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Authors: Dai Sijie

El complejo de Di (7 page)

* * *

El mar, ahora tranquilo, despliega sus tentadoras olas y Se dispone a dar una cordial bienvenida a Muo, que baja de las rocas y se mete con precaución en el agua. Sintiendo que le molestan las gafas da media vuelta, vuelve a subir y las deja en un bolsillo del pantalón extendido sobre un saliente rocoso. Muo decide zambullirse de cabeza desde allí, pero no se atreve. Coge impulso y se lanza al agua con fuerza. Se toma su tiempo para llegar al centro de la cala. Nada con una lentitud contemplativa, nada deportiva y muy muosiana; sus brazos se flexionan y estiran con un ritmo tan suave, tan ceremonioso como el del tai-chi, mientras que sus piernas, apenas abiertas, tienen la cadencia de un antiguo poema de la dinastía Tang, un ritmo que se funde con la noche violeta, los astros intemporales y el rumor de las olas, tan lento, tan misterioso, que le recuerda esa sonata de Schubert que tanto odia, una sonata de acordes demasiado repetitivos, pero que, interpretada por un pianista ruso llamado Richter —¡qué poeta!—, resulta hipnótica. Magia que el joven discípulo de Freud estaba empezando a acoger con agrado cuando, de pronto, oye un grito desgarrador, pero un tanto ahogado, quizá femenino, aunque no está seguro.

Siendo estudiantes, en los cursos de natación de la piscina universitaria, te reíste de mi manera de nadar. Como una rana gigante, me adelantaste con dos o tres largas y precisas brazadas, te volviste y me dijiste: «¿Cómo te las apañas para nadar tan despacio? Pareces una vieja con los pies vendados.» Saliste de la piscina y, delante de todos, imitaste mis movimientos con exageración. El agua chorreaba de tu esbelto cuerpo formando diminutos regueros lentos y en tu resbaladiza piel se distinguían unas adorables picaduras de viruela medio borradas. Luego te sentaste en el borde de la piscina y agitaste unas piernas de una belleza deslumbrante en el agua verdosa, casi marrón. Yo me acerqué a ti y tímido y tartamudeante, dije que yo sólo sabía imitar al mono, habilidad que había adquirido en la montaña donde había hecho mi reeducación y en la que abundaban esos animales. El mono. Pero no te creíste una palabra. Mi incrédula, pícara, orgullosa Volcán de la Vieja Luna. Te zambulliste en el agua y te alejaste nadando rápidamente.

La marea, oscura y nebulosa, avanza bajo la velada luna, complicando la tarea de Muo, que nada hacia el este de la cala, de donde parecen provenir los gritos ahogados que flotan en medio del mar, como suspendidos en el aire. ¿Una mujer? ¿Una sirena? De todas formas, enseguida lo veré. Tras unos minutos de acelerado braceo, Muo distingue, sin necesidad de las gafas, un punto luminoso, palpitante, que aumenta a medida que se acerca a él. Supone que es la lámpara de una barca de pescadores de cangrejos. Los gritos se interrumpen. Le parece que la barca tiene algo distinto de las otras, algo que no consigue definir: la oscilación de la lámpara sobre las olas no es la misma, la cadencia es demasiado irregular. Tan pronto se balancea locamente, con tales sacudidas que parece a punto de zozobrar en la tormenta (cuando lo cierto es que el mar está en calma como un bebé dormido), como se inclina y amenaza con apagarse, para acabar reavivándose y volver a su estado normal. Aunque Muo está tan cerca que la red ondula en la superficie del agua delante de su cara, no ve a nadie en la embarcación, que sin embargo sigue balanceándose con movimientos bruscos, espasmódicos. ¿Alucinación? ¿Espejismo? ¿Barca a la deriva? ¿Habrá perecido la mujer tras lanzar un último grito de socorro? ¿Una pescadora de cangrejos? ¿La superviviente de un naufragio? ¿Una inmigrante clandestina? ¿Una víctima de los tiburones? ¿De los piratas? ¿De un asesinato? Alerta, animado por una conciencia de buen ciudadano y un espíritu caballeresco, Muo, el Sherlock Holmes chino, se agarra a la borda de la embarcación, pero, en el instante en que se dispone a subir a bordo, unos gritos débiles, casi animales, se elevan del interior y lo dejan paralizado. Hablando con propiedad, no puede decirse que sean gritos, sino más bien jadeos ansiosos, ahogados, entremezclados, de un hombre y una mujer. Avergonzado, rojo como un tomate, Muo retrocede tan discretamente como puede para que no lo tomen por un mirón que se recrea la vista con el espectáculo de una pareja copulando en el mar.

Invisibles, los poderosos dedos de Richter brincan y revolotean sobre el teclado. La sonata de Schubert acompaña los crujidos de la barca, que se mueve rebosante de excitación, de deseo, de acentos humanos, de verbos eternos... Una sonata dedicada al pescador de cangrejos, ese desnudo príncipe del mar, que goza con su invisible compañera, quizá harapienta y apestosa a pescado, pero, en esos instantes, reina de la oscura marea.

