amigo de antaño, en cuya muñeca podía leerse el número 3519, estigma de los prisioneros Muo empezó a bajar con paso mecánico abriéndose camino entre las bolsas y los carros de los clientes que subían. Una marcha atrás alucinada.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó al resucitado, tan perplejo que su propia voz le pareció lejana, como en un sueño. Al instante, apurado por las palabras que se le habían escapado de la boca, poco convenientes para la ocasión, añadió—: Yo me he escapado del manicomio. ¿Y tú?

—Estoy haciendo una visita de inspección.

—De inspección, ¿de qué?

—De restaurantes.

—¿Eres restaurador?

—No exactamente. Pero la prisión en la que cumplo condena ha abierto dos restaurantes, y soy el gerente. Mi suegro consiguió que me conmutaran la pena de muerte por cadena perpetua. Luego, le propuse al director abrir un restaurante y que me confiara la gestión, asegurándole que daría mucho dinero. Y así ha sido. Como estaba contento conmigo, ha abierto otro en este centro comercial.

—Pues no pareces haberte enriquecido.

—No. Todos los beneficios son para la prisión. Un precio razonable a cambio de mi libertad diurna.

—¿Por qué diurna?

—En cuanto se hace de noche, vuelvo para dormir en la celda de los condenados a perpetuidad. Está justo al lado del corredor de los condenados a muerte. Cuando hay una ejecución, vemos al guardián pasar con un plato de carne por delante de nuestra puerta y tomar el otro pasillo; luego, lo oímos detenerse ante una celda y entregar el plato al que será ejecutado al día siguiente. En ese momento, me digo: ¡Joder, de menuda cena me he librado!

Los dos amigos celebraron su reencuentro en el restaurante que la prisión tenía en el centro comercial Las Cazuelas Mongolas, un autoservicio. Con un plato en la mano, cada cual elegía lo que le apetecía (la gente se empujaba) entre el centenar de bandejas expuestas en vitrinas en el centro de una gran sala: anguilas, sesos de cerdo, sangre de cabra, camarones, sepia, marisco, caracoles, ancas de ranas, muslos de pato, etc., por un precio único de veintiocho yuans, fórmula «bufet libre» (cerveza local incluida). Un centenar de mesas; con la cara congestionada sobre las cazuelas, colocadas sobre hornillos de gas, los comensales mojaban un trozo de carne o de verdura en un caldo espeso, grasiento, muy condimentado y cubierto de una espuma roja y aceitosa hacia la que ascendían en torbellino millones de diminutas burbujas. El humo, el vapor, las risas, las voces, las idas y venidas de los clientes entre las mesas y las vitrinas tenían aturullado a Muo, que ya no sabía lo que le estaba contando al ex condenado a muerte. El lugar de ejecución, el centro psiquiátrico, el abogado de Volcán de la Vieja Luna, el juez Di... El suelo del restaurante estaba pegajoso y resbaladizo de aceite y grasa. Los clientes se movían con cautela, como si caminaran sobre hielo. Para las personas mayores, o miopes y torpes como Muo, era toda una aventura. Un hombre ebrio resbaló en los lavabos e intentó levantarse, pero era tan difícil encontrar un punto de apoyo en el viscoso suelo que volvió a caerse y acabó quedándose dormido con la cabeza contra un urinario. Por supuesto, Las Cazuelas Mongolas debían su ambiente de fiesta y su prosperidad a la idea del yerno del alcalde de ofrecer la fórmula «bufet libre» por veintiocho yuans.

—Es un duelo —le explicó a Muo—. Entre el cliente y el dueño. El primero que abandona pierde la partida.

Estaba lloviendo. El coche del yerno del alcalde, un espléndido Fiat descapotable de un rojo chillón, subía animosamente la carretera que llevaba a la residencia del juez, conducido por un chófer con espaldas de boxeador. En Las Cazuelas Mongolas, el amigo de Muo se había propuesto «echarle un cable», y Muo, que ya no creía en su empresa humanitaria y amorosa, había estado a punto de soltar la lagrimita.

