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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (28 page)

Se despertó sobresaltada de un sueño de un segundo de duración cuando el cuerpo cálido de un caballo le rozó una bota. Ian, que se había rezagado, juntó su caballo al suyo y tendió un brazo hacia ella. Quiso defenderse, pero el cuerpo le exigía obstinadamente sus derechos. Dejó pasivamente que Ian la pasara a su montura. Se quedó dormida inmediatamente, apoyada en él.

Helena se desperezó con cuidado y se incorporó lentamente hasta quedar sentada. Ebria de sueño, observó parpadeando la habitación en la que se hallaba. La cama, con dosel de delicada muselina bordada, era de una madera casi negra que parecía brillar desde dentro con tonos rojizos. Sobre las sábanas blancas había una manta bordada con todo lujo en tonos rojos, naranja y púrpura. En el otro extremo de la habitación, en cuyas paredes enjalbegadas destacaban las puertas y ventanas de madera oscura, había un tocador ancho con un tallado muy artístico cuyo espejo reflejaba la imagen de Helena. Sobre el suelo de madera, de un brillo mate y cubierto con alfombras mullidas, había algunas sillas con cojines blancos y de seda de colores, mesitas con estatuas de dioses en plata y bronce, libros lujosamente encuadernados, un jarrón de cristal con un ramo de rosas rojo sangre. La brisa de la mañana se mezclaba con el aroma de las flores, de la madera encerada y de la ropa limpia. Cada rincón exhalaba feminidad, y Helena se preguntó disgustada si habría habido alguna vez una mujer según cuyo gusto se había decorado aquel dormitorio. Ese pensamiento la afligió. Sacó con brusquedad las piernas de la cama, se calzó las zapatillas bordadas y se puso la bata por encima del camisón. Tenía necesidad de salir fuera, al aire claro, al nítido canto de los pájaros. Abrió con suavidad la puerta situada junto a las dos ventanas y salió al balcón.

A sus pies se extendían como un mar de color verde profundo las plantaciones de té, que a lo lejos se fundían con praderas moteadas por las primeras flores amarillas y blancas de la primavera, rodeadas de bosques frondosos. Sin embargo, quedó fascinada por la cadena montañosa del Himalaya: grandiosa, orgullosa, magnífica. Cubría la piedra azulada un manto de nieve colosal que imponía respeto, como una ola de pleamar congelada, con un hálito rosado y aparentemente fundiéndose bajo el sol en ascenso.

—Impresionante, ¿verdad?

Helena se volvió y se ciñó aún más la bata al pecho. A Ian no le pasó inadvertido ese gesto breve y Helena vio en sus ojos un brillo burlón cuando se acercó.

—Buenos días. Espero que hayas dormido y descansado bien. —Sus labios rozaron fugazmente su mejilla. Durante una milésima de segundo se miraron a los ojos, antes de que Ian se irguiera de nuevo para contemplar las montañas. Estaban tan cerca que Helena notaba el aliento de Ian en la piel.

»Eso de ahí es el Kanchenjunga —dijo, señalando el pico más alto de aquella cadena montañosa—. En el idioma tibetano su nombre significa «las cinco joyas de la nieve eterna». Según la tradición, el dios tibetano de la riqueza guarda ahí sus tesoros: oro, plata, cobre, cereales y las escrituras sagradas. Y los hindúes creen que es en el monte Kailash, la “montaña de plata”, donde habita Shiva. Todos los dioses y demonios tienen su lugar en esta cordillera. Por eso la gente la considera sagrada. Se dice que los pecados humanos desaparecen a la vista del Himalaya igual que se evapora el rocío antes de que salga el sol. —Se quedó mirando fijamente a Helena con un aire serio en sus insondables ojos—. Seguramente no existe persona alguna para quien esto tenga menos validez que para ti, mi pequeña e inocente Helena —añadió en voz baja, pasándole el dorso del dedo índice por el contorno de la mejilla antes de besarla.

Algo en su voz, una profunda tristeza, casi una desesperación, la conmovía a la vez que la dejaba helada. Cuando la besaba parecía que algo oscuro se apoderaba de ella, algo que la atemorizaba, de lo cual quería sustraerse pero a lo que se sentía expuesta irremediablemente.

Ian apartó la boca de pronto y con igual brusquedad cambió de humor. Daba la impresión de estar sereno, alegre, el brillo de sus ojos era casi insolente.

—Vamos a desayunar, después te mostraré tu nuevo hogar.

A pesar del hambre que tenía y de las exquisiteces servidas en la mesa (panecillos blancos esponjosos que todavía humeaban, mantequilla cremosa, diferentes mermeladas, huevos con la yema de color amarillo oscuro, vaporosas tortillas rellenas de chutneys de frutas, té especiado y chocolate espeso), Helena apenas pudo probar bocado. Eso se debía en parte a la opresión que seguía sintiendo como un anillo de hierro en torno a su pecho, en parte por el panorama imponente que veía desde su butaca de ratán, encarada hacia el balcón alargado, que le cortaba la respiración. Las cumbres nevadas de las montañas resplandecían como oro líquido bajo el sol en ascenso rápido, resplandecían como plata y reflejaban de una manera cegadora la luz blanca mientras ascendía una bruma tenue desde las praderas y las pendientes de la plantación de té, que se iba diluyendo para volver aún más claros los colores diurnos.

