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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (48 page)

Winston se quedó mirando fijamente al frente, como hipnotizado. Una cosa era hundir uno por su propia mano todos los puentes y marcharse, otra bien distinta no existir oficialmente, desaparecer de los documentos de los vivos. Ni en sueños se le habría ocurrido regresar al servicio en el Ejército, pero saber que si las cosas se complicaban mucho podía tener en él una puertecita trasera le daba sensación de seguridad. Le suprimirían de los listados, se lo notificarían a su familia y mandarían sus escasas pertenencias en una caja a ultramar, donde lamentarían su pérdida, llorarían su muerte y mandarían levantar una lápida conmemorativa en el cementerio. Pasaría a ser para siempre uno de los que perdieron la vida en el desempeño fiel y leal de su servicio a Inglaterra y a la Corona; sería un héroe, y eso le parecía una fama extremadamente incierta en sus actuales circunstancias. Sin embargo, con cada día que pasaba disminuía la probabilidad de que creyeran la historia de su cautividad y su fuga errática por la India, y la deserción se pagaba con la muerte. Independientemente de la alternativa por la que se decidiera, le esperaba la muerte, física o administrativa. En ese momento se dio cuenta de que había esperado del encuentro con William una solución menos radical, que le allanara el camino hacia una vida que, al menos en parte, se pareciera a su antigua vida. Pero la suerte estaba echada, la decisión tomada y no había marcha atrás.

Miró perplejo a William, quien había permanecido en silencio esperando a que Winston asimilara el verdadero alcance de las consecuencias de sus acciones.

—No me entiendas mal, Winston —retomó entonces la palabra—. Os podéis quedar aquí algunos días, hasta que os hayáis recuperado, pero entonces, y por desgracia, mi hospitalidad habrá terminado por la seguridad de todos. Saharanpur es un nido, hay soldados estacionados aquí; con frecuencia vienen a verme funcionarios de la Sociedad Asiática o del Gobierno, y también otros botánicos interesados en mi trabajo. Puede que vaya bien durante algún tiempo, pero el peligro de que te descubran es demasiado grande, y entonces te habrá llegado la hora. Por mi parte no creo que merezca mucho la pena que una noche me despierten unos guerreros armados hasta los dientes, llámame cobarde si quieres. Además, tengo la intención de casarme dentro de poco y, permíteme que te diga, no podría exigir a mi prometida tras nuestra boda que viviera bajo el mismo techo que un soldado desertor y su amante hindú. —Hizo una breve pausa—. Sabes que soy escéptico acerca de vuestra... hummm... relación, ¿verdad?

Winston asintió con la cabeza. Le hacía gracia recordar que unos meses antes él pensaba de manera similar, hasta que aquella noche en el jardín de Surya Mahal lo cambió todo.

—No quiero decir con ello que considere inferior a la población hindú —prosiguió con discreción—, ni que sea de la opinión de que las razas no deben mezclarse, pero bien sabes que soy pragmático, y vosotros no tendréis ya ninguna relación de pertenencia en ninguna de las dos partes, y después de vosotros, vuestros hijos y vuestros nietos. Ambas partes os tratarán como a proscritos, y aunque las sociedades sean más progresistas en un futuro, vosotros procedéis de culturas diferentes, de maneras de ver el mundo y de religiones diferentes. No te engañes creyendo que ese no es motivo para conflictos profundos.

—Guárdate el sermón para el domingo —replicó Winston, y su voz apagada quitó todo el veneno a sus palabras.

William sonrió burlón antes de volver a ponerse serio.

—Tenéis que iros lo antes posible y lo más lejos que podáis. Y quiero ayudaros de alguna manera.

—¿Qué propones?

Winston dirigió una sucesión de nubecillas de humo espeso hacia Winston.

—Una de mis tareas como responsable de este jardín consiste en cultivar plantas de té para que resulten lo más productivas y de la mayor calidad posible, a partir de las semillas y plantas importadas de China, de manera experimental, en diferentes lugares de la India. —Se levantó e hizo una seña a Winston para que se acercara al escritorio, del que cogió un mapa de la India de entre apuntes ordenados en abanico, y con la boquilla de su pipa trazó un arco de derecha a izquierda a lo largo de la cordillera del Himalaya, de este a oeste, nombrando por orden las localidades subrayadas.

—Las montañas Hazari, Kumaon, Garhwal, Mussorie, Dehra Dun. Muchas están todavía en pañales y se pondrán en funcionamiento en los próximos años, pero ya ha sido dado el visto bueno a los planes y se ha concedido la financiación. —Miró a Winston a la cara—. Me convendría tener
in situ
a alguien de mi confianza para la tala, la plantación, la cosecha y la producción. El sueldo no sería nada del otro mundo, pero alcanzaría bien para una pequeña familia.

Winston sacudió la cabeza.