En lo alto de una colina, el ex condenado a muerte hizo parar el coche, encendió un purito holandés y se puso a reflexionar. Los dos pliegues que le surcaban la cara parecían aún más profundos. Muo no se atrevía ni a hablar ni a mirarlo. ¿Estaría puliendo su plan de ataque? ¿Querría telefonear para anunciar su visita? ¿Estaría a punto de renunciar? ¿O, por el contrario, armándose de coraje? Muo no sabía qué pensar. El chófer paró el motor y, durante unos instantes, los tres hombres permanecieron inmóviles en el interior del coche. Muo miraba fijamente la lluvia. Un ruido, álamos, un campesino cubierto con una capa de paja trabajando en un lejano arrozal... Al fin, su amigo indicó al chófer que volviera a arrancar. El Fiat se puso en marcha y avanzó a velocidad reducida hasta un portón metálico que cerraba un muro de dos metros de altura. El fornido chófer se apeó y abrió la puerta posterior del coche. El yerno del alcalde bajó y se acercó al interfono bajo la lluvia.

El aguacero cesó una hora después. Muo seguía solo en el coche cuando las estrellas aparecieron en el cielo. Pronto sería la hora en que su amigo, gerente de día y preso de noche, tendría que volver a la cárcel. Cuando empezaba a desmoralizarse, el portón se abrió y el yerno del alcalde salió y se acercó al Fiat sonriendo de oreja a oreja. Los dos surcos que el infortunio había trazado en su rostro se habían suavizado.

—Arreglado —dijo entrando en el coche—. Pero no quiere dinero. Ya tiene todo el que necesita. La única cosa que te pide a cambio es una virgen con la que acostarse. Una chica que aún no haya perdido la virginidad. Que tenga el melón rojo por abrir...

Aquella extraña expresión, «abrir el melón rojo», siempre le recordaba una noche lluviosa, el olor a sudor, unos porteadores de cangrejos frescos, la tibieza de un huevo duro y un rostro reluciente recortado contra una roca en una gruta de montaña en Fujian, la tierra natal de su padre, en la que había oído por primera vez aquella expresión para referirse a la desfloración de una virgen. Muo tenía diez años. Estaba pasando las vacaciones en casa de sus abuelos. Uno de sus tíos, catedrático de Matemáticas degradado a carnicero por motivos políticos, un hombre de treinta años tan encorvado que parecía un viejo, lo llevó a nadar a un río de montaña. Estalló una tormenta y se refugiaron en una gruta con desconocidos de todas las edades, gente de paso, campesinos y varios porteadores con cestas llenas de oscuros cangrejos pescados en un lago de alta montaña y destinados a la exportación a Japón. Sentado contra una roca, un porteador más viejo que los demás, cuyo rostro, tan picado de viruela que parecía un colador, aún permanece fresco en la memoria de Muo, contó un chascarrillo en voz baja, interrumpida por toses y escupitajos, mientras Muo pelaba un huevo duro aún tibio que una campesina le había puesto en la mano: durante la dinastía de los Tang, los japoneses, que acababan de unirse en torno a su primer rey, no conseguían idear una bandera nacional. Al final decidieron copiar a los chinos y mandaron un espía a China, que, más moderna y civilizada, vivía la edad de oro del Imperio. Tras las muchas peripecias del viaje por mar, el espía puso el pie en la costa china. Entró en el primer pueblo que encontró. Era de noche. Hacía buen tiempo. Vio gente excitada y alegre que gritaba bailaba, cantaba y bebía alrededor de una bandera blanca en cuyo centro había un redondel rojo, tirando a oscuro. Reinaba un ambiente de gran celebración. «Debe de ser su fiesta nacional —se dijo el espía—. Y ésa, la bandera china.» Escondido tras unos arbustos, esperó a que todo el mundo volviera a casa para acercase al objetivo de sus largos meses de viaje, marcados por el miedo a morir y la tortura del hambre. Lo robó y se perdió en la noche, sin saber que lo que se llevaba no era otra cosa que un paño manchado con el jugo del melón rojo de una recién casada, abierto durante la noche de bodas.