Tras un breve aseo matinal seguía Helena poco después a Ian por la casa, vestida con camisa y pantalones de montar, y con el pelo indómito sujeto en una trenza. En comparación con el lujo de Surya Mahal y la elegancia de la casa de Grosvenor Square, Shikhara era una construcción austera y sencilla, pero de una sencillez selecta, ostensiblemente lujosa. Las paredes enjalbegadas alternaban con las maderas nobles; por las elevadas ventanas entraba sin obstáculos la luz del sol, dando a las habitaciones buena ventilación y al mismo tiempo creando un ambiente acogedor y hogareño. Construido en dos plantas, al igual que los típicos bungalows de los propietarios de las plantaciones de té, no tenía, en cuanto a dimensiones, nada que ver con ellos. El centro de la planta baja era un generoso vestíbulo con el suelo de baldosas blancas y marrones alrededor del cual se distribuían el salón, el comedor y la biblioteca con los cuartos de trabajo colindantes. Bordeaba el conjunto una terraza acristalada con columnas que daba al jardín exuberante más allá del cual la vista se perdía en las colinas de color verde oscuro. Una amplia escalera conducía desde el vestíbulo hasta el piso de arriba, donde, circundados por la galería exterior, estaban los dormitorios, cada uno con su baño propio. Un laborioso trabajo de tallado adornaba ventanas y puertas. Algunas parecían de encaje. Los creadores de aquellas sillas, mesas, lechos, divanes y armarios parecían más artistas que artesanos. Unas alfombras de colores cubrían los suelos, en parte embaldosados, en parte entarimados. Candelabros y lámparas de plata y cristal translúcido, trofeos de caza, escenas enmarcadas del mundo mítico de la India, porcelana auténtica, relojes de pausado tictac, colchas y cojines con bordados de los tejidos más delicados, todo era de una sencillez selecta pero completamente alejada de la sobriedad puritana.

En la parte trasera de la casa se ubicaban la gran cocina y las despensas llenas a rebosar de fruta y verduras, tarros de extrañas especias de muchos colores, sacos de harina y arroz, café en grano, azúcar y sal. Los suministros diarios de carne, pescado y aves de corral se guardaban frescos en la cámara fría, sobre lechos de hielo, a la espera de ser aderezados. Toda una multitud de sirvientes poblaba la casa, en su mayoría mujeres de diferentes edades con sari de algodón, pero también algunos hombres, desde el mayordomo, ataviado con una chaqueta blanca sin cuello y
dhotis
, hasta los sirvientes, vestidos con sencillez pero sin tacha, que mantenían limpia la casa, cuidaban del jardín o partían y apilaban leña para la chimenea. Ian les presentó a Helena como su nueva
memsahib
. La saludaron con una respetuosa reverencia y se la quedaron mirando fijamente con los párpados entornados. Helena les llamaba poderosamente la atención, principalmente porque su aspecto no tenía nada que ver con el del resto de las
memsahibs
que habían conocido hasta entonces o de las que habían oído hablar. Sus miradas, aunque tímidas, la habían avergonzado y tenía las mejillas coloradas.

No lejos de la casa estaban los espaciosos establos, detrás de los cuales se extendía una extensa dehesa. En ellos había más de una docena de caballos esbeltos y majestuosos; su pelaje sedoso negro noche, blanco nieve, rojo alazán, relucía a la luz del sol. Helena inspiró profundamente, sorprendida de ver a
Shiva
y a
Shaktí
conducidos por dos mozos de cuadra.

La yegua blanca relinchó suavemente y dio un empellón a Helena cuando esta agarró las riendas. La muchacha respondió a su saludo acariciándole con delicadeza el costado y susurrándole palabras cariñosas.

—¡Oh, Ian! —exclamó de repente—. ¿Cómo has hecho para traerlos a los dos tan rápidamente? —Con manifiesta alegría lo miró radiante, sin percatarse de la expresión atenta y cálida de sus ojos al observar su trato cariñoso con el caballo.

Sonreía cuando pasó la mano suavemente por la piel brillante de
Shaktí,
cuya blancura recordaba las extensiones nevadas de la cumbre del Kanchenjunga, a escasa distancia de Helena.

—Es un secreto que me guardo.

«Y de esos tienes un montón», se dijo Helena, bajando los ojos con rabia. ¡Qué fugaces eran los momentos de distensión con Ian!

Cabalgaron muy pegados el uno al otro por un camino pedregoso recién rastrillado, pasaron junto a rododendros altísimos, arbustos de bambú, robustos robles, cedros y arriates de flores. Todo tenía el aspecto de un parque bien cuidado. De vez en cuando se cruzaban con uno de los jardineros vestidos de blanco que, provistos de rastrillos y tijeras de podar, se esforzaban por mantener aquel orden y que los saludaban con tanta amabilidad como respeto.