Una noche del pasado verano, en mi habitación parisina, saturada del vapor picante, fuertemente especiado, que se elevaba de dos hornillos eléctricos sobre los que borboteaban sendas ollas, mis invitados chinos, exiliados políticos, económicos y hasta culturales, sumergían ritualmente, en la punta de sus palillos, camarones, láminas de ternera, trozos de hortaliza, tofu, bambú, col, champiñones aromatizados, etc., en el humeante caldo. Como de costumbre, todos los presentes, es decir, varios refugiados políticos, estudiantes, pintores callejeros, un poeta ciego y yo mismo estábamos discutiendo, ya no recuerdo por qué. De las palabras se pasó a los insultos y, de pronto, en la humareda, el enchufe soltó un haz de chispas azules, de las que nadie hizo caso. Las chispas se multiplicaron. En un arrebato de cólera, el poeta ciego se levantó, sacó dos billetes de cien francos de la cartera y, agitándolos ante mis ojos gritó:

—¿Cómo te atreves a hablar de psicoanálisis, si nunca has hecho el amor? —¡qué silencio! Los demás cesaron en sus disputas de inmediato—. ¡Toma! —exclamó el poeta—. ¡Coge estos doscientos francos, súbete a un taxi, ve a la calle Saint-Denis y, cuando te hayas tirado a una puta, vuelve y me hablas de Freud y Lacan!

El ciego quiso arrojar el dinero a la mesa, pero los billetes volaron y cayeron cada uno en una olla, se quedaron flotando un instante en el rojo y aceitoso caldo y se hundieron. La pesca de los billetes provocó un caos indescriptible, tanto más cuanto que los plomos acabaron saltando y la habitación se sumió en la negrura más absoluta.

Con paso vacilante, Muo vuelve a escalar las rocas hasta el lugar en el que ha dejado la ropa, trepa saltando de piedra en piedra con torpeza de miope y se tumba cuan largo es en el saliente. El viento es más suave, y, sobre el chapoteo del agua, Muo vuelve a oír el entrechocar de las fichas y retazos de música de armónica. En el restaurante, los cangrejos de carne blanca aún no están listos. La melodía, un fragmento de una ópera china, a priori imposible de tocar con una armónica, y no obstante no demasiado desnaturalizado por el chófer, tiene un no sé qué vivo y alegre.

Muo empieza silbando unos compases de acompañamiento y acaba canturreando. A continuación, el chófer toca una canción de amor hongkonesa bobamente romántica, y Muo, que se ha puesto de buen humor, sigue silbando y cantando estrofas de su propia cosecha. En la última, titulada «El jugador de
mah-jong
)», pone tanto entusiasmo que, en la playa y en el restaurante al aire libre, los jugadores de
mah-jong
la repiten a coro:

¡Las noches son un tostón

cuando no juego al mah-jong!

¡Ay, el mah-jong
,

el mah-jong!

Puedo perder la camisa
,

pero nunca la sonrisa.

¡Ay, el mah-jong
,

el mah-jong!

El coro desentona, desentonan las siluetas de los jugadores y desentonan los reflejos de las bombillas del restaurante, manchas anaranjadas que salpican la marea, sonámbula, susurrante, peinada de blanca espuma. Una nube cubre lentamente la luna, acentuando con su sombra el azul marino de la bahía. De pronto, una frase del juez Di, tocayo de otro juez de la dinastía Tang, el juez Ti,
[2]
*personaje de novela policíaca inventado por Van Gulik, famoso a su vez por su erudición sobre la vida sexual en la antigua China, acude a la mente de Muo, que siente un escalofrío a lo largo de la espina dorsal: «¡Ah, las pequeñas fichas del
mah-jong
! ¡Qué exquisita frescura, tan exquisita como la mano de marfil de una muchacha virgen!».

El olor de los cangrejos hervidos al vapor llega hasta él a ráfagas: un olor a clavo, a jengibre finamente picado, a albahaca, a hierbas de las colinas y canela blanca, un aroma realzado por el hálito salado y salvaje del mar. Removidas, mezcladas, amontonadas, las pequeñas fichas ceden el sitio a los humeantes platos, a los cuencos de arroz, a los vasos, que se llenan de licor chino, de vino supuestamente francés y de falsa cerveza mexicana.

Tumbado en una roca, Muo medita la frase del juez Di: «Tan exquisita como la mano de marfil de una muchacha virgen.»

Fue en mayo, dos meses antes de que perdiera la maleta en el tren, y cuatro y medio antes de esa noche en blanco bajo los barrocos astros de la Bahía de los Cangrejos, cuando presentó al juez Di sus credenciales, es decir, un soborno de diez mil dólares.

