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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (52 page)

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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Mohan Tajid abrió los ojos y dejó vagar su mirada por aquella estrecha habitación. En la semipenumbra distinguió los vagos contornos de los cuerpos durmientes de su familia, Winston y Sitara, juntos y, pegado a ellos, Ian, abrazando a su hermanita como siempre. Incluso en sueños parecía querer protegerla y consolarla, a Emily, que seguía aturdida y parecía no haber digerido la huida del valle ni se acostumbraba al entorno desconocido de aquella ciudad ruidosa y sucia.

El apellido de un pariente lejano que trataba de prosperar en Delhi con un taller de calzado y de quien le había dado las señas el marido de Mira Devi así como la piedra con el símbolo grabado que este le había puesto en las manos a Mohan en su despedida les habían abierto esta vez las puertas de los
thanadars
y de los
mahallahdars
. En una de aquellas estrechas y pobladas callejuelas, entre zapateros, modistas y alfareros, habían encontrado un cobijo más que modesto, «por un tiempo», como se habían asegurado mutuamente. Sin embargo, una resignación fruto del agotamiento se había instalado en cada uno de ellos. No tenían fuerzas para recomenzar desde el principio. El hecho de que los guerreros del rajá hubieran seguido su rastro incluso hasta la apartada región de Kangra para echarlos de su nuevo hogar, de la vida que se habían construido con tantas penas y fatigas, los había sumido en la desilusión. Al amparo de las murallas, Sitara caminaba rápidamente por las callejas como un ratón atemorizado en busca de verduras y de arroz, apenas dejaba a los niños jugar en la calle, y Winston se pasaba las horas cavilando con la mirada perdida. Vivían al día, atrapados por el miedo a ser descubiertos nuevamente.

Mohan andaba lleno de preocupaciones: preocupado por Sitara, quien a pesar de su avanzado embarazo parecía menguar cada vez más; preocupado por los niños, que lo miraban apagados y tristes; preocupado porque pronto se agotaría la fortuna que se había llevado del palacio de Surya Mahal.

Las piedras talladas que formaban parte de esa fortuna despertaban el recelo de los joyeros en los bazares y eran invendibles porque llevaban consigo el riesgo de dejar un rastro muy claro hacia su escondrijo. Todavía no había dicho nada a Winston y a Sitara al respecto, todavía esperaba a que Visnú le indicara el camino

A orillas del Yamuna soplaba una brisa fresca entre los altos juncos. Los correligionarios de Mohan Tajid se sumergían descendiendo los
ghats
y tiritaban en las aguas azul acero de aquel afluente del río madre Ganga para lavar sus pecados. El
pujari
, maestro de ceremonias, trajinaba acuclillado en el barro con pequeños cuencos llenos de cinabrio, madera de sándalo y yeso, con los que volvía a pintar en la frente de los creyentes el símbolo de su casta después del baño ritual. Cuando dirigió su mirada hacia el sol que comenzaba a levantarse se quedó petrificado. Otros que siguieron también su mirada enmudecieron de temor.

Sobre la ancha carretera sin asfaltar que conducía al norte flotaba en suspensión una fina nube de polvo. Al acercarse se oyó nítidamente un fragor polifónico, y todo el mundo contuvo la respiración con sorpresa. Dos mil jinetes se aproximaban, inequívocamente, en formación dispersa y al galope, al Bridge of Boats, que, pasando por encima de bancos de arena y brazos del río, unía la orilla opuesta con la parte del fuerte donde se encontraban los aposentos privados de Bahadur Shah. Con estruendo de herraduras sobre los tablones, los caballos cruzaron el puente. Las barcas de fondo plano de madera amarradas a izquierda y derecha se balancearon. Se dirigían hacia el punto de las murallas rojas de piedra arenisca por el que entraban al palacio quienes tenían que elevar una petición personal al rey, y las murallas devolvían el eco de sus gritos.

Eran los cipayos de la guarnición de Meerut, hinduistas y musulmanes, que el día anterior habían asesinado a cincuenta oficiales suyos, a sus mujeres e hijos, prendido fuego a sus bungalows, y que ahora pretendían solicitar a su legítimo rey, Bahadur Shah, que se pusiera de su lado para despojar a los británicos de su dominio sobre la India.

¡Qué ironía que fuera precisamente en la guarnición de Meerut, a cuarenta millas al norte de Delhi, conocida por sus hermosos bungalows y sus jardines floridos, donde germinara la semilla de la revuelta! Nada menos que en Meerut, donde había soldados británicos y cipayos en una proporción numérica equilibrada, a pesar de que los primeros estaban mejor armados y tenían más prestigio en lo tocante a sus capacidades en la lucha.

