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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (61 page)

Mohan Tajid no sabía cuándo se había sentido tan desamparado por última vez. Ian había conjurado el poder de Shiva, y Shiva, con su danza salvaje, había aplastado bajo sus pies el vislumbre de felicidad que había estado tan accesible.

—Quiero estar a solas. Que se vaya también el personal doméstico; no quiero a nadie en casa —sonó metálica la voz de Ian desde la ventana.

Mohan Tajid salió de la habitación sin pronunciar palabra. Permaneció unos instantes en la galería, como hipnotizado, mirando hacia el vestíbulo, que producía una sensación tan descorazonadora a pesar de la iluminación nocturna. «Visnú, envía tu ayuda... —rogó en silencio—, no permitas que todo haya sido en vano.»

2

Estaba oscuro, faltaba un buen rato para que comenzara a clarear. Las nubes espesas que exudaban ya masas de agua por todos sus poros se tragaban la luz de las estrellas y de la luna, pero
Shaktí
conocía bien el camino, relinchaba alegremente. El de sus herraduras sobre el camino era el único sonido en aquella oscuridad; hasta los animales nocturnos estaban agazapados esperando fascinados el inicio del monzón. Los rayos iluminaban en diferentes puntos aquellas nubes compactas suspendidas sobre el valle que adquirían tonalidades amarillentas, rojizas, anaranjadas y azuladas, avivando las siluetas de campos y las lindes de la selva. Helena respiró aliviada, aspiró profundamente aquella brisa húmeda, que olía intensamente a tierra y a vegetación. Se levantó un viento que le alborotaba el pelo, que hacía murmurar a las hojas y la hierba cascadas incomprensibles de sonidos. Se sentía libre y ligera cabalgando a lomos de
Shaktí
, dejando atrás todo lo que la oprimía y le había dificultado la respiración durante las últimas semanas, durante las últimas horas. Tenía la cabeza agradablemente vacía y en silencio, pero su corazón estaba cargado, le oprimía dolorosamente las costillas, cada uno de sus latidos era una punzada. Espontánea e inoportunamente, comenzaron a acudir a ella imágenes, de la misma manera que se apiñaba siempre una pared de nubes contra las laderas del Himalaya, y comenzó a escuchar voces procedentes de muy lejos. Helena aceleró el ritmo para deshacerse de ellas, pero se mantenían a su mismo paso y al de
Shaktí
, y en algún momento se dio por vencida y se abandonó al torbellino que se arremolinaba en su cuerpo y en su espíritu.

«Él la ama, eso lo sé...» «Ámelo,
betii
; eso es lo único que puede salvarlo, y lo único que él teme...» Las manos de Ian, hacía unas pocas horas sobre su piel ardiente; su manera de besarla, con una pasión dolorosa, encendiendo en ella un ansia tan intensa que creía morirse; el ronco susurro de él al decir «eres mía, Helena, mía»; la sensación que tenía de ser tragada por unas fauces oscuras de las que no había escapatoria y que devorarían su alma. «Ha vendido su alma al diablo...» Ian, un asesino, el hijo de un asesino ejecutado por un delito de alta traición. Rajiv
el Camaleón
, Rajiv
el Bastardo
. Su boda en Surya Mahal. «Como si fuera uno de ellos...» Helena se rio amargamente. «Lo es. Es uno de ellos...» La humillación de aquella bofetada en Londres, cuando furiosa había usado su antiguo apodo, acertando sin saberlo donde más le dolía. Ian y Rajiv, los dos rostros de un alma desgarrada que llevaba las cicatrices de este país en la piel y en el corazón. El anciano rajá, que quiso sacrificar a su hija y a los hijos de esta por el honor de su pueblo, que había legado a su nieto el veneno de la venganza, que había contaminado su alma. «Vendido al diablo...» «Ámelo,
betii
...» «¿Lo ama usted?» «Ya no lo sé...»

Helena rompió en sollozos secos, amargos, furiosos, pero sin derramar ninguna lágrima. El trueno, que con su estallido rasgó en dos la oscuridad haciendo temblar la tierra bajo las herraduras de
Shaktí
, ahogó su sollozo, su murmullo en voz baja: «Lejos, lejos de aquí, quiero irme lejos...»