—No entiendo nada de plantas, y menos aún de té.

—Eso se puede aprender. De todas formas, tengo la intención de mandar traer a uno o varios manufactureros de China. Y ellos son muy duchos en la materia. Bien, entonces, ¿qué te parece mi oferta?

Winston se quedó mirando meditabundo el mapa. ¿Le quedaba acaso elección?

—¿No hay un sitio todavía más lejano? —preguntó finalmente con una risa nerviosa, tensa.

William respondió con una amplia sonrisa y tocó ligeramente con la boquilla un nombre sin subrayar en la parte occidental del Himalaya, no muy lejos de la frontera con Cachemira.

—Kangra. Un valle encantador con un clima asombrosamente benigno y unas gentes muy amables y abiertas.

—¿Por qué razón no lo tienes marcado en tu mapa? —preguntó Winston con desconfianza, oliéndose algún defecto.

—Pertenece al territorio soberano de los sikhs, con un rajá marioneta procedente de una antigua dinastía rajput. Sé de fuentes bien informadas que Inglaterra está interesada en poner bajo el control de la Corona esa parte del Himalaya. Digamos que los relojes ya se han puesto en marcha.

—¿Quieres enviarnos a un territorio potencialmente en guerra?

William sacudió la cabeza.

—De ninguna manera. Este territorio tiene importancia estratégica, desde luego, pero no es de máxima prioridad. La intención de incorporarlo al territorio de soberanía inglesa es únicamente una medida preventiva. Los generales se sentirían mejor si la frontera política de la India colonial coincidiera con las fronteras naturales del país. Kangra es un valle perdido, con asentamientos y pueblecitos muy diseminados, alejado de todos los conflictos y todas las crisis políticas. El Ejército británico seguro que no lo invadirá, para empezar no merece ni el esfuerzo. Si en algún lugar podéis llevar una vida clandestina es allí, sin duda.

—Dame un día para reflexionar —repuso Winston con la voz ronca y la garganta seca.

—Por supuesto —asintió su amigo, volviendo a colocar el mapa debajo de sus apuntes—. Ocupémonos ahora de tu... hummm... esposa. Quizá pueda hacer algo por ella...

Fue como una bofetada para Winston, porque en ese instante comprendió que no podría casarse jamás con Sitara; un muerto no puede firmar un acta matrimonial, y una boda con un nombre falso tendría tanto valor como no casarse. Una sensación de culpa profunda se apoderó de él, y se preguntó si estarían alguna vez en condiciones de llevar una vida pacífica, honrosa, o si con sus pecados habían perdido para siempre la gracia de Dios.

Mientras William se ocupaba de Sitara, Mohan y Winston paseaban por el jardín, sumido en el silencio vespertino, y mientras el crepúsculo iba posando lentamente sus alas sobre el cielo frondoso, Winston le expuso la oferta de William. Cuando mencionó el nombre del valle, Mohan soltó un silbido suave.

—El viejo Kangra...

Winston lo miró con cara de asombro.

—¿Lo conoces?

—Solo por los libros de historia y por haberlo oído nombrar. Su nombre significa «la fortaleza de la oreja». Según la leyenda, fue construida sobre la oreja del demonio Jalandhara, enterrado allí. Algunos opinan que se llama así porque la colina sobre la que está emplazada es similar a una oreja humana. En tiempos antiguos, esa fortaleza era famosa en toda la India, y se decía que era inexpugnable. Los soberanos mogoles tuvieron que emplearse a fondo para conquistarla. Los rajputs Chand demostraron sus extraordinarias dotes defensivas hasta que la fortaleza cayó finalmente tras un largo asedio; necesitaron casi doscientos años para recuperarla antes de caer bajo el dominio de los sikhs.

—¿Rajputs Chand? ¿Estáis...?

—¿Emparentados? No de forma directa. Seguramente tenemos antepasados comunes, porque nuestros orígenes se derivan de la Luna y de Krishna, pero el punto exacto de ramificación de las dos líneas es desconocido y no hay ninguna conexión entre ellas. —Mohan sonrió—. Mi padre, el rajá, se enfurecía porque los Chand de Kangra se vanaglorian de tener la ascendencia más antigua de todos los Chandravanshis y nos miran con desprecio a nosotros, los Chand de Rajputana. Nos consideran unos advenedizos y, a su modo de ver, no podemos presumir de tener un árbol genealógico comparable al suyo. —Miró a Winston con gesto reflexivo pero con una chispa de satisfacción en los ojos—. No hay, en efecto, ningún lugar mejor para estar seguros. Mayor oprobio que nuestra fuga sería para el rajá enviar a sus guerreros al territorio de los Chand de Kangra o solicitar su ayuda. Establecernos allí sería una jugada de ajedrez sensata en extremo.