El camino se volvió empinado en las plantaciones de té, que formaban una alfombra verde de hebras altas: una vegetación reluciente de color verde botella hasta donde alcanzaba la vista. A lo lejos se divisaba un edificio enjalbegado y alargado, en forma de «L», en torno al cual se agrupaban numerosas casitas.

—Es la manufactura —dijo Ian—. En ella se tratan las hojas recolectadas. Es allí donde viven, además, la mayor parte de mis trabajadores, exceptuando las temporeras, que vienen desde los valles vecinos del Himalaya para la recolección. Ahora todo está tranquilo, pero dentro de dos o tres semanas se trabajará aquí desde la salida del sol hasta bien entrada la noche; las manos de centenares de personas estarán ocupadas.

La senda, angosta y empinada, los condujo entre campos de té que impregnaban el aire con su aroma fresco y especiado.

—Dicen que los orígenes del té se remontan a unos cuatro mil quinientos años. Shen Nung, el último emperador divino a quien los seres humanos deben el invento de la agricultura y de la medicina, ordenó a sus súbditos beber agua hervida. Un día de mucho calor, se encontraba Shen Nung a la sombra de un arbusto, hirviendo agua para aplacar su sed. Una brisa ligera pasó por entre las ramas del arbusto y soltó tres hojas, que fueron a caer en el agua hirviendo y le proporcionaron una delicada coloración. Shen Nung esperó un poco antes de probar aquello, lo encontró deliciosamente refrescante y estimulante, y fue así, según la leyenda, cómo nació el té.

Helena escuchaba atenta, como hipnotizada, la voz de Ian, mientras
Shiva
y
Shaktí
seguían trotando alegremente cuesta arriba.

—El té tiene, efectivamente, una larga tradición en China, Corea y Japón. Los documentos más antiguos se remontan al siglo
VIII
antes de Cristo, y con el transcurso de los siglos se fueron desarrollando complicados y estrictos rituales para la preparación del té. Fueron primero los comerciantes portugueses y posteriormente los ingleses quienes, desde China, llevaron a Europa el té en el siglo
XVII
, llamado
tay
o
te
en la China meridional. Como los comerciantes de té chinos se embolsaban la parte del león de las ganancias, a finales del siglo pasado la Compañía de las Indias Orientales trató de tener sus propias plantaciones de té. Las condiciones climáticas eran favorables en la colonia hindú y, de hecho, los resultados de las primeras plantaciones de té experimentales fueron muy prometedores. Cuando en mil ochocientos veintiséis fueron conquistados los territorios de Assam para la Corona británica y los hermanos Bruce descubrieron té silvestre en ellos, empezaron los experimentos para cultivar esas plantas y observar su desarrollo en diferentes condiciones para su cultivo. Finalmente se creó, en 1839, la Compañía Assam. No solo se cultiva té en Assam, sino también en algunas zonas de Bengala y en la parte occidental del Himalaya, pero ninguno tiene la calidad del té de Darjeeling. El té requiere una humedad y una temperatura constantes, la acción equilibrada del sol y la lluvia, la proximidad de las montañas. La razón última de que la tierra y el clima de aquí produzcan el mejor té del mundo es un secreto de las montañas de Darjeeling.

Habían alcanzado la cima del cerro desde el cual divisaban las suaves ondulaciones de las colinas con las plantaciones de té y detuvieron caballos. A su espalda se extendía la densa y oscura selva a lo largo de la cadena montañosa cuyas rocas despedían un tenue brillo azulado mientras la costra blanca de nieve reflejaba cegadoramente la luz del sol. Ian se apoyó en la silla contemplando aquellas tierras con aire meditabundo.

Allí arriba reinaba el silencio. Solo el gorjeo lejano de los pájaros y una brisa que hacía susurrar las matas de té y los árboles daban vida al paisaje. Una paz increíble se extendía por las colinas y valles y colmaba el alma de Helena. Comprendió lo que había querido decir Mohan Tajid al describir Shikhara como el paraíso y afirmar que el corazón de Ian pertenecía a esa parte del país, aún más que al desierto de Rajputana. Pero no sintió celos, porque percibió cómo se ensanchaba y engrandecía también su propio corazón, conmovido por la paz y la belleza silenciosa de las montañas, los prados y los bosques.

Ian desmontó. Las matas de té le llegaban casi hasta la cintura. Hizo un gesto a Helena para que lo imitara. Pasó las dos manos por las hojas relucientes y finalmente cortó un brote verde claro. Puso en la mano de Helena la ramita, como si fuera un tesoro. Ella notó la jugosa solidez de las hojas y olió su aroma húmedo y almizclado, cuando él le cerró la mano con una suave presión.

—Este, Helena, es el oro verde de la India.

Ella levantó la vista. Los ojos negros de Ian eran cálidos y le permitieron mirar abiertamente en su interior por primera vez desde que lo había conocido. Aquello, junto a la calidez de su mano, hizo que la mirada de él penetrara hasta el fondo de su alma.

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