Las ramas le azotaban el rostro, pero no se daba cuenta; cabalgaba como si el diablo estuviera pisándole los talones y extendiera sus garras hacia ella. Huía como habían huido Winston y Sitara durante años; una huida cuyo recuerdo seguía fluyendo por las venas de Ian como su sangre mixta. Huía de la misma crueldad, del mismo horror, que amenazaba no su cuerpo, sino su alma, y solo deseaba una cosa: olvidarse de Ian, Rajiv, de todo lo que había vivido, visto y oído, desterrarlo de su recuerdo, de su corazón. «Lejos, lejos de aquí...»

Lentamente fue haciéndose visible al este una luz pálida, demasiado débil como para penetrar en aquellos tupidos bosques, pero que hacía surgir de la negrura de la noche las masas nubosas, de un gris plomizo, que parecían aplastarse cada vez más contra la tierra. No aflojó las riendas hasta que aparecieron las primeras casas de Darjeeling, y
Shaktí
, resollando, pasó a un trote rápido. Los muros devolvían el eco ruidoso de sus herraduras, y Helena se agachó involuntariamente, como si estuviera haciendo algo prohibido. Hizo avanzar la yegua por las calles hasta que, en una esquina de la amplia avenida principal, reconoció la enjalbegada fachada con arcadas del hotel. Desmontó y ató las riendas de
Shaktí
a una columna, le dijo unas palabras tranquilizadoras y subió los escalones hacia la ancha puerta de entrada.

Titubeó unos instantes. El edificio estaba tan tranquilo y desierto como el resto de la ciudad; seguramente no se habría levantado todavía nadie del personal del hotel. Respiró profundamente y llamó a la puerta con unos golpes tímidos; al no responder nadie, fue aumentando la intensidad de los golpes, para acabar martilleando enérgicamente la madera maciza y pulida. Por fin abrió alguien, un criado del hotel que se acababa de poner el uniforme a toda prisa. La quería despachar de mala manera, pero Helena le interrumpió y exigió que la llevaran a la habitación del señor Richard Carter.

—Señorita, no tenemos esa costumbre. Por norma aquí...

Helena dio un puñetazo el marco de la puerta.

—¡Lléveme hasta su habitación, maldita sea! Él... me está esperando... —Pronunció estas últimas palabras con menos aplomo. ¿Iba a recibirla realmente a esas horas?

El sirviente se la quedó mirando con las cejas enarcadas y una sonrisa de complicidad se dibujó en sus ojos. Helena, avergonzada, se ruborizó.

—Por aquí, por favor. —Con un gesto desenfadado y descarado a partes iguales abrió las hojas de la puerta de par en par y le cedió el paso.

—Ocúpese de que no le falte nada a mi caballo —le espetó arrogante ella a pesar de sentir pavor por dentro.

Siguió al hombre por los pasillos lujosamente decorados con tapices de seda hasta una de las puertas de madera rojiza. Llamó con los nudillos una, dos veces, una tercera. Entonces respondió amortiguada una voz soñolienta.

—Señor, disculpe usted la molestia, pero aquí hay una... —carraspeó, lo cual hizo que Helena volviera a ruborizarse—. Una visita para usted.

Al cabo de un momento se abrió la puerta. Enfadado y asombrado a partes iguales, Richard Carter miró a la cara al sirviente; fue entonces cuando se apercibió del motivo de aquella incomodidad.

—Helena... —Se apresuró a atarse el cinturón de la bata por encima del pijama de seda. Los mechones de su cabello castaño liso que le caían sobre el rostro le hacían parecer muy joven.

Helena quería saludarlo, pero algo le oprimía la garganta. Se lo quedó mirando y, a continuación, se le doblaron las rodillas. Richard la agarró antes de que cayera y ella le oyó pedir té y un desayuno. Oyó a alguien preparando la leña en la chimenea, después se cerró la puerta tras ellos.

La llevó hasta el sofá que había frente a la chimenea y la acomodó suavemente en los cojines. Ella dejó pasivamente que le quitara las botas y la tapara con una manta de lana.

—Estás temblando. —Se sentó a su lado y la arropó—. ¿No me vas a decir lo que ha sucedido? —Con el dorso de la mano le acarició las mejillas, mirándola inquisitivamente.

Un dique estalló, y entre los brazos de él comenzó a llorar lágrimas de miedo, de rabia, de tristeza y de agotamiento. Percibió como a través de un muro que llamaban a la puerta; Richard dijo algunas palabras, hubo pasos apresurados y diligentes, tintineo de vajilla, el encendido de un fósforo, el crepitar de la leña, luego más pasos, la puerta, silencio.

Finalmente alzó la cabeza, se pasó la mano por las mejillas húmedas y ardientes, levantó la nariz.