10

Se recuperaron rápidamente de las fatigas del viaje; la primera de todos, Sitara. William tranquilizó a Mohan y a Winston al atribuir el estado de ella únicamente al agotamiento y a la falta de una buena alimentación; sin embargo, la criatura estaba bien, y a los pocos días de estancia en Saharanpur, Sitara se encontraba de nuevo perfectamente. A excepción de William, nadie sabía adónde se dirigían montados sobre tres robustos caballos de carga, con abundantes provisiones, un mapa detallado y provistos de lo más necesario para el viaje.

Recorrieron el borde de la llanura del Ganges a lo largo de la cordillera de Sivalik, la estribación montañosa paralela al Himalaya, con sus árboles y sus ceibas de hojas anchas. Iban bordeando en todo momento las cumbres nevadas a su derecha, unas cumbres que ninguno de ellos había visto anteriormente y que les quitaron el aliento por lo sublimes que eran, sobre todo por su visible eternidad. Atravesaron innumerables ríos y arroyos por puentes estrechos, o los vadeaban a caballo por los lugares menos profundos. A menudo encontraban una granja solitaria en la que pernoctaban y tomaban una comida caliente; de vez en cuando había, en alguna pequeña localidad, un albergue para pasar la noche. Era Sitara en especial quien parecía ganar fuerzas al poder encontrar por fin a la sombra de las montañas un objetivo para su viaje, y por esta razón, y por las conversaciones silenciosas con la criatura que llevaba en su seno, se encontraba durante más tiempo ensimismada, tanto que Winston no podía reprimir un asomo de celos por el nonato.

Su camino se empinaba adentrándose en un paisaje kárstico y rocoso. Bosques de coníferas ascendían como cojines de musgo por las laderas y descendían del otro lado en tupidos robledales punteados de abetos rojizos y pinares con claros rocosos. Roedores de piel marrón sacaban curiosos la cabeza de agujeros en la tierra, con ojos brillantes e inteligentes, antes de volver a desaparecer a la velocidad del rayo; las cabras montesas se ejercitaban en saltos vertiginosos por las rocas. Resaltaban con su brillo luminoso las bayas maduras de los matorrales y las flores silvestres al borde del camino. El otoño se adueñaba de la tierra. Bandadas de ánsares indios y patos pasaban por encima de sus cabezas en dirección al norte, a los lagos de Cachemira. Conforme avanzaban, las noches se hacían notablemente más frescas, con frecuencia muy estrelladas, pero los días seguían siendo soleados y cálidos, en ocasiones todavía veían revolotear alguna mariposa tardía.

Su camino empezó a ir lentamente cuesta abajo; discurría entre colinas alargadas y de suave pendiente que, aquí y allá, se transformaban en promontorios rocosos donde crecían grupos de árboles o se erguían antiguos templos, y desde alguno una atalaya abandonada oteaba la carretera con recelo. Siguieron por el cauce pedregoso del río, entre paredes verticales y, a continuación, se abrió el valle ante ellos. Detuvieron sus caballos un momento para admirar aquel paisaje que no se parecía a nada de lo que habían visto hasta ese instante.

Praderas moteadas de flores cubrían el valle como una tupida alfombra, ascendían en ondulaciones, volvían a descender, bordeaban espesos bosques y, a la luz del sol de la tarde, los arroyos destellaban atravesando aquel manto verde. Entre las pequeñas parcelas de los campesinos había exuberantes árboles frutales con las últimas frutas del año; como un mar ligeramente encrespado se sucedían los arrozales. Al norte destacaba la cadena montañosa de Dhauladhar, en todo su esplendor y majestuosidad, con destellos azulados en su efusión blanca, por encima de la cual se extendía un amplio cielo azul por el que corrían algunas nubes deshilachadas.

—¡Qué belleza! —murmuró Sitara, dejando vagar su mirada por aquel valle.

—Kangra —dijo Mohan Tajid en voz baja, en un tono reverente—. El valle de la alegría...

Los tres se miraron con una sonrisa y se adentraron en él con sus caballos.

Un palacio rajput abandonado, derruido en parte, situado en un promontorio, no muy lejos de una pequeña aldea, en medio de prados y campos de cultivo, se convirtió en su nuevo hogar. Habían decidido arrendarlo por algunas docenas de
lakhs
, junto con las tierras aledañas. Las gentes del valle, alegres e imperturbables, no se dejaban impresionar por los sucesos políticos que tenían lugar en la fortaleza, muy alejada, del rajá. Recibieron a los recién llegados con una curiosidad manifiesta pero benevolente, y la expectación que causó su llegada cesó enseguida. Una piedra arrojada al agua ondula la superficie, que al poco rato vuelve a ser un espejo liso: así se fundieron Sitara, Mohan y Winston con las colinas y las montañas que rodeaban el valle, como si no hubieran vivido nunca en otro lugar que en aquel.

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