La expresión provocó una carcajada general que resonó en la cueva, mientras Muo, que no había entendido nada, hacía girar el huevo duro pelado entre sus ateridas manos para calentárselas. Sin saber por qué, se levantó y, muy decidido, fue hacia el cuentista, que estaba sentado ante un fuego que le iluminaba el torso desnudo y hacía vacilar su sombra. Se detuvo ante él y le metió el huevo duro en la boca por la fuerza. El hombre se lo tragó, medio ahogándose. Tenía la cara reluciente, recortada contra la roca a la luz de las llamas, y volvía los ojos, pequeños pero vivos, hacia todas partes. Muo aún recuerda la sensación que le produjo la piel de aquel rostro chupado, una piel que parecía un trozo de papel de estraza aceitoso. Contó las picaduras de viruela. Incluso extendió la mano para tocarlas. Y así fue como la expresión «abrir el melón rojo» se le grabó en la memoria, con todos aquellos colores unidos en una ola oscura y chorreante, que le inundó las venas y se le extendió por todo el cuerpo. El aire de la gruta, que olía a mar... La rugosa superficie de las rocas...

Durante el camino de vuelta, su tío mostró un humor excepcional, dada su situación (En la gruta no había dicho esta boca es mía ni se había reído con los demás.) La copiosa lluvia había lacado el follaje de los árboles. El aire se había refrescado deliciosamente. La luz era lírica. Muo recuerda que, sentados en una ladera, envueltos por el olor de los helechos mojados, su tío y él templaron la cima nevada de una montaña que se veía a lo lejos, velada por una vaga iridiscencia. En voz baja, su tío le enseñó un poema de la dinastía Yuan, que tenía ochocientos años de antigüedad y había sido prohibido por los comunistas. Luego, se lo hizo recitar palabra por palabra:

Esta noche se ha celebrado una boda magnífica
;

pero, cuando me disponía a explorar la flor perfumada
,

he descubierto que la primavera ya había pasado por allí

Mucho rojo, poco rojo... ¿Para qué pedir tanto?

No hay nada que ver, ¡nada de nada!

Te arrojo el retal de seda blanca.

No obstante, Muo nunca había imaginado, ni en sus sueños más disparatados, que un día tendría que satisfacer el deseo de un viejo juez en avanzado estado de corrupción de abrir, con sus manos de tirador de élite, un melón rojo de irreprochable frescura.

A veces incluso pensaba que su gran maestro Freud, conocedor de todas las perversiones humanas, se había dejado en el tintero el caso del juez Di, o el caso de los chinos en general. Después de todo, en
El tabú de la virginidad
, el padre del psicoanálisis afirmaba que, debido al miedo a la castración, el hombre, en el momento de desflorar a su pareja, la considera «una fuente de peligro»: «El primer acto sexual con ella representa un peligro particularmente intenso.» A los ojos de un hombre, la sangre de la desfloración evoca la herida y la muerte. «El hombre teme que la mujer lo debilite, que lo contamine con su feminidad y sea la causa de su incapacidad», siempre según Freud, y confía la ingrata tarea de la desfloración a tercero.

Freud y el juez Di no son del mismo mundo. A decir verdad, desde que ha vuelto a poner los pies en China, Muo se ha visto asaltado por Ciertas dudas sobre el psicoanálisis. Volcán de la Vieja Luna, ¿tiene, como todo el mundo, el famoso complejo de Edipo? Los hombres a los que ha amado, ama o amará, incluido yo, ¿no son para ella más que simples sustitutos de su padre? ¿Por qué quiere el juez Di saborear un melón rojo recién abierto, sin miedo a perder el pene? ¿No tiene el complejo de castración? Muo tiene la sensación de que el destino lo manipula, se burla de él como un monarca caprichoso. Por la noche, preguntas como ésas le hacen dar vueltas y más vueltas en la cama y le quitan el sueño. Intenta darles respuestas ortodoxas sacadas de los libros de psicoanálisis, sin poder aceptar de todo corazón esas respuestas, a menudo fantásticas. Lo que más lo tortura es no poder renunciar a esas preguntas, cuando sabe que jamás obtendrán una auténtica respuesta.