Ochenta y cinco cipayos se habían negado a utilizar los nuevos rifles de mala fama y habían sido castigados de manera draconiana: todos los cipayos de la guarnición fueron colocados en hileras bajo la amenaza de bayonetas y sables, y los ochenta y cinco amotinados tuvieron que despojarse ante sus compañeros del uniforme del que tan orgullosos estaban antes de que el herrero les pusiera las cadenas para empezar a cumplir la larga pena de prisión a la que habían sido condenados: diez años de reclusión con trabajos forzados. Era el 9 de mayo de 1857, un sábado, y por la noche, algunos de los compañeros de los cipayos humillados de aquella manera buscaron consuelo en brazos de las rameras del bazar Sudder, pero no obtuvieron sino un rechazo tras otro.

—¡No tenemos besos para los cobardes! —chillaban las mujeres—. ¿Qué clase de hombres sois que dejáis a vuestros compañeros entre rejas en la cárcel? ¡Id y sacadlos de allí antes de venir a pedirnos que os demos besos!

La vergüenza de la humillación que habían experimentado todos los cipayos por la mañana estaba todavía candente en ellos y, atizadas de aquella manera, comenzaron a prender las llamas de la cólera y de la sed de venganza. Se echaron a la calle furiosos, vociferando, portando la antorcha del motín por la ciudad y la guarnición.

El alboroto no pasó desapercibido, pero con aquel calor, desacostumbrado para los europeos, y muchos oficiales de vacaciones en las
hill stations
, los superiores de los cipayos no dieron mayor importancia a los sucesos y se entregaron a su descanso nocturno.

A la mañana siguiente asistieron a la misa dominical con el uniforme ligero de verano, tomaron el almuerzo con la familia y descansaron en las habitaciones más frescas. Era una tarde tranquila en la guarnición y transcurrían las últimas horas apacibles.

Poco después de las cinco de la tarde sonó un grito de guerra en las callejuelas del bazar Sudder:
¡Allah-i-allah maro maringhi!
«¡Con la ayuda de Dios, matemos a los cristianos!» Estalló la tormenta. Herraduras atronadoras, estrepitosos relinchos, campanadas de alarma, el sonoro acero de las espadas, disparos, gritos y, por encima de todo, los silbidos de los tejados de paja en llamas mezclados con otro grito de guerra:
¡Din! ¡Din! ¡Din!
«¡Por la fe!» Asaltaron la cárcel, liberaron a los compañeros detenidos y los armaron, saquearon tiendas y bungalows, cortaron los cables de la línea de telégrafos a Delhi, mataron a tiros a los oficiales y masacraron a mujeres y niños. Cuando los británicos quisieron darse cuenta de lo que estaba sucediendo y reunieron a las tropas, la horda de amotinados, que englobaba a todos los cipayos de la guarnición, dos mil hombres, había desaparecido de la ciudad dejando tras de sí el resplandor de las llamas, escombros, caos, cadáveres, terror y sobresalto.

Fue durante las horas oscuras, entre la puesta del sol y la salida de la luna, entre las seis y las nueve. Cabalgaron hasta el pueblo de Rethanee, todavía temblando de rabia y de sed de sangre y de miedo por su propia audacia. Algunos querían regresar a casa, a Rohilkhand o a Agra, pero sabían que no había ya vuelta atrás, sino solo una marcha hacia delante, hacia Delhi, que no tenía tropas intramuros pero sí, en cambio, un inmenso polvorín, y a Bahadur Shah, el rey de Delhi. Así que espolearon los caballos y cabalgaron toda la noche hacia el sur. Con ellos iba ardiendo la chispa junto a la mecha del barril de pólvora que iba a incendiar media India.

14

Nada de todo esto presentían Mohan Tajid ni las demás almas que moraban en Delhi: hinduistas, musulmanes y cristianos comenzaban a moverse aquella mañana tan temprano, desperezándose entre bostezos y levantándose de la cama para comenzar su trabajo diario, en un día que no parecía distinguirse en nada de los anteriores. Sin embargo, mientras la población de Delhi seguía sus rutinas diarias, una parte de las hordas guerreras se había presentado ante Bahadur Shah para solicitarle ayuda y liderazgo. Y mientras el anciano, halagado y aterrorizado a partes iguales, reflexionaba sobre el desarrollo inesperado de los acontecimientos y sobre lo que hacer a continuación, los restantes cipayos amotinados se desplegaron, mataron a los pocos oficiales y soldados británicos estacionados en el fuerte y se adentraron rápidamente en la ciudad, donde, llenos de odio, comenzaron a dar caza a todo europeo.

El director del Banco de Delhi y Londres Bank se puso a salvo con su familia subiéndose al tejado de la casa, pero los rebeldes escalaron a un tejado vecino, más alto, desde el que saltaron para despedazar a sus víctimas. En las oficinas de la
Delhi Gazette
estaban los impresores a punto de imprimir a toda prisa una edición extraordinaria sobre la oleada de violencia que recorría la ciudad cuando la chusma entró al asalto matando a palos a los hombres y arrojando al río las hojas del periódico y los tipos de imprenta. Asaltaron incluso la iglesia de San Jaime e hicieron pedazos con las espadas el altar y los bancos. Algunos sublevados asaltaron el campanario e hicieron sonar las campanas con todo su desprecio antes de cortar las cuerdas y arrojarlas fuera de la torre estrecha. El sonido que emitieron al estamparse contra el suelo fue un estrépito que penetró muy dentro de la ciudad, anunciando ruidosamente el final de los tiempos pacíficos.