—Yo... Le he dejado —murmuró, tragando saliva, y de nuevo las lágrimas fluyeron.

Richard le pasó suavemente la mano por la sien y el pómulo.

—¿Te ha hecho él esto? ¡Menudo hombre! —Se levantó y se acercó a un armarito situado en el otro extremo de la habitación que contenía botellas de cristal con líquidos de color marrón o transparentes.

Helena se palpó la zona con la punta de los dedos y notó la costra. Iba a defender a Ian, pero fue incapaz de pronunciar palabra. Richard le aplicó un pañuelo empapado de alcohol en las heridas y Helena inhaló profundamente.

—Ya sé —dijo él con suavidad—. Se te pasará enseguida. —Y en sus pupilas danzaban tiernas unas chispitas doradas. La atrajo hacia sí y la meció con delicadeza, la besó ligeramente en la frente—. Ya ha pasado, ya no tienes que volver.

«Ya ha pasado», se dijo Helena, sin sentir el alivio esperado.

—Te sacaré de aquí. Mañana mismo si quieres. —Estiró el brazo hacia la mesa, cogió una de las tazas humeantes y se la tendió a Helena—. Esta tierra le puede robar a uno el alma realmente —dijo en voz baja, como para sí mismo.

Helena aceptó agradecida la taza y se bebió el té caliente a sorbitos. Richard la miraba atentamente. Sumido en sus pensamientos, le acariciaba la mejilla con el dorso de un dedo.

—Te mereces algo mejor —murmuró él.

«¿Mejor que qué?», se preguntó Helena. Los cálidos vapores hicieron que sintiera pesados los párpados y en ese momento se dio cuenta de lo cansada que estaba.

Richard se inclinó hacia ella y la besó delicadamente en la mejilla, por debajo de las heridas. Luego le quitó la taza de las manos.

—Primero, duerme.

La ayudó a levantarse y la llevó al dormitorio contiguo. La manta estaba apartada, la almohada de él seguía arrugada. Helena cayó pesadamente en la cama y alcanzó a percibir cómo él la tapaba con la manta y la besaba suavemente antes de cerrar la puerta tras de sí sin hacer ruido. Cayó instantáneamente en la negrura del sueño.

3

Cuando despertó, no sabía si era de día o de noche. Un sonido captó su atención y aguzó el oído. Fuera, el murmullo regular al otro lado de la ventana, cuyas cortinas estaban corridas, delataba que había empezado el monzón. Con suavidad, casi consoladoramente, un trueno llegó como rodando desde las montañas. Necesitó algunos instantes para darse cuenta de dónde se encontraba. Le dolían los músculos, pero sufría aún más con la sensación de vacío sordo en su interior. Lo que había quedado tras ella le parecía como una pesadilla, algo que no había sucedido realmente pero que le había dejado una sensación de vacío en la boca del estómago.

«No mires atrás, nunca...»

Dando un suspiro, sacó las piernas de la cama, entró en el baño y gimió al verse en el espejo. Tenía el pelo enredado y revuelto, el rostro sucio y enrojecido, los ojos hinchados y rodeados de profundas ojeras; en las sienes y en las mejillas, arañazos con sangre seca que palpó cuidadosamente. ¿Se debían realmente solo a los golpes de las ramas en la cara mientras cabalgaba hacia allí o había sido Ian? No lograba acordarse... «Pero ¿qué importancia tiene eso ahora?» Se miró en el espejo con gesto retador y sumergió el rostro en la palangana llena de agua fría, se lavó las huellas de la noche pasada lo mejor que pudo, se arregló un poco el pelo con peine y cepillo, y luego, tras tomar aire, abrió la puerta que daba al salón.

Había quinqués encendidos que difundían un cálido resplandor. En la chimenea, un fuego crepitaba con calidez. Richard alzó la cabeza de su periódico y le sonrió.

—¿Has dormido bien?

Helena asintió avergonzada con la cabeza.

—¿Cuánto...? ¿Cuánto tiempo he...?

Richard se sacó el reloj del bolsillo del chaleco de su traje marrón.

—Casi doce horas. Ya es por la tarde, hora de vuestra curiosa hora del té. —Señaló la mesita que tenía enfrente—. Seguramente estarás hambrienta.

Helena volvió a asentir con la cabeza y se sentó en el sillón enfrente de él, que estuvo mirando unos minutos con satisfacción cómo se abalanzaba sobre los bocadillos y el pastel de frutas, cómo vaciaba las tazas que le iba sirviendo antes de enfrascarse de nuevo en el periódico.

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