De vez en cuando, piensa con dolor que no ha nacido para psicoanalista. Le faltan confianza en sí mismo y conocimientos en materia sexual. La gente lo intimida.

Para mostrar su agradecimiento al yerno del alcalde, Muo le regaló un abanico muy bonito en el que un monje pintor de los años veinte dibujó unos alegres gorriones que, posados en unas rocas, se alisaban las plumas con picos de color rubí. Por su parte, el ex condenado a muerte volvió a invitarlo a un restaurante, pero esta vez no al suyo sino a uno de la otra punta de la ciudad, para cambiar de aires. Tras la cena, lo llevó a un pabellón de té construido a la orilla de un río en el estilo Shanghai años treinta, con biombos lacados, mesas bajas talladas y cojines de satén bordado. Del fondo de la sala les llegaba una música suave, apenas audible.

—¿Qué te parece la chica que está sentada en aquella silla de bambú, en la entrada? —le preguntó el yerno del alcalde a Muo.

Muo la miró. Era joven, de unos dieciocho años, quizá. El pelo, teñido de rojo, le caía, lacio y estropeado sobre los hombros. Llevaba una camisa blanca que le llegaba hasta debajo de las nalgas. Muo se levantó e hizo Como que iba al lavabo para pasar frente a ella. A la estudiada y tenue luz del restaurante, vio sus depiladas cejas, sus poco agraciadas facciones y, a través de la camisa desabotonada y el sujetador de encaje negro medio transparente, su pecho liso y su cuerpo huesudo.

—¿Una virgen para el juez? —le preguntó a su amigo cuando volvió a sentarse a la mesa.

—No, una puta que he alquilado para ti.

Por un instante, Muo se quedó sin habla. Sin poder evitarlo, volvió a dejar que sus ojos se deslizaran sobre la chica.

—¿Para mí? ¿Qué quieres decir? —balbuceó notando que se ponía rojo como un tomate.

—¡Diviértete! Ya está pagado. Necesitas relajarte un poco.

—No, no... Gracias, no me apetece.

—¡No me decepciones, hombre! El otro día me inspiraste auténtico respeto, ¿sabes? Es increíble la pasión que sientes por tu amiga, la fotógrafa presa, y por el psicoanálisis. Pero yo también siento compasión por ti. Estás cansado, tienes pinta de no comer bien, de estar angustiado... Haz como el juez Di, toma la esencia Yin de una chica para reforzar tu vitalidad.

De pronto, el misterio se aclaró. Muo sintió que acababa de comprender algo importante. Su respiración se aceleró. El calor de sus ojos empañó los cristales de las gafas.

—¿Quieres decir que, si ese canalla pretende desflorar a una virgen, es para aumentar su vitalidad?

—Por supuesto. Su vitalidad, su potencia, su salud... Modestia aparte, un preso con tantos años de cárcel como yo puede darte una lección de sexo. Cuando los chinos hacen el amor, es por dos motivos fundamentales que no tienen nada que ver entre sí. Primero, para tener hijos. Es mecánico, es un trabajo. Es idiota, pero es así. Y segundo, para alimentarse de la energía de su compañera, de su esencia femenina, durante el acto sexual. Y si encima es virgen... ¿Comprendes? Su saliva desprende un aroma más perfumado que el de las mujeres casadas y, durante el coito, sus secreciones vaginales son un regalo exquisito. Ahí es donde reside la fuerza vital más preciosa del mundo.

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