La mano de Winston, que iba a llevarse a la boca en ese momento un trozo de pan ácimo relleno de verdura, se detuvo a medio camino.

—¿Qué ha sido eso?

Mohan Tajid vio el temor en los rostros de Sitara y de los niños, que como él y Winston estaban sentados en la tierra compacta, rodeando en círculo los cuencos de barro del desayuno. Llegó hasta ellos un griterío desde la callejuela.

—Sea lo que sea no es nada bueno.

Se levantó a la velocidad del rayo, agarró a Emily, que se había echado a llorar, y se puso a espantar a su familia.

—¡Fuera, hay que salir de la ciudad rápidamente! ¡Al río!

En la calle reinaba el caos. Gente gritando y corriendo enloquecida, caballos espantados, bueyes mugiendo. Cuando vio pasar a dos cipayos al galope con las espadas desenvainadas barruntó que se hallaban en guerra y que no podían esperar nada bueno de ninguno de los dos bandos puesto que pertenecían a una familia con miembros mestizos. Les resultaba difícil permanecer juntos; una y otra vez corrían el peligro de dispersarse porque una vaca obstaculizaba con tozudez el camino o la masa de gente avanzaba en sentido opuesto o corrían peligro de caer bajo las ruedas de un carro que circulaba a toda velocidad o bajo las herraduras de un caballo desbocado.

Como si un virus de violencia y caos de efecto rápido hubiera infestado la ciudad, los primeros saqueadores se abalanzaban sobre los escaparates de las tiendas, apaleaban a los comerciantes indefensos o prendían fuego a las casas. Durante horas fueron abriéndose paso por las callejuelas intrincadas de su barrio. El sol había traspasado ya su cenit hacía rato cuando llegaron a la calle más ancha, por la que el gentío podía moverse con más holgura. Tableteaban por el aire las salvas de fusil desde el fuerte, y más de una vez vieron con el rabillo del ojo cómo los cipayos salían precipitadamente de las casas de los ingleses con los sables ensangrentados.

Mohan dio las gracias a Krishna porque a Winston, con el turbante que llevaba ya siempre y la cara sucia, no se le reconocía como
angrezi
a primera vista. Emily, agarrada a él, le pesaba cada vez más, y Winston e Ian sostenían a Sitara, que jadeaba de calor y por el peso de su hijo en el vientre. Corrieron en línea recta, con los muros del cementerio cristiano ya a la vista. Enseguida se bifurcaría el camino, enseguida podrían torcer hacia los
ghats
del río Yamuna. Mohan se sorprendió hablándole en voz baja a Emily:

—Enseguida lo habremos conseguido, enseguida, solo queda un pequeño trecho...

Un hombre saltó ante ellos a la calle, los detuvo con los brazos abiertos y un sable reluciente. Fue Winston el primero en pararse y obligar a detenerse a los demás con el terror pintado en el rostro, como si en medio de aquel horror se le hubiera aparecido, además, el más espeluznante de todos los demonios. Realmente el hombre parecía más un demonio que una persona. Flaco como era y encorvado, con una pierna torcida y más corta que la otra, el rostro deformado y lleno de cicatrices, con una barba blanca muy crecida y uno ojo lechoso. Mohan quería seguir adelante, pero estaba paralizado mientras su cerebro trabajaba febrilmente hurgando en su memoria el motivo por el que le resultaba tan conocido ese hombre.

—Bábú Sa’íd —murmuró finalmente, y un espasmo le contrajo las tripas. El antiguo cipayo de Winston, con una sonrisa desdentada en su rostro deforme y lleno de cicatrices.

—¡Qué bien que me hayáis reconocido, «príncipe» Mohan! —El ojo sano brillaba con odio infinito—. Como veis, he resucitado de entre los muertos. Los médicos del rajá me fueron remendando cada vez después de que sus hombres me torturaran para que revelara vuestro paradero. —Bábú Sa’íd dejó vagar su mirada por cada uno de ellos hasta que se detuvo en Winston—. Por desgracia no lo sabía. De lo contrario os habría traicionado como me traicionasteis vosotros dejándome abandonado en el desierto. —Bajó los brazos. Lo tenían allí delante, completamente relajado, y era como estar en el ojo de un huracán—. Pero estaba seguro de que algún día vendríais a Delhi. ¿Dónde puede uno esconderse mejor que en un lugar donde pululan tantas personas? ¡Y mira qué feliz coincidencia! —Señaló al caos que los rodeaba—. ¡Os encuentro aquí y precisamente hoy! Voy a poder ahorrarme el esfuerzo de andar buscándoos. Ni siquiera tengo que entregaros al rajá o a sus guerreros. Puedo haceros desaparecer, simplemente.

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