El nombre completo del juez es Di Jiangui, siendo Di el apellido de su familia —una familia obrera— y Jiangui, su nombre, un nombre muy común en China, cuya aparición coincidió con la de la República Comunista en 1949 y que significa «Construcción de la Patria», en referencia a una solemne declaración realizada por Mao en la plaza de Tiananmen con voz de contralto un tanto temblorosa. A comienzos de los años setenta, Di Jiangui ingresó en la policía, ese pilar de la dictadura del proletariado, en la que pasó quince años y se convirtió en tirador de élite de los pelotones de ejecución y buen comunista. En 1985, en plena reforma económica de China, fue designado para el tribunal de Chengdu, una ciudad de ocho millones de habitantes. ¡Qué regalo, uno de los cargos más privilegiados y codiciados! Como la mayoría de los asuntos del país sobre todo los de la justicia— se resuelven a golpe de soborno, el juez Di no tardó en fijar su tarifa, a saber, mil dólares por un delito común, una suma ya astronómica en la época; luego, a medida que el precio de la vida encarecía, el suyo se multiplicaba hasta alcanzar los diez mil dólares en el momento en que Volcán de la Vieja Luna fue detenida y cayó en sus garras. Asunto político.

Aunque nuestro psicoanalista nació y se crió en ese país, muy caro a su corazón, en el que vivió la Revolución Cultural y los demás acontecimientos de las tres últimas décadas, y aunque a menudo haya dicho a sus amigos que «la mejor frase del Libro Rojo de Mao, la única que dice la verdad, es que, bajo la dirección del Partido Comunista Chino, cualquier milagro es posible», ese milagro tan extraordinario —los sobornos pagados a los jueces— le repugnaba, a pesar de todo. No obstante, haciendo de tripas corazón, cuando el abogado de su amiga Volcán de la Vieja Luna le explicó el proceso, procuró mostrarse comprensivo. El abogado, de treinta y cinco años, oficialmente independiente pero designado por el tribunal, pertenecía secretamente a ese mismo tribunal y, por si fuera poco, era miembro de la misma célula que el juez Di, es decir, la del tribunal. (Otro milagro, más modesto que el anterior pero sumamente revelador, que también repugnaba a Muo.) El abogado era famoso en la ciudad por sus sempiternos trajes negros Pierre Cardin y sus corbatas de un rojo chillón, que habían inspirado una famosa réplica en plena sesión de un juicio. Una vendedora analfabeta acusada de robo por el abogado en cuestión, que representaba al patrón de la mujer, acabó por apuntarle con la barbilla y espetarle: «¡Más te valdría mirarte, so guarro, que te has puesto el paño higiénico de tu mujer alrededor del cuello!» La gente se pegaba por obtener sus servicios, pues era conocido por su apretada libreta de direcciones, sus relaciones con los jueces y su talento de intrigante capaz de organizar una suntuosa cena, en un salón privado o tras el biombo lacado y supuestamente antiguo de un restaurante de cinco tenedores (por ejemplo el Holiday Inn), entre un juez y un presunto asesino la víspera del juicio, para convenir la pena que el primero impondría al segundo al día siguiente, mientras saboreaban juntos en perfecta complicidad, manjares deliciosos, como el abalón, también llamado «oreja marina», un crustáceo de Sudáfrica, las patas de oso importadas de Siberia o ese plato conocido como «los tres gritos», que consiste en degustar vivos ratoncillos recién nacidos, cuyos chillidos recuerdan el llanto de un bebé. El primer grito lo emiten al atraparlos entre los palillos de jade; el segundo, al mojarlos en una salsa de vinagre o jengibre, y el tercero, al caer en la boca del comensal, entre los amarillentos dientes de un juez o la deslumbrante dentadura blanca de un abogado, sobre cuyo pecho flota una corbata roja salpicada de grasienta salsa.

El caso de Volcán de la Vieja Luna era complicado, peliagudo; en la medida en que se trataba de política, de atentado contra la imagen del país, el abogado-conspirador era categórico: ninguna comida, ni la más espléndida, podía arreglar el asunto; por el contrario, había que actuar «con precaución, método y paciencia, porque el menor paso en falso puede ser fatal».

En casa de los padres de Muo, en la cocina atestada de cacerolas, el abogado se las daba de gran estratega. Su plan, aparentemente ingenioso, se basaba en la sesión semanal de footing del juez Di. Éste, desde el comienzo de su carrera y, según sus propias palabras, con el fin de «beber en las fuentes», se daba todos los domingos una carrerita en solitario por el descampado en el que el pelotón de ejecución fusilaba y sigue fusilando a los condenados a muerte, individualmente o en grupo. Dicho lugar, tan familiar, tan querido para el ex tirador de élite, se encontraba en un suburbio del norte de la ciudad, al pie de la Colina del Molino. El abogado sugirió a Muo que fuera allí y se presentara, no como psicoanalista sino como profesor de Derecho de una gran universidad china que estaba visitando el lugar de ejecución con vistas a preparar un proyecto de ley gubernamental. El encuentro debía parecer fortuito. Mientras tomaba nota de las apasionantes experiencias del juez, Muo tenía que lanzar constantes exclamaciones de admiración y sorpresa, de forma que el juez —ésa era la argucia— aceptara ir a tomar un té él para continuar la conversación. Y sería en la intimidad del Salón privado de una casa de té donde Muo debería sacar a colación el caso de Volcán de la Vieja Luna y tratar de obtener su libertad a cambio de un soborno de diez mil dólares.

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